5 de marzo de 2019

Frankenstein, el moderno Prometeo de Mary Shelley (V). Exégesis (3)


Con la figura del engendro creado por Victor Frankenstein, Mary Shelley representó la tensión creativa del siglo XIX, especialmente difícil para las mujeres de la época que de algún modo padecían la “angustia de la autoría” (no en vano la primera edición de la obra fue anónima). Y fue a través de esa tensión que la escritora británica encontró el argumento de su obra. La búsqueda de la soledad y el secreto, propios de la autora, se dibujan en la figura de aquel joven influenciado por alquimistas y con intenciones de descubrir el fabuloso “elixir de la vida”, un personaje atormentado y obsesivo dispuesto a romper todas las reglas en pos de su investigación. Victor Frankenstein fue capaz de transgredir las normas éticas vigentes ya que sentía la ciencia con una pasión arrolladora que le hizo prescindir de sus propias necesidades humanas, del contacto con los demás, del amor, del gozo de los sentidos, de todo aquello que no fuera su obsesivo trabajo. “Quien no haya experimentado la seducción que la ciencia ejerce sobre una persona, jamás comprenderá su tiranía”, dirá en un pasaje de la obra. Por eso corrió riesgos extremos y se enfrentó al horror de su invento. Frankenstein consideraba que todo límite a la dominación del hombre sobre la realidad debía ser abolido, que se debía ahondar en el conocimiento con el fin de alcanzar su dominio total. Fue un hombre-dios en un mundo sin alma, sin misterio, sin opacidades. Tal como sugiere el subtítulo de la novela, “El moderno Prometeo”, Victor Frankenstein es un ejemplo del romántico ambicioso, que transgrede los límites entre lo humano y lo divino. Según la mitología griega, Prometeo le robó el fuego a los dioses y se lo dio al hombre, y por eso sufrió el castigo eterno por parte de Zeus. La sensación de que Frankenstein estaba en pos de un conocimiento prohibido para transmitirlo a la humanidad lo emparenta inevitablemente con la figura legendaria del Titán protector de la civilización humana.

“El doctor Frankenstein” (Fragmentos)
Susanna Farré (1971). Documentalista e Historiadora del Arte española. Trabaja en el Departamento de Digitalización de la Biblioteca de Catalunya, donde he ejercido varias funciones a lo largo de los años. Ha participado como coautora en los libros “El cine de ciencia ficción. Explorando mundos” y “Miradas para un nuevo milenio. Fragmentos para una historia futura del cine español”.

El doctor Henry Frankenstein lleva a cabo una serie de experimentos al margen de los dictámenes de la clase médica de la época. Tras celebrarse una clase práctica de anatomía a cargo del doctor Waldman, Fritz, el fiel ayudante del doctor Frankenstein roba el cerebro de un asesino depositado en un frasco. Se trata del último y fundamental elemento para dar vida a la criatura de Frankenstein formada por tejidos, órganos y huesos de diversos individuos cuyos cuerpos han sido profanados del cementerio o extraídos del depósito de cadáveres de la localidad. La criatura creada por el doctor Henry Frankenstein no tardará en escapar y verá imposibilitado el contacto con el exterior por la carencia de habla y su rostro deforme.
Escrita con una prosa deliciosamente sencilla, la novela de Mary Shelley tiene por subtítulo “el moderno Prometeo”, en alusión al mito griego del Titán del mismo nombre que, tras ser conminado por los dioses a crear al hombre, desafió a Zeus robando el fuego del Olimpo para dárselo a los humanos y así procurarles calor y protección. Prometeo está asociado, según la mitología, al otorgamiento del conocimiento a los hombres, los cuales se ven “condenados” a una búsqueda eterna del mismo. El doctor Frankenstein es, pues, el moderno Prometeo, un científico que trata de rebasar los límites del conocimiento humano para llegar a lo más alto -y también lo más prohibido- de sus facultades como ser creador: construir un ser a su semejanza, como hizo el Dios cristiano a quien pretende llegar a emular. Al igual que el titán griego, Frankenstein será castigado por su osadía y, lejos de crear un ser perfecto, concibe una suerte de monstruosa criatura a la cual renuncia y abandona a la crueldad de un mundo que lo rechaza por su monstruosa apariencia, por lo que la criatura se llena de rencor y odio hacia los humanos. El “diablo”, como así lo llama el doctor Frankenstein en alusión al personaje de Satán de “El paraíso perdido” de Milton -una de las referencias claves en la novela de Shelley- decide perseguir a su creador para exigirle la creación de una compañera que le consuele en su sufrimiento. El doctor se niega a ello, horrorizado por las probables consecuencias del asesino que él mismo ha creado, por lo que la venganza de aquél caerá sobre él y sobre sus seres más queridos.
La novela de Mary Shelley es uno de los ejemplos más bellos del romanticismo literario de inicios del siglo XIX. Existe en la novela de Shelley numerosos pasajes que conectan directamente con el espíritu romántico de aquella época, como la exaltación de la naturaleza, bella y espectacular en su grandeza, pero a la vez amenazadora y peligrosa en su violenta explosión, como la que Frankenstein contempla cuando inicia su viaje por los Alpes para recuperar su salud, sublimado ante unos paisajes que nos remiten sin dudarlo a los mejores cuadros de Friedrich, o la misma que a través de una violenta tormenta provoca con sus rayos el nacimiento de la vida en el cuerpo de un gigantesco ser compuesto de fragmentos muertos. Siguiendo con este pictorialismo, el paisaje helado del polo con el que se inicia y finaliza la novela vuelve a recordarnos las pinturas del alemán antes citado, paisajes bellísimos pero desolados por su grandeza y superioridad ante el hombre, el cual no es nada ante tamaña creación divina.
De otro modo, también el espíritu romántico está presente en la nostalgia del pasado y en la exposición de los peligros que el progreso humano supone para la destrucción misma del hombre. Este es el gran tema de la novela: el enfrentamiento del ser humano consigo mismo, con Dios como parte positiva de su esencia, y con el diablo como vehículo tentador de lo más terrible de su condición. El “Fausto” de Goethe está presente también en el paralelismo que se establece entre ambas historias, así como “Las aventuras del joven Werther” del mismo autor -este último mencionado por el protagonista en el mismo texto como una de sus lecturas predilectas, junto a “El paraíso perdido” y “Vidas paralelas” de Plutarco-; Frankenstein es un nuevo Fausto que vende su alma al diablo como moneda de cambio para conseguir sus ambiciosos planes. Pero, como es bien sabido, el demonio no perdona las deudas por los favores otorgados, y Frankenstein se verá irremisiblemente volcado a la desgracia como pago y castigo por su osada ambición.


“La genealogía de Frankenstein” / “El monstruo de Frankenstein” (Fragmentos)
Alberto Manguel (1948). Escritor, traductor y editor argentino-canadiense. Ha trabajado como lector para varias editoriales y ha sido profesor visitante en diversas universidades. También ha dado numerosas conferencias en instituciones culturales y centros docentes. Es autor de una obra prolífica de la que sobresalen las novelas “Stevenson bajo las palmeras” y “Nuevo elogio de la locura”; y los libros de ensayos “Vicios solitarios. Lecturas, relecturas y otras cuestiones éticas” y “Una historia de la lectura”.

En el folclore europeo, desde el cíclope Polifemo de Ulises hasta el gigante en Grimm, un monstruo es una criatura que actúa instintivamente sin reflexionar, un bruto fácil de engañar, cuyo tamaño no le otorga las magníficas cualidades de otras bestias grandes. El monstruo de Frankenstein es el paradigma de este exceso: no sólo son enormes sus partes corporales sino que él mismo es un resultado exagerado de los poderes creativos humanos, fruto de una imaginación que traspasa violentamente sus fronteras. Los antropólogos y los historiadores han señalado con frecuencia las similitudes entre la imagen que construimos de nuestro propio cuerpo y la del cuerpo político. La sociedad que produjo a Frankenstein era, según uno de estos estudiosos, “una sociedad puramente masculina, violenta e inarticulada, que surge sobre el telón de fondo del feudalismo y la vida rural. La animan la ciencia y la electricidad, pero tiene el cerebro de un criminal”.
El Dr. Frankenstein quiere crear vida sin la ayuda de una mujer. Crear solamente de una "simiente" masculina criaturas a su imagen es el método del alquimista y el objetivo del científico loco. Desde los golems judíos hasta las esculturas animadas de la fábula y la ciencia -Eva creada de la costilla de Adán, el Pinocho de madera de Collodi, los autómatas del siglo XVIII que tanto fascinaban al círculo de Mary Shelley-, los varones se han imaginado a sí mismos capaces de crear vida sin asistencia femenina, vale decir, privando a las mujeres de la exclusividad de su capacidad de concebir. Ninguna mujer participa en la creación del monstruo del Dr. Frankenstein: es un asunto de hombres. Para los cabalistas medievales, este intento de concebir sin el acoplamiento hombre-mujer era un pecado supremo. Al intentar crear vida a partir de “simiente” o partes de cadáveres, el Dr. Frankenstein peca contra la omnipotencia de Dios.
El monstruo creado por el doctor Victor Frankenstein es (nadie lo niega, ni siquiera su propio padre) de una intolerable fealdad. Verlo aterra, y ante el terror que provoca, el monstruo ataca o se defiende. Sólo puede convivir con los seres humanos a condición de no ser visto. Puede aprender cómo viven los hombres porque el anciano que lo acoge es ciego; puede aprender lecciones de historia universal en “Las ruinas del imperio” de Volney porque el joven suizo que lee en voz alta el grandilocuente volumen, no sabe que el monstruo está allí, oculto junto a su ventana. Cuando los otros lo descubren, lo persiguen para matarlo, sin preocuparse por saber si es bueno o malvado. El monstruo es la víctima modelo: inocente y calumniado, azuzado hasta obligarlo a la violencia. Como toda víctima, quiere saber por qué es odiado. No ha sido él el responsable de su presencia en el mundo, como lo dice uno de los epígrafes de la novela, tomado de “El paraíso perdido” de Milton: “¿Acaso te pedí, Creador, que de mi arcilla / me hicieses hombre? ¿Acaso te rogué / que de la oscuridad me ascendieses?”. Fruto de la ambición (o la descuidada invención) de otro, el monstruo comparte su dura suerte con la de Adán, es decir, con la de todos nosotros. Sin embargo, a pesar de su sufrimiento, no quiere morir. “La vida”, le dice a su creador, “aunque sólo sea una acumulación de angustias, me es preciosa”. Y agrega, para explicar su conducta: “Yo era amable y bondadoso; la miseria me convirtió en demonio. Hazme feliz, y otra vez seré virtuoso”.
Le propone al doctor Frankenstein un trato: que éste le fabrique una compañera a su medida y los dos desaparecerán para siempre en las selvas de la América del Sur. En la versión de Shelley el doctor rehúsa la propuesta y, tras una larga y dolorosa persecución a través del norte de Europa, el monstruo acaba perdiéndose más allá del Polo Norte, en las heladas planicies del Canadá septentrional. Sin que Shelley lo mencione, este último destino conviene perfectamente al monstruo ya que el Canadá es, en la geografía imaginaria del mundo, una página en blanco en la cual pueden inscribirse los sueños y pesadillas de la humanidad.
El apóstol Santiago, en su “Epístola Universal”, compara a quien oye la palabra divina y no la pone en obra, con el hombre que se mira en un espejo y luego no recuerda quién es. Hecho de tantos hombres, el monstruo del doctor Frankenstein es, en parte al menos, nuestro espejo, reflejo de aquello que no queremos o no nos atrevemos a recordar. Quizá por eso da miedo.