IRA
El pecado no tendría sentido si no fuera el corredor del placer, pero el corredor de la ira tiene una vuelta particularmente seductora y engañosa. Más que los demás pecados, la ira puede verse como buena, inclusive, puede comenzar siéndolo. El mismo Jesucristo se mostró enojado, blandiendo su látigo y dando vuelta mesas de manera estremecedora: volaron monedas y palomas, y los malvados tramposos cayeron de rodillas para salvar su botín. Al parecer, es hereditaria: el personaje más airado del Antiguo Testamento es, por una gran diferencia, Dios. De todos los pecados, sólo la ira está relacionada en el idioma común con su doble virtud entrelazada: la justicia. "Ira justa", decimos. Es imposible siquiera empezar a imaginar una frase semejante con los demás pecados: por más que tratemos, no podemos decir "justa pereza" o "justa envidia", y mucho menos ese pecado mortal que es tan sustancioso y nutritivo como el mejor cereal para el desayuno, la "justa lujuria".
La ira es eléctrica, estimulante. La persona iracunda sabe, sin ninguna duda, que está viva. La condición de falta de vitalidad, o la vitalidad parcial, es tan frecuente y atemorizante, y la inercia tan común como el polvillo, que no sorprende que la ira parezca un tesoro. Atraviesa el cuerpo como un chorro de agua helada; llena las venas con un sentido de propósito; alerta al ojo y al oído indolente; las extremidades perezosas claman movimiento; los pulmones aletargados se enriquecen con la respiración fluida. La ira fluye por todo el cuerpo, de proa a popa, pero su fuente y centro es la boca. Su gusto proviene de esos sabores que atraen al paladar maduro y refinado: la mezcla de ácido, amargo, dulce y salado, y algo más, algo levemente atemorizante, algo químico o al menos inorgánico, algo insalubre, algo que sospechamos no debería estar allí, un sabor que nos desafía porque podría ser veneno. De lo contrario, basta pensar en todo lo que hemos aprendido a soportar primero, y luego a anhelar: gin con Campari, la avinagrada salsa de menta junto al cordero de Pascua, un helado de pomelo para limpiar el paladar entre platos pesados, la ensalada de rúcula y berro, la sal en el borde de la copa de margarita, todos los cuales parecen prometer la sabiduría y una salud bronca y ascética.
La alegría de la ira es la alegría -inolvidable en la niñez- de morder con un diente flojo. La pequeña espina (¡nuestra!) que se hunde en el tierno rosado de la encía, la exploración labial, la aspereza que podemos imponer a la espesa y tonta lengua (¿un castigo por las veces que nos falló al no producir la palabra correcta?) y el delicioso respingo cuando hemos ido demasiado lejos. La boca como un oráculo que lo contiene todo y que se autocontiene. La verdad: el dolor es posible. La libertad: soy capaz de infligirlo y de soportarlo. La dura competencia atlética, satisfactoria en última instancia debido al alarmante pero sin embargo tranquilizador sabor de la sangre. Inclusive las palabras subordinadas, los nombres de los compinches de la ira son placenteros a la lengua. El rencor, la venganza, la furia. Basta oír sus sonidos, sus vocales largas. No hay nada amordazado, nada se oculta ni protege al débil. Vivir furioso es olvidar que alguna vez fuimos débiles, creer que lo que los otros llaman debilidad es una impostura, algo fingido que uno exhibe y luego retira, como la inmolación sanitaria de una casa acosada por la plaga. La crueldad esencial para la salud de la nación entera, porque, después de todo, los débiles arrastran a los fuertes. El iracundo se regodea con su fortaleza y, tremendo como el ángel de la espada llameante, expulsa a los transgresores del jardín que mancillarían.
La mortal ira es un hambre, un apetito capaz de crecer como el de un glotón o un león, en busca de quién devorar. Una vez que la criatura se alimenta, se autohipnotiza. El brillante Ford Madox Ford creó un personaje inolvidable a quien sólo pone en movimiento la ira: Sylvia Tietjens, la bella y sádica esposa del héroe de la tetralogía "El final del desfile". La madre de Sylvia explica la ira de su hija usándose a sí misma como ejemplo: "Te digo que caminé detrás del hombre y casi grité, de fuerte que era mi deseo de hundirle las uñas en las venas del cuello. Era una fascinación". La fascinación comienza en la boca, luego viaja a la sangre, de allí a la mente, donde crea a un conocedor, a un perito. Uno empieza a notar el intrincado funcionamiento de su propia ira, y pronto la idolatra, se dedica a preservarla, como una gran obra de arte. La simple ira, que es superficial y no crea acostumbramiento, empieza con una acción única, y provoca una respuesta única y definida. Tú me has hecho esto, y yo te haré esto otro. Ojo por ojo y diente por diente. En este trato hay esperanza de un fin; con el tiempo ya no habrá más ojos ni más dientes. Pero la ira mortal es infinita; sus espirales, que emanan de sí mismos, se van haciendo cada vez más pequeños, pero no existe la posibilidad de que vuelvan hacia dentro, en una fecundación interior. La ira mortal es fanática del embellecimiento. La persona iracunda, como un príncipe renacentista con innumerables arcas, recorre el mundo en busca de la gema genuina, del pedacito de seda con el matiz más exquisito, un ápice de marfil perfecto, la hebra de oro más incandescente, las plumas del mirlo blanco.
La causa original de la ira, como el vil metal debajo del adorno, bien puede haber sido oscurecida hace mucho por la incrustación fantástica. Hasta el simple deseo de herir puede llegar a perderse en el detalle de la justificación de la herida o el perfeccionamiento del castigo. La ira cobra existencia propia, o se divorcia de la vida por asestar la muerte, negar la vida, o por la compulsión de hacerle imposible la vida a otro por el solo hecho de hacerlo, porque la vida del iracundo toma su forma del deseo del castigo. El hábito del castigo se adquiere con facilidad y se nutre a sí mismo. Tiene un alimento, abundante y fácil de obtener: la necesidad de culpar. En esto, es una tentativa realmente muy comprensible por hacer que un universo sin sentido cobre sentido. Todo lo que existe, sobre todo lo que uno desea que fuese diferente, debe tener su causa y, por ende, su causante. Quizá la persona dominada por la ira mortal sea, en el fondo, por esta razón, digna de lástima, como el gran inquisidor de Dostoyevski que exigía la muerte en gran escala para reducir el sufrimiento. Destruimos la aldea para poder salvarla. Yo te destruyo a ti porque todo lo que está mal es por tu causa. Lo accidental es un concepto inventado por los débiles: todo lo malo es por tu culpa. Y debo castigarte. Además, exijo que comprendas que mi castigo es justo.
Recuerdo una historia que me relató una vez el escritor polaco Ryszard Kapuscinski acerca de Idi Amin. Como hacía con tanta frecuencia, Amin ordenó que uno de sus ministros fuera ejecutado en el acto. El hombre fue colgado. Al día siguiente, Amin preguntó por su amigo el ministro, tan divertido, y pidió que lo llevaran a él, pues quería verlo. Cuando le dijeron que el hombre había sido ejecutado, ordenó que se ejecutara a quienes habían obedecido su orden de matarlo. Al alimentarse a sí misma, la ira crea alrededor de sí misma la carne sobrealimentada de su indulgencia ilimitada. Al mismo tiempo emana un aliento ácido que marchita la esperanza, la juventud y la belleza. De manera que la persona iracunda es dos criaturas a la vez: grosera y bestial en la satisfacción de sus apetitos, y disecada, descarnada, casi esquelética por el esfuerzo de mantener activo el diminuto carbón que abastece su pasión.
Si la palabra "pecado" sigue teniendo sentido en una época en la que no hay posibilidad de redención, el sentido debe referirse a una distorsión tan severa que el yo reconocible se borra o se pierde. Muchos pensadores actuales desean abandonar la idea de un yo permanente y continuo; los novelistas siempre han sabido que el yo es transitorio, maleable, poroso. No obstante, algo reconocible, algo lo suficientemente constante para tener un nombre fijo parece perdurar, desde el nacimiento hasta la muerte. El pecado hace que el pecador sea irreconocible. Yo misma lo experimenté una vez, y lo recuerdo porque me asustó. Me convertí en un animal. Esta experiencia pecaminosa ocurrió -como tantas otras- en la ocasión de una cena. Era una tarde calurosa de agosto. Yo había invitado a cenar a diez personas. Nadie me ayudaba. Me sentía una víctima, por supuesto, como cualquiera en una cocina calurosa en la mitad del verano (es importante recordar que el hábito de autojustificación de la persona iracunda se relaciona, con frecuencia, con el hábito de considerarse una víctima). Había estado picando, revolviendo, inclinada sobre la hornalla, y ¡sola, sola! El calor del horno era mi purgatorio, mi prueba severa. Mi madre y mis hijos tuvieron la ocurrencia de pensar que era una buena ocasión para intentar la desobediencia civil. Tomaron ubicación en el auto y se rehusaron a moverse si no los llevaba a nadar. Mis hijos eran de una tierna edad entonces: cuatro y siete años. Mi madre tenía setenta y ocho y, excepto por su costumbre diaria de esgrima verbal, era una persona de salud endeble. Hacían sonar la bocina y gritaban mi nombre por la ventanilla, recordándome la promesa de llevarlos al lago. Los vecinos oían el alboroto.
Hay momentos en que un clisé popular se desprende del aburrido contexto del uso excesivo y cobra vida; éste fue uno de esos momentos. Perdí el sentido. Salté sobre el capó. Golpeé en el parabrisas. Les dije a mi madre y a mis hijos que nunca, jamás, los llevaría a ninguna parte, que ninguno de ellos iba a recibir a un amigo en la casa hasta la hora de su muerte, lo que esperaba que sucediera pronto. No podía dejar de golpear el parabrisas. Entonces sucedió lo que me atemorizó. Me convertí en un pájaro enorme. Un cuervo. Las piernas se me convirtieron en patas duras; los ojos se me agudizaron, llenos de malignidad. Me salió un pico asesino. Grasosas plumas negras tomaron el lugar de mis brazos. Y me puse a aletear y aletear, escondiendo la luz del sol. Cada vez que hundía el pico cerca de mis víctimas (parecían mis puños contra el parabrisas, pero en realidad era mi pico en sus cuellos) volvía para darles otro picotazo. El sabor a la sangre me extasiaba. Quería seguir picoteando para siempre. Quería llevarlos en mi pico sangriento y dejarlos caer sobre una roca, donde me alimentaría de sus cadáveres golpeados hasta que se me llenara mi estómago de ave de rapiña. No hablo en sentido figurado: me convertí en ese pájaro. Tuvieron que bajarme del auto por la fuerza, para que dejara de golpear el parabrisas. Aun entonces, no volví en mí. Cuando lo hice, me quedé espantada. Me di cuenta de que había asustado a mis hijos de verdad. Sobre todo, porque no me podían reconocer. Mi hijo me dijo: "Me asusté porque no sabía quién eras". Comprendo que no es éste un pecado grave. Sé que es así porque tiene su aspecto cómico, y el pecado mortal se caracteriza por su falta de humor, y el humor siempre se relaciona con la vida. Pero debido a esta experiencia (y a otras que no relataré) he llegado a entender el pecado mortal de la ira. Fui irreconocible para mí misma y, por un tiempo, para mi hijo, pero creo que hubiera sido reconocible para la mayoría del resto del mundo como humana. El pecado mortal hace que la gente se pregunte: "¿Cómo puede esta persona hacer algo así y seguir siendo humana?".
Los acontecimientos ocurridos en la ex Yugoslavia me parecen caracterizar a la perfección los resultados de la ira mortal. Nosotros, desde afuera, nos atormentamos y espantamos ante un comportamiento inimaginable en personas que creíamos tan parecidas a nosotros. No respondían a la imagen común que tenemos del otro: leían a los mismos filósofos y pasábamos las vacaciones junto a ellos, disfrutando de su comida, de su música, de su gracia. Y, sin embargo, ha surgido una suerte de horror incomprensible precisamente debido a una ira que ha perdido el control y se ha alimentado de sí misma hasta ocultar la mirada humana tras ojos abotagados por la ira. Personas que hace cinco años comían juntas, estudiaban juntas, e inclusive se casaban entre ellas, han jurado exterminarse las unas a las otras de una manera sangrienta y horripilante. Cientos de años de injusticias mutuas, atesoradas como textos sagrados, han sido resucitados, alimentados, de tal manera que ha surgido a la vida una criatura totalmente nueva, una criatura que conoce la ira y desconoce la visión. Una venganza hipnótica y enviciada, una acción irreflexiva lo domina todo, como una enfermedad. Miles de miles de mujeres han sido violadas: la fecundación ha pasado a ser una maldición, un castigo. Los viejos se mueren de hambre. Hermosas ciudades antiguas han quedado en ruinas. La causa original de la ira importa menos ahora que el ímpetu que ha tomado. Tal es el poder mortal de la ira: rueda y rueda montaña abajo como una enorme roca envuelta en llamas, aumentando en volumen y velocidad hasta que ya no hay esperanzas de que pueda detenerse. No se trata de que no exista una causa para la ira: la gruesa capa de injusticias reprimidas es la causa más generalizada. Pero debido al impulso mismo de la ira y su insaciable compulsión de destruirlo todo, las causas se olvidan para que se puedan alimentar las abiertas fauces.
La única forma de detener esta ira irracional es mediante un acto igualmente irracional de perdón. Es difícil de lograr, porque la ira es excitante y vivificante, y el perdón es tranquilo y, como la agricultura en pequeña escala o las tareas domésticas, su labor es intensiva y produce frutos pequeños. La ira tiene el encanto del sexo ilícito; el perdón los requerimientos siempre flexibles de un largo matrimonio. La ira alimenta una sensación de poder; el perdón nos recuerda nuestra humildad, esa mercancía tan poco popular, tan malinterpretada (Uriah Heep, en "David Copperfield" de Charles Dickens, no es humilde; Felicité, en "Un corazón sencillo" de Flaubert, lo es). Perdonar es renunciar al alborozo de creernos inexpugnables, de creer que estamos en lo cierto. "No hay causa, no hay causa", dice Cordelia al final de "El rey Lear", permitiendo que su quebrantado padre se convierta en "un tonto anciano afectuoso". "La gran ira... ha muerto en él", dice el médico. Pero las palabras de Cordelia trocan un lugar muerto en un jardín donde pueden sentarse a esperar lo que todos esperamos, la muerte que no podemos detener.
Sólo el silencio y el vacío que siguen a un momento de perdón pueden detener el monstruo de la ira mortal, la grotesca criatura alimentada y engordada con sangre inocente (y, ¿hay sangre que, en sí, no sea inocente?). El fin de la ira requiere una oscuridad, la oscuridad viviente en el centro de la nada que llega a conocer Lear, el negro de los últimos paneles de Mark Rothko, un negro que contiene en sí mismo, invisibles, los gérmenes de los cuales puede retejerse la vida y saltar. Su música es el silencio que está más allá hasta de la justicia, de la paz que supera al entendimiento, algo raro en toda una vida o una época, siempre un milagro inmerecido, superior a nuestras palabras.