El filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804) afirmaba
en su “Kritik der reinen vernunft” (Crítica de la razón pura) que tanto el
espacio como el tiempo no eran conceptos sino intuiciones, formas apriorísticas
de la sensibilidad. Fueron esas formas las que, con el correr de los años, se
prestarían cabalmente para múltiples manifestaciones imaginarias en la literatura.
Jorge L. Borges (1899-1986), por ejemplo, las utilizó en “El milagro secreto”,
cuento incluído en el libro “Ficciones” publicado en 1944. En él, Jaromir
Hladík, el personaje principal, en la noche del 14 de marzo de 1939 es arrestado
en Praga y trasladado a un cuartel dónde se le condena a muerte por su
condición de judío y opositor a la anexión de Austria por parte del Tercer
Reich. Obsesionado con la corrección de “Los enemigos”, una obra teatral que ha
escrito, a través de los sueños Hladík mutará el espacio real de la trama del
cuento por el de una biblioteca en la que logra hallar a Dios en uno de los
cuatrocientos mil libros que la colman. Será Él quien le concede el tiempo
necesario para reescribir su drama en el lapso temporal que se produce desde en
el instante en que los fusiles le apuntan y disparan hasta el momento en que
fallece.
Algo similar ocurre en el cuento “An occurrence at Owl
Creek Bridge” (El incidente del Puente del Búho) que el escritor estadounidense
Ambrose Bierce (1842-1914) escribiera en 1891. Allí narra las peripecias de Peyton
Farquhar, un hombre que estando con las manos atadas detrás de la espalda y una
soga en el cuello a punto de ser ahorcado, cierra sus ojos y recuerda a su
mujer y a sus hijos. Cuando un sargento encargado de la ejecución retira las
tablas de madera que lo sostienen y el cuerpo cae hacia el arroyo, comienza una
larga aventura en la que, eludiendo los disparos que le efectúan los soldados
mientras nada, alcanza a reunirse con su familia en su casa que está a unos
cincuenta kilómetros de distancia. Sin embargo, cuando al fin está frente a
ellos, todo se vuelve brumoso, siente un dolor en la nuca y su cuerpo aparece
balanceándose sujeto a la cuerda. Nuevamente, el espacio y el tiempo se
desdibujan para dar paso a la irrealidad y el ensueño, la memoria y la
imaginación.
Julio Cortázar (1914-1984) no podía faltar en esta
búsqueda de indicios sobre los sentidos posibles que adquiere todo aquello que
no se ve a simple vista, “ese otro espacio y tiempo”, como diría el propio
escritor. Así, en la “La isla al mediodía”, cuento que incluyó en el libro “Todos
los fuegos el fuego”, el tiempo y el espacio no se estiran, se desdoblan y
provocan una división del personaje: Marini, un joven italiano que trabaja como auxiliar en una línea aérea, se mueve
entre la inconsciencia y la racionalidad; está en el avión y está en la isla de Xiros viendo caer el
avión. Marini se debate dentro del espacio fantástico y recién volverá a ser
uno solo en el tiempo al encontrar la muerte. Pero el autor de “Rayuela” utilizaría
el tema del espacio y el tiempo de manera casi obsesiva en los numerosos textos
en los que narró los extraños fenómenos que suceden cuando se viaje en metro
(como se lo llama en Europa) o subterráneo (como se lo conoce en Argentina),
aunque los porteños, tal como dijera Cortázar, “lo llaman subte casi
como si le tuvieran miedo a la palabra completa y quisieran neutralizarla con
un corte desacralizador”.
Para Cortázar el subte ofrece la posibilidad de
desplazarse, de fugarse por momentos de la ciudad, esa gran máquina producto de
la razón instrumental. El sujeto puede experimentar con el subte un pasaje a
otros mundos imaginarios. ¿Es posible pasar a otro tiempo y a otro espacio? La
respuesta la dio el propio Cortázar al recordar su experiencia
de niño cuando su abuela lo llevaba de visita a la casa de unos amigos: “Hoy sé
que el trayecto en subte no duraba más de veinte minutos, pero entonces lo
vivía como un interminable viaje en el que todo era maravilloso desde el
instante de bajar las escaleras y entrar en la penumbra de la estación, oler ese olor que sólo tienen los metros y que es diferente
en cada uno de ellos… Había esos minutos en el andén en que yo veía la hondura
del túnel perdiéndose en la nada, las luces rojas y verdes parpadeando en la
profundidad, y luego el fragor progresivo, el tren dragón rugiendo y
chirriando, los asientos de madera que yo rechazaba para quedarme de pie contra
una ventanilla, la cara pegada al vidrio. Porque cuando el tren tomaba
velocidad las paredes del túnel se animaban, se convertían en una pantalla
móvil con cables como serpientes negras ondulando, con el paso instantáneo de
las luces, y siempre ese olor en el aire espeso y lento que nada tenía que ver
con el de fuera, con el de arriba”. La
vista, el tacto, el olfato, el oído, todo lo ayudaba a que el viaje en subte lo
hiciese experimentar tanto diferencias temporales como espaciales.
El
pintor español Salvador Dalí (1904-1989) confesó en una entrevista que la
primera vez que utilizó el metro de París sintió un miedo terrible. Definió la
experiencia como el acto de “ser engullido y estar viajando por los intestinos
de un gran monstruo” para después simplemente ser arrojado al exterior. Por su
parte, el ensayista argentino Ezequiel Martínez
Estrada (1895-1964) consideraba en su “Radiografía de la Pampa” que
el subte era un “artefacto”, un “juguete de la ciudad donde lo usuarios no
viajan sino que son trasladados por una máquina que los convierte en autómatas”.
Para Cortázar, en cambio, era “un lugar de
pasaje”. “Me basta con bajar al metro para entrar en una categoría lógica
totalmente diferente… categorías lógicas donde la sensación del tiempo cambia.
Descubrir bruscamente que, en ciertos estados de distracción, en el metro, se
tiene la impresión de que, se puede habitar un tiempo que no tiene nada que ver
con el tiempo que existe en la superficie, una vez que salimos a la calle. El
hombre que baja al metro no es el mismo que vuelve a la superficie”. Trazaba
así la línea de pasaje entre otro tiempo, otro espacio.
Cortázar abrió
todo un mundo debajo de la ciudad. Lo hizo en “El perseguidor”, cuento en el
que Johnny Carter, un saxofonista de jazz que pierde su instrumento que había
dejado debajo del asiento, lo advierte cuando sube las escaleras, es decir, en
el momento del pasaje a otro espacio. Además, para él viajar en el metro, como
hacer música, lo introducía en otro tiempo. “Esto del tiempo es complicado, me
agarra por todos lados”, le dice a su amigo Bruno. “Yo meto la música en el
tiempo cuando estoy tocando... la música y lo que pienso cuando viajo en el
metro”. “El metro es un gran invento mi amigo -continúa-. Un día empecé a
sentir algo en el metro, después me olvidé. Y entonces se repitió, dos o tres
días después”. Mientras viaja, Carter recuerda varias escenas de su vida y cree
que ha estado pensando en ello un cuarto de hora aunque tan sólo ha pasado un
minuto y medio. “¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio?”
le pregunta a Bruno. “Viajar en el metro es como estar metido en un reloj”.
Ante el desconcierto de su amigo, le insiste: “La verdadera explicación
sencillamente no se puede explicar. Tendrías que tomar el metro y esperar a que
te ocurra”.
En
“Manuscrito hallado en un bolsillo”, el protagonista-narrador ha inventado un
particular juego: viajar en el metro de París pensando un itinerario cualquiera
hasta encontar una mujer que le llame la atención. “Vaya a saber lo que busca
esa gente agobiada que sube y baja de los vagones del metro”, se pregunta. Y cavila:
“Un vidrio de ventanilla en el metro podía traerme la respuesta, el encuentro
con una felicidad". Es así que el primer contacto con la mujer elegida es
través de reflejos; luego la seguirá pero sólo si ella hace el mismo trayecto
que él pensó para ese día, si no la dejará ir y al día siguiente elegirá otra. Sólo
cosechará desencuentros al ir tras las huellas de mujeres que se pierden en los
vagones o por los pasillos. Otro de sus cuentos, “Cuello de gatito negro”, también
transcurre en el metro de París, pero esta vez el juego es diferente: el
protagonista masculino, Lucho, toma contacto con una mujer, Dina, a través del
roce de sus manos en la barra metálica del vagón. Para Lucho, las manos enguantadas
de la joven aferradas a la barra se asemejan al “cuello de un gatito negro
retorciéndose”. Pronto, esas manos comenzarán una conversación manual con las
de Lucho dando así comienzo a un juego erótico.
Pero inesperadamente la luz se apaga, lo que generará un malestar totalmente
incómodo.
En
“Texto en una libreta”, la acción transcurre en el subterráneo de Buenos Aires.
El narrador explica, en el comienzo de la historia, las operaciones de control
de los pasajeros que viajan en el subte para saber cuántos son los que lo
utilizan diariamente. En uno de los días algo anormal ocurre, algo “inesperado”:
“Contra 113.987 personas ingresadas, la cifra de los que habían vuelto a la
superficie fue de 113.983”. Otro día, “107.328 habitantes de Buenos Aires reaparecieron
obedientes luego de su inmersión episódica en el subsuelo”. Y un tercer día el
proceso de verificación arrojó como resultado que el número de pasajeros que
salieron del subte “excedió en uno a la de los controlados a la entrada”. Jorge
García Bouza, ingeniero a cargo del control y amigo del narrador, atribuye este
fenómeno a “una especie de desgaste atómico previsible en la grandes multitudes”.
“El roce de las personas en la calle Florida -le dice al narrador- corroe
sutilmente las mangas de los abrigos, el dorso de los guantes. El roce de 113.987
viajeros en trenes atestados que los sacuden y los frotan entre ellos a cada
curva y a cada frenada, puede tener como resultado la anulación de cuatro
unidades al cabo de veinte horas”. Esta explicación no hará más que generar en
el protagonista interrogantes y suspicacias, más cuando, finalizado el control,
la empresa no divulgó las conclusiones: “Los resultados anómalos no se dieron a
conocer al público”.
Es
evidente que para Cortázar el hecho de adentrarse en el subte era sinónimo de
sumergirse en un mundo en el que la imaginación se enseñoreaba. Sus escaleras
de acceso, sus estaciones, sus vagones, sus túneles, todos se convirtieron
gracias a su pluma en lugares multitemporales y multiespaciales. Esos lugares
sin identidad, tratados poéticamente, se transformaron para siempre. Curiosamente
(o no), en “Rayuela”, la más memorable de las obras de su autoría, todos los
protagonistas son peatones vocacionales, incluso bajo el frío y la lluvia. La París
de la novela es una ciudad sin taxis ni autobuses; ni siquiera el metro es
utilizado con frecuencia por ellos. Aquel metro/subte, en el que “vaya uno a
saber lo que piensa esa gente agobiada que sube y baja de los vagones, lo que
busca además del transporte esa gente que sube antes o después para bajar
después o antes, que sólo coincide en una zona de vagón donde todo está
decidido por adelantado sin que nadie pueda saber si saldremos juntos, si yo
bajaré primero o ese hombre flaco con un rollo de papeles, si la vieja de verde
seguirá hasta el final, si esos niños bajarán ahora…”.