25 de junio de 2013

Periodismo de autor (IV). Osvaldo Soriano: "Dinosaurios"

Comparado a menudo con Arlt y Cortázar por haber fundado un lenguaje propio y poseer una imaginación regia, Osvaldo Soriano (1943-1997) fue un notable novelista y periodista argentino. Pocos narradores fueron tan famosos como él fuera de su país, no obstante el desdén con que muchas veces fue tratado por los académicos vernáculos de las letras. Autor de siete novelas, entre las que se destacan la inicial "Triste, solitario y final" y "No habrá más penas ni olvido", Soriano publicó varios libros en los que reunió ficciones y artículos periodísticos, libros que armó "como un rompecabezas", de modo "arbitrario y caótico", mezclando "cuentos con homenajes, evocaciones con apuntes y narraciones con historias de fútbol", porque "así me gusta leerlos a mi, y mientras los reviso y los corrijo pienso que son fragmentos de los instantes más felices de mi vida", escribiría en el prólogo de uno de ellos.
Siguiendo los pasos de su familia, desde su infancia deambuló de pueblo en pueblo a partir de los diferentes destinos laborales que le eran encomendados a su padre, quien era inspector de Obras Sanitarias. A comienzos de los años '60 recaló en Tandil donde, tras ejercer varios oficios, comenzó a trabajar como periodista en "El Eco" y a escribir sus primeros cuentos. En 1969 se instaló en Buenos Aires y comenzó a trajinar las redacciones porteñas. Trabajaría en medios gráficos como las revistas "Primera Plana" y "Panorama", y en los diarios "La Opinión" y "El Cronista Comercial" hasta que, en 1976, se traslada a México, Bélgica y, más tarde, a Francia, en cuya capital vivirá hasta 1984. Allí fundó, junto a Cortázar y otros periodistas, el periódico "Sin Censura", desde cuyas páginas se denunciaban las aberraciones y los crímenes perpetrados por la dictadura militar que gobernaba la Argentina. También fue colaborador del periódico italiano "Il Manifesto" al tiempo que rechazaba ofrecimientos que le acercaban los diarios más importantes de Italia dada la popularidad de sus libros. Soriano desconfiaba de los grandes medios porque creía que su "grandeza es proporcional a la de los intereses que defienden", siendo, en consecuencia, "escasas las posibilidades de escribir con absoluta libertad de opinión". A su regreso a su país natal, participó en la fundación de dos proyectos que renovaron la prensa argentina en democracia: el semanario "El Periodista" en 1984 y el diario "Página/12" en 1987, medio en el que sería columnista hasta su prematura muerte. 
A fines de julio de 1995, estando en París, le llegó la noticia del fallecimiento del economista e historiador belga Ernest Mandel (1923-1995) acaecida en Bruselas por esos días. Mandel, tenía en su haber una valiosísima obra teórica sobre cuestiones político-económicas que incluye títulos como "Traité d'économie marxiste" (Tratado de economía marxista), "Autogestion, occupations d'usines et contrôle ouvrier" (Consejos obreros, control obrero y autogestión), "Le troisième âge du capitalisme" (El capitalismo tardío) y "Le pouvoir et l'argent" (El poder y el dinero) entre muchos otros. Pero además, en 1986, había escrito un ensayo sobre la novela policial, género por el que Soriano tenía una proverbial devoción. En el libro, titulado "Meurtres exquis. Histoire sociale du roman policier" (Asesinatos exquisitos. Historia social de la novela policial), Mandel afirmaba: "Si se pregunta por qué la historia de la sociedad burguesa debe reflejarse en la historia de un específico género literario, la respuesta sería que la historia de la sociedad burguesa es también la de la propiedad y la negación de la propiedad, en otras palabras, del crimen; que la historia de la sociedad burguesa es también la creciente y explosiva contradicción entre las necesidades individuales o pasiones y los patrones mecánicamente impuestos de conformismo social; que la sociedad burguesa en sí misma nutre el crimen, se origina en el crimen y conduce al crimen. ¿Quizás porque la sociedad burguesa es, a fin de cuentas, una sociedad criminal?".
Pocos días después de la muerte de Mandel, el diario "Página/12" publicó en su contratapa "Dinosaurios", artículo que llevaba la firma del recordado autor de "Rebeldes, soñadores y fugitivos" y "Piratas, fantasmas y dinosaurios", el formidable Osvaldo Soriano.

DINOSAURIOS

Hace un par de semanas, cuando me enteré de la muerte de Ernest Mandel, el último gran teórico del marxismo contestatario, no me sentí con suficiente autoridad para escribir un artículo sobre él y su obra. Después, al ver que los diarios lo recordaban como un dinosaurio enterrado hace millones de años, me dije que al menos debía dar cuenta de la noche en que lo conocí en Ixelles, cerca de Bruselas, allá por 1977.
Mandel llegó a ser el trotskista más notorio del mundo, heredó la dirección de la IV Internacional y fue reconocido o negado por los suyos con la terrible virulencia con que suelen hacerlo los seguidores del creador del Ejército Rojo. A los dieciséis años se incorporó a la Resistencia contra los nazis, entró en el socialismo para crearle un ala izquierda y en 1940, el mismo año en que Trotsky fue asesinado en México por orden de Stalin, se incorporó a las filas del internacionalismo. En los años sesenta, publicó un libro de referencia para la discusión de la economía: "Tratado de economía marxista". Al poco tiempo lo pusieron preso por agitador y al salir de la cárcel era uno de los intelectuales rojos más temidos de la tierra. Pasó clandestinamente por decenas de países tratando de unir los desgajamientos trotskistas. Quería hacerles entender a sus camaradas que la revolución no estaba a la vuelta de la esquina, que Marx había incluso previsto la eventualidad de una tremenda derrota (pasarán cincuenta, cien, doscientos años antes de que la clase obrera tome conciencia de su explotación), y que el estalinismo era el principal enemigo del célebre "¡Trabajadores del mundo: únanse!".
Su libro más traducido, "La tercera edad del capitalismo" conocido a principios de los años setenta, anticipa la euforia mercantilista del reaganismo, la tristeza del menemismo y unas cuantas cosas más. En 1983, Mandel publicó en Inglaterra, donde sus seguidores eran más numerosos que en otros países, "El poder y el dinero", que muchos consideran su obra mayor. En 1987, ya profesor de Economía en la Universidad Libre de Bruselas, se dio el gusto de escribir "Asesinatos exquisitos", un curioso ensayo sobre la novela negra.
Sus giras clandestinas solían terminar en escándalos: expulsado de Australia, Francia, Alemania, Suiza y naturalmente Estados Unidos, es posible que haya estado de incógnito en la Argentina en tiempos de Frondizi, aunque él se negó a confirmarlo aquella noche en que lo conocí. Eran los días de gloria del general Bussi, del almirante Massera, del antisemita Ramón Camps, en los que mataban o desaparecían gente en montes, ciudades y mares.
Y bien: alguien le pidió a Mandel que explicara cómo podía ser que el Partido Comunista Argentino diera a Videla un "apoyo crítico". Fijamos una fecha en Ixelles y allí acudimos los acusados de montar una campaña antiargentina a escuchar lo que decía Ernest Mandel, sucesor de Trotsky, enemigo de los capitalistas y censor de todos los soviets.
Llegó solo a la reunión, sin custodia ni chicas que le hicieran la corte: dejó unos libros sobre la mesa, limpió los anteojos con un pañuelo de papel, se quitó el sobretodo lustroso, raído, y el echarpe marrón. Enseguida me hizo acordar al profesor socialista que Marcello Mastroianni interpreta en "Los compañeros", la película de Monicelli, el expulsado perpetuo, el predicador pesimista. Empezó a hablar y al rato ya se estaba peleando con todos. No decía una sola palabra de las que uno tenía ganas de escuchar, explicaba el mecanismo económico y social que había llevado a la Argentina al desastre desde Uriburu hasta Videla. Nos preguntó qué era de la vida de don Arturo Illia, al que consideraba un gran hombre; preguntó con ansiedad si se había plegado a la aprobación como Balbín y Frondizi o al silencio como tantos otros. Quiso saber de Agustín Tosco y también de los sindicalistas amarillos, que conocía uno por uno.
Desmenuzó la lógica del comunismo criollo que se plegaba a las sugerencias de Moscú y por primera vez en mi vida oí a un marxista hablar de la revolución informática y de la manera en que cambiaría al mundo. Dejó que lo insultaran y le dijeran que podía meterse sus libros en el culo. Sonreía con ironía y a veces respondía golpeando la mesa con un puño. Tenía la elegancia del despojamiento, las maneras corteses y virulentas de los revolucionarios del siglo XIX. Aunque pocos como él conocían la marcha del capitalismo posindustrial. La charla, convertida en asamblea, terminó pasada la medianoche.
¿Por qué recordar ahora a un tipo al que Menem le hubiera ganado diez elecciones seguidas, a un profesor al que nadie escuchaba? Porque siempre decía algo que no esperábamos que dijera. Esa noche, militantes uruguayos, alemanes, chilenos y argentinos estaban furiosos contra él. La discusión siguió en los pasillos con un frío inolvidable. Tanto que ni siquiera nevaba. El local, que debía pertenecer a un sindicato, se fue vaciando. No había bares ni cervecerías cerca. Igual, nadie tenía con qué pagarse una comida. Nos quedamos en la vereda, ateridos, Mandel y unos pocos amigos. Recién al rato nos dimos cuenta de que estaba a pie y había perdido el último tren. El autor de "El poder y el dinero" no tenía coche, custodia ni chofer. Lo que más le preocupaba era encontrar un lugar donde seguir la discusión.
Habíamos llegado en un viejo Citroën con una imposible patente holandesa y nos ofrecimos a llevarlo. Aceptó y ahí nomás salimos a treinta por hora en la helada noche belga, con el profesor más perseguido del mundo sentado en las rodillas. Hablaba castellano con los latinoamericanos, alemán con el que manejaba y portugués con la chica que iba al lado. Ya en Bruselas nos invitó a subir a su departamento. Estaba lleno de libros, en las bibliotecas, en el suelo, sobre la mesa, en el baño, arriba de la heladera, debajo de la pileta y al lado de la cama.
No nos hicimos trotskistas por eso, pero el alemán, que ya lo era, le comió las salchichas que tenía en la heladera y nosotros le tomamos la cerveza y acabamos con el queso. Compré su libro sobre la novela negra en París y me pareció que se le iba la mano con la ideología. Eso es todo. No volví a verlo. Murió en Bruselas de un ataque al corazón a los setenta y tres años. Antes había refutado a los liberales, demostrado las contradicciones de patrones y obreros, pronosticado la caída del imperio soviético y adivinado el fin de la era del trabajo asalariado. "Lo que cuenta -decía- es el conocimiento". Tal vez por eso los medios hablan de él como de un dinosaurio.