Existe
un postulado que asegura que en el campo de la literatura infantil no existe
otra cosa más enriquecedora que los viejos cuentos populares, no sólo por su
forma literaria y su belleza estética, sino también porque son comprensibles
para el niño, cosa que ninguna otra forma de arte es capaz de conseguir. Si es
cierto que, tal como afirma la teoría psicoanalítica, esos cuentos ayudan a
superar los traumas psicológicos por medio de la ficción y el lenguaje
simbólico, sería lícito preguntase que papel juega “Peau d'âne” (Piel de asno),
el cuento que Charles Perrault (1628-1703) publicara en 1694, para inducir
a la sublimación de los conflictos emocionales y los problemas existenciales
que aquejan a los niños. Porque si bien en esta historia el incesto no llega a
consumarse, existe una conducta perversa en el rey (el padre) que, tras
enviudar, quiere casarse con la princesa (su hija) y desflorarla, y un sentimiento
ambivalente en ella cuando recibe de parte de él un serie de obsequios que la
hacen dudar: un vestido “color del Tiempo”, uno más “resplandeciente que el
astro de la Noche”, otro “más brillante que el color del Sol”.
El
monarca llegará incluso a sacrificar su fuente de riquezas: un asno mágico que
vive en el palacio, que, en vez de excretar heces propiamente dichas, evacúa
monedas de oro. Será el Hada de las Lilas -su madrina-, quien le propondrá a la
princesa disfrazarse con la piel del animal y huir del palacio para ponerse a salvo
del incesto. El rey movilizará a sus guardias y mosqueteros para dar con el
paradero de la princesa, la que se convierte en fugitiva y pasa enormes
privaciones hasta llegar a tierras lejanas en donde conoce a un joven príncipe
con el que finalmente contrae matrimonio. En 1697 Perrault publicó “Contes de
ma mère l'oye”
(Cuentos de mamá ganso), libro en el que reunió títulos como “La belle au bois dormant” (La bella durmiente), “Le petit chaperon rouge” (Caperucita roja), “La barbe bleue” (Barba azul) y “Le chat botté” (El gato con botas). En su prólogo afirmaba que los cuentos allí reunidos eran “simples bagatelas que encierran una moraleja útil”. ¿Cuál es esa moraleja? Que el incesto se encuadra dentro de los argumentos más clásicos, dentro del origen mismo de la literatura aún antes de Edipo, y que, por lo tanto, marcó a fuego la cultura literaria occidental incluida la infantil.
(Cuentos de mamá ganso), libro en el que reunió títulos como “La belle au bois dormant” (La bella durmiente), “Le petit chaperon rouge” (Caperucita roja), “La barbe bleue” (Barba azul) y “Le chat botté” (El gato con botas). En su prólogo afirmaba que los cuentos allí reunidos eran “simples bagatelas que encierran una moraleja útil”. ¿Cuál es esa moraleja? Que el incesto se encuadra dentro de los argumentos más clásicos, dentro del origen mismo de la literatura aún antes de Edipo, y que, por lo tanto, marcó a fuego la cultura literaria occidental incluida la infantil.
El
mito de Edipo constituyó también la materia de varias tragedias francesas representadas
a comienzos del siglo XVIII. Su desdicha se transformó en el campo de batalla
donde se dirimieron, en los albores del Siglo de las Luces, diferentes
cuestiones literarias y filosóficas. Por ejemplo François Marie Arouet (1694-1778),
más conocido como Voltaire, terminó por desplazar la culpa del incesto del
hombre a los dioses. En “Oedipe” (Edipo), la tragedia que presentó en
1718, le hace decir a Edipo: “Despiadados dioses, mis crímenes son los
vuestros”; y a Yocasta: “Hice avergonzar a los dioses que me forzaron al
crimen”. Antoine Houdar de La Motte (1672-1731) y Jean François Ducis (1733-1816), por
su parte, propusieron en “Oedipe” (Edipo) y “Oedipe chez Admèle” (Edipo en la
corte de Admele) respectivamente, otros dos Edipo que hacían del rey de Tebas
un “criminal virtuoso cuya frente respetada, del trono y de la desgracia,
conserva la majestad”. De esta manera, el horror sagrado se neutralizaba y el
incesto se relativizaba.
Algunos
versos de la obra de Ducis fueron utilizados como epígrafe en “Justine ou les malheurs
de la vertu” (Justina o los infortunios de la virtud), en su tiempo la más
escandalosa obra de Donatien Alphonse François de Sade (1740-1814), el
celebérrimo marqués de Sade, conocido por haber dado nombre a una tendencia
sexual que se caracteriza por la obtención de placer infligiendo dolor a otros.
“Quién sabe; cuando el cielo nos golpea, / si la desgracia más grande no es un
bien para nosotros”, lo que podría interpretarse como una justificación, como si
el alejamiento de lo trágico en la escena correspondía a una tentación de ceder
ante las seducciones del incesto. “Sabed que una cosa es buena o mala según el
punto en que uno se halle y no por sí misma” decía en una época de pleno fervor
revolucionario en Francia, para agregar: “Sostuve mis extravíos con
razonamientos. No me puse a dudar. Vencí, arranqué de raíz, supe destruir en mi
corazón todo lo que podía estorbar mis placeres”. Uno de esos placeres era,
justamente, el incesto.
Sin
duda, las acciones no fueron más frecuentes en el siglo XVIII que en otra
época, pero un ensueño insistente alrededor del incesto pareció establecerse durante
la Regencia, en un tiempo en el cual París murmuraba los amores contra natura
entre Felipe de Orleans (1674-1723) y su hija María Luisa Isabel, la gran
protagonista de las orgías organizadas en el Palacio Real por su padre el
Regente. A él se le atribuye la paternidad de los repetidos embarazos que
ocultó la princesa y hasta se le inventaron deseos culposos hacia su hijo el
Delfín. Durante algunas décadas de aquel Siglo de las Luces, la fatalidad
pareció aligerarse y la transgresión convertirse en el simple condimento de los
placeres. El joven Arouet, antes mencionado, luego de escribir una sátira contra
el Regente y su hija (que le valió once meses de reclusión en la Bastilla
y la cólera paterna), compuso su propio “Edipo”, rechazó el apellido de su
padre y se convirtió en Voltaire; Denis Diderot (1713-1784), enciclopedista
y figura decisiva de la Ilustración, ya sexagenario se puso a soñar con el
relato del viaje de Louis Antoine de Bougainville (1729-1811) después de
haberse casado con su hija y descubrir el dolor de la separación de ella.
“Supplément
au voyage de Bougainville” (Suplemento al viaje de Bougainville) es una historia
que se desarrolla en Nouvelle Cythére, isla así bautizada por el explorador
francés en Tahití, en la que los cuerpos etéreos y bronceados eran máquinas de
placer. La desgracia de amar, desconocida hasta entonces, sólo habría aparecido
en ese rincón de tierra olvidada con la llegada de los europeos, que importaron
la enfermedad y la culpabilidad. El “Suplemento…” presenta un paraíso ya
perdido o en vías de desaparición. La colonización empezó a arruinar el edén no
productivista pero creativo en el que todo abrazo era legítimo ya que podía ser
fecundo. Lo prohibido se desplazó: alcanzó a los impúberes y a las
menopáusicas, severamente excluidos de la sexualidad, mientras que en ese pequeño
perímetro insular, los amores entre padres e hijos se aceptaban sin miedo a la
degeneración.
Lo que la tragedia de Diderot consigue poner en escena es la lucha de fuerzas igualmente legítimas que trabajan en sentido opuesto, aquello que dos siglos más tarde Albert Camus (1913-1960) llamaría “tensión existencial del hombre” al definir la tragedia como “la forma estética del absurdo” en “Prométhée aux enfers” (Prometeo en los infiernos), uno de los ensayos incluidos en “L'été” (El verano).
Lo que la tragedia de Diderot consigue poner en escena es la lucha de fuerzas igualmente legítimas que trabajan en sentido opuesto, aquello que dos siglos más tarde Albert Camus (1913-1960) llamaría “tensión existencial del hombre” al definir la tragedia como “la forma estética del absurdo” en “Prométhée aux enfers” (Prometeo en los infiernos), uno de los ensayos incluidos en “L'été” (El verano).
Así
como Diderot situó en medio del océano Pacífico sus audacias edípicas, Charles
Louis de Secondat, Montesquieu (1689-1755) lo hizo en Persia en su novela
“Lettres persanes” (Cartas persas). En su imaginada comunidad de Guébres, hermanos
y hermanas se amaban con ternura. Fue entonces cuando la literatura libertina
se apresuró en extender las libertades: Felicia, la heroína de André Robert
de Nerciat (1739-1800) en
“Félicia ou mes fredaines” (Felicia o mis travesuras) le sirve de
emblema. Pavonea su juventud y su disponibilidad de los hoteles particulares a
los castillos, feliz con las posibilidades del corazón y del cuerpo. En uno de
los últimos capítulos del libro, titulado “L'un des plus intéressants de
l'ouvrage” (Uno de los más interesantes de la obra), descubre que su amante de
turno es nada menos que su padre y que uno de sus caprichos del día anterior es
su hermano. Sería necesario mucho más que esto para afligirla: “¿Quién podrá
probarme que nuestras relaciones, efecto natural de las circunstancias, de la
simpatía, del temperamento, son crímenes atroces, dando por sentado que seres
de la misma sangre no deben estrechar entre ellos los nudos que me ligaban
con mi padre y con mi hermano?”.
Mientras
Nerciat poseía el arte de esquivar lo trágico, Honoré Riquetti de Mirabeau
(1749-1791) aparecía más militante en “Le rideau levé ou l’éducation de Laure” (La
cortina levantada o la educación de Laura): “Lejos de mí, prejuicios imbéciles;
sólo las almas temerosas se someten a vosotros”. Laura cuenta su infancia, su
educación y su desfloración por un padre que adora: “Educada sin prejuicios,
sólo seguía la voz de la naturaleza”. Lo único que matiza esa euforia es la
muerte de su padre-amante, al que ama demasiado, hacia el final del relato.
Giacomo Casanova (1725-1798) y Nicolas Rétif de la
Bretonne (1734-1806), mientras tanto, no llegaron a esa tranquila amoralidad.
Con la edad, no dejaron de gozar las dichas prohibidas del incesto. Casanova se
encuentra con una mujer que había amado en otros tiempos. Está acompañada por
una hija que lo conmueve. El hecho de que tal vez sea el padre se suma a su
turbación. El relato de este encuentro en “Histoire de ma vie” (Historia de mi
vida) está hecho de denegación irónica y de mala fe gozosa: “Determinados a no
consumar el pretendido crimen, lo tocamos tan de cerca que un movimiento casi
involuntario nos forzó a consumarlo con una plenitud tal que no hubiésemos
podido lograr si hubiéramos actuado con un propósito premeditado con toda la
libertad de la razón”. Mientras en su novela fantástica “Icosameron ou histoire d’Edouard et
d’Elisabeth” (Icosamerón o historia de Eduardo e Isabel) mostraba a un hermano
y una hermana, esposos devotos, en una sociedad fusional y asexuada, en sus
memorias, resueltamente sexuadas, jugó con la idea del incesto.
En
lo que a Rétif respecta, él realmente practicó el incesto con una de sus hijas,
y en sus últimas obras se dejó llevar por sus obsesiones. Joven tipógrafo
provinciano, frecuentó las mujeres de las calles de París. ¿Hay algo más
tentador que sentirse veinte años más tarde el padre de todas las jovencitas
que las relevaron? Jugó el papel del padre justiciero y sensual, entre el
sermón moralizador y el galanteo lúbrico. Autor de novelas como “La famille
vertueuse” (La familia virtuosa), “Le pornographe” (El pornógrafo) y
“Le paysan pervertí” (El campesino pervertido), en “L’anti-Justine ou les
délices de l'amour” (La anti-Justina o las delicias del amor) cayó en la
fantasía pura: con el pretexto de oponer a Sade una pornografía no mortífera,
imaginó a un padre que alimentaba a su propia hija con su esperma. Era la época
en que el drama burgués multiplicaba las escenas de reconocimiento mediante las
cuales los hijos evitaban a toda costa casarse con su madre o los que se creían
hermanos descubrían que podían amarse honestamente, tal como sucede en los
dramas de Pierre Augustin de Beaumarchais (1732-1799) “La folle
journée ou le mariage de Figaro” (Un día alocado o las bodas de Figaro) y su
continuación “L'autre Tartuffe ou la mère coupable” (El otro Tartufo
o la madre culpable).
Sería el Marqués de Sade quien le restituyese al incesto su fuerza transgresora y trágica. El tono de Sófocles, que había sido abandonado por los versos de Ducis, sopló con brío en la prosa del autor cuyas obras estuvieron años y años incluidas en el Index librorum prohibitorum de la sempiterna conservadora Iglesia Católica. Sus personajes Justina, que reprime sus deseos, y Julieta, que los asume todos, son tal vez dos hijas de Edipo: Eteocles y Polinices en versión femenina. Julieta encuentra a su padre para seducido, quedarse embarazada y, ya en el colmo de la transgresión, hacerlo matar. El castigo divino recae sobre la inocente Justina.
Sería el Marqués de Sade quien le restituyese al incesto su fuerza transgresora y trágica. El tono de Sófocles, que había sido abandonado por los versos de Ducis, sopló con brío en la prosa del autor cuyas obras estuvieron años y años incluidas en el Index librorum prohibitorum de la sempiterna conservadora Iglesia Católica. Sus personajes Justina, que reprime sus deseos, y Julieta, que los asume todos, son tal vez dos hijas de Edipo: Eteocles y Polinices en versión femenina. Julieta encuentra a su padre para seducido, quedarse embarazada y, ya en el colmo de la transgresión, hacerlo matar. El castigo divino recae sobre la inocente Justina.