20 de marzo de 2019

Luis Sepúlveda: “La literatura siempre ha sido una constante reflexión sobre la condición humana” (2)


Muchas de las obras de Luis Sepúlveda ponen el foco en el avasallamiento del planeta por parte de un sistema capitalista que sólo piensa en los beneficios económicos. Así como en “Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar” aparece el tema de los derrames de petróleo en el mar que lleva a la gaviota madre a la muerte, en “Mundo del fin del mundo” el eje está puesto en los buques factorías japoneses que depredan la riqueza ictícola del Océano Pacífico. Por otro lado, en la ya citada “Un viejo que leía historias de amor” habla de la tribu shuar en el Ecuador que debe desplazarse cada vez más hacia el interior de la Amazonia para salvar su cultura del avance de los colonos blancos, los cazadores y los buscadores de oro que no respetan ni la flora ni la fauna de la selva. Algo similar plantea en “Historia de un perro llamado Leal”, una fábula en la que narra en unas líneas la historia del pueblo mapuche en la región de la Araucanía en Chile y denuncia su exterminio por parte de una multinacional maderera que destruye la naturaleza en aras de oscuros beneficios. A su vez, en “Patagonia Express” aparece la tala indiscriminada de árboles en los bosques de la cordillera de los Andes, y también se alude a la depredación de la fauna marina en el sur del continente. La lectura de estos relatos propone preguntas morales sobre las interacciones humanas con la naturaleza. Relacionando la literatura y el medio ambiente, el escritor chileno expone sus puntos de vista en relación con la dicotomía hombre-naturaleza. Todos ellos están unidos por el carácter ético que asume su autor ante el mundo al plantear el enfrentamiento entre el exterminio irresponsable y la conservación del entorno natural, la civilización “bárbara” y la barbarie “civilizada”. Así, la literatura de Sepúlveda no está ajena a la realidad pues los contextos políticos y sociales se infiltran permanentemente en ella organizados a partir de las innumerables vivencias que le proporcionaron su condición de viajero, de perseguido político, de activista ecológico y de derechos humanos. Resulta evidente que, a lo largo de su vida, las experiencias han marcado su trabajo y la evolución de sus obras. “Soy un autor que se maravilla con la diversidad de la vida y mi obra es un reflejo de esa diversidad -ha dicho-. Me gusta la definición que una vez hiciera de mi trabajo un crítico francés cunado dijo que mi obra estaba marcada por la presencia de los más ilustres perdedores. Mis grandes personajes son perdedores, pero ilustres porque saben que perdieron”. A continuación, la segunda parte del compendio editado de numerosas entrevistas que el escritor chileno concedió a diversos medios de comunicación.


En “Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar”, “Un viejo que leía novelas de amor” y en sus crónicas de viaje se nota cierta preocupación ecologista por la depredación del medioambiente y los animales, algo que evidencia aquel entrañable cariño que siente por el entorno cultural. ¿Cree que desde la literatura se puede llamar la atención sobre esta especie de problemáticas?

Hay más que una cierta preocupación ecológica. Soy un hombre y un escritor de izquierda, y como tal conozco las razones políticas de la injusticia y de la devastación del medioambiente. Ciertamente no escribo panfletos, escribo literatura, pero en todos mis libros está mi punto de vista. Además, como ciudadano, soy militante de la causa ecologista.

¿Los indios shuar del Amazonas y sus creencias generaron influjo en su obra? ¿Nos puede contar algo que recuerde especialmente sobre su cultura?

Tuve la fortuna de convivir durante siete meses en una comunidad shuar, en la Amazonía, y de esa experiencia surgió diez años más tarde Un viejo que leía novelas de amor. Fui fiel a lo que vi, escuché, conocí y respeté. Naturalmente su forma de vida, en peligro, como está en peligro toda la vida de las étnias amazónicas, no es extrapolable a otras realidades. Lo que más admiré de ellos y me marcó fue la costumbre de reunirse al final del día a contarse cómo había sido la jornada, en un formidable ejercicio de narración oral, porque entre ellos había narradores muy buenos, capaces de cautivar con sus descripciones. En los primeros meses con ellos no entendía su lengua, pero me maravillaba ver la gestualidad con que acompañaban a las palabras, el uso de los silencios como parte de la gramática narrativa, y los rostros felices de quienes escuchaban.

“Patagonia Express” es una novela de viajes, formada por anécdotas y recuerdos que, según afirma en el prólogo, escribió durante muchos años en diversos lugares y situaciones. El hilo conductor es la promesa que hace a su abuela de ir a Martos (España), el pueblo que ellos tuvieron que abandonar para viajar a América. ¿Cómo fue su llegada a España, más concretamente al pueblo de sus antepasados?

Mi abuelo paterno fue un tipo bastante duro, de una ternura fiera, de una ferocidad tierna. Era un anarquista andaluz que se fugó de la prisión de Almería en 1897, se largó a Filipinas, de ahí a Ecuador, como buen andaluz puso una fábrica de aceite, financió y organizó los primeros movimientos libertarios ecuatorianos, de nuevo lo encerraron y se fugó una vez más y de la cárcel de Guayaquil se largó a Iquique, en el desierto de Atacama. Más tarde, en Santiago, fundó una universidad popular, algo así como una escuela superior de formación profesional a la que acudían obreros gráficos, tipógrafos del cono sur latinoamericano. En su casa, en un rincón del patio, me hablaba de España, de Andalucía, de Jaén, de Martos, de sus hermanos, de los olivares, del buen aceite, del vino recio de los aceituneros altivos del poema. Cuando tuve la ocasión de ir a Martos en 1980 -por mandato de mi abuelo ningún Sepúlveda pisaba España mientras el cabrón de Franco estuviera vivo-, el viejo anarquista ya había muerto y siempre sentí que volvía en su nombre, con él, a cerrar un círculo que cuando se abrió quiso derrotarlo, vencerlo, humillarlo, hacer de él un infeliz. Pero mi abuelo era una anarquista y no se dejó derrotar, ni humillar, y fue intensamente feliz porque nunca se sintió despojado de su lar. Tenía un lema, que desde luego es también mío: “Uno es de donde mejor se siente”. Tuve la inmensa fortuna de conocer a su hermano menor, un ancianito que, al citarle el nombre de Gerardo me preguntó si era yo, y esa es una de las emociones más fuertes que he tenido. Estuve tres días en Martos. Al salir de ahí, sentí que algo mío se quedaba, y supe que era mi abuelo el que permanecía, junto a su hermano, en una conversación interrumpida en 1897 y reanudada en 1980. Y me fui feliz, sabiendo que esos dos tenían mucho de qué hablar.

“Historia de un perro llamado leal” es una novela donde cuestiona la forma en que Occidente se relaciona con las comunidades indígenas y concibe la idea de desarrollo. ¿Qué es lo que detona esta novela?

En el año 2010 un fuerte terremoto destrozó casi todo el sur de Chile. Me sumé a una campaña para reconstruir la zona mapuche y me encontré con la historia de un niño de 8 años a quien le habían quitado un perro fino, un pastor alemán. Para la policía, racista sin duda, el menor indígena sólo había podido obtener un perro de esas características mediante el robo, cuando la realidad es que había crecido con él. Ese fue el detonante para contar una historia sobre el mundo mapuche.

Utilizar a los animales es propio de un género como la fábula. ¿Se planteó la novela en estos términos?

Sí, la fábula otorgar características humanas a los animales. Ayuda para no distanciarse del comportamiento humano y mostrarlo mejor. Además la fábula siempre ha tenido ese encanto tan especial que a pesar de hablar de animales, nos hace reflexionar sobre los comportamientos y valores humanos. La realidad de los mapuches es la misma que la del resto de los pueblos indígenas: su cultura es negada, no existen a ojos del Estado y de la cultura oficial.

¿Ha convivido con el pueblo mapuche?

Sí, por parte materna tuve un abuelo mapuche y conozco muy bien su cultura, sus tradiciones, costumbres, y la difícil vida que tienen.

¿En qué condición están actualmente? ¿Qué riesgos les acechan?

Desde la independencia de Chile los mapuches y otras etnias han sido las grandes víctimas de una cierta “noción de progreso”. Es curioso el desconocimiento que la mayoría de los chilenos tienen acerca de los mapuches. Ignoran, por ejemplo, que ellos firmaron un acuerdo de paz con los conquistadores españoles, acuerdo que se respetó por más de trescientos años y que fue desconocido con la llegada de la independencia en 1810. Pocos años más tarde se decretó la "colonización de los territorios del sur" acompañada de una "pacificación de la Araucanía", y a inmigrantes llegados de Alemania, Suiza y Croacia se les entregaron tierras en la nación mapuche, ignorando los derechos de sus habitantes que estaban ahí desde mucho antes de la llegada de los europeos.

¿Hay respeto u olvido en la sociedad hacia estos pueblos?

Hay desprecio e indiferencia. El pueblo mapuche es constantemente hostigado, reprimido, y en la actualidad sus justas demandas son respondidas con represión y la aplicación de una absurda legislación antiterrorista.

¿Qué opina del reclamo que están realizando los Mapuches por las tierras que le cedieron  a Benetton?

Es uno de los reclamos más justos y largos de la historia. En la historia del pueblo mapuche hay una larga lucha de reivindicaciones que se remontan a largo tiempo. La tierra que le vendieron a precios de huevos a Benetton y a otros magnates, es algo que da mucho prestigio. Una vez escuché hablar a la Time Warner diciendo que era una tierra de mierda que no servía para nada, pero que tenerla le otorgaba algo, era una especie de conde de un territorio enorme. Es parte de una injusticia que empieza con La Conquista. En la parte chilena, después de cien años de lucha consiguen un tratado de paz los mapuches con los españoles y con fronteras delimitadas, mantienen una relación cordial y estable con la colonia y viene la Independencia, los nuevos amos del país -los criollos-, desconocen ese tratado que existía y desatan lo que llamaron la pacificación de la Araucanía, que fue la versión chilena de la Campaña del Desierto y abren el territorio de los Mapuches a la colonización extranjera y empiezan a vender tierras a precios regalados sin comprender que esas tierras son el hábitat de un pueblo determinado. De tal manera que la reclamación de los Mapuches es absolutamente legítima, que siempre se ha respondido con represión y asesinatos y es una de las materias pendientes más fuertes que tenemos. Han tenido siempre mi solidaridad.

El libro “Historia de un perro llamado Leal” es una fábula para contar que lo más importante que podemos tener y ejercer es la lealtad. El valor supremo. ¿Cuánto hay de usted y su vida de libertad con los indios en ese perro llamado Leal?

Yo también soy ese mundo mapuche. Mi abuelo era mapuche y pasaba mis vacaciones allí. Era medio extranjero pero no importaba. Era un gran espacio de libertad. Era una aventura que nada tenía que ver con las vacaciones de mis compañeros o amigos.

¿Es el lugar donde más libre se ha sentido?

Bueno, ha sido uno de los lugares donde más libre me he sentido. Ese yo que narra la historia, no lo esconde, tiene mucho de ese yo mapuche y de ese yo mayor... Por supuesto, no lo escondo, el yo narrador de esta historia es el mío.

Y es usted quien pone delante de un modo que hace imposible no verlo la mentira de la obediencia debida a la que estamos obligados...

Sí, intento explicar que no hay una obediencia debida, de hecho en su nombre se han cometido los peores crímenes. Hay otros caminos y tienen que ver con la libertad y la lealtad, con eso se construye ese otro camino. Pero tienes que saber si estás dispuesto a hacerlo.

¿Siempre se puede hacer de otra manera?

Siempre. Yo he tenido una vida muy movida, he estado en la cárcel, luego vino el exilio y, sí, el precio fue alto, la cárcel fue un precio alto, pero hice lo que tenía que hacer.

Es más alto el precio de la traición propia, ¿más amargura o frustración sentiría si no hubiera actuado como lo hizo?

Creo que sentiría frustración. No hay nada más terrible que mirarte al espejo y no ver una persona decente. Lo único que justifica que no te reconozcas frente al espejo es una resaca.

¿Recurrió a la fábula y a un perro porque era más fácil reflejar así la lealtad?

Me permitía tomar y dar distancia y comprender mejor. Pero he conocido ejemplos de alta lealtad entre los hombres. Mira Médicos sin Fronteras, eso es lealtad. Yo salí de la cárcel por una persona que trabajaba en Amnistía Internacional, y que consiguió que me lo cambiaran por el exilio. Ella fue quien escribió cartas y cartas y reunió firmas, y cuando fui a verla me encontré con una mujer en una silla de ruedas. Así fue capaz de hacer lo que hizo. Hay seres humanos extraordinarios.

¿Qué es para usted la lealtad?

Es el valor supremo.

¿Y lo peor del ser humano?

La desidia es lo peor del ser humano, ese “a mí no me importa lo que le pase al otro”.

Alguna vez ha comentado que la mejor forma de escribir es haciéndolo para los amigos.

Sí. A veces pienso en cómo le hubiera gustado a Julio Cortázar o a Álvaro Mutis. Se puede decir que nunca estoy solo en el escritorio. Eso me obliga, porque los amigos son exigentes.

Y la memoria de Cortázar, deduzco, debe ser muy exigente.

Sí. A Julio Cortázar tuve el placer de conocerlo en París, en 1982. Fue en la presentación de un disco del cuarteto Cedrón, con letras suyas, y allí nació algo grande que murió aquel 12 de febrero. A Julio le debo una bellísima referencia en mi libro de cuentos “Los miedos, las vidas, las muertes y otras alucinaciones” publicado en Estocolmo en 1986.

Opinará como él que el cuento gana por “knock-out”, mientras la novela lo logra por puntos.

Eh… más bien creo que el cuento te absorbe en un esfuerzo de síntesis, mientras en la novela participas. En el cuento no te puedes inmiscuir.

Ha hecho amistad con muchos escritores argentinos. ¿Qué semblanza no puede hacer de Julio Cortázar?

Primero que nada era un gran hombre, el cual es un privilegio decir que tuve una amistad muy cercana hasta ese 12 de febrero. Nos vimos en muchas ocasiones con el respeto debido. Era un gran  tipo que no tenía ninguna pretensión de ser reconocido como tal, de una generosidad total, compartía todo lo que sabía, hasta las dudas y eso hacía que las conversaciones fueran extraordinarias.

¿Osvaldo Soriano?

Fuimos muy amigos, nos vimos por última vez en Buenos Aires, poco antes de su muerte. Teníamos planes incluso para hacer cosas juntos. Fue una amistad muy de tú a tú, muy intensa. Yo destruí mi primera novela y la única explicación es el Gordo. Yo había escrito una novela que se llamaba “Vida, pasión y muerte del gordo y el flaco” y estaba orgulloso de haberla escrito y un día me llega un paquete del correo y el Gordo me mandaba “Triste y solitario y final”, y entonces, después de leerla, dije “no, el Gordo ganó, a la mierda mi novela”. Nunca me lo perdonó eso él.

¿Cuáles serían los escritores que hoy le interesan?

De los grandes maestros del llamado boom, me interesan fundamentalmente, siendo tan distintos entre ellos, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. Y Juan Rulfo, que aunque siempre se ha discutido si pertenece o no pertenece al boom, para mí lo está por derecho propio. También están Juan Carlos Onetti, Ernesto Sábato, entre otros. Respecto al “postboom” es una ensalada muy grande, nada muy claro de quienes serían sus integrantes precisos. A mí me interesan mucho los escritores chilenos contemporáneos, como por ejemplo Ramón Díaz Eterovic y algunos que jóvenes que van apareciendo en publicaciones de editoriales alternativas.

¿Qué ocurre con el tratamiento del lenguaje? ¿Le parece un aspecto secundario?

No es que me parezca secundario, pero a mí me gustan los libros que cuentan una historia y que lo hacen desde la primera línea. No sé si será un vicio de lector, pero yo tengo una manera de leer muy cruel: le doy a un libro hasta la página quince. Si entonces no me engancha, se va al canasto.

¿Descarta de plano la escritura experimental?

La verdad es que no he tenido buenas experiencias con ese tipo de registro. La mayoría de las narraciones de corte experimental que he leído me han parecido una simpática exhibición de erudición y culturalismo, pero creo que alejan a los lectores de los libros. Los aterran.

¿Pero los lee por curiosidad, al menos?

Los leo con atención, pero sé que nunca van a ser mis textos de cabecera ni voy a regalarlos a mis amigos. Esos libros no los recuerdo, los olvido. En cambio las historias bien contadas me dejan un registro, se me graban en la cabeza. Lo que voy a decir a lo mejor suena un poco arrogante, pero creo que quienes se dedican a experimentar lo hacen por un asunto de incapacidad narrativa tradicional.

Eso suena muy drástico.

Es que yo respeto al pintor abstracto siempre y cuando conozca en él un dominio de lo clásico. Cuando sea una evolución. Cuando su dominio de lo clásico sea tan grande que pueda abrir un nuevo camino para expresar ese manejo de luz y sombra, del color, de la perspectiva. Pero no acepto a aquel que siendo incapaz de dibujar una manzana se declare neofigurativo. Lo mismo en la literatura: es una prueba de fuego. Primero hay que saber contar bien una historia y luego acepto lo que venga con el lenguaje.