Vladimir
Navokov (1899-1977), también trató la
temática del incesto con esmero, primero en “Lolita” y luego “Ada or ardor”
(Ada o el ardor). En la célebre "Lolita", Navokov tejió una historia rayana a la crueldad. Humbert Humbert, el protagonista, vive un enloquecido enamoramiento por su hijastra, una hermosa
adolescente que lo seduce y que, tras la muerte de la madre y la viudez de él,
se consumará de manera desenfrenada. En este
caso, la responsabilidad de ese amor enfermizo y culpable le cabe a los
dos: él sabe que es un pederasta; Lolita lo consiente y lo utiliza para satisfacer
sus caprichos. En la segunda novela, Van Veen y Ada, ya ancianos,
rememoran con placentera nostalgia los distintos avatares de su amor,
convencidos de que la felicidad está al alcance de la mano de todo aquel que
conserve el arte de la memoria. Ellos son hermanastros que, creyéndose sólo primos,
se enamoraron desde que se conocieron en los últimos coletazos de su niñez y prolongaron
su historia de amor a lo largo del tiempo soportando distintas vicisitudes:
separaciones, viajes, alejamientos y muertes, pero siempre amándose.
En “Mrs. Caldwell habla con su hijo”, el
escritor español Camilo José Cela (1916-2002) utilizó el recurso del manuscrito
hallado. Según nos advierte al iniciarse la novela, la señora Caldwell murió en
el Real Hospital de Lunáticos de Londres, dejando dispuesto que sus escritos
fueran entregados a Camilo José Cela, a quien conociera como joven vagabundo en
su viaje a España. El escritor, a la vista del manuscrito y recordando el
afecto que sintió por la vieja y extravagante dama inglesa, decidió
publicarlos. El libro presenta un largo monólogo en segunda persona en donde la
señora Caldwell rememora las experiencias que compartió junto a su hijo Eliacim
quien, apenas terminado el bachillerato, ha zarpado de Inglaterra en su viaje
de prácticas y ha muerto en las aguas del Mar Egeo.
Las confidencias
trastabillan entre el recuerdo y la locura; momentos del pasado, juegos de la
niñez, costumbres, los amantes que tuvo, la forma en que los besaba, cómo se
desnudaba frente a ellos tal como lo hacía frente a su hijo, las palabras
pronunciadas, lo pensado y nunca realizado, todo apunta a revelar que el sentimiento
hacia su hijo es mucho más complejo de lo que parece. Su certero amor en
ocasiones se perfila de una manera mucho más inquietante: la señora Caldwell no
ve en Eliacim únicamente a su hijo, ve también una transfiguración más o menos
real de su hombre, esto es, de su amante.
Oscilando
entre los límites de la dicotomía riqueza-pobreza vivían los Wapshot, el
conjunto de maniáticos que John Cheever (1912-1982) utilizó como
personajes en de “The Wapshot chronicle” (Crónica de los Wapshot) y su saga
“The Wapshot escandal” (El escándalo de los Wapshot) a comienzos de la década
del ’60. En esas novelas narra la historia de una familia que vive al estilo “american
beauty”, ese artificioso e infernal estilo de vida estadounidense caracterizado
por el materialismo, la satisfacción personal, la apariencia y el éxito
económico. Su universo es un pequeño paraíso provinciano, un pueblecito costero conservador y amante de sus
tradiciones, un mundo atemporal, mítico
y hasta cierto punto idílico, pero que también posee sus puntos oscuros.
La
familia Wapshot está compuesta por Leander, el último patriarca de la familia,
un hombre que siente que se está haciendo viejo y que ya no tiene un lugar en
el mundo; Sarah, su esposa; Moses y Coverly, los hijos; y la extravagante
prima Honora, la verdadera matriarca de la familia. Será esta vieja excéntrica la
que, aprovechándose de su privilegiada posición, impulse a Moses y Coverly a
dejar el pueblo. Forzados a abandonar el edén paterno, el
contacto con el mundo y con la vida no sólo no contribuirá a su aprendizaje
sino que los enfrentará a una suerte de desintegración de sus personalidades.
Pronto mostrarán lo que en realidad son: dos seres magullados, inermes y más
bien vulgares que mantienen una relación llena de rivalidad, algo de odio y una
gran dosis de amor rayano con la devoción incestuosa, la que nunca se aclara si
es consciente o inconsciente, si se consuma o no.
El
capítulo “Informe sobre ciegos” es, sin dudas, la parte más relevante y conocida
de “Sobre héroes y tumbas”, la novela que el escritor argentino Ernesto
Sabato (1911-2011)
publicase en 1961. La novela narra diversos argumentos paralelamente entrelazados.
Uno de ellos es el que muestra las idas y venidas, las apariciones y desapariciones
de Alejandra, el personaje principal de la obra, que es el producto de una
relación incestuosa entre Fernando Vidal y su prima carnal Georgina. El otro es
el que muestra las vicisitudes del mismo Fernando, que a su vez mantiene una
relación del mismo tipo con su hija ilegítima, un vínculo que se insinúa a
nivel inconsciente en el “Informe...”. Alejandra, para calmar su tormenta
interior, tiene una ligazón enfermiza con Martín, a quien sólo utiliza para
tratar de salir de su infierno. En el incesto de Fernando y Alejandra, las referencias
al mito de Edipo de Sófocles son directas, y no sólo por la relación
incestuosa entre padre e hija, sino porque Fernando, una vez que ha penetrado
en la verdad de su propia existencia, pierde los ojos con los que ve para
verse a así mismo, al igual que el héroe clásico. En el “Informe…, escrito por
Fernando, se cita uno de sus sueños, el mismo que le estuvo persiguiendo
durante toda su vida. En él, se veía a sí mismo embargado por la tristeza, algo
que es señal de malos augurios, una suerte de anuncio de la propia muerte. Y
así ocurrirá finalmente: será asesinado por su propia hija, quien luego
prenderá fuego a la casa familiar y se quemará ella misma a fin de redimir la
tragedia a través del fuego purificador y eterno.
En
1955 el escritor mexicano Juan Rulfo (1917-1986) publicó su única novela:
“Pedro Páramo”. Una de las características de esta obra es que está escrita en
forma laberíntica y algo confusa: es la vida de Juan Preciado la que se narra,
pero también la de Pedro Páramo, su padre ya muerto. No sólo hablan personajes
vivos, también se escuchan los murmullos de las ánimas de los muertos. Entre
todos construyen una historia de frustraciones, de complejas realidades en la
que diferenciar la vida y la muerte no es una tarea sencilla. Muchos son los
personajes que transitan por la novela, y hay en ella al menos tres ejemplos de
incesto: el de Donis y su hermana, últimos habitantes del fantasmal pueblo similar
a un infierno dantesco en pequeña escala al que llega Juan Preciado en busca de
su padre; el de Susana San Juan, una de las innumerables amantes de Pedro
Páramo, con su padre Bartolomé; y hasta el del propio Juan Preciado y Dorotea,
su madre adoptiva, quienes, estando ya ambos muertos, comparten el mismo ataúd.
Nadie se salva de la culpa provocada por el incesto, ni los vivos (“ninguno de
los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al
cielo sin sentirlos sucios de vergüenza”), ni los muertos (“un puro vagabundear
de gente que murió sin perdón”).
Ya
en los años ’80, Marguerite Duras (1914-1996) puso en escena la obra teatral “Agatha”,
en la cual, de manera autobiográfica, muestra las vicisitudes de la relación
entre ella y su hermano: un amor inconfesable, imposible, contenido y doloroso.
Para la protagonista, la única posibilidad de vivir ese amor incestuoso será,
tras la muerte prematura del hermano, sustituirlo con un amante. Mientras
tanto, en Italia, Alberto Moravia (1907-1990) publicaba “Il
viaggio a Roma” (El viaje a
Roma), novela en la que Mario, el
protagonista, padece severos traumas en su vida sexual. El
conflicto procede de su infancia, cuando sorprende a su madre haciendo
el amor con un amante, pero sobre todo, de la mirada fatalmente ambigua de ella
que lo invitó a compartir su furiosa intimidad. Luego sabría que había sido su
padre el que montó la escena, el mismo padre que, siendo Mario un adolescente,
le presenta a una mujer para su debut sexual, la que era ni más ni menos que su
futura madrastra. Ese torbellino de pasiones incestuosas ya había sido tratado
por Moravia en “L'attenzione” (La atención), novela en la que narró el vínculo
morboso de un padre con su hijastra con la anuencia de su esposa quien, por
amor, favorece los encuentros y la relación.
En
1989 la escritora española Almudena Grandes (1960) presentó “Las edades de Lulú”,
su primera novela. Lulú es, al comienzo de la obra, una joven de quince
años que siente atracción por Pablo, un profesor universitario doce años mayor
que ella, amigo de su hermano Marcelo. Después de su primera experiencia
sexual, la pareja vivirá en un mundo de experimentación y acuerdos privados
hasta que Lulú, ya con treinta años, decide buscar nuevas experiencias: sexo casual,
tríos, travestis y orgías. Lo que no manifiesta explícitamente la autora pero
sí lo sugiere, es la violación que ha sufrido Lulú a manos de su padre cuando
era una niña, una situación violenta que ella acepta como una reprimenda
paterna. El recuerdo (y la negación) de esa experiencia hace que,
inconscientemente, para Lulú, Pablo sea una especie de figura paterna, primero por
jugar con ella cuando era pequeña y luego por estar presente en otro tipo de
juego, el imaginativo, dentro de sus fantasías sexuales. Se trata, en
definitiva, de un incesto imaginario. El que sí es real es el que mantuvo con
su hermano aunque ella, estando con los ojos vendados en una fiesta promiscua, en
ningún momento estuvo consciente de con quién estuvo fornicando.
Mientras
tanto, al otro lado del océano Atlántico, había surgido en América Latina entre
los años ’60 y ’70 un fenómeno editorial y literario conocido como “Boom
latinoamericano”. En él, un grupo de escritores rompieron el esquema
tradicional de la literatura con una narrativa novedosa, vibrante y crítica que
tenía profundas diferencias con la de la modernidad europea. La selva, el mito,
la tradición oral, la presencia indígena, la política turbulenta, la historia
paradójica y la búsqueda insaciable de identidad se integraron en novelas
monumentales cuyo lenguaje poético logró captar muchas de las experiencias
contradictorias de América Latina que resultaron exóticas o innovadoras para el
Primer Mundo. Lo “normal” para los europeos y los norteamericanos aparecía
descrito como algo narrativamente “mágico”, y lo inaudito para la mirada
primermundista se describía como una “cotidianidad ordinaria”. No resultó
extraño entonces que, queriendo tentar los límites de la ética civil y social,
esos escritores tratasen de una manera muy frontal el tema del incesto.
Uno de los precursores fue el peruano Mario Vargas Llosa (1936), experimentador él mismo de las relaciones incestuosas ya que se casó, primero con una tía política diez años mayor que él, y luego con su prima hermana, sobrina carnal de su primera esposa. La primera de esas experiencias las volcó en “La tía Julia y el escribidor”, una obra cuasi autobiográfica que tiene como protagonista a Mario, un joven de dieciocho años que aspira a ser un talentoso escritor y que se enamora de su tía Julia, que es divorciada y catorce años mayor que él. Pese a la oposición de la familia, ambos personajes terminan casándose. Luego retomaría el tema en “Elogio de la madrastra”, novela que presenta al matrimonio burgués conformado por don Rigoberto y doña Lucrecia, y a Fonchito, hijo del primero, producto de una relación anterior. La pareja practica el sexo de manera cotidiana recurriendo a todo tipo de fantasías eróticas para lograr el placer. Rigoberto, ejecutivo de una compañía de seguros, ciudadano común y corriente en la vida pública, es en su vida privada es un perverso incapaz de obtener un goce pleno sin el amparo de la imaginación en forma de elucubraciones eróticas que incluyen a Fonchito, su propio hijo. Por otro lado, las fantasías sensuales de Lucrecia están siempre asociadas a la presencia de Fonchito desde el momento en que lo descubre espiándola y se exhibe desnuda, provocativamente. La progresiva seducción de Lucrecia será inevitable. Más adelante, Vargas Llosa continuó con la trama en “Los cuadernos de don Rigoberto”, llevando las fantasías sexuales de los personajes mucho más allá que en “Elogio de la madrastra”.
Uno de los precursores fue el peruano Mario Vargas Llosa (1936), experimentador él mismo de las relaciones incestuosas ya que se casó, primero con una tía política diez años mayor que él, y luego con su prima hermana, sobrina carnal de su primera esposa. La primera de esas experiencias las volcó en “La tía Julia y el escribidor”, una obra cuasi autobiográfica que tiene como protagonista a Mario, un joven de dieciocho años que aspira a ser un talentoso escritor y que se enamora de su tía Julia, que es divorciada y catorce años mayor que él. Pese a la oposición de la familia, ambos personajes terminan casándose. Luego retomaría el tema en “Elogio de la madrastra”, novela que presenta al matrimonio burgués conformado por don Rigoberto y doña Lucrecia, y a Fonchito, hijo del primero, producto de una relación anterior. La pareja practica el sexo de manera cotidiana recurriendo a todo tipo de fantasías eróticas para lograr el placer. Rigoberto, ejecutivo de una compañía de seguros, ciudadano común y corriente en la vida pública, es en su vida privada es un perverso incapaz de obtener un goce pleno sin el amparo de la imaginación en forma de elucubraciones eróticas que incluyen a Fonchito, su propio hijo. Por otro lado, las fantasías sensuales de Lucrecia están siempre asociadas a la presencia de Fonchito desde el momento en que lo descubre espiándola y se exhibe desnuda, provocativamente. La progresiva seducción de Lucrecia será inevitable. Más adelante, Vargas Llosa continuó con la trama en “Los cuadernos de don Rigoberto”, llevando las fantasías sexuales de los personajes mucho más allá que en “Elogio de la madrastra”.