“Una
desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos”. Poco
después, aquellos esfuerzos culminaban en un desenlace portentoso y aterrador,
cuando Victor Frankenstein observaba “cómo la criatura abría sus ojos
amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo
sacudió su cuerpo”. “Frankenstein o el moderno Prometeo”, la obra escrita por
Mary Shelley utilizando elementos del gótico, del romanticismo y del
positivismo, de la ciencia y del ocultismo, suele ser considerada la primera
novela moderna de ciencia ficción, un género que se interroga sobre las
consecuencias de los avances científicos y sus aplicaciones especulativas. A
menudo, la historia del joven estudiante de medicina Victor Frankenstein que da
vida a un cuerpo a partir de restos de cadáveres, es considerada una reflexión
sobre los límites de la ética y el conocimiento científico. La novela, que ha
perdurado como una de las obras más conocidas de la literatura universal, es
una historia macabra en la que un hombre ávido de conocimientos científicos se
obsesiona por lograr el mayor reto posible en el mundo científico: dar vida a un cuerpo
muerto. Sin embargo, su éxito será su condena, la creación de un monstruo
estremecedor que, en respuesta a su rechazo por todos se entrega por completo a
saciar una sed de venganza hacia su creador, culpable de su desgracia, y hacia
todo lo que éste ama, tornando en muerte todo alrededor de éste. El monstruo,
enfermo de soledad, le solicita una compañera a cambio de desaparecer para
siempre. “Si accedes -le dice a su creador-, ni tú ni ningún otro ser humano
nos volverá a ver”. Al principio, Frankenstein considera razonable la petición,
pues piensa que estos dos seres, aislados, apenas interactuarían con la
humanidad. Sin embargo, más tarde la reconsidera y concluye que el potencial
reproductivo de ambos podría, a largo plazo, suponer una amenaza para la
especie humana. Entonces se niega a ello, provocando así que la única salida
hacia la paz y el descanso sea el fin de uno de los dos.
“Mary
Shelley y el temor de Víctor Frankenstein” (Fragmentos)
María
Negroni (1951). Poeta, ensayista, novelista y traductora argentina. Es autora,
entre otras obras, de los poemarios “El viaje de la noche” y “La jaula bajo el
trapo”; las novelas “El sueño de Úrsula” y “El arte del error”; y de los libros
de ensayos “Galería fantástica” y “El arte del error”.
La
historia ha sido contada infinitas veces. Hay que imaginar un verano gris y
destemplado. Una mansión exacerbada, a orillas del lago Ginebra, donde Lord
Byron escribía su poema “Childe Harold” sin más compañía que su médico
personal, el miserable Polidori. En esa misma Villa Diodati, años antes, había
vivido John Milton. Cuando llegó a visitarlo el poeta Percy Bysshe Shelley, lo
hizo acompañado por dos jóvenes resueltas, de apenas dieciséis años, un poco
mareadas por el resplandor de su propia rebeldía. Una de ellas era la futura
Mary W. Shelley, por entonces sólo amante del poeta, ya que éste la había “raptado”,
abandonando en Inglaterra a su esposa y a una pequeña hija. Una noche tenebrosa,
inspirado por el aburrimiento, Byron propuso el célebre “juego de salón”.
Habían estado leyendo “Fantasmagoriana”, una colección alemana de cuentos de
terror. ¿Por qué no competir a ver quién daba con el mejor espanto propio? Así,
se cuenta, Polidori redactó la primera historia de vampiros y Mary Shelley
comenzó uno de los textos más obsesionantes de la modernidad: “Frankenstein, o el
moderno Prometeo”.
Poco puede
decirse de Mary Shelley que no esté cifrado, de manera deslumbrante, en ese
libro publicado por su marido, en forma anónima, en 1818. Se sabe que fue hija
de dos de los filósofos más importantes de su tiempo: el distante William
Godwin, el autor de “Caleb Williams” y de “Investigación acerca de la justicia pública”;
y la feminista radical Mary Wollstonecraft, que murió al nacer Mary, vituperada
por haber escrito una “Vindicación de los derechos de la mujer” (1792) que la
crítica de entonces consideró un “tratado de malas costumbres”. En su romance
familiar hay, de esta manera, un legado de gloria, de inseguridad orgullosa y
de vergüenza que se proyectará como una sombra, con todo el peso de su contradicción,
sobre su propia vida. ¿Hasta dónde era lúcido seguir los preceptos y utopías
políticas y sexuales de los hombres que se reunían en casa de su padre (entre
ellos, Coleridge, Blake y el propio Shelley)? ¿Qué hacer con la frase que Lord
Byron, el mejor amigo de su esposo, pudo escribir sin que le temblara la pluma:
“De todas las perras vivas o muertas, una mujer escritora es la más canina”?
La
realidad parecía sugerir un peligro. O peor aún, un callejón sin salida. Porque,
en la perspectiva de Mary W. Shelley (en su experiencia), ese destino trágico
no sólo aguardaba a las mujeres que osaban desoír las convenciones sino también
(lo que es peor) a aquellas que las obedecían: su madre desprestigiada; su
hermana Fanny, que se suicidó a los veinte años con láudano; la primera esposa
de Shelley, que respondió al abandono del poeta arrojándose al río Serpentine;
ella misma, viendo cómo se le morían, uno a uno, los hijos que le nacían
mientras dudaba, cada vez con más frecuencia, de las supuestas ventajas de la “libertad”
sexual apasionada que Shelley le proponía. Será por eso, tal vez, que las mujeres
que rodean a Victor Frankenstein (entre ellas, todas las madres) ya están
muertas, son asesinadas o se dejan morir a lo largo de la novela (por
abnegación, por no atreverse a desmentir los discursos del poder, por aceptar
las franquicias y pactos de sumisión que impone la división genérica) o bien son
invisibles (como la destinataria de las cartas que organizan la narración). Por
paradójica que parezca la proposición, su destino complementa, reitera y
preanuncia la ensoñación imposible y la fatídica revelación del “monstruo”,
concebido como otredad para la cual no existe mirada. Entre la “dama” de la
moral burguesa y el “monstruo”, quiero decir, el pasaje es lábil. Del otro lado
del espejo de la domesticidad hay un engendro vengativo y violento en su
abandono, un “ente” cuya mera presencia amenaza, al introducir una fisura en la
visión unívoca, totalizante, de la identidad y la realidad de Frankenstein.
Reiterando
esta fisura a nivel textual, la novela de Mary W. Shelley no sólo pone en
escena un coro de voces que hablan -en el umbral de la modernidad- sobre la
ciencia y la revolución, las relaciones entre ética y estética, el mundo de la
razón y el mundo de los sentimientos. También sugiere en sentido contrario que en
las relaciones entre los hombres y las mujeres lo “monstruoso” es una
construcción de la intolerancia que suele encubrir la relación infinitamente
más “monstruosa” del Yo consigo mismo. Es en esa ciénaga (interior) donde
transcurre la manía creativa y persecutoria de Frankenstein. Allí concibe,
argumenta, intenta enmudecer al sujeto subalterno radical que lo habita y
cancelarlo como “otro/a”. Lo que queda es una intemperie, una imposibilidad de
dialectizar lo indócil, una supresión lisa y llana de lo arcaico (lo
supuestamente indeseado) que desemboca en un páramo de hielo.
“Pensar
Frankenstein” (Fragmentos)
Horacio
Wainhaus (1986). Catedrático y conferencista argentino. Es Profesor Titular
Regular de Morfología y Profesor Adjunto de Heurística en la Facultad de
Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires. Ha dictado seminarios
sobre las relaciones entre semiótica, morfología y heurística. Es autor del
libro “Ars Heurística” y de numerosos artículos publicados en diversos medios
periodísticos.
La novela
de Mary Shelley se publicó en 1818 bajo el título de “Frankenstein, o el moderno
Prometeo”. Tiene linaje mitológico, entonces. Y, como todo mito, nos permite
profundizar sobre la naturaleza humana. Pero es un mito moderno. Y además, a
diferencia de la mayoría de otros mitos, su origen no es popular: de este
monstruo conocemos con exactitud las circunstancias de su origen. Sin embargo,
el mito de Frankenstein se volvió rápidamente intemporal y se liberó de las
contingencias históricas de su nacimiento, de la misma manera que Victor Frankenstein
intentó liberarse de su criatura apenas creada. Pero también sabemos que la
criatura retornó y persiguió a su creador.
Mary
Shelley hereda una contradicción que está en la propia estructura de un relato
mítico anclado a la época de la razón. Por ejemplo, el texto es esquivo cuando
se refiere al conocimiento técnico que le permite a Víctor Frankenstein
construir la criatura: no nos otorga fórmula alguna y apenas nos hace saber
ambiguamente que “las etapas del descubrimiento fueron claras y verosímiles”. Y
hasta en lo que se refiere a la fabricación del monstruo, supone que debería
alcanzarnos la alusión -simultáneamente literal y metafórica- a “la chispa de
la vida”.
Pero
algunas claves pueden estar convalidadas -por ello se trata de un mito de
referencia- en el mito de Prometeo. Desconocemos o solemos olvidar el origen
del mito, que tiene dos versiones: el “pyrophore” de los griegos, un Prometeo
ladrón del fuego que es presentado como un rebelde por Esquilo; y el Prometeo “plasúcator”
de los latinos, que modela a los hombres en arcilla. Lecercle sostiene que la
contradicción “no está entre esas dos figuras, sino en el interior de cada una
de ellas, porque el rebelde reconoce el poder de Zeus en el momento mismo en
que transgrede sus leyes, incluso si, como en el Prometeo liberado de Percy
Shelley, termina por derribarlo”. En cambio “el creador da pruebas de orgullo faustiano
y se condena a ser asediado por una criatura apenas agradecida, en la que es
necesario ver el retorno de Dios, cuyas prerrogativas usurpa”. Es por
esta última razón que es posible entender en Frankenstein una forma de celebrar
la tradición cabalística del Golem, en la que una criatura-sirviente hecha de
arcilla recibe vida gracias a la aplicación de la palabra “emeth” (verdad).
Mary
Shelley ha recurrido, también, a la tradición literaria: en la página inicial
de la primera edición de Frankenstein se publicaron los versos -tomados de “El paraíso
perdido”, de John Milton- que expresan la queja de Adán después de comer la fruta
prohibida. Ha recurrido a la “Ilíada”, así como al Shakespeare de “La tempestad”
y “Sueño de una noche de verano”. Y al “Werther” de Goethe. Aparece,
entonces, preexistente a la explosión terrorífica, la palabra -palabra
autorizada- de la ciencia, el arte y la filosofía, en su dimensión discursiva
condicionada, pero que resulta apropiada como vía social. Coleccionar
no constituye una tarea inocente. El texto de Mary Shelley está signado,
fundamentalmente, por una colección de fragmentos. Mis aún: el destino trágico
es consecuencia del fragmento. Y, además, el monstruo creado por el doctor
Frankenstein no es menos fragmentario que los saberes que permitieron animarlo.
Así, el
modo en el que una disciplina -una morfología, o una imaginación sensorial
exacta, para usar la idea de Goethe- se articula con otras, con recortes que la
animan y la constituyen, es también un modo Frankenstein. Bajo una profusa
pelambre o, bajo la marca de unas horribles suturas, el miedo aparece desde lo
oculto, el miedo se construye en el detalle o en el fragmento de una completud
que no puede -o no debe- ser percibida o revelada. Así es que el monstruo jamás
es visto en su totalidad, sino que es observado por primera vez “a la luz
mortecina de una vela, a la confusa luz amarillenta de la luna que se abría
paso por entre los postigos de la ventana”. Es visto entrecortadamente por la
velocidad de su paso, tapado por su misma mano apergaminada. Y el relato oculta
sus facciones: reacciones como la rabia, la repulsión, el terror, que en
definitiva, nublan la vista.