Luis
Sepúlveda fue el primogénito de una modesta familia integrada por su padre -un
militante comunista dueño de un restaurante-, su madre -una enfermera de origen
mapuche- y un hermano. Nació casualmente en una habitación del hotel Chile en
Ovalle, ciudad de la que hoy es hijo ilustre. “Mi madre era menor de edad y
habían escapado porque su padre, que había denunciado al novio por rapto, se
oponía tenazmente al romance”. Asegura que su venida al mundo durante esta fuga
de amor bajo mandato de captura, lo marcó dejándole una extraña sensación: “Es
raro pensar que tu patria es un hotel y ni siquiera de cinco estrellas”.
Tranquilo, serio y creativo, vivió su infancia leyendo, escribiendo,
aburriéndose mortalmente con los juegos infantiles de sus amigos. “Mi abuela,
que era vasca, no dejaba ni una tarde, ni una noche, sin leerme un cuento de
algún libro, o ella inventaba un cuento. Mi abuela era una inventora de cuentos
maravillosa”, cuenta. Dio sus primeros pasos como escritor en el Instituto
Nacional inspirado por una profesora de historia. Un día se sentó frente a la
vieja máquina de escribir de su abuelo y escribió su primer cuento: “Las
excitantes aventuras de una profesora de historia”. A los dieciséis años se
empleó en un barco ballenero como ayudante de cocina y, un año después, uno de
los muchos periodistas que frecuentaban el restaurante de su padre le consiguió
trabajo como redactor policial del diario “El Clarín”. Desde hacía un par de
años había ingresado en la “Jota”, nombre con que se conocía a las Juventudes
Comunistas de Chile (JJ.CC.), de la que sería expulsado en 1968. Luego pasó a
militar en los “Helenos”, una fracción del Partido Socialista llamada Ejército
de Liberación Nacional (ELN). Reconoce las huellas que dejaron en su formación
su abuelo paterno, “un anarquista andaluz maravilloso y un tío que fue
voluntario en las Brigadas Internacionales en España y cuyo único patrimonio
fue una foto donde aparece con Hemingway”. Mientras tanto trabajaba escribiendo
libretos para el programa “Confidencias de un espejo” de radio Portales, cuando
un amigo juntó un puñado de sus escritos y los mandó al concurso de Casa de las
Américas de La Habana. Esa colección de cuentos breves llamada “Crónicas de
Pedro Nadie”, salió triunfante. Por la misma época obtuvo una beca de estudios
para la Universidad de Lomonosov en Moscú. Después del golpe militar de
septiembre de 1973 fue encarcelado durante dos años y medio en el Regimiento
Tucapel de Temuco, obteniendo la libertad condicional gracias a la sección
alemana de Amnistía Internacional. Escapó de su arresto domiciliario y se
mantuvo en la clandestinidad durante casi un año, pero posteriormente fue
encarcelado de nuevo y condenado a cadena perpetua por traición y subversión.
Esta condena fue reducida a veintiocho años de prisión. De nuevo Amnistía
Internacional presionó y logró que la sentencia fuera convertida en
expatriación por ocho años. Y allí comenzaría otra historia: la del exilio.
Sepúlveda se declara autodidacto y la única formación de la que se siente orgulloso
es de la recibida del poeta Pablo de Rokha (1894-1968), quien le contagió su
pasión por el romanticismo alemán y le enseñó las posibilidades de la expresión
literaria. Para finalizar, la cuarta y última parte de la edición de extractos
de entrevistas concedidas por el escritor.
“El fin de la historia” parte de un
acontecimiento que, aunque extraño a simple vista, es real.
Sí, sí. La
novela parte de un hecho aparentemente fortuito y es, cuando en el año 1917, el
que era el primer comisario del pueblo de la revolución rusa, Trotsky, le
perdona la vida a un cosaco, el mandamás de los cosacos, Miguel Krassnof. Le
perdona y no se imagina, no puede imaginarse, que perdonarle la vida a ese tipo
iba a significar que un descendiente de él iba a sobrevivir y se iba a
transformar en forma de uno de los peores torturadores de un país tan lejano
como Chile, tan alejado de la realidad rusa.
La parte de ficción la protagoniza el agente
Juan Belmonte, que ya creó en la novela “Nombre de torero” y que es quien
trabaja para impedir la liberación de este criminal.
Belmonte,
que tiene también una deuda personal con ese tipo, porque fue uno de los que
torturó a la compañera de Belmonte, su mujer, se ve obligado a participar,
impedir que gente que viene de Rusia lo libere y se ve enfrentado en un
problema consigo mismo de conciencia, tal vez porque en su intimidad lo que
desea es ajustarle cuentas. Está claro. Pero tiene esa virtud de saber
diferenciar cuál es la realidad de la línea roja que separa la justicia de la
venganza. Y está de parte de la mayoría de los chilenos que creo no quieren
venganza, quieren justicia, que se haga realmente justicia.
“La sombra de lo que fuimos” es un friso
generacional de la militancia chilena que combina el género de aventuras con el
policial. ¿Esta novela nació de una anécdota real?
Hace tres
años nos juntamos un grupo de amigos a comer un asado, en una casa de Santiago.
Todos éramos de la misma camada, nacidos entre 1947 el mayor y 1953 el menor. Y
ahí estábamos, felices hablando de hijos, de nietos, de planes. De pronto, y
sin querer aguarme yo mismo la fiesta, empecé a pensar en hechos reales. Por
ejemplo, estábamos en la casa de uno de los hombres más odiados y buscados por
la dictadura, uno de los que participaron en el por desgracia fallido atentado
a Pinochet que, por un pelo, se salvó de recibir un tiro de un lanzagranadas de
mano. Yo miraba cómo ese tipo se concentraba en dorar bien los chinchulines.
Todas y todos los que estábamos ahí, y que ahora éramos profesores de universidades,
escritores, empresarios, abogados, teníamos el mismo pasado. Habíamos empezado
a ser nosotros mismos al calor del ’68, habíamos participado en diferentes
medidas del gobierno de Allende, habíamos conocido la cárcel, con todo lo que
significó, el exilio, y el retorno a Chile. Entonces me propuse escribir una
historia sin mayores ambiciones, que contara un día en la vida de un grupo de
sesentones parecidos a los que estábamos ahí.
Abundan en el libro citas que se retrasan años o
que nunca llegan, ¿cuál es su encuentro más aguardado?
Particularmente,
ninguno, hasta ahora se han cumplido todas las citas que me he propuesto tener
y he acudido a todas las citas que he tenido que acudir. La cita definitiva es
con la muerte, eso está claro, y mientras más tarde, mejor. Pero siempre hay
una sensación de que tienes que encontrarte con alguien en un lugar
determinado. Ese gran misterio se llama vivir.
Conoció la cárcel y el exilio. Pero no se arrepiente.
“Es más alto el precio de la traición propia”.
Claro que
sí. Ya te digo que hice lo justo en el momento justo. Cuando había que hacerlo,
hice lo que tenía que hacer. Y volvería a hacerlo. Si volviera a repetir la
vida, la repetiría paso a paso igual, porque qué me dejó. Me dejó algo. Una
satisfacción íntima que es algo muy personal y, por tanto, todas las mañanas te
levantas, te vas ahí al baño y te miras al espejo y, cuando ves a un tío
decente en el espejo, te sientes bien. Decirme: “Ese ha sido un tío decente”.
La lucha de aquellos años, en España, en Chile,
en Argentina, ¿ha ayudado a construir un mundo mejor?
Ha
intentado. No se ha conseguido. Pero sí ha dejado valores en el camino. Ha
dejado valores que son heredados y que quedan ahí y que evidentemente van a ser
los pilares para construir una sociedad mejor. El ejemplo de la gente no se
olvida.
“Yo viví y crecí en un país que ya no existe”.
¿Tan nítida es la memoria que provoca el dolor?
Sí. Qué
buena pregunta. Sí. Porque cuando la sociedad nos cambió tanto, cuando una
dictadura hace cambiar la sociedad de una manera tan radical, que el país
pierde su alma, el alma que era la gran sociabilidad, el sentimiento de ayuda
mutuo que existía, no permitir que nadie estuviera solo, siempre existía la
posibilidad de estar acompañado, un país que tenía una enorme vida gremial,
sindical, una idea democrática muy intensa. Cuando todo eso se pierde,
evidentemente permanece vivo en tu memoria y la recordación al contrastar con
la realidad ciertamente que es algo muy triste, muy doloroso. Pero, por tanto,
lo que la memoria te permite decirle a los que son más jóvenes es que este país
que era así, es posible que vuelva a ser así también, ahora depende de
vosotros.
¿La escritura de esta novela fue un ajuste de
cuentas con el Chile que guarda en su memoria?
Sí, pero
un ajuste de cuentas con el lastre ceremonioso de la izquierda. Durante ese
asado, y en otros, nos reímos de lo ingenuos, hasta pelotudos que fuimos en
muchas ocasiones.
Uno de los personajes recuerda que lo expulsaron
del partido comunista junto a cientos de militantes acusados de
“ultraizquierdismo”. La imagen de entregar los carnés, lanzarlos al aire, pero
no sacarse los pañuelos rojos y conservarlos, es muy potente poéticamente. ¿Por
qué la pertenencia comunista se plasma más en el pañuelo rojo que en el carné?
Así fue,
en efecto. Luego del asesinato del Che en Bolivia el Partido Comunista no tuvo
respuestas para las preguntas que nos hacíamos los jóvenes. La muerte del Che
hizo nacer en nosotros algo desconocido y la primera consecuencia de ese nacimiento
fue desconocer la rígida disciplina de las juventudes comunistas. Nos hicimos
guevaristas, por fin teníamos un icono propio y en castellano. La respuesta fue
declararnos traidores a la causa, expulsarnos. Desde los tiempos de Stalin no
se había visto una ceremonia de depuración comunista tan grande y absurda como
la que se realizó en el cine Nacional de Santiago. Más de tres mil chicos
expulsados en cuestión de horas. No era necesario ser muy inteligente para
entender que, a los dieciséis o dieciocho años, uno no podía ser un traidor a
la Unión Soviética. Además, ¡qué les importaba a los soviéticos lo que
pensábamos en un barrio proletario de Santiago! Claro que fue poético hacer
volar los carnés y salir de ahí con los pañuelos rojos al cuello atados para
siempre o para muchos años. Y lo más poético fue que, a la salida, los viejos
del partido lloraban, nos abrazaban y nos rogaban: “Muchachos, háganse la
autocrítica”.
¿Cómo se vivía el hecho de ser expulsado de un
partido, de un mundo, de una identidad? ¿Se podría decir que esas expulsiones
fueron el primer gran desarraigo, previo al golpe de Pinochet y los exilios?
La
historia está llena de sorpresas. La mayor fue que, en lugar de aislarnos con
esas expulsiones, de condenarnos a un ostracismo social, lo que el Partido
Comunista logró fue que dejáramos de ser monjes shaolín rojos, y nos
incorporásemos en masa o bien al MIR, o a las juventudes socialistas. Antes de
la expulsión nuestras aspiraciones se encaminaban a servir a la causa, ya fuera
como cosmonautas o como guardias rojos; luego de las expulsiones queríamos
conocer la realidad latinoamericana, ser guerrilleros, comprender por qué los
chilenos éramos un caso especial, una singularidad capaz de dar líderes tan
seductores como Allende. La expulsión nos hizo más fuertes. Cuando se formó la
Unidad Popular en el ’69, los expulsados convertidos en militantes socialistas
fuimos muy importantes para romper la casi hegemonía comunista, lograr que
retirasen la candidatura de Neruda y aceptaran el liderazgo de Allende. Se
puede decir que con las expulsiones ganamos todos.
El capítulo tres de la novela, en el que una
mujer lanza los ejemplares de Galeano, Fučík, Fromm y Harnecker, ¿podría
relacionarse con el capítulo VI del Quijote? Aunque no se quemen libros y sólo
se los arroje por la ventana, ¿esos libros serían el equivalente de los libros
de caballería, algo así como los “responsables del daño”?
La novela
está construida con una clave cervantina y es el humor de Cervantes. Lo que más
admiro de él es que ninguno de sus personajes, en toda su obra, es ridículo o
gratuitamente risible. No, Cervantes hizo que sus personajes sean divertidos,
ingenuos o sabios, e incluso en los pasajes más serios siempre hay un toque de
ironía, que es la base del humor inteligente. Cervantes trata a sus personajes
con sana piedad. La observación cervantina es rigurosamente exacta. En eso
pensé al escribir esa parte de la historia.
Hay un personaje que pide “el santo y seña” como
si siguiera viviendo en la clandestinidad. ¿Qué aspectos de lo que vivió en la
cárcel o en su paso por Buenos Aires, Uruguay, Brasil aparecen diseminados en
los personajes de esta novela?
Hace algunos
años, en una isla del archipiélago filipino encontraron a un soldado japonés
que no sabía que la guerra había terminado hacía cincuenta años. Seguía
luchando, a su manera, es decir esperando instrucciones y, cuando medio lo
convencieron de que dejara de apuntar con su arma a los cientos de soldados
filipinos que lo rodeaban, dijo que no podía rendirse si no se lo ordenaba el
emperador. En muchos de nosotros las experiencias duras crearon una suerte de
delirio militante que puede explicarse así: la vida se detuvo cuando el
compañero que debía venir no llegó, y la vida continuará cuando llegue alguno
que me diga el santo y seña para que la vida siga. Es triste, pero conozco
varios casos de gente así.
Cuando estuvo por Buenos Aires, ¿le pasó como a
uno de los personajes, Garmendia, que quedó entre los tiroteos de Montoneros y
el ERP, la Triple A y los comandos de represión de la Argentina?
Hay mucho
de eso. Yo bajé de un avión en Buenos Aires el 17 de julio de 1977, salía de la
cárcel, tenía que continuar vuelo a Suecia, pero decidí quedarme. No tenía idea
de la real envergadura del horror que se había desatado sobre Argentina. Busqué
amigos en casas en las que no me abrían la puerta. Finalmente di con el
incomparable Osvaldo Dragún, que me acogió en su casa. Intentando salvar la
normalidad, la vida en definitiva, una tarde fuimos al teatro San Martín. Se
estrenaba Cyrano de Bergerac, con un Oscar Bianco que transformaba el discurso
de Cyrano a los cadetes gascones en una proclama revolucionaria y el teatro se
venía abajo aplaudiendo. Luego fuimos a cenar al Edelweiss, y allí yo
preguntaba en voz alta por mi hermano Paco Urondo, hasta que me hicieron callar
y Bianco me abrazó susurrando: “Hermanito, estamos viviendo la peor tragedia,
no nos jodás estos pocos minutos de comedia”. Más tarde leí en un periódico
ecuatoriano que a Oscar Bianco se le había reventado el corazón durante una
representación de Cyrano, justo en el discurso a los cadetes gascones.
¿Por qué recupera en la novela muchos episodios
protagonizados por anarquistas? ¿Aún se sigue demonizando al anarquismo, no
sólo desde la derecha sino desde la propia izquierda?
Siempre he
sentido que se les debe más de un homenaje a esos anarquistas de viejo cuño, a
esos que luchaban, no para ser hombres libres, sino para no olvidar que eran
hombres libres. Osvaldo Bayer lo ha hecho de manera magistral, pero yo siento
que me falta homenajear a los viejos anarcos de Chile. Es una materia
pendiente. La izquierda chilena se nutrió de los anarquistas y luego los
olvidó, por temor, y para esquivar una sentencia terrible que dice “todo el
poder corrompe”. Actualmente no se demoniza al anarquismo, peor aún: se le
desconoce, se le esquiva, se intenta decir que nunca existió.
“La memoria siempre tiende a la ficción”, se lee
hacia el final de la novela. ¿Habría en esta reflexión un intento de
“desacralizar” la memoria, de desplazarla del terreno de la realidad-verdad
hacia el artificio?
La
literatura es un gran ejercicio de memoria, o parodiando a Mempo Giardinelli, es
el Santo Oficio de la Memoria, que finalmente crea las ficciones necesarias
para la verosimilitud de lo que narro. La memoria me permite literaturizar la
vida, proponer otra opción para los hechos, mejor que la mezquina versión
oficial. La realidad y la verdad no van de la mano. ¿Fueron trecientos los
espartanos que combatieron en el paso de las Termópilas? Si un historiador
severo descubre que la pura realidad indica que fueron trecientos cinco,
¿modifica esto la belleza épica de la historia? Siempre serán trecientos. La
literatura creó esa realidad. Hace algunos años, en un café de Roma se me
acercó un chico, de la edad de mi hijo mayor, para decirme que había leído una
novela mía, “Nombre de Torero”, y que esa lectura le había permitido acercarse
a su padre, dejar de odiarlo porque le faltó durante toda la infancia y
adolescencia. Yo vi morir al padre de ese chico en Nicaragua, y cuando me
preguntó cómo había muerto, tomé la verdad que había en mi memoria y le narré
la muerte de un hombre bueno, que jugaba fútbol y era malo en la cancha, que
contaba los mejores chistes de don Otto, que antes de morir miró el agujero en
su vientre por el que se le escapaba la vida y repitió su muletilla “cagamos te
mandó saludos”. Entonces el chico rió y lloró al mismo tiempo y concluyó: “Qué
lindo tipo era mi viejo”.
Abandonó la cárcel y se fue al exilio porque una
mujer en silla de ruedas se empeñó en reunir firmas. Me parece una historia
hermosa.
Es muy
hermosa la historia. Era una chica de Hamburgo que colaboraba con Amnistía
Internacional. Hay un montón de casualidades. Y es que yo en el año 1969, con
un libro de cuentos gané el Premio Casa de las Américas de Cuentos en Cuba, “Crónicas
de Pedro Nadie”. Harían mil ejemplares los cubanos. Se vendieron quinientos en
Cuba. El resto fueron regalos de amigos. Pero un ejemplar llegó a Europa, a la
República Democrática Alemana, y tres de esos relatos los tradujeron al alemán
y los incluyeron en una antología. Nuevos escritores latinoamericanos se
llamaba la antología. Y un ejemplar de esa antología llegó a esa chica en silla
de ruedas allí en Hamburgo. Y cuando se dio a conocer la primera lista de los
prisioneros políticos chilenos que se publicó, vio mi nombre. Empezó a
preocuparse. “Este es un escritor”, dijo, “yo lo he leído”. Sola empezó la
campaña de reunir firmas, redactar cartas con cortesía al dictador pidiendo mi
libertad y consiguió que me cambiaran la condena de veintiocho años de cárcel
por ocho de exilio. Una chica maravillosa que lamentablemente falleció. Tenía
esa enfermedad terrible, degenerativa, que se llama ELA. Y la alcancé a ver,
pude darle las gracias. Cuando llegué a Hamburgo, fue lo primero que hice.