18 de marzo de 2019

Luis Sepúlveda: "La literatura siempre ha sido una constante reflexión sobre la condición humana" (1)


Luis Sepúlveda (1949) es uno de los escritores en lengua española más leídos y traducidos en el mundo. Nacido en Ovalle, Chile, se dio a conocer en 1989 con la publicación de “Un viejo que leía novelas de amor”, novela que, con el correr de los años, fue traducida a sesenta idiomas y llevó a su autor a engrosar la cofradía de escritores más traducidos del español a otras lenguas junto a Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) y Gabriel García Márquez (1927-2014), autores de “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha” y “Cien años de soledad” respectivamente. La mayoría de sus obras poseen un marcado rasgo autobiográfico y, a través de la combinación de elementos tanto novelísticos como del género de la crónica, sobresalen en ellas una temática ligada esencialmente a la política y la ecología. Exponente del realismo mágico para algunos, neorrealista que evolucionó hacia nuevas tendencias para otros, Sepúlveda escribe con sencillez y claridad evitando el rebuscamiento estilístico, la abstracción filosófica y el enrevesamiento literario. Suele afirmar que la literatura es una forma de compartir con la gente la necesidad de preservar la memoria y que el único deber del escritor es “escribir bien y contar buenas historias”. Viajero pertinaz desde su adolescencia, estudiante de Dirección Teatral en la Escuela de Teatro de la Universidad Nacional de Chile y políticamente comprometido en su juventud, sufrió prisión durante la dictadura militar instaurada en su país natal en 1973, lo que lo llevó, luego de pasar por Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay, Bolivia y Perú -también gobernados por dictaduras- a exiliarse en Ecuador. En Quito dirigió el teatro de la Alianza Francesa y empezó una compañía teatral y más tarde formó parte de una expedición de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) para observar el impacto de la colonización entre los indígenas amazónicos. Más tarde viajó a Nicaragua donde se enroló en la Brigada Internacional Simón Bolívar. Tras la victoria de la revolución trabajó como periodista, labor que continuó en su traslado a Alemania en 1980, donde fijó su residencia en Hamburgo y trabajó además como corresponsal en países de América Latina y África. Desde 1982 a 1987 estuvo embarcado en un buque de Greenpeace, organización en la que después trabajó como coordinador. Actualmente vive en Gijón, España, donde fundó y dirigió el Salón del libro Iberoamericano. Después de tantos años de residir en Europa, es allí, precisamente, donde ha ido publicando la mayoría de sus novelas y relatos. Admirador de escritores como Julio Verne (1828-1905), Joseph Conrad (1857-1924), Emilio Salgari (1862-1911), Manuel Rojas (1896-1973) y Francisco Coloane (1910-2002), con un lenguaje directo, de rápida lectura, y tramas cargadas de anécdotas, sus libros denuncian el desastre ecológico que afecta al mundo y critican el comportamiento egoísta de los humanos, mientras que, a la vez, muestran y exaltan las más maravillosas manifestaciones de la naturaleza. Así, las obras de Sepúlveda, además de criticar al sistema económico y social actuales, contribuyen a incentivar al lector en la toma de conciencia hacia la actual crisis del mundo globalizado. Lo que sigue es una edición de extractos de entrevistas que el escritor chileno concedió a medios como las revistas “Rocinante” (Jul/1999), “Master Club” (May/2002), “Teína” (Oct/2007), “Fusión” (Abr/2011) y “Punto Final” (Nov/2014); los portales de noticias “20 Minutos” (May/2016) y “Aristegui Noticias” (May/2016); los periódicos “Diario de Pontevedra” (Sep/2008), “Página/12” (Jun/2009), “Infobae” (Oct/2015),“El Cultural” (May/2016) y “Diario Córdoba” (Ene/2018); y los sitios web “Loqueleimos.com” (Sep/2015), “Academia.edu” (Oct/2015) y “Calibán.com” (Feb/2019).


Mucho tiempo vagando por el mundo, ¿verdad?

Sí, he estado varios años en un exilio itinerante por diferentes países de América y Europa. Me decidí por Gijón cuando tuve la necesidad de tener un entorno que sintiera realmente mío y al cual yo también me sintiera ligado. No hubo una bienvenida formal o espectacular, sino una bienvenida sincera: “A partir de este momento sois de acá”.

¿Qué significó el exilio para usted?

Tiene varias etapas el exilio. La primera es la tierra de nadie, cuando sos un exiliado sos una persona de segunda categoría, no tenés derechos. Lo terrible era la gente que se preguntaba que hacía ahí, y era el precio que había que pagar. Escribí y le dediqué mucho tiempo a la literatura, conocí cantidad de gente con la que enriquecí mucho mis puntos de vista. Fue una experiencia dura pero que había que soportar a fuerza de entender por qué estabas ahí y qué podías hacer. En el año '86 me sacaron la nacionalidad chilena. Es una tierra hasta donde los amores son raros y parecen el primero, diría Soriano.

Sus historias suceden en múltiples ciudades y lugares del mundo. Algunos escritores -sobre todo los dramaturgos- utilizan el espacio como punto de partida, como disparador de la historia. Primero hay un espacio concreto. Después el espacio va atrayendo todo lo demás. ¿Hay pueblos, ciudades, países que pueda relacionar de esta manera con sus textos?

Es interesante lo del espacio como punto de partida, como imán que lo atrae todo. Alguna vez lo intenté como dramaturgo, pero siempre los personajes en tanto síntesis de las pasiones humanas, se impusieron al espacio. Por otra parte, creo que si reemplazo Elsinor por Gijón o Valparaíso, el drama de Hamlet no varía en nada. Mucho antes de que Grotowsky formulara sus teorías teatrales, Aristófanes proponía que los actores no abrieran los ojos en escena, inventó la caja negra sin saberlo para que ni una gota de pasión escapara de los límites del personaje. Luego Brecht, al definir su V-Efeckt (muy mal traducida como Teoría del distanciamiento), proponía, sugería, y en el Berliner Ensemble ordenaba, que el espacio físico desapareciera para dejar lugar al espacio histórico. Su pieza didáctica de Baden Baden es tal vez la mejor lección de teatro formulada por un dramaturgo. Digo todo esto para, sin desmerecer esa posibilidad del espacio como centro magnético, decir que para mí los libros empiezan a funcionar, las historias empiezan a funcionar, cuando los personajes se distancian del autor (¡oh, viejo Pirandello!) y son capaces hasta de determinar los espacios en los que quieren moverse, actuar, y se imponen a la dictadura organizativa y dramaturgia del autor. En ese sentido, hay ciudades que para mí son invitaciones a emplearlas como escenarios de tramas. He movido personajes por Hamburgo, Berlín, Milán, Estambul, Buenos Aires; sin embargo, como a los personajes que quiero necesariamente les presto lo mejor y lo peor de mí, estos se me parecen y buscan con desesperación los grandes espacios abiertos. En cualquier caso, mantengo una buena relación con mis personajes, basada en un pacto muy simple: ellos me dicen “Vale, aceptamos tu mecánica aristotélica de la creación, tuyos son el planteamiento y el clímax, pero el desenlace, el cómo, cuándo y dónde ocurre el desenlace, nos pertenece”. Y la verdad es que me agrada esa fórmula... Al fin y al cabo, lo que queda de los libros son ellos, los personajes, que se meten bajo la piel, ocupan la anatomía del buen lector y, en muchos casos, suplantan los rasgos de personas reales en la memoria del lector.

Sus novelas muestran también una crítica a la concepción occidental del desarrollo.

No concibo la literatura sin una carga ética. Siempre he postulado que si de algo sirve la literatura o escribir, es para hacer prevalecer la necesaria condición ética que ha sido olvidada en aras de una visión enferma del desarrollismo a ultranza. Importa más el mito del crecimiento que las necesidades de las grandes mayorías.

¿Cómo manejar la ética sin caer en la moraleja?

Es difícil pero no imposible. Procuro compartir mi punto de vista de la literatura, la vida, y de ciertos valores, pero sin ser impositivo. La buena literatura está abierta a la interpretación. No hay dos lectores iguales, todos sacamos conclusiones diferentes. La literatura tiene un enorme espacio de libertad.

¿Cuándo habla de valores a qué se refiere?

Estamos a merced de estados lumpen en la mayoría del mundo. La soberanía es reemplazada por los intereses económicos de las multinacionales que determinan nuestra conducta, comportamiento y deseos. Evidentemente estoy en contra de eso.

Somos sociedades cada vez más homogéneas…

Sí por la maldita palabra “globalización”. Al principio se hablaba de la globalización de los derechos humanos y civiles, pero una vez que se mundializó, la tendencia fue establecer una especie de modelo único de pensamiento, negando la riqueza de la diversidad.

Me da la impresión de que su literatura es producto del desencanto.

Escribo desde un desencanto muy grande. Se ha demostrado algo que está fallando en el sistema que se presentó como triunfante. La lógica capitalista funciona para pocos y los mecanismos de su manutención han generado la corrupción que vemos en todo el mundo.

Está desencantado de la democracia…

Estoy desencantado de quiénes se han adueñado de la democracia. La democracia es el gobierno del pueblo y debería ser en beneficio de las grandes mayorías.

En términos literarios, ¿uno es preso de sus obsesiones?

Uno es propenso a multiplicar sus propias obsesiones, las mías son las mismas. Se mantiene el enorme reto de la palabra escrita, de preguntarme si soy capaz de contar una historia. Otra es la diversidad de cosas por contar y una última, la expresividad.

La expresión que en su caso tiene que ver con un lenguaje muy transparente, sin truco.

Me gusta usar las páginas justas y necesarias para contar una historia. Cada historia decide cómo quiere ser contada. A mí me toca esforzarme en la concisión, amo mi idioma porque tiene una capacidad de síntesis asombrosa.

¿Siempre vio la escritura como sitio de resistencia, de la memoria y de los sueños?

Es que la escritura es eso, no puede ser otra cosa. Yo recuerdo cuando leí a Guimarães Rosa que dijo “narrar es resistir”, y es lo que he hecho siempre, ha sido mi fortaleza. Y resistir no solamente las injusticias, sino también la estupidez que a veces amenaza con imponerse en todos lados.

Usted pertenece a una generación que sufrió una profunda derrota, pero no se trata de una derrota que avergüence sino, por el contrario, que enorgullece. Usted nunca formó parte del batallón de los arrepentidos.

No, jamás. Tengo mi pasado, luzco mi pasado con un tremendo orgullo porque sé que hicimos lo que había que hacer, hicimos lo justo en el momento preciso y siempre he seguido defendiendo lo que son mis principios. No me reciclo. No me transformé en un lumpen al servicio del Estado como lamentablemente hicieron muchos de mis ex compañeros. No me transformé en un parásito de la parafernalia estatal. Siempre me sentí muy orgulloso de ganarme el pan que me como con mi trabajo, no dependiendo del Estado. Eso me ha permitido mantener muy en alto esos principios que yo considero que todavía tienen un enorme valor y se sustentan en la coherencia política y en actuar cuando hay que actuar.

¿Desde cuándo es un hombre comprometido políticamente?

Yo empecé a militar políticamente muy joven. Empecé a los trece años. Primero en las Juventudes Comunistas de Chile, que era una organización muy fuerte, con una viva presencia entre los estudiantes. Después de la muerte del Che, no me gustó (como a miles de militantes comunistas) la respuesta que dio el Partido. Salimos del partido, fuimos expulsados en una especie de acto de fe que se hizo en un teatro en Santiago -más de mil militantes fuimos expulsados-. Algunos compañeros se fueron al Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y otros nos fuimos al Partido Socialista porque considerábamos que era lo más cercano a los planteamientos que nosotros teníamos y que defendíamos, que eran planteamientos muy guevaristas. Nos definíamos como latinoamericanistas, no queríamos casarnos con ninguno de los grandes bloques de poder -ni con los chinos ni con los soviéticos-; entendíamos que como continente, como latinoamericanos, teníamos derecho a nuestras propias soluciones, a nuestras propias experiencias. A partir de ahí, desde muy joven, fue una vida de militancia de la que jamás me arrepentí, al contrario, fue una vida riquísima y me permitió conocer a la mejor gente que uno puede conocer.

¿Qué relación tuvo con el sandinismo?

Yo integré una brigada internacional que fue la brigada “Simón Bolívar”. Nosotros entramos a combatir en Nicaragua cuatro meses antes de la victoria del 19 de julio de 1979. Hicimos lo que teníamos que hacer que fue colaborar con las fuerzas sandinistas para que triunfaran, es decir, para que entraran a Managua y luego, a partir de ese momento, el baile era de ellos. Pero luego me fui alejando, vi cosas que no me gustaron  y  el paso del tiempo me dio la razón. Hoy en día, yo creo que solamente los ingenuos pueden seguir confiando en un tipo como Daniel Ortega, que ha demostrado ser un hombre capaz de venderle el alma al diablo, un corrupto en el peor sentido de la palabra. Es muy triste en qué terminó la revolución sandinista.

De eso mismo precisamente hablamos hace no mucho con Sergio Ramírez.

Un gran amigo Sergio Ramírez. Él la ha padecido en carne propia. Incluso toda la campaña que se hizo en contra de él, en contra de Ernesto Cardenal y contra otros que dijeron “Adiós muchachos, aquí nos bajamos”. Pero ahí está, Sergio se mantiene con una posición muy decente y muy digna.

Dicen que “El viejo que leía novelas de amor” es el libro favorito del Subcomandante Marcos, ¿ha tenido oportunidad de conversar con él?

Sí, tuve oportunidad de conversar con él. También otro de eso extraños dirigentes que van surgiendo a veces en el continente. Un muchacho joven, estudiante, que siente que tiene que hacer algo ahí en la selva Lacandona, en Chiapas, y se pone al frente de una organización que lucha por cuestiones que son tan elementales que a veces resulta muy difíciles de explicar. Es muy difícil de contar que los chiapanecos no existían porque ni siquiera había un censo de ellos; el estado mexicano los ignoraba hasta tal extremo que no los consideraba seres humanos. Había un censo aproximado de la fauna, pero no un censo de las personas. Y eso evidentemente favorecía a la explotación, el latifundio, el estado medieval en el que se vivía en esa región de México y gran parte de la zona agraria mexicana. De allí salen algunos dirigentes campesinos y elevan a un cargo  muy alto a Marcos, que se transforma en un referente también de lo que empieza a llamarse el “buen gobierno”, una experiencia que no aspira a ser extrapolada a otras realidades y que cambió para bien el destino de una gran cantidad de gente de la región más pobre de México.

Cuéntenos algo de Víctor Jara.

Víctor fue profesor mío. Yo estudié en la Escuela de Teatro en la Universidad de Chile, una amistad muy bonita y cercana. Era un tipo extraordinario de una sensibilidad fuera de serie y estaba donde había que estar. Es bien curioso porque nos estamos quedando sin gente que cante. Ojalá que surjan nuevos cantores muy pronto.

¿El periodismo le dio herramientas que le sirvieron para la literatura?

Sí, mucho. Sobre todo el pensar mucho lo que vas a decir y hacer bien las cosas. Yo empecé haciendo prensa en un periódico llamado “El Clarín” en Chile. Era de izquierda, pero medio raro, practicaba amarillismo. Cuando me consultaron a los diecisiete años en que sección quería estar, yo dije cultura y me respondieron “no, cultura hay que ganárselo”, y me mandaron a la crónica policial. Había un redactor de policiales que era una leyenda, y le entregaba lo que escribía, él lo leía y me lo botaba, hasta que me comentó “esto es literatura, aprende a escribir periodismo, concéntrate más, se sintético, di mucho con pocas palabras”. Esa fue una lección enorme.

Hace un tiempo Bolaño decía en la revista “Ajo Blanco” que Lemebel era el mejor escritor chileno y hacía un contrapunto con la oficialidad literaria local. Decía él que “la mayoría de los escritores chilenos hoy buscan una respetabilidad ciega y están dispuestos a perder el culo por esa respetabilidad”. ¿Qué opinión tiene respecto de sus pares locales?

La opinión de Bolaño es acertada pero muy radical. Yo no me atrevería a hablar de todos los escritores chilenos. Pero de los que conozco rescato a aquellos que escriben bien y que les importa un carajo el hecho de ser escritores. Respeto a los que no tienen la obsesión de ser escritores, que sienten la necesidad de escribir y entienden que es importante hacerlo y lo asumen con alegría y no como un tormento. Conozco a muchos pavos reales de la literatura chilena que andan con el cartel pegado y con la matrícula de escritores, pero que se preocupan muy poco de ser rigurosos a la hora de escribir.

¿A quiénes se refiere?

Es que el problema es muy generalizado. Y están también los que viven del exitismo de hablar mal de los que no se pueden defender. En definitiva, los más respetables son los más silenciosos y su obra será la que trascienda. La profesión de escritor no hay que asumirla con modestia, pero sí con la seriedad de saberse ejecutante de un oficio tan importante como cualquiera. Ni más ni menos.

¿Eso justifica para usted un rol social de la literatura?

Por supuesto. Eso nos obliga a tener una actitud de responsabilidad. Obliga a quemarte, a jugarte. Porque cuando has sido capaz de entrar en los ánimos de las personas con una opinión estás obligado a responder las preguntas urgentes que la vida plantea. La literatura siempre ha sido una constante reflexión sobre la condición humana. Y esa reflexión se hace con un sólo norte: socializarla. Para mí no existe el escritor de por sí y para sí. El escritor está condenado a ser una voz pública. Robin Hood tenía dos opciones: o se ponía del lado de los ricos o de los pobres. Y si hoy lo conocemos es porque se puso del lado de los más débiles y desposeídos. Yo creo que el escritor necesariamente debe ponerse del lado de los sin voz.