3 de febrero de 2016

El singular atractivo del incesto en la literatura (1). De la mitología griega al Siglo de Pericles

El diccionario define al incesto como la “relación carnal entre familiares consanguíneos muy cercanos o que proceden por su nacimiento de un tronco común”. La palabra deriva de la voz latina “incestum” que significa impuro, no casto, mancillado. El incesto es considerado un tema tabú porque supone un acto socialmente prohibido o cuanto menos mal visto por los restantes miembros de la misma casta, aldea, tribu o cualquier otro grupo social en donde se cometa y, desde un punto de vista más rígido, porque atenta contra la exogamia, principio regulador moral y jurídico de la institución familiar.
A lo largo de la historia, el ser humano ha demostrado gran interés por la cuestión del incesto, justamente por tratarse de un fenómeno tabú, ese antepasado de la moral y del derecho que durante siglos impuso orden al caos. Así, no sólo ha despertado controversias en la vida real; también en innumerables obras literarias el tema del incesto ha sido tratado una y otra vez. Uno de los precursores en la materia fue Sófocles de Colono (496-406 a.C.), autor de obras como “Oidipous tyrannos” (Edipo rey), “Oidipous epi Kolōnō” (Edipo en Colono) y “Antigonae” (Antígona). Con la representación de sus dramas, Sófocles transformaría el espíritu y la importancia de la tragedia; en lo sucesivo, aunque la religión y la moral siguieron siendo los principales temas dramáticos, la voluntad, las decisiones y el destino de los individuos pasarían a ocupar el centro de interés de la tragedia griega.
Las primeras referencias a Edipo en la mitología griega se hallan en la “Iliás” (Ilíada) y en la “Odýsseia” (Odisea), las obras cumbres de Homero (siglo VIII a.C.). También las hay en la “Theogonía” (Teogonía) de Hesíodo (siglo VII a.C.) y en varios poemas contemporáneos de los que sólo se conservan unos pocos fragmentos, pero sería Sófocles el que se encargaría de inmortalizarla. La historia de Edipo contada por él se transformó en un icono social y cultural. Un siglo después de su aparición, Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) la consideraba en su “Perì poiêtikês” (Poética) como la más representativa y perfecta de las tragedias griegas, y muchos años después se convertiría en uno de los conceptos centrales de la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud (1856-1939), quien la utilizó por primera vez en 1910 en su “Über einen besonderen typus der objektwahl beim manne” (Sobre un tipo particular de la elección de objeto en el hombre) y más ampliamente cuatro años más tarde en “Totem und tabu” (Tótem y tabú).
Hijo de Layo, rey de Tebas, Edipo nació en el palacio real. A raíz de una advertencia que había recibido Layo sobre que sería asesinado por un hijo si lo tuviera, una vez que su esposa Yocasta dio a luz, el hijo recién nacido fue abandonado. Su madre lo entregó a un siervo de la casa quien a su vez se lo dio a un pastor en el monte Citerón, el que, más tarde, lo llevó a Corinto en donde fue adoptado por el rey Pólibo, quien no tenía hijos. Edipo creció así sin conocer cuál era su origen hasta que, siendo adolescente, escuchó en un banquete a un hombre embriagado decir que él no era hijo legítimo de Pólibo y Mérope. Al día siguiente Edipo les preguntó y le respondieron que se trataba de una injuria. No obstante ello, atormentado por la duda, decidió consultar al oráculo de Delfos, quien predijo que asesinaría a su padre, se casaría con su propia madre y traería al mundo una “descendencia insoportable de ver para los hombres”.
Edipo entonces decidió no regresar jamás a Corinto para huir de su cruel destino. Emprendió un viaje y, en el camino hacia Tebas, se encontró en una encrucijada de tres caminos con Layo, que se dirigía a Delfos para consultarle al oráculo como liberar a Tebas de la Esfinge, un monstruo que mataba a todo aquel que quisiese pasar si no descifraba un enigma que le planteaba. Su sobrino político Hemón había corrido aquella suerte poco tiempo antes. Polifontes, heraldo de Layo, le ordenó a Edipo que le cediera el paso, pero ante la demora de éste, mató a uno de sus caballos. Edipo se encolerizó y mató a Polifontes y a Layo sin saber que era el rey de Tebas y su propio padre. Sólo un sirviente del rey sobrevivió a la trágica refriega, y él sería quien, ya anciano, revelaría a Edipo toda la verdad. Una vez conocida la muerte de Layo, el rey de Tebas pasó a ser Creonte, hermano de 
Yocasta.
Cuando Edipo se acercó a Tebas, la ciudad de las siete puertas, se encontró con la Esfinge. Posada sobre una roca rodeada de los huesos de sus víctimas, la “ruina de los cadmeos” -tal como la llamaban los poetas de entonces- que “había llegado desde la parte más lejana de Etiopía” para causar el terror en los campos que circundaban la ciudad de Tebas, había sido enviada por un dios. Existen diferentes versiones sobre cuál fue el dios que lo hizo. Para Eurípides de Salamina (480-406 a.C.) había sido Hades, quien reinaba la neblinosa y sombría morada de los muertos; para Apolodoro de Atenas (180-119 a.C.) en cambio, había sido Hera, la reina de las diosas, y existen otras versiones que señalan a Ares, el dios de la guerra. Las razones por las que fue enviada también varían según el autor. Las más aceptadas hablan de la venganza de los dioses tanto hacia Cadmo, el fundador de Tebas, por el crimen de un dragón propiedad de Ares, como hacia Layo, biznieto de aquél, por el rapto y seducción del joven Crisipo, el amante predilecto de Poseidón.
La Esfinge tenía rostro y busto de mujer, patas de león, cuerpo de perro, cola de dragón y alas de pájaro. Instalada en un monte al oeste de Tebas, asolaba la campiña tebana destruyendo las siembras y estrangulando a todos los que no fueran capaces de resolver sus enigmas. Según cuenta el historiador anatolio Pausanias de Lidia (110-180) en su obra cumbre “Descriptio Graeciae” (Descripción de Grecia), la Esfinge cantaba sus enigmas. Sófocles la llamó la “cruel cantora” y el propio Edipo la llamó musa, ya que era propio de las musas el manejar las palabras con belleza, esto es, a través del canto. En sus “Fabulae” (Fábulas), el escritor latino de origen hispánico Cayo Julio Higino (64 a.C.-17 d.C.) refiere que la Esfinge propuso a Creonte, rey de Tebas, que si alguien era capaz de resolver uno de sus enigmas se iría para siempre; pero si no, mataría a quienes fallasen y seguiría asolando los sembradíos. Ante este trance, el rey lanzó una proclama en la que prometió entregar el reino y a su hermana Yocasta en matrimonio a quien resolviera el enigma de la Esfinge. Es aquí cuando aparece la figura de Edipo.
“Adivina este enigma -le dijo la Esfinge -o encontrarás tu muerte”. Según la versión de Aristófanes de Bizancio (257-180 a.C.), dijo la Esfinge: “Existe sobre la tierra un ser bípedo y cuadrúpedo, que tiene sólo una voz y es también trípode. Es el único que cambia su aspecto de cuantos seres se mueven por tierra, aire o mar. Pero, cuando anda apoyado en más pies, entonces la movilidad de sus miembros es mucho más débil”. Edipo miró a la Esfinge y le respondió: “Escucha aun cuando no quieras, musa de mal agüero de los muertos, mi voz, que es el fin de tu locura. Te has referido al hombre, que se arrastra por tierra, al principio, cuando nace del vientre de la madre como indefenso cuadrúpedo; cuando es un adulto camina en dos pies y, al ser viejo, apoya su bastón como un tercer pie, cargando el cuello doblado por la vejez”. La resolución del enigma enfureció a la Esfinge, quien se arrojó al océano y se ahogó. Así, Edipo hizo su entrada triunfal en Tebas, fue proclamado rey y contrajo matrimonio con Yocasta desconociendo que ésta era su madre. Y allí comenzó la tragedia.
Un paje, personaje que sólo aparece en la parte final de la historia, es el encargado de contar el desenlace de la misma: “Yocasta, nuestra reina sagrada, ya no existe. Alocada, pasó el vestíbulo y se precipitó en la cámara nupcial mesándose con ambas manos los cabellos. Tan luego como entró, cerró de golpe las puertas y, llamando a Layo, muerto desde hace tiempo, evocando el recuerdo del hijo, que había nacido desde hacía años, al hijo a cuyas manos Layo había de morir, dejando a esa madre añadir hijos, si tal nombre merecían, de su propio hijo. Gemía sobre el lecho en donde, doblemente miserable, había engendrado de su esposo un esposo, e hijos de su propio hijo. Edipo, gritando, llegó precipitadamente. Corría alocado, pidiendo una espada mientras buscaba a su mujer, que no era su mujer, si no el campo maternal doblemente fecundado del cual habían salido él mismo y también sus hijos. En ese momento un dios, sin duda, secundó su furor y le condujo hacia ella”.
“Entonces, dando un horrible grito, se lanzó, como si alguien le hubiera guiado, contra la doble puerta, hizo saltar de sus goznes los herrajes labrados, y se precipitó en el interior de la habitación. Allí estaba su mujer colgando, todavía sostenida por un cordón trenzado. En cuanto la vio, el desventurado Edipo, lanzando espantosos rugidos, deshizo el nudo que la mantenía en el aire y la desgraciada cayó al suelo. Entonces Edipo le arrancó de los vestidos los broches de oro que los adornaban, los tomó y se los hundió en las órbitas de sus ojos, gritando que no serían ya testigos ni de sus desgracias ni de sus delitos: ‘En las sombras, decía, no veréis ya los males que he sufrido ni los crímenes de que he sido culpable. En la noche para siempre, no veréis más a los que nunca deberíais haber visto, ni reconoceréis a los que ya no quiero reconocer’. Lanzando tales imprecaciones, levantaba sus párpados y se los golpeaba con golpes repetidos. Sus pupilas sangrantes humedecían su barba. No eran gotas de sangre las que de ellos fluían unas tras otras; de ellos brotaba una lluvia sombría, una granizada sangrienta. Estos males han estallado por culpa del uno y de la otra, y el hombre y la mujer mezclaron sus desgracias. Antes gozaban, es verdad, de una larga herencia de segura felicidad; pero hoy no hay más que gemidos, maldiciones, muerte, ignominia; en una palabra, de todas las calamidades que llevan tal nombre, ni una sola falta”.
Es el final de la tragedia: el rey se adelanta con los ojos ensangrenta­dos. Se ha cegado pa­ra exorcizar el horror del pasado: acaba de entender que mató a su padre y se casó con su madre, que ha cometido "todas las abominaciones que son posibles entre los hombres". El cori­feo de Sófocles comenta seriamente los infortunios de Edipo: “¡Oh sufrimiento espantoso para ser contemplado, el más atroz de cuantos hasta ahora he podido ser testigo! ¿Qué locura se abatió sobre ti, infortunado? ¿Qué dios vengador ha puesto el colmo a tu fatal destino, abrumándote con males que sobrepasan el dolor humano? ¡Ah! ¡Ah desgraciado!”. Edipo termina por renunciar a su poder y tomar el camino del exilio. Veinti­cinco siglos más tarde, las voces quebradas de poetisas como Anaïs Nin (1903-1977), Anne Sexton (1928-1974) o Sylvia Plath (1932-1963) se atreverían a murmurar sobre el incesto y la inconformidad que sentían sobre los roles de género en sus poemas y diarios íntimos. Desde la trágica deploración de Sófo­cles hasta las revelaciones de las artistas de la vanguardia confesionalista, se atraviesa todo el prisma de reacciones posibles ante el incesto: del horror sagrado a la poesía burlona, de la transgresión mortal al escándalo.