"En la vida -dijo alguna vez el escritor
norteamericano Henry Miller (1891-1980)- no hay más que dos caminos, dos
soluciones. Rebelarse contra los prejuicios o convertirse en un hipócrita". Al
leer sus libros sin prejuicios se llega a la conclusión de que su vida estuvo
llena de dificultades humanas, que estuvo lejos de ser una vida fácil, que su
talento no congeniaba con la civilización ultra materialista de su país natal en la que no contaban más que los éxitos traducibles en
dólares y que era un hombre muy humanitario que, si bien le importaba la
prosperidad en la vida, sabía darle una mano a un amigo más necesitado que él. Así,
toda su obra -pródiga en un lenguaje sumamente libre- es una epopeya
atormentada, una extensa, barroca y verborrágica historia de su propia vida, la
que contó sin hipocresías.
Miller, dueño de una filosofía de vida
absolutamente transgresora, trató con extrema naturalidad y crudeza temas como
el sexo y la hipocresía social haciendo uso de un estilo literario
caracterizado por el caos verbal, la ausencia de estructura, la ruptura de
ritmos, el frecuente recurso de la analepsis, la abierta utilización de
monólogos interiores y el empleo de abundantes metáforas e imágenes de
raigambre surrealista. Como no podía ser de otra manera, sus obras -entre obscenas
y espiritualistas- más allá de cosechar innumerables adeptos incondicionales entre
las generaciones de inconformistas de las décadas de los '50 y los '60, desencadenaron
grandes polémicas y censuras. Al respecto diría Miller: "Me han convertido en
una especie de objeto. Un objeto de piedad, de odio, de amor, de admiración o
furor, de todo. Esta batalla resulta divertida. Ver las reacciones de la gente
es siempre un espectáculo fascinante. Y en algún sentido esos procesos tienen
una real importancia. Crearán un precedente que permitirá a otros libros,
después de los míos, aparecer libremente. Estados Unidos es el país de la
hipocresía; pero esto empieza a tambalearse. Se ve que el coloso tenía los pies
de barro".
Nacido en Nueva York, asistió al City College
sólo dos meses; lo abandonó para emplearse en una fábrica de cemento antes de
realizar una serie de viajes por el sur de los Estados Unidos durante los que
se mantuvo realizando diversos trabajos. A su regreso a su ciudad natal en 1914,
se empleó en la sastrería de su padre y, en 1923, realizó su primer viaje a
Europa. Siete años más tarde, huyendo de la Gran Depresión, se estableció en
París donde trabó amistad con los escritores Jean Giono (1895-1970), Anaïs
Nin (1903-1977) y Lawrence Durrell (1912-1990). En la capital francesa encontró
temas para sus libros y un ambiente propicio para su vida bohemia y turbulenta marcada
por una agobiante pobreza. Los diez años que pasó en esa ciudad los describió
en tres novelas: "Tropic of Cancer" (Trópico de Cáncer), "Black spring" (Primavera
negra) y "Tropic of Capricorn" (Trópico de Capricornio). Luego pasó un año
en Grecia y, a su regreso en 1940 a los Estados Unidos, se instaló en California desde donde rememoró su estancia helena en "The colossus of Maroussi" (El
coloso de Marussi). Más adelante publicaría "The cosmological eye" (El ojo
cosmológico), "The wisdom of the heart" (La sabiduría del corazón), "Sunday after
the war" (Un domingo después de la guerra) y "The air-conditioned nightmare"
(La pesadilla del aire acondicionado).
Terminada
la Segunda Guerra Mundial su obra comenzó a obtener cierta difusión, lo cual le
permitió superar los sobresaltos económicos. Publicaría entonces la trilogía "The
rosy crucifixión" (La crucifixión rosada) conformada por "Sexus", "Plexus"
y "Nexus", una serie en la que retomó la temática autobiográfica y que cubre
el período de 1923 a 1928. Con ella se convirtió en la figura más influyente para la llamada "Generación Beat" de la que formaron parte escritores como William S.
Burroughs (1914-1997), Jack Keruack (1922-1969) y Allen Ginsberg (1926-1997) entre otros. La
revolución moral del siglo XX por él iniciada sería continuada luego por varias
figuras de las letras norteamericanas como Charles Bukowski (1920-1994), Norman
Mailer (1923-2007) o Hunter S.
Thompson (1937-2005). Otros de sus libros
destacados son "Big Sur and the oranges of Hieronymus Bosch" (Big Sur y las
naranjas de Hieronymus Bosch), "Nights of love and laughter" (Noches de amor y
alegría) y "The smile at the foot of the ladder" (La sonrisa al pie de la
escala).
Ahora una editorial barcelonesa acaba de
publicar en formato libro un monólogo de cincuenta páginas, inédito en
castellano hasta hoy, que Miller escribió cuando vivía en París. Bajo el sugestivo
título "Leer en el retrete", el autor, lejos de escribir con afán escatológico,
reflexiona sobre el hábito de la lectura no sólo en el baño, sino en cualquier
parte. En el texto, Miller habla de libros y lecturas, de los libros que pasaron
por su vida, incluidos aquellos que leyó sentado en el inodoro con el afán de buscar
"un lugar reservado donde devorar los clásicos prohibidos". Varios fueron los
escritores que manifestaron públicamente su afición por ese ámbito de lectura, desde
el conde de Chesterfield Philip Stanhope (1694-1773) -que lo calificó
como un uso sabio de la "necessary house", eufemística alusión de su época
a los sanitarios- hasta el infalible Jorge Luis Borges (1899-1986) quien
alguna vez hizo referencia a los libros que había leído allí.
No hace mucho, en un artículo aparecido en la revista "Esquire", un médico norteamericano aseguraba que "estar sentado mucho tiempo en el inodoro favorece la aparición de hemorroides". Por eso recomendaba cerrar la tapa del inodoro y comenzar a leer como si estuviéramos sentados en cualquier silla, para no prolongar el tiempo en que se ejerce presión sobre el bajo vientre. Mientras tanto en otro artículo, esta vez en el diario "The Guardian", una especialista en gastroenterología británica afirmaba que era posible que hubiese una mayor contaminación bacterial entre quienes leen en el baño respecto de los que no lo hacen. Sin embargo, admitía que se trata de una probabilidad muy baja y que puede ser reducida a cero con un concienzudo lavado de manos antes de dejar el lugar. Como quiera que sea, Miller leyó muchos libros en ese sitio y hasta lo recomendó para algunas obras en particular como el "Ulysses" de Joyce, o para ciertos autores como Rabelais. He aquí un extracto del texto:
No hace mucho, en un artículo aparecido en la revista "Esquire", un médico norteamericano aseguraba que "estar sentado mucho tiempo en el inodoro favorece la aparición de hemorroides". Por eso recomendaba cerrar la tapa del inodoro y comenzar a leer como si estuviéramos sentados en cualquier silla, para no prolongar el tiempo en que se ejerce presión sobre el bajo vientre. Mientras tanto en otro artículo, esta vez en el diario "The Guardian", una especialista en gastroenterología británica afirmaba que era posible que hubiese una mayor contaminación bacterial entre quienes leen en el baño respecto de los que no lo hacen. Sin embargo, admitía que se trata de una probabilidad muy baja y que puede ser reducida a cero con un concienzudo lavado de manos antes de dejar el lugar. Como quiera que sea, Miller leyó muchos libros en ese sitio y hasta lo recomendó para algunas obras en particular como el "Ulysses" de Joyce, o para ciertos autores como Rabelais. He aquí un extracto del texto:
Hay un asunto relacionado con la lectura de
libros sobre el que, en mi opinión, merece la pena reflexionar, puesto que
afecta a un hábito de práctica común y acerca del cual, hasta donde yo sé, se
ha escrito poco. Me refiero a leer en el retrete. En mi juventud, en busca de
un lugar reservado donde devorar los clásicos prohibidos, a veces recurría al
retrete. Desde ese período juvenil, nunca he vuelto a leer allí. Si necesito
paz y tranquilidad, tomo mi libro y me lo llevo al bosque. No conozco mejor
lugar para leer un buen libro que el corazón de un bosque. Si puede ser, junto a
un arroyo.
Oigo de inmediato las objeciones: "¡Es que no todos tenemos esa suerte!
Hemos de ir a trabajar, viajamos de un lado a otro en tranvías, autobuses,
metros atiborrados; no tenemos ni un minuto para nosotros!". Yo también fui
un "currante" hasta los treinta y tres años. Y fue en esa etapa
primeriza cuando más leí. Siempre leía en circunstancias difíciles. Recuerdo
que una vez me despidieron porque me pillaron leyendo a Nietzsche cuando tenía
que corregir un catálogo de venta por correo, porque a eso me dedicaba
entonces. Ahora que lo pienso, fue una suerte que me despidieran. ¿Acaso no ha
tenido mucha más importancia en mi vida Nietzsche que el conocimiento del
negocio de la venta por correo?
Durante cuatro años enteros, en mis idas y venidas a las oficinas de la
Everlasting Portland Cement Co., leí los libros más sesudos. Leía de pie,
apretujado entre viajeros como yo. Y durante aquellos viajes en la E1 no me
limitaba a leer, llegaba a aprenderme de memoria largos fragmentos de aquellos
libros tan, tan sesudos. Como mínimo, fue una práctica valiosa del arte de la
concentración. En aquel trabajo solía quedarme hasta bien entrada la noche, a menudo
sin haber comido y no porque quisiera aprovechar la hora del almuerzo para
leer, sino porque no tenía con qué pagarme la comida. Por la tarde, en cuanto
lograba zamparme algo, me largaba con mis amigos.
Durante aquellos años, y
muchos que vendrían después, no solía dormir más de cuatro o cinco horas por
noche. Y sin embargo devoré un montón de lecturas. Además, repito, leí los
libros que -al menos, para mí- resultaban más difíciles. No los fáciles. Nunca
leía para matar el rato. Casi nunca leía en la cama, salvo que me encontrara
mal o me diera por fingir una enfermedad para disfrutar de un corto asueto.
Cuando miro hacia atrás me parece que siempre estaba leyendo en posturas
incómodas. Así es, según he descubierto, como escriben la mayoría de escritores
y como pintan los pintores. Pero la lectura lo impregnaba todo. La conclusión,
si hace falta subrayarla, es que cuando me daba por leer lo hacía con toda la
atención y ponía en el empeño todas mis facultades. Igual que si me daba por
jugar. De vez en cuando me iba por la tarde a leer a alguna biblioteca. Era como
ocupar un asiento en el cielo. A menudo, al salir de la biblioteca me
preguntaba: "¿Por qué no lo haces con más frecuencia?". La respuesta,
claro, era que se me interponía la vida. A menudo hablamos de "la
vida" cuando nos queremos referir al placer, o a cualquier distracción
ligera.
Según he podido atisbar en las charlas con los amigos íntimos, la mayor parte
del tiempo que dedican a leer en el retrete se ocupa en lecturas
intrascendentes. Almanaques, revistas ilustradas, series, historias de
detectives, "thrillers", meros flecos de la literatura, eso es lo que la gente se
lleva al cuarto de baño para leer. Según me cuentan, algunos incluso tienen
allí una estantería. El material de lectura les espera allí, por así decirlo,
como en la sala de espera del dentista.
Me parece asombrosa la avidez con que
la gente repasa el "material de lectura", que así lo llaman,
amontonado en altas pilas en las salas de espera de los distintos profesionales.
¿Será para mantener alejado de su mente el suplicio que se les avecina? ¿Para
compensar el tiempo perdido? ¿Para ponerse al día, como suelen decir, con los
asuntos públicos? O sea, con la guerra, los accidentes, la guerra de nuevo, los
desastres, más guerra, asesinatos, guerra otra vez, suicidios, de nuevo guerra,
atracos a bancos, guerra y más guerra, fría o caliente. Sin ninguna duda, se
trata de los mismos individuos que dejan la radio encendida la mayor parte del
día y de la noche, los que van con la mayor frecuencia posible al cine -donde
se renuevan las noticias, los asuntos públicos-, los que compran televisores a
sus hijos. ¡Todo por el bien de la información! Y sin embargo, ¿aprenden algo
que de verdad merezca la pena saberse sobre esos asuntos de tan terrible
importancia, esas noticias que sacuden al mundo?
La gente podrá insistir en que devora los periódicos o pega las orejas a la
radio (a veces, ambas actividades a la vez) para estar al corriente de las
cosas del mundo, pero se trata de un mero engaño. Lo cierto es que en cuanto
esos lamentables individuos dejan de estar activos, en cuanto no están
ocupados, toman conciencia de un vacío interior abrumador y mareante. Da lo
mismo, francamente, la clase de paparrucha que los alimente, siempre y cuando les
sirva para ahorrarles un enfrentamiento con ellos mismos. Meditar de verdad
acerca de los asuntos del día, o incluso acerca de los problemas personales, es
lo último que desea hacer un individuo normal.
Incluso en el retrete, donde no parecería demasiado necesario hacer ni pensar
nada, donde al menos una vez al día uno puede estar a solas consigo mismo y
donde lo que ha de ocurrir responde a un mero automatismo, incluso ese momento
de bendición, porque se trata de una bendición por menor que parezca, debe
romperse por medio de la concentración en el texto impreso. Cada uno, supongo,
tendrá su material de lectura favorito para la intimidad del retrete. Hay quien
se adentra en novelas largas, otros leerán tan sólo la basura más blandengue y
ligera. Y otros, sin duda, se limitarán a pasar las páginas y soñar. Me
pregunto qué soñará esa gente. ¿Qué matices tiñen sus sueños? Algunas madres
afirmarán que sólo pueden leer en el retrete. ¡Pobres madres! Qué dura es la
vida para ustedes en estos tiempos. Y sin embargo, comparadas con la que
vivían las madres de hace cincuenta años, sus oportunidades para alcanzar
un desarrollo propio se han multiplicado por mil.
Con el arsenal completo de aparatos que permiten ahorrar tiempo disponen de
unas facilidades que ni siquiera tuvieron las antiguas emperatrices. Si de
verdad lo que querían ahorrar comprando todos esos cacharros era tiempo,
fueron víctimas de un engaño cruel. ¡Están los niños, claro! Cuando fallan
todas las demás excusas, siempre quedan... ¡los niños! Tienen parvularios,
parques, niñeras y sabe Dios qué más. Los críos hacen la siesta después de
comer y por la noche los acuestan lo antes posible, siempre de acuerdo con los
métodos "modernos" convenidos. En pocas palabras, tienen con sus
pequeños el menor trato posible. Los eliminan, igual que las odiosas tareas
domésticas. Todo en nombre de la ciencia y la eficacia.
Sí, queridas madres, ya sabemos que por mucho
que hagan siempre queda algo más por hacer. Es cierto que su trabajo no
termina nunca. Me pregunto si a alguien le ocurre lo contrario. ¿Descansa
alguien al llegar el séptimo día, aparte de Dios? ¿Quién contempla su trabajo
cuando ya le ha puesto fin y lo encuentra satisfactorio? Al parecer, sólo el
Creador. A veces me pregunto si esas madres tan concienzudas que siempre se
están quejando de que su trabajo nunca termina (una manera paradójica de
alabarse a sí mismas), me pregunto, digo, si se habrán parado a pensar en la
posibilidad de no llevarse al retrete el material de lectura, sino esas
faenillas pendientes. O, por decirlo de otro modo, si alguna vez se les ha
ocurrido, me pregunto, quedarse sentadas y meditar acerca de su infortunio
durante esos preciosos instantes de intimidad absoluta. ¿Aprovecharán alguno de
esos momentos para pedir al Señor fuerza y coraje para avanzar por el sendero
de los mártires?