29 de julio de 2014

Entremeses literarios (CLXXVII)

DIBUJO
Vladimir Nabokov
Rusia (1899-1977)

Si no recuerdo mal, el estre­mecimiento inicial de la inspiración fue provocado de algún mo­do por un relato periodístico acerca de un chimpancé en el Jar­dín des Plantes, que, después de meses de incitaciones por par­te de un científico, hizo el primer dibujo que haya esbozado nunca un animal. Ese dibujo mostraba los barrotes de su jaula.


EL RECHAZO
Francesc Barberá Pascual
España (1979)

Todo empezó cuando me trasplantaron las dos manos. En tan solo dos semanas ya era capaz de escribir y manipular objetos casi con normalidad. Sin embargo, aquello no era lo más asombroso. Al poco tiempo descubrí que podía tocar el piano, a pesar de no haberlo hecho en mi vida. Luego me pasó lo mismo con los malabares y la papiroflexia. Incluso llegué a hacer algún truco de magia. Mi mujer y mis hijos están encantados con el cambio. Es más, ella se ha vuelto a enamorar de mí. Bueno, mejor dicho, de mis manos. Tanto es así que ahora ya no quiere besos, solo caricias. Además me exige a todas horas que le haga masajes. Qué manos tienes, me dice. Ella lo ignora, pero sueño con que todo vuelva a ser como antes. Hoy me ha pedido que recorte los setos del jardín. Al coger las tijeras de podar y comprobar lo afiladas que estaban, he sentido un cosquilleo por todo el cuerpo.


EL ÚLTIMO PISO
Adolfo Bioy Casares
Argentina (1914-1999)

La comida sería a las nueve y media, pero me encarecieron que llegara un rato antes para que me presentaran a los otros invitados. Llegué apresuradamente, sobre la hora y, ya en el ascensor, apreté el botón del último piso, donde me dijeron que vivían. Llamé a la puerta. La abrieron y me hicieron pasar a una sala en la que no había nadie. Al rato entró una muchacha que parecía asombrada de mi presencia.
- ¿Lo conozco? -me preguntó.
- No lo creo -dije-. ¿Aquí viven los señores Roemer?
- ¿Los Roemer? -preguntó la muchacha, riendo-. Los Roemer viven en el piso de abajo.
- No me arrepiento de mi error. Me permitió conocerla -aseguré.
- ¿No habrá sido deliberado? -inquirió la muchacha, muy divertida.
- Fue una simple casualidad -afirmé.
- Señor… -dijo-. Ni siquiera sé cómo se llama.
- Bioy -le dije-. ¿Y usted?
- Margarita. Señor Bioy, ya que de una manera u otra llegó a mi casa, no me dirá que no si lo convido a tomar una copita.
- ¿Para brindar por mi error? Me parece muy bien.
Brindamos y conversamos. Pasamos un rato que no olvidaré. Llegó así un momento en que miré el reloj y exclamé alarmado:
- Tengo que dejarla. Me esperan para comer los Roemer a las nueve y media.
- No seas malo -exclamó.
- No soy malo. ¡Qué más querría que no dejarte nunca! Pero me esperan para comer.
- Bueno, si preferís la comida no insisto. Has de tener mucha hambre.
- No tengo hambre -protesté- pero prometí que llegaría antes de las nueve y media. Los Roemer están esperándome.
- Perfectamente. Corra abajo. No lo retengo aunque le aclaro: no creo que vuelva a verme.
- Volveré -dije-. Le prometo que volveré.
Podría jurar que antes nos habíamos tuteado. Pensé que estaba enojada, pero no tenía tiempo de aclarar nada. Le besé en la frente, solté mis manos de las suyas y corrí abajo. Llegué a las nueve y treinta al octavo piso. Comí con los Roemer y sus otros invitados. Hablamos de muchas cosas, pero no me pregunten de qué porque yo sólo pensaba en Margarita. Cuando pude me despedí. Me acompañaron hasta el ascensor. Cerré la puerta y me dispuse a oprimir el botón del noveno piso. No existía ese botón. El de más arriba era el octavo. Cuando oí que los Roemer cerraban la puerta de su departamento, salí del ascensor para subir por la escalera. Sólo había allí escalera para bajar. Oí que había gente hablando en el palier del sexto piso. Bajé por la escalera y les pregunté cómo podía subir al noveno piso.
- No hay noveno piso -me dijeron.
Empezaron a explicarme que en el octavo vivían los Roemer, que eran, seguramente, las personas a quienes yo quería ver… Murmuré no sé qué y sin escuchar lo que decían me largué escaleras a bajo.


LA CUCARACHA
Paloma Casado
España (1957)

Supe que esa cucaracha gorda que encontré en la cocina era la reencarnación de Gregorio cuando, en vez de correr, como hubiera sido lo natural en una cucaracha, se me quedó mirando con un gesto de reproche, igual igual que el de mi difunto marido. Luego, ante mi estupefacción, se dirigió muy digna a comerse las migas del bizcocho de mi plato para, acto seguido, subirse a su sofá favorito y quedarse dormida. Anduvo tras la siesta recorriendo la casa con sus patitas cortas, como hacía Gregorio y, por la noche, intentó escalar por mi pierna derecha hasta que le sacudí un manotazo diciendo: "¡Gregorio, por Dios, siempre estás pensando en lo mismo!". Meditando quizás en la dificultad de la empresa por haber caído patas arriba, tuvo que ceder en su empeño y, volteándose muy digna, desapareció de mi vista. Coincidió que en esos días comenzó a visitarme un antiguo amigo para consolarme en mi duelo. Un día que Gregorio nos sorprendió juntos, no tuve más remedio que atizarle un escobazo. Como a mi amigo pareció sorprenderle un comportamiento tan contundente en una mujer sufrida como yo, tuve que confesarle con voz queda: "No soporto las cucarachas".


LA VERDAD SOBRE GERÓNIMO REYES
Alejandro Zaccardi
Argentina (1972)

Le repito que yo soy Fortunato Reyes, el hijo de Gerónimo Reyes, el mismo que apuñaló al Sordo Martelli en el bar del Bizco. Mi padre era bueno con el cuchillo y en dos vuel­tas lo ensartó como chinchulín para el asador. Así era mi padre, macho viejo de buen corazón. Pero no viene al caso recordarlo a él. No en esta ocasión. Bastará que mi Padre, así y todo con mayúscula, lo ensartó no por una cuestión de polleras sino por una cuestión de ho­nor. Y no como dijeron esos gringos del diario. Mi viejo jamás se emborrachó ni perdió la cabeza por una mu­jer, vaya usted apuntando eso si quiere... Si hoy hablo es porque estoy harto de lo que se dice de él. No era ningún matoncito de cuarta, sabía donde pateaba y era hombre de ley...
¿Usted me pregunta por qué fue ese asunto de ho­nor…? Se lo voy a decir para que desmienta a esos gringos calzonudos. ¿Se acuerda usted del hombre de la esquina Rosada? Todo el mundo creyó en su momento que el asesino fue el Oriental. Mi padre, Gerónimo Reyes, era sobrino del Oriental, y una noche en que éste se encopó le dijo toda la verdad. Bueno, usted ya sabe el resto. El Sordo Martelli le había echado el ojo a la querida del Oriental y una noche lo esperó a la salida del bar es­condido en el terreno baldío de la esquina. El Oriental tenía la sangre en el ojo porque había perdido bastante al truco, y estaba borracho. Mi padre salió con él a rastras y cuidándole la espalda porque la noche estaba demasiado tranquila. El Sordo Martelli era un matón a sueldo que traba­jaba para... No mejor le digo luego. Sabrá entenderme bien porque, bueno, Gerónimo Reyes fue atacado por la espalda por el jefe del Sordo. Cuando mi padre despertó, el Oriental boqueaba con las tripas al aire. Mi padre pegó la oreja a las últi­mas palabras del Oriental y supo que es lo que tenía que hacer. Ah, entiendo, usted cree que me olvido, ¿verdad? Bueno, el jefe del Sordo se fue a Suiza. Esa misma noche mi padre fue arrestado. De vez en cuando lo voy a visitar, le dieron perpetua... ¿Amigos…? Un tal Don Isidro Parodi le prometió al viejo resolver el caso... y lo hizo. Por favor no diga nada, pero el asesino que mató al hombre de la esquina Rosada fue un tal Borges...


UN DÍA DE SUERTE
Raúl Ariza
España (1968)

Que sea negro. Piensa. Y apoyado en el alféizar del escaparate de un negocio en traspaso, acera de por medio, ve circular vehículos rojos, blancos y azules. Ahora también uno amarillo. Y otro verde manzana. Pero ninguno del color pretendido. Por firme que sea, su decisión ni le aparta del miedo ni le ausenta una última duda teñida de esperanza. Y si volviese a hablar con los del banco. Se pregunta en retórico silencio sabiendo que es inútil, que no hay vuelta atrás, que está decidido que haya de ser negro -como la muerte- el coche que se lo lleve por delante. Y de repente, el corazón se le agita desbocado al ver como calle abajo se aproxima un auto zaino. Así que se incorpora de un brinco, tensa los puños y determina irrumpir en la calzada sin darle tiempo al conductor para que frene. Será rápido. Masculla. Luego anda hasta el bordillo, se aposta tembloroso entre dos coches, y...
- Disculpe, caballero -le dice un anciano enjuto, tocado con perilla, agarrándole del hombro con firmeza-. Pero ese taxi es mío.
Y al detenerse el vehículo, el viejo se sube y se despide cortés, llevándose la mano al ala del sombrero.


EL GRAN CONGÓN
Woody Allen
Estados Unidos (1935)

El gran congón es un animal mitológico con cabeza de león y cuerpo de león, pero de otro león distinto. El congón goza de fama de dormir mil años para luego surgir entre llamas, especialmente si estaba fumando al amodorrarse. Se dice que Ulises despertó a un congón a los seiscientos años, pero se le mostró apático y malhumorado, rogándole que le permitiese quedarse en cama doscientos años más. La aparición de un congón está considerada notoriamente como infausta y acostumbra a preceder a una carestía o a las notas de una fiesta de sociedad.


EL AGUJERO
Luisa Hurtado González
España (1963)

Nada más ponerse el abrigo descubrió que tenía un agujero en el bolsillo derecho. Tanteó con las puntas de los dedos y éstos palparon con la torpeza de un ciego novato los bordes del desastre. Era grande, oscuro, poderoso; sus bordes deshilachados parecían mandíbulas y, lo que era más extraño, en sus uñas podía sentir un especie de cosquilleo que le atraía. Lo supo entonces, no tuvo ninguna duda. Por aquel lugar tenían que haberse ido, no sabía exactamente cuando, sus ganas de vivir, su dinero y su querida esposa. Lo de su esposa era algo que merecía una explicación extra. No es que viviese solo, no, con él vivía una desconocida que no tenía ningún reparo en llamarse esposa, pero esa persona que no paraba de hablar en un tono demasiado alto no era, no podía ser, la mujer con la que se había casado, con la que un día quiso compartir su vida.
Volviendo al agujero, abrió el bolsillo derecho del abrigo y miró con aprensión. ¿Tendría hambre el agujero, cuántas cosas más podrían desaparecer dentro de él? Quizás él mismo, se dijo, mientras su cuerpo temblaba recorrido por el temor. Colgó el abrigo de la percha, lo metió de nuevo en el armario del pasillo y salió a la calle a cuerpo, aterido de frío, encogido, con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. La mujer que decía que era su esposa empezó a gritar a sus espaldas, preguntando sin esperar respuesta que quién tendría que ocuparse de él si caía enfermo, que si sabía cómo venía la gripe este año, que si la gente estaba cayendo como moscas, que si las urgencias estaban colapsadas, que… y sólo dejó de oírla cuando acabó dando un portazo con la puerta. Al volver del trabajo ya sabía que haría con el agujero: dejaría que la que decía que era su mujer lo cosiese, que el agujero acabase con ella, y después, con calma, con mucha calma, colgaría el arma homicida de una percha, hasta la próxima.


CONTRASTES
Patricia Nasello
Argentina (1959)

Frente al ventanal de la cocina de ella, se despliega un cedro azul. En el pequeño patio de él, resiste un limonero. Nada relaciona un pino cuyas agujas brillan cuando llueve, con un árbol de frutos redondeados y amarillos como soles; sin embargo ella y él se enamoran. La vida, observando la línea que se ensancha en el horizonte, oscura, preñada de tormentas, toma su cámara fotográfica y enfoca la lente sobre ellos: se ven tan confiados dentro de su luz...


UN DÍA DE TANTOS
Antonio Toribios
España (1960)

Salgo de casa temprano; un técnico repara la cámara de vigilancia del portal. Me paro en el primer semáforo y mi cara somnolienta inicia un viaje que termina en no sé qué central de datos. Llego al trabajo, paso el arco, introduzco mis huellas dactilares, abro mi ordenador e inicio la videoconferencia de los lunes. Salgo a comer y dejo mi impronta en la cámara del cajero que me pilla de camino. Por la tarde chateo con los amigos y enseño a mi madre por Skype la blusa que me he comprado en las rebajas. Luego voy con Luis al centro comercial, donde decenas de cámaras nos observan curiosas al pasar. Entramos al cine y vemos una peli de un vigilante loco que espía las intimidades de todo un rascacielos. Ya en casa, tras la cena, encendemos la tele y aparece uno de esos programas donde la gente mete al periodista en casa y muestra con desparpajo sus miserias cotidianas. "No aguanto más", le grito a Luis, fuera de mí. Y él coge el móvil y se pone a grabarme en plena crisis, para que el psicólogo, al otro lado, determine la gravedad del episodio.