DIBUJO
Vladimir Nabokov
Rusia
(1899-1977)
Si
no recuerdo mal, el estremecimiento inicial de la inspiración fue provocado de
algún modo por un relato periodístico acerca de un chimpancé en el Jardín des
Plantes, que, después de meses de incitaciones por parte de un científico,
hizo el primer dibujo que haya esbozado nunca un animal. Ese dibujo mostraba
los barrotes de su jaula.
EL RECHAZO
Francesc Barberá Pascual
España
(1979)
Todo
empezó cuando me trasplantaron las dos manos. En tan solo dos semanas ya era
capaz de escribir y manipular objetos casi con normalidad. Sin embargo, aquello
no era lo más asombroso. Al poco tiempo descubrí que podía tocar el piano, a
pesar de no haberlo hecho en mi vida. Luego me pasó lo mismo con los malabares
y la papiroflexia. Incluso llegué a hacer algún truco de magia. Mi mujer y mis
hijos están encantados con el cambio. Es más, ella se ha vuelto a enamorar de
mí. Bueno, mejor dicho, de mis manos. Tanto es así que ahora ya no quiere
besos, solo caricias. Además me exige a todas horas que le haga masajes. Qué
manos tienes, me dice. Ella lo ignora, pero sueño con que todo vuelva a ser
como antes. Hoy me ha pedido que recorte los setos del jardín. Al coger las
tijeras de podar y comprobar lo afiladas que estaban, he sentido un cosquilleo
por todo el cuerpo.
EL ÚLTIMO PISO
Adolfo Bioy Casares
Argentina
(1914-1999)
La
comida sería a las nueve y media, pero me encarecieron que llegara un rato
antes para que me presentaran a los otros invitados. Llegué apresuradamente,
sobre la hora y, ya en el ascensor, apreté el botón del último piso, donde me
dijeron que vivían. Llamé a la puerta. La abrieron y me hicieron pasar a una
sala en la que no había nadie. Al rato entró una muchacha que parecía asombrada
de mi presencia.
-
¿Lo conozco? -me preguntó.
-
No lo creo -dije-. ¿Aquí viven los señores Roemer?
-
¿Los Roemer? -preguntó la muchacha, riendo-. Los Roemer viven en el piso de
abajo.
-
No me arrepiento de mi error. Me permitió conocerla -aseguré.
-
¿No habrá sido deliberado? -inquirió la muchacha, muy divertida.
-
Fue una simple casualidad -afirmé.
-
Señor… -dijo-. Ni siquiera sé cómo se llama.
-
Bioy -le dije-. ¿Y usted?
-
Margarita. Señor Bioy, ya que de una manera u otra llegó a mi casa, no me dirá
que no si lo convido a tomar una copita.
-
¿Para brindar por mi error? Me parece muy bien.
Brindamos
y conversamos. Pasamos un rato que no olvidaré. Llegó así un momento en que miré
el reloj y exclamé alarmado:
-
Tengo que dejarla. Me esperan para comer los Roemer a las nueve y media.
-
No seas malo -exclamó.
-
No soy malo. ¡Qué más querría que no dejarte nunca! Pero me esperan para comer.
-
Bueno, si preferís la comida no insisto. Has de tener mucha hambre.
-
No tengo hambre -protesté- pero prometí que llegaría antes de las nueve y
media. Los Roemer están esperándome.
-
Perfectamente. Corra abajo. No lo retengo aunque le aclaro: no creo que vuelva
a verme.
-
Volveré -dije-. Le prometo que volveré.
Podría
jurar que antes nos habíamos tuteado. Pensé que estaba enojada, pero no tenía
tiempo de aclarar nada. Le besé en la frente, solté mis manos de las suyas y
corrí abajo. Llegué a las nueve y treinta al octavo piso. Comí con los Roemer y
sus otros invitados. Hablamos de muchas cosas, pero no me pregunten de qué
porque yo sólo pensaba en Margarita. Cuando pude me despedí. Me acompañaron
hasta el ascensor. Cerré la puerta y me dispuse a oprimir el botón del noveno
piso. No existía ese botón. El de más arriba era el octavo. Cuando oí que los
Roemer cerraban la puerta de su departamento, salí del ascensor para subir por
la escalera. Sólo había allí escalera para bajar. Oí que había gente hablando
en el palier del sexto piso. Bajé por la escalera y les pregunté cómo podía
subir al noveno piso.
-
No hay noveno piso -me dijeron.
Empezaron
a explicarme que en el octavo vivían los Roemer, que eran, seguramente, las
personas a quienes yo quería ver… Murmuré no sé qué y sin escuchar lo que
decían me largué escaleras a bajo.
LA CUCARACHA
Paloma Casado
España
(1957)
Supe
que esa cucaracha gorda que encontré en la cocina era la reencarnación de
Gregorio cuando, en vez de correr, como hubiera sido lo natural en una
cucaracha, se me quedó mirando con un gesto de reproche, igual igual que el de
mi difunto marido. Luego, ante mi estupefacción, se dirigió muy digna a comerse
las migas del bizcocho de mi plato para, acto seguido, subirse a su sofá
favorito y quedarse dormida. Anduvo tras la siesta recorriendo la casa con sus patitas
cortas, como hacía Gregorio y, por la noche, intentó escalar por mi pierna
derecha hasta que le sacudí un manotazo diciendo: "¡Gregorio, por Dios, siempre
estás pensando en lo mismo!". Meditando quizás en la dificultad de la empresa
por haber caído patas arriba, tuvo que ceder en su empeño y, volteándose muy
digna, desapareció de mi vista. Coincidió que en esos días comenzó a visitarme
un antiguo amigo para consolarme en mi duelo. Un día que Gregorio nos
sorprendió juntos, no tuve más remedio que atizarle un escobazo. Como a mi
amigo pareció sorprenderle un comportamiento tan contundente en una mujer
sufrida como yo, tuve que confesarle con voz queda: "No soporto las
cucarachas".
LA VERDAD SOBRE GERÓNIMO
REYES
Alejandro Zaccardi
Argentina
(1972)
Le
repito que yo soy Fortunato Reyes, el hijo de Gerónimo Reyes, el mismo que
apuñaló al Sordo Martelli en el bar del Bizco. Mi padre era bueno con el
cuchillo y en dos vueltas lo ensartó como chinchulín para el asador. Así era
mi padre, macho viejo de buen corazón. Pero no viene al caso recordarlo a él.
No en esta ocasión. Bastará que mi Padre, así y todo con mayúscula, lo ensartó
no por una cuestión de polleras sino por una cuestión de honor. Y no como dijeron
esos gringos del diario. Mi viejo jamás se emborrachó ni perdió la cabeza por
una mujer, vaya usted apuntando eso si quiere... Si hoy hablo es porque estoy
harto de lo que se dice de él. No era ningún matoncito de cuarta, sabía donde
pateaba y era hombre de ley...
¿Usted
me pregunta por qué fue ese asunto de honor…? Se lo voy a decir para que
desmienta a esos gringos calzonudos. ¿Se acuerda usted del hombre de la esquina
Rosada? Todo el mundo creyó en su momento que el asesino fue el Oriental. Mi
padre, Gerónimo Reyes, era sobrino del Oriental, y una noche en que éste se
encopó le dijo toda la verdad. Bueno, usted ya sabe el resto. El Sordo Martelli
le había echado el ojo a la querida del Oriental y una noche lo esperó a la
salida del bar escondido en el terreno baldío de la esquina. El Oriental tenía
la sangre en el ojo porque había perdido bastante al truco, y estaba borracho.
Mi padre salió con él a rastras y cuidándole la espalda porque la noche estaba
demasiado tranquila. El Sordo Martelli era un matón a sueldo que trabajaba para...
No mejor le digo luego. Sabrá entenderme bien porque, bueno, Gerónimo Reyes fue
atacado por la espalda por el jefe del Sordo. Cuando mi padre despertó, el
Oriental boqueaba con las tripas al aire. Mi padre pegó la oreja a las últimas
palabras del Oriental y supo que es lo que tenía que hacer. Ah, entiendo, usted
cree que me olvido, ¿verdad? Bueno, el jefe del Sordo se fue a Suiza. Esa misma
noche mi padre fue arrestado. De vez en cuando lo voy a visitar, le dieron
perpetua... ¿Amigos…? Un tal Don Isidro Parodi le prometió al viejo resolver el
caso... y lo hizo. Por favor no diga nada, pero el asesino que mató al hombre
de la esquina Rosada fue un tal Borges...
UN DÍA DE SUERTE
Raúl Ariza
España
(1968)
Que
sea negro. Piensa. Y apoyado en el alféizar del escaparate de un negocio en
traspaso, acera de por medio, ve circular vehículos rojos, blancos y azules.
Ahora también uno amarillo. Y otro verde manzana. Pero ninguno del color
pretendido. Por
firme que sea, su decisión ni le aparta del miedo ni le ausenta una última duda
teñida de esperanza. Y si volviese a hablar con los del banco. Se pregunta en
retórico silencio sabiendo que es inútil, que no hay vuelta atrás, que está
decidido que haya de ser negro -como la muerte- el coche que se lo lleve por
delante. Y
de repente, el corazón se le agita desbocado al ver como calle abajo se
aproxima un auto zaino. Así que se incorpora de un brinco, tensa los puños y
determina irrumpir en la calzada sin darle tiempo al conductor para que frene.
Será rápido. Masculla. Luego anda hasta el bordillo, se aposta tembloroso entre
dos coches, y...
-
Disculpe, caballero -le dice un anciano enjuto, tocado con perilla, agarrándole
del hombro con firmeza-. Pero ese taxi es mío.
Y
al detenerse el vehículo, el viejo se sube y se despide cortés, llevándose la
mano al ala del sombrero.
EL GRAN CONGÓN
Woody Allen
Estados
Unidos (1935)
El
gran congón es un animal mitológico con cabeza de león y cuerpo de león, pero
de otro león distinto. El congón goza de fama de dormir mil años para luego
surgir entre llamas, especialmente si estaba fumando al amodorrarse. Se dice
que Ulises despertó a un congón a los seiscientos años, pero se le mostró
apático y malhumorado, rogándole que le permitiese quedarse en cama doscientos
años más. La aparición de un congón está considerada notoriamente como infausta
y acostumbra a preceder a una carestía o a las notas de una fiesta de sociedad.
EL AGUJERO
Luisa Hurtado
González
España
(1963)
Nada
más ponerse el abrigo descubrió que tenía un agujero en el bolsillo derecho. Tanteó
con las puntas de los dedos y éstos palparon con la torpeza de un ciego novato
los bordes del desastre. Era grande, oscuro, poderoso; sus bordes deshilachados
parecían mandíbulas y, lo que era más extraño, en sus uñas podía sentir un
especie de cosquilleo que le atraía. Lo supo entonces, no tuvo ninguna duda. Por
aquel lugar tenían que haberse ido, no sabía exactamente cuando, sus ganas de
vivir, su dinero y su querida esposa. Lo de su esposa era algo que merecía una
explicación extra. No es que viviese solo, no, con él vivía una desconocida que
no tenía ningún reparo en llamarse esposa, pero esa persona que no paraba de
hablar en un tono demasiado alto no era, no podía ser, la mujer con la que se
había casado, con la que un día quiso compartir su vida.
Volviendo
al agujero, abrió el bolsillo derecho del abrigo y miró con aprensión. ¿Tendría
hambre el agujero, cuántas cosas más podrían desaparecer dentro de él? Quizás
él mismo, se dijo, mientras su cuerpo temblaba recorrido por el temor. Colgó el
abrigo de la percha, lo metió de nuevo en el armario del pasillo y salió a la
calle a cuerpo, aterido de frío, encogido, con las manos metidas en los bolsillos
de la chaqueta. La mujer que decía que era su esposa empezó a gritar a sus
espaldas, preguntando sin esperar respuesta que quién tendría que ocuparse de
él si caía enfermo, que si sabía cómo venía la gripe este año, que si la gente
estaba cayendo como moscas, que si las urgencias estaban colapsadas, que… y
sólo dejó de oírla cuando acabó dando un portazo con la puerta. Al volver del
trabajo ya sabía que haría con el agujero: dejaría que la que decía que era su
mujer lo cosiese, que el agujero acabase con ella, y después, con calma, con
mucha calma, colgaría el arma homicida de una percha, hasta la próxima.
CONTRASTES
Patricia Nasello
Argentina
(1959)
Frente
al ventanal de la cocina de ella, se despliega un cedro azul. En el pequeño
patio de él, resiste un limonero. Nada relaciona un pino cuyas agujas brillan
cuando llueve, con un árbol de frutos redondeados y amarillos como soles; sin
embargo ella y él se enamoran. La vida, observando la línea que se ensancha en
el horizonte, oscura, preñada de tormentas, toma su cámara fotográfica y enfoca
la lente sobre ellos: se ven tan confiados dentro de su luz...
UN DÍA DE TANTOS
Antonio Toribios
España (1960)
Salgo
de casa temprano; un técnico repara la cámara de vigilancia del portal. Me paro
en el primer semáforo y mi cara somnolienta inicia un viaje que termina en no
sé qué central de datos. Llego al trabajo, paso el arco, introduzco mis huellas
dactilares, abro mi ordenador e inicio la videoconferencia de los lunes. Salgo
a comer y dejo mi impronta en la cámara del cajero que me pilla de camino. Por
la tarde chateo con los amigos y enseño a mi madre por Skype la blusa que me he
comprado en las rebajas. Luego voy con Luis al centro comercial, donde decenas
de cámaras nos observan curiosas al pasar. Entramos al cine y vemos una peli de
un vigilante loco que espía las intimidades de todo un rascacielos. Ya en casa,
tras la cena, encendemos la tele y aparece uno de esos programas donde la gente
mete al periodista en casa y muestra con desparpajo sus miserias cotidianas.
"No aguanto más", le grito a Luis, fuera de mí. Y él coge el móvil y se pone a
grabarme en plena crisis, para que el psicólogo, al otro lado, determine la
gravedad del episodio.