Luis
Sepúlveda (1949) es uno de los escritores en lengua española más leídos y
traducidos en el mundo. Nacido en Ovalle, Chile, se dio a conocer en 1989 con
la publicación de “Un viejo que leía novelas de amor”, novela que, con el
correr de los años, fue traducida a sesenta idiomas y llevó a su autor a
engrosar la cofradía de escritores más traducidos del español a otras lenguas
junto a Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) y Gabriel García Márquez
(1927-2014), autores de “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha” y “Cien
años de soledad” respectivamente. La mayoría de sus obras poseen un marcado
rasgo autobiográfico y, a través de la combinación de elementos tanto
novelísticos como del género de la crónica, sobresalen en ellas una temática
ligada esencialmente a la política y la ecología. Exponente del realismo mágico
para algunos, neorrealista que evolucionó hacia nuevas tendencias para otros,
Sepúlveda escribe con sencillez y claridad evitando el rebuscamiento
estilístico, la abstracción filosófica y el enrevesamiento literario. Suele
afirmar que la literatura es una forma de compartir con la gente la necesidad
de preservar la memoria y que el único deber del escritor es “escribir bien y
contar buenas historias”. Viajero pertinaz desde su adolescencia, estudiante de
Dirección Teatral en la Escuela de Teatro de la Universidad Nacional de Chile y
políticamente comprometido en su juventud, sufrió prisión durante la dictadura
militar instaurada en su país natal en 1973, lo que lo llevó, luego de pasar por
Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay, Bolivia y Perú -también gobernados por
dictaduras- a exiliarse en Ecuador. En Quito dirigió el teatro de la Alianza
Francesa y empezó una compañía teatral y más tarde formó parte de una
expedición de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la
Ciencia y la Cultura (UNESCO) para observar el impacto de la colonización entre
los indígenas amazónicos. Más tarde viajó a Nicaragua donde se enroló en la
Brigada Internacional Simón Bolívar. Tras la victoria de la revolución trabajó
como periodista, labor que continuó en su traslado a Alemania en 1980, donde
fijó su residencia en Hamburgo y trabajó además como corresponsal en países de
América Latina y África. Desde 1982 a 1987 estuvo embarcado en un buque de Greenpeace,
organización en la que después trabajó como coordinador. Actualmente vive en
Gijón, España, donde fundó y dirigió el Salón del libro Iberoamericano. Después
de tantos años de residir en Europa, es allí, precisamente, donde ha ido
publicando la mayoría de sus novelas y relatos. Admirador de escritores como
Julio Verne (1828-1905), Joseph Conrad (1857-1924), Emilio Salgari (1862-1911),
Manuel Rojas (1896-1973) y Francisco Coloane (1910-2002), con un lenguaje
directo, de rápida lectura, y tramas cargadas de anécdotas, sus libros
denuncian el desastre ecológico que afecta al mundo y critican el
comportamiento egoísta de los humanos, mientras que, a la vez, muestran y
exaltan las más maravillosas manifestaciones de la naturaleza. Así, las obras
de Sepúlveda, además de criticar al sistema económico y social actuales,
contribuyen a incentivar al lector en la toma de conciencia hacia la actual
crisis del mundo globalizado. Lo que sigue es una edición de extractos de
entrevistas que el escritor chileno concedió a medios como las revistas
“Rocinante” (Jul/1999), “Master Club” (May/2002), “Teína” (Oct/2007), “Fusión”
(Abr/2011) y “Punto Final” (Nov/2014); los portales de noticias “20 Minutos”
(May/2016) y “Aristegui Noticias” (May/2016); los periódicos “Diario de
Pontevedra” (Sep/2008), “Página/12” (Jun/2009), “Infobae” (Oct/2015),“El
Cultural” (May/2016) y “Diario Córdoba” (Ene/2018); y los sitios web
“Loqueleimos.com” (Sep/2015), “Academia.edu” (Oct/2015) y “Calibán.com”
(Feb/2019).
Mucho tiempo vagando por el mundo, ¿verdad?
Sí, he
estado varios años en un exilio itinerante por diferentes países de América y
Europa. Me decidí por Gijón cuando tuve la necesidad de tener un entorno que
sintiera realmente mío y al cual yo también me sintiera ligado. No hubo una
bienvenida formal o espectacular, sino una bienvenida sincera: “A partir de
este momento sois de acá”.
¿Qué significó el exilio para usted?
Tiene
varias etapas el exilio. La primera es la tierra de nadie, cuando sos un
exiliado sos una persona de segunda categoría, no tenés derechos. Lo terrible
era la gente que se preguntaba que hacía ahí, y era el precio que había que
pagar. Escribí y le dediqué mucho tiempo a la literatura, conocí cantidad de
gente con la que enriquecí mucho mis puntos de vista. Fue una experiencia dura
pero que había que soportar a fuerza de entender por qué estabas ahí y qué
podías hacer. En el año '86 me sacaron la nacionalidad chilena. Es una tierra
hasta donde los amores son raros y parecen el primero, diría Soriano.
Sus historias suceden en múltiples ciudades y
lugares del mundo. Algunos escritores -sobre todo los dramaturgos- utilizan el
espacio como punto de partida, como disparador de la historia. Primero hay un
espacio concreto. Después el espacio va atrayendo todo lo demás. ¿Hay pueblos,
ciudades, países que pueda relacionar de esta manera con sus textos?
Es
interesante lo del espacio como punto de partida, como imán que lo atrae todo.
Alguna vez lo intenté como dramaturgo, pero siempre los personajes en tanto
síntesis de las pasiones humanas, se impusieron al espacio. Por otra parte,
creo que si reemplazo Elsinor por Gijón o Valparaíso, el drama de Hamlet no
varía en nada. Mucho antes de que Grotowsky formulara sus teorías teatrales,
Aristófanes proponía que los actores no abrieran los ojos en escena, inventó la
caja negra sin saberlo para que ni una gota de pasión escapara de los límites
del personaje. Luego Brecht, al definir su V-Efeckt (muy mal traducida como
Teoría del distanciamiento), proponía, sugería, y en el Berliner Ensemble
ordenaba, que el espacio físico desapareciera para dejar lugar al espacio
histórico. Su pieza didáctica de Baden Baden es tal vez la mejor lección de
teatro formulada por un dramaturgo. Digo todo esto para, sin desmerecer esa
posibilidad del espacio como centro magnético, decir que para mí los libros
empiezan a funcionar, las historias empiezan a funcionar, cuando los personajes
se distancian del autor (¡oh, viejo Pirandello!) y son capaces hasta de
determinar los espacios en los que quieren moverse, actuar, y se imponen a la
dictadura organizativa y dramaturgia del autor. En ese sentido, hay ciudades
que para mí son invitaciones a emplearlas como escenarios de tramas. He movido
personajes por Hamburgo, Berlín, Milán, Estambul, Buenos Aires; sin embargo,
como a los personajes que quiero necesariamente les presto lo mejor y lo peor
de mí, estos se me parecen y buscan con desesperación los grandes espacios
abiertos. En cualquier caso, mantengo una buena relación con mis personajes,
basada en un pacto muy simple: ellos me dicen “Vale, aceptamos tu mecánica
aristotélica de la creación, tuyos son el planteamiento y el clímax, pero el
desenlace, el cómo, cuándo y dónde ocurre el desenlace, nos pertenece”. Y la
verdad es que me agrada esa fórmula... Al fin y al cabo, lo que queda de los
libros son ellos, los personajes, que se meten bajo la piel, ocupan la anatomía
del buen lector y, en muchos casos, suplantan los rasgos de personas reales en
la memoria del lector.
Sus novelas muestran también una crítica a la
concepción occidental del desarrollo.
No concibo
la literatura sin una carga ética. Siempre he postulado que si de algo sirve la
literatura o escribir, es para hacer prevalecer la necesaria condición ética
que ha sido olvidada en aras de una visión enferma del desarrollismo a
ultranza. Importa más el mito del crecimiento que las necesidades de las
grandes mayorías.
¿Cómo manejar la ética sin caer en la moraleja?
Es difícil
pero no imposible. Procuro compartir mi punto de vista de la literatura, la
vida, y de ciertos valores, pero sin ser impositivo. La buena literatura está
abierta a la interpretación. No hay dos lectores iguales, todos sacamos
conclusiones diferentes. La literatura tiene un enorme espacio de libertad.
¿Cuándo habla de valores a qué se refiere?
Estamos a
merced de estados lumpen en la mayoría del mundo. La soberanía es reemplazada
por los intereses económicos de las multinacionales que determinan nuestra
conducta, comportamiento y deseos. Evidentemente estoy en contra de eso.
Somos sociedades cada vez más homogéneas…
Sí por la
maldita palabra “globalización”. Al principio se hablaba de la globalización de
los derechos humanos y civiles, pero una vez que se mundializó, la tendencia
fue establecer una especie de modelo único de pensamiento, negando la riqueza
de la diversidad.
Me da la impresión de que su literatura es
producto del desencanto.
Escribo
desde un desencanto muy grande. Se ha demostrado algo que está fallando en el
sistema que se presentó como triunfante. La lógica capitalista funciona para
pocos y los mecanismos de su manutención han generado la corrupción que vemos
en todo el mundo.
Está desencantado de la democracia…
Estoy
desencantado de quiénes se han adueñado de la democracia. La democracia es el
gobierno del pueblo y debería ser en beneficio de las grandes mayorías.
En términos literarios, ¿uno es preso de sus
obsesiones?
Uno es
propenso a multiplicar sus propias obsesiones, las mías son las mismas. Se
mantiene el enorme reto de la palabra escrita, de preguntarme si soy capaz de
contar una historia. Otra es la diversidad de cosas por contar y una última, la
expresividad.
La expresión que en su caso tiene que ver con un
lenguaje muy transparente, sin truco.
Me gusta
usar las páginas justas y necesarias para contar una historia. Cada historia
decide cómo quiere ser contada. A mí me toca esforzarme en la concisión, amo mi
idioma porque tiene una capacidad de síntesis asombrosa.
¿Siempre vio la escritura como sitio de
resistencia, de la memoria y de los sueños?
Es que la
escritura es eso, no puede ser otra cosa. Yo recuerdo cuando leí a Guimarães
Rosa que dijo “narrar es resistir”, y es lo que he hecho siempre, ha sido mi
fortaleza. Y resistir no solamente las injusticias, sino también la estupidez
que a veces amenaza con imponerse en todos lados.
Usted pertenece a una generación que sufrió una
profunda derrota, pero no se trata de una derrota que avergüence sino, por el
contrario, que enorgullece. Usted nunca formó parte del batallón de los
arrepentidos.
No, jamás.
Tengo mi pasado, luzco mi pasado con un tremendo orgullo porque sé que hicimos
lo que había que hacer, hicimos lo justo en el momento preciso y siempre he
seguido defendiendo lo que son mis principios. No me reciclo. No me transformé
en un lumpen al servicio del Estado como lamentablemente hicieron muchos de mis
ex compañeros. No me transformé en un parásito de la parafernalia estatal.
Siempre me sentí muy orgulloso de ganarme el pan que me como con mi trabajo, no
dependiendo del Estado. Eso me ha permitido mantener muy en alto esos
principios que yo considero que todavía tienen un enorme valor y se sustentan
en la coherencia política y en actuar cuando hay que actuar.
¿Desde cuándo es un hombre comprometido
políticamente?
Yo empecé
a militar políticamente muy joven. Empecé a los trece años. Primero en las
Juventudes Comunistas de Chile, que era una organización muy fuerte, con una
viva presencia entre los estudiantes. Después de la muerte del Che, no me gustó
(como a miles de militantes comunistas) la respuesta que dio el Partido.
Salimos del partido, fuimos expulsados en una especie de acto de fe que se hizo
en un teatro en Santiago -más de mil militantes fuimos expulsados-. Algunos
compañeros se fueron al Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y otros
nos fuimos al Partido Socialista porque considerábamos que era lo más cercano a
los planteamientos que nosotros teníamos y que defendíamos, que eran
planteamientos muy guevaristas. Nos definíamos como latinoamericanistas, no
queríamos casarnos con ninguno de los grandes bloques de poder -ni con los
chinos ni con los soviéticos-; entendíamos que como continente, como
latinoamericanos, teníamos derecho a nuestras propias soluciones, a nuestras
propias experiencias. A partir de ahí, desde muy joven, fue una vida de
militancia de la que jamás me arrepentí, al contrario, fue una vida riquísima y
me permitió conocer a la mejor gente que uno puede conocer.
¿Qué relación tuvo con el sandinismo?
Yo integré
una brigada internacional que fue la brigada “Simón Bolívar”. Nosotros entramos
a combatir en Nicaragua cuatro meses antes de la victoria del 19 de julio de
1979. Hicimos lo que teníamos que hacer que fue colaborar con las fuerzas
sandinistas para que triunfaran, es decir, para que entraran a Managua y luego,
a partir de ese momento, el baile era de ellos. Pero luego me fui alejando, vi
cosas que no me gustaron y el paso del tiempo me dio la razón. Hoy en
día, yo creo que solamente los ingenuos pueden seguir confiando en un tipo como
Daniel Ortega, que ha demostrado ser un hombre capaz de venderle el alma al
diablo, un corrupto en el peor sentido de la palabra. Es muy triste en qué
terminó la revolución sandinista.
De eso mismo precisamente hablamos hace no mucho
con Sergio Ramírez.
Un gran
amigo Sergio Ramírez. Él la ha padecido en carne propia. Incluso toda la
campaña que se hizo en contra de él, en contra de Ernesto Cardenal y contra
otros que dijeron “Adiós muchachos, aquí nos bajamos”. Pero ahí está, Sergio se
mantiene con una posición muy decente y muy digna.
Dicen que “El viejo que leía novelas de amor” es
el libro favorito del Subcomandante Marcos, ¿ha tenido oportunidad de conversar
con él?
Sí, tuve
oportunidad de conversar con él. También otro de eso extraños dirigentes que
van surgiendo a veces en el continente. Un muchacho joven, estudiante, que
siente que tiene que hacer algo ahí en la selva Lacandona, en Chiapas, y se
pone al frente de una organización que lucha por cuestiones que son tan
elementales que a veces resulta muy difíciles de explicar. Es muy difícil de
contar que los chiapanecos no existían porque ni siquiera había un censo de
ellos; el estado mexicano los ignoraba hasta tal extremo que no los consideraba
seres humanos. Había un censo aproximado de la fauna, pero no un censo de las
personas. Y eso evidentemente favorecía a la explotación, el latifundio, el
estado medieval en el que se vivía en esa región de México y gran parte de la
zona agraria mexicana. De allí salen algunos dirigentes campesinos y elevan a
un cargo muy alto a Marcos, que se
transforma en un referente también de lo que empieza a llamarse el “buen
gobierno”, una experiencia que no aspira a ser extrapolada a otras realidades y
que cambió para bien el destino de una gran cantidad de gente de la región más pobre
de México.
Cuéntenos algo de Víctor Jara.
Víctor fue
profesor mío. Yo estudié en la Escuela de Teatro en la Universidad de Chile,
una amistad muy bonita y cercana. Era un tipo extraordinario de una
sensibilidad fuera de serie y estaba donde había que estar. Es bien curioso
porque nos estamos quedando sin gente que cante. Ojalá que surjan nuevos
cantores muy pronto.
¿El periodismo le dio herramientas que le
sirvieron para la literatura?
Sí, mucho.
Sobre todo el pensar mucho lo que vas a decir y hacer bien las cosas. Yo empecé
haciendo prensa en un periódico llamado “El Clarín” en Chile. Era de izquierda,
pero medio raro, practicaba amarillismo. Cuando me consultaron a los diecisiete años en
que sección quería estar, yo dije cultura y me respondieron “no, cultura hay
que ganárselo”, y me mandaron a la crónica policial. Había un redactor de
policiales que era una leyenda, y le entregaba lo que escribía, él lo leía y me
lo botaba, hasta que me comentó “esto es literatura, aprende a escribir
periodismo, concéntrate más, se sintético, di mucho con pocas palabras”. Esa
fue una lección enorme.
Hace un tiempo Bolaño decía en la revista “Ajo
Blanco” que Lemebel era el mejor escritor chileno y hacía un contrapunto con la
oficialidad literaria local. Decía él que “la mayoría de los escritores
chilenos hoy buscan una respetabilidad ciega y están dispuestos a perder el
culo por esa respetabilidad”. ¿Qué opinión tiene respecto de sus pares locales?
La opinión
de Bolaño es acertada pero muy radical. Yo no me atrevería a hablar de todos
los escritores chilenos. Pero de los que conozco rescato a aquellos que
escriben bien y que les importa un carajo el hecho de ser escritores. Respeto a
los que no tienen la obsesión de ser escritores, que sienten la necesidad de
escribir y entienden que es importante hacerlo y lo asumen con alegría y no
como un tormento. Conozco a muchos pavos reales de la literatura chilena que
andan con el cartel pegado y con la matrícula de escritores, pero que se
preocupan muy poco de ser rigurosos a la hora de escribir.
¿A quiénes se refiere?
Es que el
problema es muy generalizado. Y están también los que viven del exitismo de
hablar mal de los que no se pueden defender. En definitiva, los más respetables
son los más silenciosos y su obra será la que trascienda. La profesión de
escritor no hay que asumirla con modestia, pero sí con la seriedad de saberse
ejecutante de un oficio tan importante como cualquiera. Ni más ni menos.
¿Eso justifica para usted un rol social de la
literatura?
Por
supuesto. Eso nos obliga a tener una actitud de responsabilidad. Obliga a
quemarte, a jugarte. Porque cuando has sido capaz de entrar en los ánimos de
las personas con una opinión estás obligado a responder las preguntas urgentes
que la vida plantea. La literatura siempre ha sido una constante reflexión
sobre la condición humana. Y esa reflexión se hace con un sólo norte:
socializarla. Para mí no existe el escritor de por sí y para sí. El escritor
está condenado a ser una voz pública. Robin Hood tenía dos opciones: o se ponía
del lado de los ricos o de los pobres. Y si hoy lo conocemos es porque se puso
del lado de los más débiles y desposeídos. Yo creo que el escritor
necesariamente debe ponerse del lado de los sin voz.