3 de marzo de 2019

Frankenstein, el moderno Prometeo de Mary Shelley (III). Exégesis (1)


“Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos”. Poco después, aquellos esfuerzos culminaban en un desenlace portentoso y aterrador, cuando Victor Frankenstein observaba “cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo”. “Frankenstein o el moderno Prometeo”, la obra escrita por Mary Shelley utilizando elementos del gótico, del romanticismo y del positivismo, de la ciencia y del ocultismo, suele ser considerada la primera novela moderna de ciencia ficción, un género que se interroga sobre las consecuencias de los avances científicos y sus aplicaciones especulativas. A menudo, la historia del joven estudiante de medicina Victor Frankenstein que da vida a un cuerpo a partir de restos de cadáveres, es considerada una reflexión sobre los límites de la ética y el conocimiento científico. La novela, que ha perdurado como una de las obras más conocidas de la literatura universal, es una historia macabra en la que un hombre ávido de conocimientos científicos se obsesiona por lograr el mayor reto posible en el mundo científico: dar vida a un cuerpo muerto. Sin embargo, su éxito será su condena, la creación de un monstruo estremecedor que, en respuesta a su rechazo por todos se entrega por completo a saciar una sed de venganza hacia su creador, culpable de su desgracia, y hacia todo lo que éste ama, tornando en muerte todo alrededor de éste. El monstruo, enfermo de soledad, le solicita una compañera a cambio de desaparecer para siempre. “Si accedes -le dice a su creador-, ni tú ni ningún otro ser humano nos volverá a ver”. Al principio, Frankenstein considera razonable la petición, pues piensa que estos dos seres, aislados, apenas interactuarían con la humanidad. Sin embargo, más tarde la reconsidera y concluye que el potencial reproductivo de ambos podría, a largo plazo, suponer una amenaza para la especie humana. Entonces se niega a ello, provocando así que la única salida hacia la paz y el descanso sea el fin de uno de los dos.

“Mary Shelley y el temor de Víctor Frankenstein” (Fragmentos)
María Negroni (1951). Poeta, ensayista, novelista y traductora argentina. Es autora, entre otras obras, de los poemarios “El viaje de la noche” y “La jaula bajo el trapo”; las novelas “El sueño de Úrsula” y “El arte del error”; y de los libros de ensayos “Galería fantástica” y “El arte del error”.

La historia ha sido contada infinitas veces. Hay que imaginar un verano gris y destemplado. Una mansión exacerbada, a orillas del lago Ginebra, donde Lord Byron escribía su poema “Childe Harold” sin más compañía que su médico personal, el miserable Polidori. En esa misma Villa Diodati, años antes, había vivido John Milton. Cuando llegó a visitarlo el poeta Percy Bysshe Shelley, lo hizo acompañado por dos jóvenes resueltas, de apenas dieciséis años, un poco mareadas por el resplandor de su propia rebeldía. Una de ellas era la futura Mary W. Shelley, por entonces sólo amante del poeta, ya que éste la había “raptado”, abandonando en Inglaterra a su esposa y a una pequeña hija. Una noche tenebrosa, inspirado por el aburrimiento, Byron propuso el célebre “juego de salón”. Habían estado leyendo “Fantasmagoriana”, una colección alemana de cuentos de terror. ¿Por qué no competir a ver quién daba con el mejor espanto propio? Así, se cuenta, Polidori redactó la primera historia de vampiros y Mary Shelley comenzó uno de los textos más obsesionantes de la modernidad: “Frankenstein, o el moderno Prometeo”.
Poco puede decirse de Mary Shelley que no esté cifrado, de manera deslumbrante, en ese libro publicado por su marido, en forma anónima, en 1818. Se sabe que fue hija de dos de los filósofos más importantes de su tiempo: el distante William Godwin, el autor de “Caleb Williams” y de “Investigación acerca de la justicia pública”; y la feminista radical Mary Wollstonecraft, que murió al nacer Mary, vituperada por haber escrito una “Vindicación de los derechos de la mujer” (1792) que la crítica de entonces consideró un “tratado de malas costumbres”. En su romance familiar hay, de esta manera, un legado de gloria, de inseguridad orgullosa y de vergüenza que se proyectará como una sombra, con todo el peso de su contradicción, sobre su propia vida. ¿Hasta dónde era lúcido seguir los preceptos y utopías políticas y sexuales de los hombres que se reunían en casa de su padre (entre ellos, Coleridge, Blake y el propio Shelley)? ¿Qué hacer con la frase que Lord Byron, el mejor amigo de su esposo, pudo escribir sin que le temblara la pluma: “De todas las perras vivas o muertas, una mujer escritora es la más canina”?
La realidad parecía sugerir un peligro. O peor aún, un callejón sin salida. Porque, en la perspectiva de Mary W. Shelley (en su experiencia), ese destino trágico no sólo aguardaba a las mujeres que osaban desoír las convenciones sino también (lo que es peor) a aquellas que las obedecían: su madre desprestigiada; su hermana Fanny, que se suicidó a los veinte años con láudano; la primera esposa de Shelley, que respondió al abandono del poeta arrojándose al río Serpentine; ella misma, viendo cómo se le morían, uno a uno, los hijos que le nacían mientras dudaba, cada vez con más frecuencia, de las supuestas ventajas de la “libertad” sexual apasionada que Shelley le proponía. Será por eso, tal vez, que las mujeres que rodean a Victor Frankenstein (entre ellas, todas las madres) ya están muertas, son asesinadas o se dejan morir a lo largo de la novela (por abnegación, por no atreverse a desmentir los discursos del poder, por aceptar las franquicias y pactos de sumisión que impone la división genérica) o bien son invisibles (como la destinataria de las cartas que organizan la narración). Por paradójica que parezca la proposición, su destino complementa, reitera y preanuncia la ensoñación imposible y la fatídica revelación del “monstruo”, concebido como otredad para la cual no existe mirada. Entre la “dama” de la moral burguesa y el “monstruo”, quiero decir, el pasaje es lábil. Del otro lado del espejo de la domesticidad hay un engendro vengativo y violento en su abandono, un “ente” cuya mera presencia amenaza, al introducir una fisura en la visión unívoca, totalizante, de la identidad y la realidad de Frankenstein.
Reiterando esta fisura a nivel textual, la novela de Mary W. Shelley no sólo pone en escena un coro de voces que hablan -en el umbral de la modernidad- sobre la ciencia y la revolución, las relaciones entre ética y estética, el mundo de la razón y el mundo de los sentimientos. También sugiere en sentido contrario que en las relaciones entre los hombres y las mujeres lo “monstruoso” es una construcción de la intolerancia que suele encubrir la relación infinitamente más “monstruosa” del Yo consigo mismo. Es en esa ciénaga (interior) donde transcurre la manía creativa y persecutoria de Frankenstein. Allí concibe, argumenta, intenta enmudecer al sujeto subalterno radical que lo habita y cancelarlo como “otro/a”. Lo que queda es una intemperie, una imposibilidad de dialectizar lo indócil, una supresión lisa y llana de lo arcaico (lo supuestamente indeseado) que desemboca en un páramo de hielo.

“Pensar Frankenstein” (Fragmentos)
Horacio Wainhaus (1986). Catedrático y conferencista argentino. Es Profesor Titular Regular de Morfología y Profesor Adjunto de Heurística en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires. Ha dictado seminarios sobre las relaciones entre semiótica, morfología y heurística. Es autor del libro “Ars Heurística” y de numerosos artículos publicados en diversos medios periodísticos.

La novela de Mary Shelley se publicó en 1818 bajo el título de “Frankenstein, o el moderno Prometeo”. Tiene linaje mitológico, entonces. Y, como todo mito, nos permite profundizar sobre la naturaleza humana. Pero es un mito moderno. Y además, a diferencia de la mayoría de otros mitos, su origen no es popular: de este monstruo conocemos con exactitud las circunstancias de su origen. Sin embargo, el mito de Frankenstein se volvió rápidamente intemporal y se liberó de las contingencias históricas de su nacimiento, de la misma manera que Victor Frankenstein intentó liberarse de su criatura apenas creada. Pero también sabemos que la criatura retornó y persiguió a su creador.
Mary Shelley hereda una contradicción que está en la propia estructura de un relato mítico anclado a la época de la razón. Por ejemplo, el texto es esquivo cuando se refiere al conocimiento técnico que le permite a Víctor Frankenstein construir la criatura: no nos otorga fórmula alguna y apenas nos hace saber ambiguamente que “las etapas del descubrimiento fueron claras y verosímiles”. Y hasta en lo que se refiere a la fabricación del monstruo, supone que debería alcanzarnos la alusión -simultáneamente literal y metafórica- a “la chispa de la vida”.
Pero algunas claves pueden estar convalidadas -por ello se trata de un mito de referencia- en el mito de Prometeo. Desconocemos o solemos olvidar el origen del mito, que tiene dos versiones: el “pyrophore” de los griegos, un Prometeo ladrón del fuego que es presentado como un rebelde por Esquilo; y el Prometeo “plasúcator” de los latinos, que modela a los hombres en arcilla. Lecercle sostiene que la contradicción “no está entre esas dos figuras, sino en el interior de cada una de ellas, porque el rebelde reconoce el poder de Zeus en el momento mismo en que transgrede sus leyes, incluso si, como en el Prometeo liberado de Percy Shelley, termina por derribarlo”. En cambio “el creador da pruebas de orgullo faustiano y se condena a ser asediado por una criatura apenas agradecida, en la que es necesario ver el retorno de Dios, cuyas prerrogativas usurpa”. Es por esta última razón que es posible entender en Frankenstein una forma de celebrar la tradición cabalística del Golem, en la que una criatura-sirviente hecha de arcilla recibe vida gracias a la aplicación de la palabra “emeth” (verdad).
Mary Shelley ha recurrido, también, a la tradición literaria: en la página inicial de la primera edición de Frankenstein se publicaron los versos -tomados de “El paraíso perdido”, de John Milton- que expresan la queja de Adán después de comer la fruta prohibida. Ha recurrido a la “Ilíada”, así como al Shakespeare de “La tempestad” y “Sueño de una noche de verano”. Y al “Werther” de Goethe. Aparece, entonces, preexistente a la explosión terrorífica, la palabra -palabra autorizada- de la ciencia, el arte y la filosofía, en su dimensión discursiva condicionada, pero que resulta apropiada como vía social. Coleccionar no constituye una tarea inocente. El texto de Mary Shelley está signado, fundamentalmente, por una colección de fragmentos. Mis aún: el destino trágico es consecuencia del fragmento. Y, además, el monstruo creado por el doctor Frankenstein no es menos fragmentario que los saberes que permitieron animarlo.
Así, el modo en el que una disciplina -una morfología, o una imaginación sensorial exacta, para usar la idea de Goethe- se articula con otras, con recortes que la animan y la constituyen, es también un modo Frankenstein. Bajo una profusa pelambre o, bajo la marca de unas horribles suturas, el miedo aparece desde lo oculto, el miedo se construye en el detalle o en el fragmento de una completud que no puede -o no debe- ser percibida o revelada. Así es que el monstruo jamás es visto en su totalidad, sino que es observado por primera vez “a la luz mortecina de una vela, a la confusa luz amarillenta de la luna que se abría paso por entre los postigos de la ventana”. Es visto entrecortadamente por la velocidad de su paso, tapado por su misma mano apergaminada. Y el relato oculta sus facciones: reacciones como la rabia, la repulsión, el terror, que en definitiva, nublan la vista.