El escritor argentino Rodolfo
Rabanal (1940) declaró en una entrevista que, para él, el periodismo
no era importante. No obstante, su trabajo como periodista, corresponsal
extranjero y columnista fue lo que le permitió hacer literatura. Pasó
algún tiempo trabajando en el periodismo en diversos medios
argentinos y extranjeros, entre ellos las revistas "Panorama", "Primera Plana", "La
Semana" y "El Periodista"; en los diarios "Ambito
Financiero", "Clarín", "La Opinión" y
"La Nación", y en la agencia de noticias "France
Press". Entretanto ha publicado las novelas "El apartado",
"Un día perfecto", "En otra parte", "El
pasajero", "El factor sentimental", "La vida
brillante", "Cita en Marruecos", "La mujer
rusa", "El héroe sin nombre" y "La vida
privada". También escribió libros de cuentos, crónicas y
ensayos, y desde hace algunos años, se ha radicado en Uruguay, "en
un lugar muy agradable, pequeño, muy tranquilo" dado que
"Buenos Aires es una ciudad enorme y además, latina. Es intrusiva, muy
ruidosa, muy llena de litigios y de charla. Es una ciudad invasiva de la
privacidad". Desde ese ámbito tranquilo afirma: "Yo tengo un
público pequeño de lectores, pero por suerte tengo eso. No tengo nada más.
Ni fama ni cosa que se le parezca. Más bien hago mi carrera de forma silenciosa".
"Únicamente el ser humano, absuelto de
besos y contiendas, continúa andando sin extraviarse fijo sobre el eje del ego,
avanzando pero sin perderse jamás, fijo y sin embargo en movimiento, la clase
de infierno que es real, gris y horrible, sin pecado ni mácula dando vueltas y
más vueltas, la clase de infierno que el grisáceo Dante jamás divisó pero del
que tenía una pizca dentro de sí", escribía hace muchos años atrás el novelista
y poeta inglés David
Herbert Lawrence (1885-1930), una de las figuras literarias más influyentes y controvertidas del siglo XX. El autor de "Lady Chatterley's lover" (El
amante de lady Chatterley) y "Women in love" (Mujeres enamoradas), a lo largo de su intensa, tormentosa y nómada vida, ensalzó en sus más de cuarenta libros su visión de un ser humano completo y
natural, opuesto a la artificialidad de la moderna sociedad industrial por su
deshumanización de la vida y del amor.
Tal vez fuese esa concepción sobre la vida lo que llevó a Rabanal a escribir "Cenizas al viento", artículo que publicó el diario argentino "La Nación" en su edición del 24
de diciembre de 1997. En él, el autor de "La costa bárbara" cuenta la historia del extraño periplo final del célebre novelista inglés que falleciera a causa de una tuberculosis en un sanatorio de Vence, en la Provenza francesa.
CENIZAS EN EL VIENTO
CENIZAS EN EL VIENTO
Taos es ahora un pueblo pintoresco y
bastante comercial enclavado en el desierto de Nuevo México y famoso por su
leyenda libertaria. Sus habitantes actuales suelen practicar el culto de la New
Age, pero anteriores generaciones de artistas lo hicieron su meca desde antes
de los años '20. Entre muchos otros atractivos, Taos guarda una reliquia
célebre: los restos del poeta y novelista inglés D.H. Lawrence. Cada año,
decenas de visitantes se acercan a la precaria capilla que conserva la urna
funeraria y ni siquiera sospechan que allí posiblemente no haya nada. O bien
cenizas, sí, pero no humanas. Tampoco es improbable que, en efecto, esos
despojos correspondan al mismísimo Lawrence. La ambigüedad del hecho es tan
grande que, para confundir aún más el incierto dato, hay quienes aseguran que
los auténticos restos del autor de "Mujeres enamoradas" y
"El amante de lady Chatterley" siguen estando donde estuvieron
desde el principio, en el pequeño cementerio francés de Vence, sobre el Mediterráneo,
lugar donde murió Lawrence en marzo de 1930. La historia de esas cenizas
(honradas, trasladadas, olvidadas, litigadas) se parece demasiado a una farsa
urdida una noche de copas.
David Herbert Lawrence escribió el
primer borrador de su novela "El amante de lady Chatterley" en un par
de semanas febriles cuando ya no le faltaba tanto para morir. El libro sería,
en muchos sentidos, su verdadero testamento y el clamoroso heraldo de su fama
póstuma, aunque debido a esas crueles ironías del destino sus derechos de venta
terminarían protegiendo la vejez del que fuera amante de su mujer y más tarde
su tercer marido, el capitán italiano Angelo Ravagli. Por entonces, D.H.
Lawrence tenía cuarenta y dos años (había nacido en 1885) y la salud totalmente
minada, pero se destacaba como uno de los escritores ingleses más notables de
su generación y tanto su obra como su vida privada eran frecuente motivo de
agitadas polémicas y escandalosas habladurías.
Por distintas razones, a las que él no
era del todo ajeno, su persona suscitaba adhesiones espontáneas, sobre todo por
parte de las mujeres, o provocaba enemistades furiosas, tanto por parte de las
mujeres como por parte de los hombres. Del mismo modo, su obra era exaltada con
unción o denostada sin la menor piedad. Un tercer grupo la ignoraba como si
jamás hubiese existido, estrategia de todas maneras bastante inútil frente a
una suma de catorce novelas, más de una docena de libros de cuentos, un número
similar de volúmenes de viajes y ensayos, cientos de artículos periodísticos y
una colección de poemas que se encuentran entre los mejores de la lengua
inglesa de este siglo. Y todo eso cuando el autor no había cumplido todavía
cuarenta años.
Desde luego, pocas cosas hay más
malignas que la vida literaria y sus "sectas" de vanidades y
perfidias competitivas, tanto en Inglaterra como en Buenos Aires o en cualquier
otra parte, y seguramente en todas las épocas, pero es cierto también que
Lawrence contribuyó a atizar el fuego en su contra. Su originalidad trascendió
el ámbito exclusivo de la obra para marcar un comportamiento extravagante y
arbitrario y, en gran parte, "políticamente" antibritánico, si bien
sería un poco difícil encontrar una personalidad más típicamente británica que
la suya.
Pero hay que admitir que no era de
fácil trato y que solía difundir en torno suyo una atmósfera de crispación,
sobre todo cuando lo acompañaba su mujer, la no menos discutible Frieda von
Richthofen. Y ella rara vez dejaba de acompañarlo. Según testimonios de fuentes
diversas e incluso antagónicas, Frieda era sencillamente exasperante, salvo
cuando un hombre le llegaba al corazón (los hombres le llegaban al corazón con
extrema facilidad y frecuencia), pero entonces exasperaba a sus rivales, o
enloquecía directamente a su marido.
De un modo u otro, y aun en medio de
circunstancias "normales", el juego que ambos ponían a disposición
del público era lisa y llanamente lo que los franceses llaman "jeu de
massacre", comprometiendo a medio mundo en sus trifulcas matrimoniales.
Es preciso decir que a pesar de sus
numerosos arrebatos sexuales, Frieda jamás dejó de amar a Lawrence, por el que
había abandonado a su primer marido inglés y a sus tres hijos en 1912, cargando
con una reputación sumamente incómoda, por decir lo menos. Reputación que
empeoró peligrosamente cuando, durante la Primera Guerra Mundial, los servicios
de inteligencia británicos imaginaron que, siendo ella alemana como era, podía
no estar lejos de espiar a favor del Kaiser: imputación injusta que involucraba
automáticamente al propio Lawrence, el cual, entre otras cosas, hacía cuanto
estaba a su alcance para evitar que se pusiera en evidencia su tuberculosis,
una enfermedad satanizada en las primeras décadas de este siglo. En 1914, por
cierto, los Lawrence tenían suficientes motivos para comportarse como dos paranoicos
y para zarpar cuanto antes de Inglaterra.
El exilio definió la existencia y la
obra de D.H. Lawrence tanto como lo hicieron la tuberculosis, inútilmente
enmascarada y descuidada de todo tratamiento, y su propia mujer. La fatalidad,
en parte voluntaria, de vivir siempre mudándose, abandonando países y buscando
otros nuevos que convinieran a su salud y a su imaginación, dio a su vida una
sobrecarga de intensidad. Lawrence detestaba las grandes ciudades, "tan
poco naturales", y sólo toleró residir un breve período en Londres. Su
exilio no urbano, opuesto al exilio urbano de Joyce, por ejemplo, refleja su
ideológico apego a la naturaleza, exaltada en muchas de sus obras de forma
pánica y quizás un tanto roussoniana y candorosa.
Él y Frieda vivieron en la campiña
inglesa, en Italia, en Francia, en Mallorca, en Australia, en los Estados
Unidos, en Alemania, en Suiza y en México. México, precisamente, los acercó a
Taos, donde compraron una casa llamada El Rancho y planearon vivir allí hasta
el final de sus vidas. De hecho, Frieda murió no lejos de Taos en 1956, al lado
de su pintoresco marido italiano, el "capitano" Ravagli, que había sido su
amante desde 1927, tres años antes de la muerte de Lawrence.
Las circunstancias que rodean la muerte
de Lawrence y el destino final de sus restos, circunstancias en las que Ravagli
participa especialmente, no dejan de llamar la atención por su carácter
escandaloso y digno, si se quiere, de una comedia de humor negro hecha a la
medida no tanto de Lawrence como sí de Frieda y sus dislocadas pasiones.
Hasta ahora, nadie contó esos confusos
episodios mejor que Brenda Maddox, en su libro "The story of a marriage" (La historia de un matrimonio), editado en Nueva York en 1994, presumiblemente la más completa
y documentada biografía de D.H. Lawrence que se haya escrito hasta la fecha.
Según los testimonios recogidos por la
señora Maddox, D.H. Lawrence fue incinerado en Vence dos días después de su
muerte y sus cenizas se depositaron en una urna bajo una losa en el pequeño
cementerio de ese departamento de la Costa Azul francesa. Frieda había hecho
grabar en la piedra la figura del Ave Fénix, alegoría mitológica venerada por
Lawrence, y todo hubiera estado razonablemente bien si a ella no se le hubiese
ocurrido trasladar las cenizas a Taos, donde Ravagli, el amante italiano,
levantaría una tosca capilla cerca de El Rancho para que allí reposara "il
caro Lorenzo", como él lo llamaba.
A juicio de Dorothy Brett, excéntrica
amiga británica de los Lawrence, también establecida definitivamente en Taos, y
amiga a su vez de otra residente famosa, la pintora Georgia O'Keeffee, la
capilla levantada por Angelo Ravagli "es lo más parecido que te puedas
imaginar a un baño de estación ferroviaria rural, y lo menos merecedor de un
panteísta como fue el querido Lawrence".
Pero los equívocos previos a la
construcción de la infortunada capilla son mucho más considerables, y si bien
se corresponden con el famoso mausoleo criticado por Brett, vuelven trivial ese
comentario. Unos pocos meses después de la muerte de Lawrence, Frieda partió a Taos
a fin de organizar su existencia en El Rancho, mientras Ravagli quedaba a cargo
del traslado de las cenizas del difunto.
Ravagli estaba casado en Italia y era
padre de tres hijos, y no le resultaba sencillo ausentarse medio año y en otro
continente con otra mujer. Sin embargo lo hizo, sólo porque Frieda se lo pidió.
Nadie negó nunca el misterioso poder de seducción que Frieda ejerció sobre los
hombres a lo largo de su vida. Recuerdo que en 1970, en Califomia, tuve la
oportunidad de hablar con Emil White, un viejo amigo de Henry Miller que había
tratado a Frieda cuando ella estaba ya cerca de cumplir los sesenta años y él
era todavía un muchacho. White evocaba a aquella mujer como una auténtica "femme
fatale", "nacida exclusivamente para el amor". Huxley la definió
siempre como una mujer elemental, no en un tono peyorativo sino exaltando su
"radiante belleza" de naturaleza solar y el directo apetito de sus
sentidos. Curiosamente, las fotos de su madurez desmienten esa impresión que,
sin embargo, todos aquellos que la conocieron parecen compartir.
De manera que Ravagli, envuelto en la
almibarada red de la Abeja Reina, pasó primero por Vence (esta es, al menos, la
versión oficial), tomó las cenizas y las embarcó con él rumbo a Nueva York. En
Nueva York se demoró una semana atrapado, por lo que él mismo dijo, en trámites
de aduana y aventuras alcohólicas. Por último, abordó el tren hasta Nuevo
México, donde debían esperarlo Frieda y la comitiva de amigos para concluir el
funeral de Lawrence.
La descabellada idea de Frieda
consistía en montar una ceremonia piel roja, con indios pueblo o navajos
danzando alrededor de una hoguera y algunos mariachis mexicanos cantando
lamentaciones junto a la capilla. Nadie fue capaz de decirle que aquello era un
poco desopilante, quizá porque cuando ya estaban en Taos advirtieron que
faltaba la urna. Ravagli la había olvidado en la estación del ferrocarril, de
modo que la comitiva volvió a desandar el camino y al fin recuperaron la
bendita urna, pero como se hacía tarde, Frieda entendió que mal no les vendría
un refrigerio y organizó de inmediato un "tea party" que terminó en una
especie de borrachera general, y en la refriega volvió a extraviarse el motivo
de la celebración y debieron transcurrir horas antes de que un empleado del restaurante
la encontrara bajo un montón de ropa.
Treinta años más tarde, cuando ya
prácticamente no quedaban testigos ni protagonistas vivos de aquel estrambótico
cónclave, el anciano Ravagli, viudo de Frieda y vuelto a casar con su antigua
mujer italiana, confesó lo que muchos estudiosos de Lawrence consideran
una "boutade" o la divagación de una mente senil. Lo que hizo Ravagli
en Vence, en la primavera de 1930 (y ésta es la versión extraoficial), fue
echar las cenizas de Lawrence al viento y llenar la urna con otras obtenidas de
madera quemada. Una especie igualmente inverificable pero no desatinada imputa
a Ravagli la responsabilidad de haber perdido las cenizas en la semana que se
demoró en Nueva York antes de dirigirse a Taos. Sea como fuere, es poco probable
que la capilla de Taos guarde los auténticos restos del célebre difunto: el
lugar sigue siendo un santuario de peregrinos devotos del escritor inglés, y lo
fue sobre todo en los años '60, cuando los motivos poéticos y novelescos de D.H.
Lawrence y sus prédicas a favor de la independencia de la mujer, tanto como sus
avanzados criterios a favor de un erotismo sin barreras, parecían coincidir
espléndidamente con la época.
Pero no pocas personas -entre ellas,
la propia hija de Frieda, Barby Weekley Barr (alguna vez enamorada de Lawrence,
según su madre); la excéntrica Dorothy Brett; una de sus principales amigas,
como fue Mabel Luhan, e incluso la misma O'Keeffee- planearon
"asaltar" la capilla y poner en libertad las cenizas del pobre
Lawrence, echándolas al viento. No hay pruebas de que lo hicieran pero, de
manera enigmática, Dorothy Brett comentó, ya anciana, que hubo un momento en
que Lawrence estaba "de muerto como había estado en su vida: en todas
partes y en ninguna, en el aire mismo y en el viento". Lo cual
posiblemente sea cierto y nada antagónico con los auténticos deseos de
Lawrence.