Con la
figura del engendro creado por Victor Frankenstein, Mary Shelley representó la
tensión creativa del siglo XIX, especialmente difícil para las mujeres de la
época que de algún modo padecían la “angustia de la autoría” (no en vano la
primera edición de la obra fue anónima). Y fue a través de esa tensión que la escritora
británica encontró el argumento de su obra. La búsqueda de la soledad y el
secreto, propios de la autora, se dibujan en la figura de aquel joven influenciado
por alquimistas y con intenciones de descubrir el fabuloso “elixir de la vida”,
un personaje atormentado y obsesivo dispuesto a romper todas las reglas en pos
de su investigación. Victor Frankenstein fue capaz de transgredir las normas
éticas vigentes ya que sentía la ciencia con una pasión arrolladora que le hizo
prescindir de sus propias necesidades humanas, del contacto con los demás, del
amor, del gozo de los sentidos, de todo aquello que no fuera su obsesivo
trabajo. “Quien no haya experimentado la seducción que la ciencia ejerce sobre
una persona, jamás comprenderá su tiranía”, dirá en un pasaje de la obra. Por
eso corrió riesgos extremos y se enfrentó al horror de su invento. Frankenstein
consideraba que todo límite a la dominación del hombre sobre la realidad debía
ser abolido, que se debía ahondar en el conocimiento con el fin de alcanzar su
dominio total. Fue un hombre-dios en un mundo sin alma, sin misterio, sin
opacidades. Tal como sugiere el subtítulo de la novela, “El moderno Prometeo”,
Victor Frankenstein es un ejemplo del romántico ambicioso, que transgrede los
límites entre lo humano y lo divino. Según la mitología griega, Prometeo le
robó el fuego a los dioses y se lo dio al hombre, y por eso sufrió el castigo
eterno por parte de Zeus. La sensación de que Frankenstein estaba en pos de un conocimiento
prohibido para transmitirlo a la humanidad lo emparenta inevitablemente con la
figura legendaria del Titán protector de la civilización humana.
“El doctor
Frankenstein” (Fragmentos)
Susanna Farré
(1971). Documentalista
e Historiadora del Arte española. Trabaja en el Departamento de Digitalización
de la Biblioteca de Catalunya, donde he ejercido varias funciones a lo largo de
los años. Ha participado como coautora en los libros “El cine de ciencia ficción. Explorando mundos” y “Miradas para un nuevo milenio. Fragmentos para una historia futura del cine
español”.
El doctor Henry Frankenstein lleva a cabo una serie de experimentos al
margen de los dictámenes de la clase médica de la época. Tras celebrarse una
clase práctica de anatomía a cargo del doctor Waldman, Fritz, el fiel ayudante
del doctor Frankenstein roba el cerebro de un asesino depositado en un frasco.
Se trata del último y fundamental elemento para dar vida a la criatura de
Frankenstein formada por tejidos, órganos y huesos de diversos individuos cuyos
cuerpos han sido profanados del cementerio o extraídos del depósito de cadáveres
de la localidad. La criatura creada por el doctor Henry Frankenstein no tardará
en escapar y verá imposibilitado el contacto con el exterior por la carencia de
habla y su rostro deforme.
Escrita con una prosa deliciosamente sencilla, la novela de Mary Shelley
tiene por subtítulo “el moderno
Prometeo”, en alusión al mito griego del Titán del mismo nombre que,
tras ser conminado por los dioses a crear al hombre, desafió a Zeus robando el
fuego del Olimpo para dárselo a los humanos y así procurarles calor y
protección. Prometeo está asociado, según la mitología, al otorgamiento del
conocimiento a los hombres, los cuales se ven “condenados” a una búsqueda
eterna del mismo. El doctor Frankenstein es, pues, el moderno Prometeo, un
científico que trata de rebasar los límites del conocimiento humano para llegar
a lo más alto -y también lo más prohibido- de sus facultades como ser creador:
construir un ser a su semejanza, como hizo el Dios cristiano a quien pretende
llegar a emular. Al igual que el titán griego, Frankenstein será castigado por
su osadía y, lejos de crear un ser perfecto, concibe una suerte de monstruosa
criatura a la cual renuncia y abandona a la crueldad de un mundo que lo rechaza
por su monstruosa apariencia, por lo que la criatura se llena de rencor y odio
hacia los humanos. El “diablo”, como así lo llama el doctor Frankenstein en
alusión al personaje de Satán de “El
paraíso perdido” de Milton -una de las referencias claves en la
novela de Shelley- decide perseguir a su creador para exigirle la creación de
una compañera que le consuele en su sufrimiento. El doctor se niega a ello,
horrorizado por las probables consecuencias del asesino que él mismo ha creado,
por lo que la venganza de aquél caerá sobre él y sobre sus seres más queridos.
La novela de Mary Shelley es uno de los ejemplos más bellos del romanticismo
literario de inicios del siglo XIX. Existe en la novela de Shelley numerosos
pasajes que conectan directamente con el espíritu romántico de aquella época,
como la exaltación de la naturaleza, bella y espectacular en su grandeza, pero
a la vez amenazadora y peligrosa en su violenta explosión, como la que
Frankenstein contempla cuando inicia su viaje por los Alpes para recuperar su
salud, sublimado ante unos paisajes que nos remiten sin dudarlo a los mejores
cuadros de Friedrich, o la misma que a través de una violenta tormenta provoca
con sus rayos el nacimiento de la vida en el cuerpo de un gigantesco ser
compuesto de fragmentos muertos. Siguiendo con este pictorialismo, el paisaje
helado del polo con el que se inicia y finaliza la novela vuelve a recordarnos
las pinturas del alemán antes citado, paisajes bellísimos pero desolados por su
grandeza y superioridad ante el hombre, el cual no es nada ante tamaña creación
divina.
De otro modo, también el espíritu romántico está presente en la nostalgia
del pasado y en la exposición de los peligros que el progreso humano supone
para la destrucción misma del hombre. Este es el gran tema de la novela: el
enfrentamiento del ser humano consigo mismo, con Dios como parte positiva de su
esencia, y con el diablo como vehículo tentador de lo más terrible de su
condición. El “Fausto” de
Goethe está presente también en el paralelismo que se establece entre ambas
historias, así como “Las
aventuras del joven Werther” del mismo autor -este último
mencionado por el protagonista en el mismo texto como una de sus lecturas
predilectas, junto a “El paraíso perdido” y “Vidas paralelas” de Plutarco-;
Frankenstein es un nuevo Fausto que vende su alma al diablo como moneda de
cambio para conseguir sus ambiciosos planes. Pero, como es bien sabido, el
demonio no perdona las deudas por los favores otorgados, y Frankenstein se verá
irremisiblemente volcado a la desgracia como pago y castigo por su osada
ambición.
“La
genealogía de Frankenstein” / “El monstruo de Frankenstein” (Fragmentos)
Alberto
Manguel (1948). Escritor, traductor y editor argentino-canadiense. Ha trabajado
como lector para varias editoriales y ha sido profesor visitante en diversas
universidades. También ha dado numerosas conferencias en instituciones culturales
y centros docentes. Es autor de una obra prolífica de la que sobresalen las
novelas “Stevenson bajo las palmeras” y “Nuevo elogio de la locura”; y los
libros de ensayos “Vicios solitarios. Lecturas, relecturas y otras cuestiones
éticas” y “Una historia de la lectura”.
En el
folclore europeo, desde el cíclope Polifemo de Ulises hasta el gigante en
Grimm, un monstruo es una criatura que actúa instintivamente sin reflexionar,
un bruto fácil de engañar, cuyo tamaño no le otorga las magníficas cualidades
de otras bestias grandes. El monstruo de Frankenstein es el paradigma de este
exceso: no sólo son enormes sus partes corporales sino que él mismo es un
resultado exagerado de los poderes creativos humanos, fruto de una imaginación
que traspasa violentamente sus fronteras. Los antropólogos y los historiadores
han señalado con frecuencia las similitudes entre la imagen que construimos de
nuestro propio cuerpo y la del cuerpo político. La sociedad que produjo a
Frankenstein era, según uno de estos estudiosos, “una sociedad puramente
masculina, violenta e inarticulada, que surge sobre el telón de fondo del
feudalismo y la vida rural. La animan la ciencia y la electricidad, pero tiene
el cerebro de un criminal”.
El Dr.
Frankenstein quiere crear vida sin la ayuda de una mujer. Crear solamente de
una "simiente" masculina criaturas a su imagen es el método del
alquimista y el objetivo del científico loco. Desde los golems judíos hasta las
esculturas animadas de la fábula y la ciencia -Eva creada de la costilla de
Adán, el Pinocho de madera de Collodi, los autómatas del siglo XVIII
que tanto fascinaban al círculo de Mary Shelley-, los varones se han imaginado
a sí mismos capaces de crear vida sin asistencia femenina, vale decir, privando
a las mujeres de la exclusividad de su capacidad de concebir. Ninguna mujer
participa en la creación del monstruo del Dr. Frankenstein: es un asunto de
hombres. Para los cabalistas medievales, este intento de concebir sin el
acoplamiento hombre-mujer era un pecado supremo. Al intentar crear vida a
partir de “simiente” o partes de cadáveres, el Dr. Frankenstein peca contra la
omnipotencia de Dios.
El monstruo
creado por el doctor Victor Frankenstein es (nadie lo niega, ni siquiera su
propio padre) de una intolerable fealdad. Verlo aterra, y ante el terror que
provoca, el monstruo ataca o se defiende. Sólo puede convivir con los seres
humanos a condición de no ser visto. Puede aprender cómo viven los hombres
porque el anciano que lo acoge es ciego; puede aprender lecciones de historia
universal en “Las ruinas del imperio” de Volney porque el joven suizo
que lee en voz alta el grandilocuente volumen, no sabe que el monstruo está
allí, oculto junto a su ventana. Cuando los otros lo descubren, lo persiguen
para matarlo, sin preocuparse por saber si es bueno o malvado. El monstruo es
la víctima modelo: inocente y calumniado, azuzado hasta obligarlo a la
violencia. Como toda víctima, quiere saber por qué es odiado. No ha sido él el
responsable de su presencia en el mundo, como lo dice uno de los epígrafes de
la novela, tomado de “El paraíso perdido” de Milton: “¿Acaso te pedí,
Creador, que de mi arcilla / me hicieses hombre? ¿Acaso te rogué / que de la
oscuridad me ascendieses?”. Fruto de la ambición (o la descuidada invención) de
otro, el monstruo comparte su dura suerte con la de Adán, es decir, con la de
todos nosotros. Sin embargo, a pesar de su sufrimiento, no quiere morir. “La
vida”, le dice a su creador, “aunque sólo sea una acumulación de angustias, me
es preciosa”. Y agrega, para explicar su conducta: “Yo era amable y bondadoso;
la miseria me convirtió en demonio. Hazme feliz, y otra vez seré virtuoso”.
Le propone
al doctor Frankenstein un trato: que éste le fabrique una compañera a su medida
y los dos desaparecerán para siempre en las selvas de la América del Sur. En la
versión de Shelley el doctor rehúsa la propuesta y, tras una larga y dolorosa
persecución a través del norte de Europa, el monstruo acaba perdiéndose más
allá del Polo Norte, en las heladas planicies del Canadá septentrional. Sin que
Shelley lo mencione, este último destino conviene perfectamente al monstruo ya
que el Canadá es, en la geografía imaginaria del mundo, una página en blanco en
la cual pueden inscribirse los sueños y pesadillas de la humanidad.
El apóstol
Santiago, en su “Epístola Universal”, compara a quien oye la palabra
divina y no la pone en obra, con el hombre que se mira en un espejo y luego no
recuerda quién es. Hecho de tantos hombres, el monstruo del doctor Frankenstein
es, en parte al menos, nuestro espejo, reflejo de aquello que no queremos o no
nos atrevemos a recordar. Quizá por eso da miedo.