Dueño de
una vida aventurera, Ernest Hemingway (1899-1961) entremezcló su notable
carrera de escritor con su labor como periodista. Autor de
varias obras consideradas clásicos de la literatura universal como "A farewell to arms" (Adiós a las armas), "For whom the bell tolls" (Por
quien doblan las campanas) y "The old man and the sea" (El viejo y el mar), Hemingway fue, de hecho, periodista antes que novelista. Ya en 1916, cursando sus estudios secundarios en la Oak Park and River Forest High School, publicó sus primeros artículos en "The Trapeze" y en "Tabula", periódico y anuario respectivamente de dicha escuela. Luego, en 1917, ingresó como reportero en el "Kansas City Star" y, tres años más tarde, lo haría como corresponsal extranjero en el "Toronto Star". A partir de entonces, además de narrador de ficciones, Hemingway fue periodista durante buena parte de su vida.
Los años '30,
además de haber quedado en la historia mundial como los de la Gran Depresión
económica, fueron tiempos de totalitarismos en ascenso que prenunciaban, en
alguna medida, la guerra de proporciones hasta entonces desconocidas que
estaba a punto de comenzar. En marzo de 1936 Alemania decidió
unilateralmente la reocupación y militarización de Renania, un acto que muchos
consideran un paso fundamental hacia la Segunda Guerra Mundial. Cuatro meses después, otro hecho de violencia en Europa cambiaría en forma dramática la vida
de Hemingway: el estallido de la Guerra Civil española. Su participación
como corresponsal en ese conflicto armado y su declarada simpatía por los republicanos lo transformaron para siempre en un hombre de letras comprometido
política e ideológicamente. "The
first glimpse of war" (Las primeras imágenes de la guerra) fue escrita por Hemingway en Valencia el 18 de marzo de 1937 para la agencia de noticias NANA (North American Newspaper Alliance). La nota fue publicada al día siguiente por "The New York Times" y "The Observer" entre otros grandes periódicos del mundo.
LAS PRIMERAS IMÁGENES DE LA GUERRA
Cuando el avión militar que nos llevó de Toulouse a Barcelona voló sobre la zona comercial de esta ciudad, sus calles aparecieron desoladas como las de los comercios de Nueva York los domingos por la mañana.
El avión aterrizó suavemente en la pista de hormigón y rodó hasta detenerse ante un pequeño edificio donde, pasmados de frío tras de haber cruzado los abruptos Pirineos cubiertos de nieve, nos calentamos las manos alrededor de un tazón de café con leche mientras tres guardias con chaquetilla de cuero y pistola estaban bromeando en el exterior del edificio.
Allí supimos por qué Barcelona ofrecía aquel momentáneo aspecto desolado: un trimotor de bombardeo escoltado por dos cazas había bombardeado la ciudad hacía unos momentos, causando siete muertos y treinta y cuatro heridos.
Si hubiéramos llegado media hora antes, nos habríamos visto envueltos en un combate aéreo entre los cazas gubernamentales y la aviación enemiga. No me hubiera sorprendido, pues viajábamos en un avión militar y ello habría podido causar confusión.
Luego, proseguimos viaje a Alicante volando a poca altura sobre la costa, a lo largo de la cual vimos blancas playas, antiguas poblaciones situadas en parajes altos o en roqueños y tortuosos promontorios. No se veían señales de la guerra; los trenes circulaban, el ganado vacuno pacía en los campos, las lanchas pesqueras se hacían a la mar y las chimeneas industriales echaban humo.
Cerca de Tarragona, todos los pasajeros nos apiñamos al lado izquierdo de la aeronave, por cuyas angostas ventanillas observamos el casco de un carguero acostado; había sido atacado con proyectiles de artillería y remolcado con su cargamento a la costa. Estaba encallado en la clara agua junto a la arena y causaba la impresión de una ballena con chimenea que se hubiese acercado a la playa para morir.
Volamos sobre la fértil, llana y verde oscura tierra de Valencia salpicada de casas blancas, su puerto y su extensa, blanca y alargada capital; sobre los arrozales, la agreste serranía con su mundo de águilas y el litoral alicantino con el brillo azul del mar y las palmeras, lo cual le daba aspecto de paisaje africano.
El avión continuó hacia Marruecos y yo fui del aeropuerto a Alicante en un destartalado autobús. La ciudad celebraba el llamamiento a filas de los mozos de veintiuno a veintiséis años y la victoria sobre las tropas regulares italianas en el frente de Guadalajara; sus calles y su bello paseo con datileras a la orilla del mar estaban muy concurridos.
Los mozos iban acompañados de sus novias y familiares; paseaban en grupos de cuatro personas, mantenían los brazos entrecruzados, cantaban y voceaban tocando acordeones y guitarras. Las embarcaciones de recreo del puerto alicantino estaban abarrotadas de parejas que se disponían a dar un paseo de despedida por la mar.
Pero el mayor bullicio se observaba entre los componentes de las largas colas formadas delante los centros de reclutamiento en medio de un ambiente de verdadera fiesta.
LAS PRIMERAS IMÁGENES DE LA GUERRA
Cuando el avión militar que nos llevó de Toulouse a Barcelona voló sobre la zona comercial de esta ciudad, sus calles aparecieron desoladas como las de los comercios de Nueva York los domingos por la mañana.
El avión aterrizó suavemente en la pista de hormigón y rodó hasta detenerse ante un pequeño edificio donde, pasmados de frío tras de haber cruzado los abruptos Pirineos cubiertos de nieve, nos calentamos las manos alrededor de un tazón de café con leche mientras tres guardias con chaquetilla de cuero y pistola estaban bromeando en el exterior del edificio.
Allí supimos por qué Barcelona ofrecía aquel momentáneo aspecto desolado: un trimotor de bombardeo escoltado por dos cazas había bombardeado la ciudad hacía unos momentos, causando siete muertos y treinta y cuatro heridos.
Si hubiéramos llegado media hora antes, nos habríamos visto envueltos en un combate aéreo entre los cazas gubernamentales y la aviación enemiga. No me hubiera sorprendido, pues viajábamos en un avión militar y ello habría podido causar confusión.
Luego, proseguimos viaje a Alicante volando a poca altura sobre la costa, a lo largo de la cual vimos blancas playas, antiguas poblaciones situadas en parajes altos o en roqueños y tortuosos promontorios. No se veían señales de la guerra; los trenes circulaban, el ganado vacuno pacía en los campos, las lanchas pesqueras se hacían a la mar y las chimeneas industriales echaban humo.
Cerca de Tarragona, todos los pasajeros nos apiñamos al lado izquierdo de la aeronave, por cuyas angostas ventanillas observamos el casco de un carguero acostado; había sido atacado con proyectiles de artillería y remolcado con su cargamento a la costa. Estaba encallado en la clara agua junto a la arena y causaba la impresión de una ballena con chimenea que se hubiese acercado a la playa para morir.
Volamos sobre la fértil, llana y verde oscura tierra de Valencia salpicada de casas blancas, su puerto y su extensa, blanca y alargada capital; sobre los arrozales, la agreste serranía con su mundo de águilas y el litoral alicantino con el brillo azul del mar y las palmeras, lo cual le daba aspecto de paisaje africano.
El avión continuó hacia Marruecos y yo fui del aeropuerto a Alicante en un destartalado autobús. La ciudad celebraba el llamamiento a filas de los mozos de veintiuno a veintiséis años y la victoria sobre las tropas regulares italianas en el frente de Guadalajara; sus calles y su bello paseo con datileras a la orilla del mar estaban muy concurridos.
Los mozos iban acompañados de sus novias y familiares; paseaban en grupos de cuatro personas, mantenían los brazos entrecruzados, cantaban y voceaban tocando acordeones y guitarras. Las embarcaciones de recreo del puerto alicantino estaban abarrotadas de parejas que se disponían a dar un paseo de despedida por la mar.
Pero el mayor bullicio se observaba entre los componentes de las largas colas formadas delante los centros de reclutamiento en medio de un ambiente de verdadera fiesta.
Todos
los pueblos costaneros, por los que pasamos para ir a Valencia, estaban de
fiesta; eso me recordaba los días de fiestas y ferias que yo había pasado en
este país y no la guerra; sólo los milicianos convalecientes con su cojera
y uniforme de paño de lana recio y burdo me la recordaron.
En
Alicante los comestibles estaban racionados, especialmente la carne; por el contrario, en los pueblos, las carnicerías estaban abiertas sin que se viese
gente formando cola delante de ellas. Nuestro acompañante aprovechó la
ocasión para comprar carne y llevarla a su casa.
El
viaje a Valencia, bajo las sombras de la noche y a través de muchas millas
de naranjales en flor, cuyo intenso y fuerte olor se mezclaba con el polvo de
la carretera, causó impresión a este corresponsal adormilado por la
celebración de una boda; pero, aunque adormilado, contemplaba las luces y veía
que lo que se celebraba no era una boda italiana.