4 de febrero de 2016

El singular atractivo del incesto en la literatura (2). Del Medioevo al Renacimiento

Podría establecerse una jerarquía de lo prohibido y una tipología de los escán­dalos. El incesto parental entre el padre y la hija o la madre y el hijo confunde a las generaciones y bloquea la marcha del tiempo. El incesto fraternal se mantiene dentro de una misma generación, pero viola el principio de exogamia: esta vez se niega el espacio más que el tiempo. Los amores entre hermano y hermana pueden ser errores de juventud, torpeza de un sentimiento que no sabe alejarse del entorno familiar. Los amores entre padres e hijos, en cambio, parecen más graves porque comprometen la res­ponsabilidad de los adultos. Cada religión, cada sociedad, delimitó los territorios, codificó las prohibiciones. Algunas extendieron la consanguinidad hasta lejanos parentescos y alcanzaron las filiaciones espirituales (el padrino y el ahijado, los hermanos de leche...). Antropólogos y psi­quiatras ubican la valorización/prohibi­ción del incesto en el fundamento mismo de la vida individual y social. El in­cesto establece la línea de demarcación entre el orden humano y el desorden animal, entre la adhesión a un sistema de valores y la perdida de toda referencia. Mientras que la ley enuncia la regla y el castigo, la literatura no cesa de describir las tentaciones y los lamentos, las desviaciones y los deslizamientos. Edipo se convirtió en un sustantivo común. Mito complejo y estructura elemental simultáneamente, provocó lo imaginario y multiplicó la ficción.
La sordidez de los casos policiales que en la actualidad descubren violacio­nes en descampados y callejones sin sali­da no parece despertar la fascinación li­teraria por lo que el ensayista francés Bertrand d'Astorg (1913-1988) llamó en “Littérature et inceste en Occident” (Literatura e incesto en Occidente), su libro póstumo, “la prohibición pri­mera”. La gesta de la familia maldita parece estar ligada al género de la tragedia. La ciudad debe reunirse con regularidad pa­ra escuchar los relatos de los infortunios de quienes transgredieron las reglas fun­dadoras. De generación en generación, reyes y príncipes se negaron a escuchar los oráculos, quisieron saber más o afir­mar su libertad y llevaron a la desgracia a su progenie y a la ciudad. Fue Aristóteles quien postuló que, mediante una serie de circunstancias que suscitaban piedad o terror, la tragedia era capaz de lograr que el alma se purifique. En su “Perì poiêtikês” (Poética) definió a la tragedia como la lucha contra un destino inexorable que determina la vida de los mortales y el conflicto que existe entre los hombres, los dioses, las pasiones y el poder. A este último aspecto se refirió el filósofo francés Michel Foucault (1926-1984) en “La vérité et les formes juridiques” (La verdad y las formas jurídicas). Allí menciona que el título de la obra de Sófocles no es Edipo “el que mató a su padre” sino Edipo “rey”, porque lo que subyace en la trama en realidad es la lucha por el poder, e interpreta que esta tragedia opone una verdad sin poder a un poder sin verdad.
Esquilo de Eleusis (525-456 a.C.), considerado como el primer gran representante de la tragedia griega, llevó a escena los grandes ciclos mitológicos de la historia de Grecia, a través de los cuales reflejó la sumisión del hombre a un destino superior incluso a la voluntad divina. Fue Esquilo a quien se le ocurrió acudir al Oráculo de Delfos (lugar sagrado donde los griegos preguntaban a los dioses sobre su futuro) para conocer el suyo y, más en concreto, para saber sobre su muerte. Él fue el autor de una tetralogía de la que sólo se conserva “Heptá epi Thēbas” (Los siete contra Tebas). Después del desafío de Layo y Yocasta, que decidieron tener un hijo a pesar de la advertencia del oráculo, después del de Edipo, que quiso conocer su identidad pese a las amenazas del profeta, la tragedia salta una generación. Los hijos de Edipo se despedazan: primero los hermanos Etéocles y Polinices; luego el hermano y la hermana, Etéocles y Antígona. Como di­jo el académico francés Jacques Scherer (1912-1997) en” La dramaturgie classique” (La dramaturgia clásica), “la tragedia siempre golpea tres veces”.
Sófocles fue quien dio la versión más conocida de esa historia en la trilogía “Edipo rey”, “Edipo en Colono” y “Antígona”, abriendo las puertas a una serie de preguntas de difícil respuesta dado que el drama del incesto se integra a una reflexión sobre el lugar del hombre en el mundo. ¿Es acaso el amo y señor de sus iniciativas? ¿Puede escapar al orden tradicional? En Sófocles, la de­sobediencia a las leyes divinas acarrea los horrores del incesto y la peste de Tebas, del mismo modo como, en el inconscien­te colectivo desde fines del siglo XX, muchos relacionan de manera extraña las reivindicaciones de la liberación sexual con la desintegración del modelo tradicional de familia. Edipo, castigado en su persona y en su descendencia, representa un personaje ambivalente: criminal heroico, execrable y detestable. Más allá de las ilusiones del poder y los prestigios del deseo, en Colono se convierte en un sabio y casi un profeta, como si la experiencia del incesto hubiera sido menos una transgresión de la ley que una experimentación trágica de la condición humana. Allí, donde tras un largo peregrinaje adquiere una auténtica sabiduría, lenta, reflexiva, sedimentada a través de los años de nomadismo, Edipo encuentra por fin término a su desdicha en un solitario bosque, cerrando definitivamente sus ojos cansados con una heroica serenidad. Definitivamente lo que Sófocles expresa en su historia es el inexorable infortunio, la ineluctable infelicidad a la que se ven sometidos los hombres a lo largo de su vida.
Dado el gran interés que suscitó desde siempre la cuestión del incesto en el campo literario, sería lícito preguntarse qué particularidades adquirió este tema en el ámbito medieval europeo y cómo convivió con otras corrientes de diversa procedencia en una cultura regida por la moral religiosa. En efecto, el incesto fue abordado por una importante cantidad de relatos, tanto en textos seculares como religiosos. Durante ese período histórico de la civilización occidental conocido como Edad Media, la inserción del incesto en la literatura tuvo más que ver con las preocupaciones nobiliarias y las eclesiásticas, relativas a la preservación del linaje y a la regulación de las uniones matrimoniales respectivamente. En el Medioevo la prohibición de las relaciones sexuales impropias se basaba, fundamentalmente, en el profundo temor a los efectos que éstas pudiesen provocar en la progenie, tales como niños leprosos o enfermizos. Así, la vinculación entre incesto y nacimiento monstruoso se dio en obras como “Roman du comte d’Anjou” (Novela del conde de Anjou) de Jean Maillart (1281-1327) y “La manekine” (La doncella manca) de Philippe de Rémi (1210-1265), historia esta última a la que se agrega la mutilación, lo que, dada la cantidad de versiones medievales que existen de ella, puede deducirse que siempre que ésta apareció lo hizo en relatos en los que también aparecía el incesto.
Para la mentalidad europea de entonces, incesto y mutilación mantenían un estrecho vínculo simbólico. Tal como explica el historiador francés Georges Duby (1919-1996) en “Le chevalier, la femme et le prêtre. Le mariage dans la France féodale” (El caballero, la mujer y el sacerdote. El matrimonio en la Francia feudal), entre los impedimentos relativos al matrimonio medieval el del parentesco siempre ocupó un lugar relevante. Numerosas disposiciones legislativas y textos canónicos prohibían la unión entre parientes próximos. A mediados del siglo XII la Iglesia acababa de hacer del matrimonio uno de los siete sacramentos, a fin de asegurarse su control. Imponía al mismo tiempo no deshacer nunca la unión conyugal y, de forma contradictoria, romperla inmediatamente en caso de incesto, es decir, si resultaba que los cónyuges eran parientes más acá del séptimo grado. En la aristocracia lo eran todos, lo cual permitía a la autoridad eclesiástica, y de hecho al Papa cuando se trataba del matrimonio de reyes, intervenir a capricho para atar o desatar y convertirse de este modo en dueño del gran juego político. A pesar de todo, y seguramente por cuestiones políticas también, la Iglesia Católica que castigaba este tipo de uniones, decidió en el concilio de Letrán de 1215 llevar la prohibición -esto es, el pecado- sólo hasta el cuarto grado de consanguinidad.
“Hemos de recordar -dice Duby-que el matrimonio no tuvo sólo una dimensión privada sino también, y de manera muy importante, fue una institución de gran repercusión social que interesó sobremanera a las autoridades. Hubo políticas particulares en relación con el matrimonio de parte de autoridades laicas y eclesiásticas. Al ver como estaba, en muchos casos, regido por la voluntad y conveniencia de las familias, la Iglesia apeló a diversas estrategias para tener dominio sobre el matrimonio y construyó alrededor de éste un dispositivo discursivo en el que se destaca el elemento figurativo; así, la unión de manos se convirtió en el gesto por excelencia en el ceremonial de la boda”. De allí el tema de la mutilación: amputarse la mano izquierda -que es la que porta el anillo nupcial, el otro gran símbolo que el cristianismo tomó de tradiciones antiguas para incorporarlo como parte de la ceremonia matrimonial- tal como hace la heroína de “La doncella manca”, era un gesto de rebeldía ante la proximidad de la consumación del incesto. Un acto precautorio, si se quiere, para no tener que practicar la mutilación original, la de extirparse los ojos como había hecho Edipo.
Las divisiones internas de la Cristian­dad en el siglo XVI (debidas a la Reforma protestante), dieron una nueva actualidad a la culpa de Edipo: deseo cul­poso o fatalidad inexorable. El debate sobre la predestinación y la gracia se transparentó en los diálogos entre Antígona y su padre, “condenado por tener que nacer”, en “Antigone ou la piété” (Antígona o la piedad) la obra que Robert Garnier (1544-1590) publicase en 1580: "De la desgracia que os apunta no sois culpable. Es una fechoría, un prodi­gio, un horror. No es más que una fortu­na, un azar, un error”. El debate que alude a las castas incestuosas de la antigüedad resuena en otra obra de Garnier, “Hippolyte, tragédie humaniste” (Hipólito, una tragedia humanista), cuyo protago­nista insiste en la monstruosidad de la reina, su madre, y también en la “Phèdre” (Fedra) de Jean Racine (1639-1699), que se inspira en su predecesor y plantea la cuestión de la gracia. Víctima o culpable, ¿es Fedra dueña del deseo que la lle­va hacia su malhumorado hijastro? Pierre Corneille (1606-1684) contestó en “Oedipe” (Edipo) dándole a su héroe un margen de libertad: Edipo seguramente abusó de eso, pero al menos con su coraje y su gesto final supo asu­mir sus faltas y salvar su virtud.
Ya en las postrimerías del Renacimiento, en la Inglaterra isabelina en la que refulgieron Christopher Marlowe (1564-1593) y William Shakespeare (1564-1616), una de las piezas emblemáticas sobre el tema del incesto es la que estrenó en 1633 el dramaturgo John Ford (1586-1640): “Tis pity she's a whore” (Lástima que sea una ramera). En este caso la trama gira en torno al incesto entre dos hermanos, el que casi inevitablemente remite a la fábula bíblica de Adán y Eva. El mundo en el que viven los hermanos Giovanni y Anabella es un huerto cerrado, un jardín de placer en donde no hay lugar para el remordimiento. El descubrimiento del amor se hace con toda naturalidad y los protagonistas se aman con una singular falta de escrúpulos y sin ninguna sombra de culpabilidad cristiana. Pero alrededor de ellos existe un mundo de intrigas, de traiciones, de venganzas y de odios que está al acecho. Ese mundo, en el que sólo los corruptos y cínicos representantes de la Iglesia sostienen un orden ilusorio, es el que poco a poco irá atrapando a los ingenuos amantes hasta llevarlos a su destrucción. Giovanni terminará matando a Anabella para morir posteriormente asesinado.