Podría
establecerse una jerarquía de lo prohibido y una tipología de los escándalos.
El incesto parental entre el padre y la hija o la madre y el hijo confunde a las
generaciones y bloquea la marcha del tiempo. El incesto fraternal se mantiene
dentro de una misma generación, pero viola el principio de exogamia: esta vez
se niega el espacio más que el tiempo. Los amores entre hermano y hermana
pueden ser errores de juventud, torpeza de un sentimiento que no sabe alejarse
del entorno familiar. Los amores entre padres e hijos, en cambio, parecen más
graves porque comprometen la responsabilidad de los adultos. Cada religión,
cada sociedad, delimitó los territorios, codificó las prohibiciones. Algunas
extendieron la consanguinidad hasta lejanos parentescos y alcanzaron las
filiaciones espirituales (el padrino y el ahijado, los hermanos de leche...). Antropólogos
y psiquiatras ubican la valorización/prohibición del incesto en el fundamento
mismo de la vida individual y social. El incesto establece la línea de
demarcación entre el orden humano y el desorden animal, entre la adhesión a un
sistema de valores y la perdida de toda referencia. Mientras que la ley enuncia
la regla y el castigo, la literatura no cesa de describir las tentaciones y los
lamentos, las desviaciones y los deslizamientos. Edipo se convirtió en un
sustantivo común. Mito complejo y estructura elemental simultáneamente, provocó
lo imaginario y multiplicó la ficción.
La
sordidez de los casos policiales que en la actualidad descubren violaciones en
descampados y callejones sin salida no parece despertar la fascinación literaria
por lo que el ensayista francés Bertrand d'Astorg (1913-1988) llamó en “Littérature
et inceste en Occident” (Literatura e incesto en Occidente), su libro póstumo, “la
prohibición primera”. La gesta de la familia maldita parece estar ligada al género
de la tragedia. La ciudad debe reunirse con regularidad para escuchar los
relatos de los infortunios de quienes transgredieron las reglas fundadoras. De
generación en generación, reyes y príncipes se negaron a escuchar los oráculos,
quisieron saber más o afirmar su libertad y llevaron a la desgracia a su
progenie y a la ciudad. Fue Aristóteles quien postuló que, mediante una serie
de circunstancias que suscitaban piedad o terror, la tragedia era capaz de
lograr que el alma se purifique. En su “Perì poiêtikês” (Poética) definió a la
tragedia como la lucha contra un destino inexorable que determina la vida de
los mortales y el conflicto que existe entre los hombres, los dioses, las
pasiones y el poder. A este último aspecto se refirió el filósofo francés Michel Foucault (1926-1984)
en “La vérité et les formes juridiques” (La verdad y las formas jurídicas).
Allí menciona que el título de la obra de Sófocles no es Edipo “el que mató a
su padre” sino Edipo “rey”, porque lo que subyace en la trama en realidad es la
lucha por el poder, e interpreta que esta tragedia opone una verdad sin poder a
un poder sin verdad.
Esquilo de
Eleusis (525-456 a.C.), considerado como el primer gran
representante de la tragedia griega, llevó a escena los grandes ciclos
mitológicos de la historia de Grecia, a través de los cuales reflejó la
sumisión del hombre a un destino superior incluso a la voluntad divina. Fue Esquilo
a quien se le ocurrió acudir al Oráculo de Delfos (lugar sagrado
donde los griegos preguntaban a los dioses sobre su futuro) para conocer el
suyo y, más en concreto, para saber sobre su muerte. Él fue el autor de una
tetralogía de la que sólo se conserva “Heptá epi Thēbas” (Los
siete contra Tebas). Después del desafío de Layo y Yocasta, que decidieron
tener un hijo a pesar de la advertencia del oráculo, después del de Edipo, que
quiso conocer su identidad pese a las amenazas del profeta, la tragedia salta
una generación. Los hijos de Edipo se despedazan: primero los hermanos Etéocles
y Polinices; luego el hermano y la hermana, Etéocles y Antígona. Como dijo el
académico francés Jacques Scherer (1912-1997) en” La dramaturgie
classique” (La dramaturgia clásica), “la tragedia siempre golpea tres veces”.
Sófocles
fue quien dio la versión más conocida de esa historia en la trilogía “Edipo rey”,
“Edipo en Colono” y “Antígona”, abriendo las puertas a una serie de preguntas
de difícil respuesta dado que el drama del incesto se integra a una reflexión
sobre el lugar del hombre en el mundo. ¿Es acaso el amo y señor de sus
iniciativas? ¿Puede escapar al orden tradicional? En Sófocles, la desobediencia
a las leyes divinas acarrea los horrores del incesto y la peste de Tebas, del
mismo modo como, en el inconsciente colectivo desde fines del siglo XX, muchos
relacionan de manera extraña las reivindicaciones de la liberación sexual con
la desintegración del modelo tradicional de familia. Edipo, castigado en su
persona y en su descendencia, representa un personaje ambivalente: criminal
heroico, execrable y detestable. Más allá de las ilusiones del poder y los
prestigios del deseo, en Colono se convierte en un sabio y casi un profeta,
como si la experiencia del incesto hubiera sido menos una transgresión de la
ley que una experimentación trágica de la condición humana. Allí, donde tras un
largo peregrinaje adquiere una auténtica sabiduría, lenta, reflexiva,
sedimentada a través de los años de nomadismo, Edipo encuentra por fin término
a su desdicha en un solitario bosque, cerrando definitivamente sus ojos
cansados con una heroica serenidad. Definitivamente lo que Sófocles expresa en
su historia es el inexorable infortunio, la ineluctable infelicidad a la que se
ven sometidos los hombres a lo largo de su vida.
Dado el gran interés que suscitó desde siempre la cuestión del incesto en el campo literario, sería lícito preguntarse qué particularidades adquirió este tema en el ámbito medieval europeo y cómo convivió con otras corrientes de diversa procedencia en una cultura regida por la moral religiosa. En efecto, el incesto fue abordado por una importante cantidad de relatos, tanto en textos seculares como religiosos. Durante ese período histórico de la civilización occidental conocido como Edad Media, la inserción del incesto en la literatura tuvo más que ver con las preocupaciones nobiliarias y las eclesiásticas, relativas a la preservación del linaje y a la regulación de las uniones matrimoniales respectivamente. En el Medioevo la prohibición de las relaciones sexuales impropias se basaba, fundamentalmente, en el profundo temor a los efectos que éstas pudiesen provocar en la progenie, tales como niños leprosos o enfermizos. Así, la vinculación entre incesto y nacimiento monstruoso se dio en obras como “Roman du comte d’Anjou” (Novela del conde de Anjou) de Jean Maillart (1281-1327) y “La manekine” (La doncella manca) de Philippe de Rémi (1210-1265), historia esta última a la que se agrega la mutilación, lo que, dada la cantidad de versiones medievales que existen de ella, puede deducirse que siempre que ésta apareció lo hizo en relatos en los que también aparecía el incesto.
Dado el gran interés que suscitó desde siempre la cuestión del incesto en el campo literario, sería lícito preguntarse qué particularidades adquirió este tema en el ámbito medieval europeo y cómo convivió con otras corrientes de diversa procedencia en una cultura regida por la moral religiosa. En efecto, el incesto fue abordado por una importante cantidad de relatos, tanto en textos seculares como religiosos. Durante ese período histórico de la civilización occidental conocido como Edad Media, la inserción del incesto en la literatura tuvo más que ver con las preocupaciones nobiliarias y las eclesiásticas, relativas a la preservación del linaje y a la regulación de las uniones matrimoniales respectivamente. En el Medioevo la prohibición de las relaciones sexuales impropias se basaba, fundamentalmente, en el profundo temor a los efectos que éstas pudiesen provocar en la progenie, tales como niños leprosos o enfermizos. Así, la vinculación entre incesto y nacimiento monstruoso se dio en obras como “Roman du comte d’Anjou” (Novela del conde de Anjou) de Jean Maillart (1281-1327) y “La manekine” (La doncella manca) de Philippe de Rémi (1210-1265), historia esta última a la que se agrega la mutilación, lo que, dada la cantidad de versiones medievales que existen de ella, puede deducirse que siempre que ésta apareció lo hizo en relatos en los que también aparecía el incesto.
Para
la mentalidad europea de entonces, incesto y mutilación mantenían un estrecho
vínculo simbólico. Tal como explica el historiador francés Georges
Duby (1919-1996) en “Le chevalier, la femme et le prêtre. Le mariage dans
la France féodale” (El caballero, la mujer y el sacerdote. El matrimonio en la
Francia feudal), entre los impedimentos relativos al matrimonio medieval el del
parentesco siempre ocupó un lugar relevante. Numerosas disposiciones
legislativas y textos canónicos prohibían la unión entre parientes próximos. A mediados
del siglo XII la Iglesia acababa de hacer del matrimonio uno de los siete
sacramentos, a fin de asegurarse su control. Imponía al mismo tiempo no deshacer
nunca la unión conyugal y, de forma contradictoria, romperla inmediatamente en
caso de incesto, es decir, si resultaba que los cónyuges eran parientes más acá
del séptimo grado. En la aristocracia lo eran todos, lo cual permitía a la
autoridad eclesiástica, y de hecho al Papa cuando se trataba del matrimonio de
reyes, intervenir a capricho para atar o desatar y convertirse de este modo en
dueño del gran juego político. A pesar de todo, y seguramente por cuestiones
políticas también, la Iglesia Católica que castigaba este tipo de uniones,
decidió en el concilio de Letrán de 1215 llevar la prohibición -esto es, el
pecado- sólo hasta el cuarto grado de consanguinidad.
“Hemos de recordar -dice Duby-que el
matrimonio no tuvo sólo una dimensión privada sino también, y de manera muy
importante, fue una institución de gran repercusión social que interesó
sobremanera a las autoridades. Hubo políticas particulares en relación con el
matrimonio de parte de autoridades laicas y eclesiásticas. Al ver como estaba,
en muchos casos, regido por la voluntad y conveniencia de las familias, la
Iglesia apeló a diversas estrategias para tener dominio sobre el matrimonio y
construyó alrededor de éste un dispositivo discursivo en el que se destaca el
elemento figurativo; así, la unión de manos se convirtió en el gesto por
excelencia en el ceremonial de la boda”. De allí el tema de la mutilación:
amputarse la mano izquierda -que es la que porta el anillo nupcial, el otro gran
símbolo que el cristianismo tomó de tradiciones antiguas para incorporarlo como
parte de la ceremonia matrimonial- tal como hace la heroína de “La doncella manca”, era
un gesto de rebeldía ante la proximidad de la
consumación del incesto. Un acto precautorio, si se quiere, para no tener que
practicar la mutilación original, la de extirparse los ojos como había hecho Edipo.
Las
divisiones internas de la Cristiandad en el siglo XVI (debidas a la Reforma
protestante), dieron una nueva actualidad a la culpa de Edipo: deseo culposo
o fatalidad inexorable. El debate sobre la predestinación y la gracia se transparentó
en los diálogos entre Antígona y su padre, “condenado por tener que nacer”, en
“Antigone ou la piété” (Antígona o la piedad) la obra que Robert Garnier
(1544-1590) publicase en 1580: "De la desgracia que os apunta no sois
culpable. Es una fechoría, un prodigio, un horror. No es más que una fortuna,
un azar, un error”. El debate que alude a las castas incestuosas de la
antigüedad resuena en otra obra de Garnier, “Hippolyte, tragédie humaniste” (Hipólito,
una tragedia humanista), cuyo protagonista insiste en la monstruosidad de la
reina, su madre, y también en la “Phèdre” (Fedra) de Jean Racine (1639-1699),
que se inspira en su predecesor y plantea la cuestión de la gracia. Víctima o
culpable, ¿es Fedra dueña del deseo que la lleva hacia su malhumorado
hijastro? Pierre Corneille (1606-1684) contestó en “Oedipe” (Edipo)
dándole a su héroe un margen de libertad: Edipo seguramente abusó de eso, pero
al menos con su coraje y su gesto final supo asumir sus faltas y salvar su
virtud.
Ya
en las postrimerías del
Renacimiento, en la Inglaterra isabelina en la que refulgieron Christopher
Marlowe (1564-1593) y William
Shakespeare (1564-1616), una de las piezas emblemáticas sobre el tema del
incesto es la que estrenó en 1633 el dramaturgo John Ford (1586-1640):
“Tis pity she's a whore” (Lástima que sea una
ramera). En este caso la trama gira en torno al incesto entre dos hermanos, el
que casi inevitablemente remite a la fábula bíblica de Adán y Eva. El
mundo en el que viven los hermanos Giovanni y Anabella es un huerto cerrado, un
jardín de placer en donde no hay lugar para el remordimiento. El descubrimiento
del amor se hace con toda naturalidad y los protagonistas se aman con una
singular falta de escrúpulos y sin ninguna sombra de culpabilidad cristiana. Pero
alrededor de ellos existe un mundo de intrigas, de traiciones, de venganzas y
de odios que está al acecho. Ese mundo, en el que sólo los corruptos y cínicos representantes
de la Iglesia sostienen un orden ilusorio, es el que poco a poco irá atrapando
a los ingenuos amantes hasta llevarlos a su destrucción. Giovanni terminará
matando a Anabella para morir posteriormente asesinado.