Andrés
Rivera (1928-2016) fue uno de los grandes escritores argentinos cuya obra
estuvo primordialmente vinculada al análisis de la historia argentina. Nacido
como Marcos Ribak en el seno de una familia de inmigrantes judíos provenientes
de Polonia y Ucrania, trabajó en su juventud como obrero textil antes de
convertirse en periodista y escritor. En una entrevista contaría que con poco
menos de trece años tuvo su primer abordaje a la literatura. Sus dos tíos
maternos eran lectores y cinéfilos empedernidos. “Uno de ellos, Meier, murió
borracho; el otro, Felipe, murió trotskista. Justamente Felipe, de vasta
cultura política y literaria, me dio una tarde, como al descuido, ‘Los siete
locos’ de Roberto Arlt. Quedé fascinado. Después le siguieron ‘Los miserables’
de Víctor Hugo, y más Arlt: ‘Los lanzallamas’, ‘El amor brujo’. Del resto me
encargué yo de un modo muy arbitrario, la única manera en que uno debe leer y
elegir. Podía vivir lo que leía. Felipe me llevaba hasta un café de Villa
Crespo, ‘La Pura’, donde siempre había un grupo de judíos jugando al ajedrez o
a los naipes. Luego al cine, después a cenar y de allí a casa, un pequeño
departamento donde vivíamos todos juntos”. “Nací en un hogar obrero -contaría
en otra entrevista-. Mi padre, que era dirigente sindical, necesitaba leer,
necesitaba saber. Por esa época, se reunían en mi casa otros hombres como mi
padre. Bajaban de los andamios, salían de los talleres metalúrgicos, emergían
de los talleres de sastres y allí estaban. Tenían pocos escritores para citar,
pero los citaban, necesitaban ese mundo abstracto de la letra para afirmarse.
No hubo alternativa para mí. En un momento abrí un cuaderno y empecé a
escribir”. La influencia de su padre, un austero secretario de la Federación
Obrera del Vestido en una época en que los sindicatos libraban grandes luchas
en defensa de sus derechos, es evidente en sus primeros textos: las novelas “El
precio” y “Los que no mueren”, y los libros de cuentos “Sol de sábado”, “Cita”
y “El yugo y la marcha”. Publicados entre 1956 y 1968, en todos ellos aparecen
las expresiones de poder de la clase dominante en la Argentina, las luchas
obreras, los inmigrantes que hablaban una mezcla de porteño e idish, las
fábricas, las huelgas, los conventillos, los amores, los abandonos, las traiciones
que se vivían dentro del movimiento obrero. Tras publicar en 1972 el tomo de
cuentos policiales “Ajuste de cuentas”, el fracaso de las acciones encabezadas
por la izquierda revolucionaria que por entonces surgía en el país y la certeza
de que la sociedad no se hallaba a las puertas de una revolución serían los
temas que recorrerían muchos de sus libros posteriores. Tras llamarse a
silencio y no publicar durante diez años, en 1982 aparecería “Una lectura de la
historia”, obra con la que comenzó a utilizar el género autobiográfico como
soporte de sus reflexiones sobre la historia. Así, iría publicando
sucesivamente las novelas “Nada que perder”, “En esta dulce tierra”,
“Apuestas”, “Los vencedores no dudan” y “La revolución es un sueño eterno”,
obra con la que ganó el Premio Nacional de Literatura en 1992. A lo largo de su
vida concedió numerosas entrevistas. Lo que sigue a continuación es la primera
parte de un extracto editado de las que le hicieran Marina Kabat (revista “RyR”
nº 6, marzo de 2000); Verónica Abdala (suplemento “Radar” del diario
“Página/12”, 23 de diciembre de 2001); Diego Lanese, Hugo Montero e Ignacio
Portela (revista “Sudestada” nº 10, julio de 2002); Raquel Garzón (suplemento
“Babelia” del diario “El País”, 28 de septiembre de 2007); Juan José Burzi
(revista “Los Asesinos Tímidos” nº 9, septiembre de 2007) y Mario Wainfeld y
Nora Veiras (diario “Página/12”, 3 de agosto de 2009).
¿Cuándo empezó a leer?
Obviamente,
cuando ingresé a la escuela primaria. Pero, de hecho, antes leí aquello que
escuchaba de mi padre y de sus compañeros. Mi padre fue dirigente sindical de
los Obreros del Vestido y, en la pieza de inquilinato que alquilábamos, se
realizaban reuniones de los trabajadores de ese gremio. Mi madre preparaba
sandwiches de milanesa y yo los escuchaba hablar. Con mucha vehemencia, con
mucha pasión. Hombres que luego iban o retornaban a sus puestos de trabajo en
los talleres con tres o cuatro horas de sueño.
¿De qué años hablamos?
Yo nací en
el ’28, piense en lo que se llamó la Década Infame. Año ’33, yo debía tener
cinco años, estaba al borde de ingresar a la escuela. Mi primera “lectura”,
entre comillas, fue aquello que decían esos hombres. Excepcionalmente había
alguna obrera, una compañera... una tía mía. Todos mis parientes eran
inmigrantes judíos que llegaron a este país, yo diría que por equivocación...
Vamos a hablar de racismo. Partieron de un puerto francés, de Cherburgo...
¿De dónde venían sus padres?
Mi familia
materna, que era numerosa, vino del sur de Ucrania, de una pequeña ciudad que
se llamaba Proskurov, que era un centro ferroviario importante. Se hizo
célebre, de un modo funesto, porque cuando estalló la guerra civil en Rusia,
cuando fue derrocado el zarismo, aparecieron los ejércitos blancos (por eso una
de mis novelas se llama “Guardia blanca”). Uno de ellos, al mando de alguien
que se hacía llamar el general Simeón Petliura. Petliura había sido cajero de
banco antes... pero con intrepidez que habría que reconocerle y algo de coraje
se puso al frente de todos aquellos que estaban dispuestos a enfrentar al
régimen soviético. Asaltaron la ciudad de Proskurov, que tenía una nutrida
población judía. Fue asaltada la vivienda donde vivían mis tíos y la que sería
mi madre, por los asesinos de Petliura: cosacos o algo así, con los sables
desenvainados. La que fue mi abuela, que no conocí, dijo una palabra en ruso
que los espantó: “Tifus”. No había salvación para el tifus en plena guerra
civil, y los cosacos, brutos y todo, lo sabían y salieron rápido de la casa. Así
se salvó la familia de mi madre y por eso estoy hablando acá, soy argentino.
Este caballero, Petliura, después de la derrota de los blancos se refugió en
París. ¿A dónde iba a ir? ¿Si iba Gardel, por qué no iba a ir él? Un judío,
también oriundo de Proskurov, le siguió durante años los pasos. Su familia,
mujer e hijos, había sido degollada en su totalidad. Él consiguió salvarse. Un
día, en París, se cruzó con el general y le preguntó si era Simeón Petliura.
Este se sintió halagado de que alguien lo reconociera en París, sacó pecho
(seguramente) y dijo que sí. Y este judío lo abatió de dos o tres disparos. Lo
notable es que el tribunal francés que lo juzgó lo absolvió. Probablemente
recordaban lo que les pasó a los jurados franceses (y a la propia Francia) con
el caso Dreyfus. Quiero decir Dreyfus era judío, ahí trabajó en la conciencia
de los jurados el racismo.
Volvamos a Cherburgo.
En el
viaje, cuando se asomó a Río de Janeiro, esa familia judía se sintió muy
perturbada porque había muchos negros y ellos eran blancos. El racismo, otra
vez. Por cierto, siguieron rumbo a Buenos Aires. Acá llegaron.
¿Cómo, dónde vivían?
Mi madre
me contaba que el mundo porteño les resultaba increíble. El hígado te lo
regalaban en las carnicerías y la carne se compraba a veinte centavos. Pero era
muy difícil alquilar. Toda la familia se refugió en una sola habitación.
Algunos aprendieron el oficio de lustradores de muebles. Un tío, que tuvo gran
influencia sobre mí, Felipe, aprendió el oficio de tipógrafo que las
computadoras han barrido a la oscuridad de la historia. Fue el primero que puso
debajo de mi nariz “Los siete locos” y “Los lanzallamas” de Arlt y me dijo con
una sonrisa irónica “léelos”. Y, antes que Arlt, a “Los miserables” de Víctor
Hugo, en las ediciones de “Tor” que venían en dos columnas, un libro tan grueso
como la guía telefónica. Allí están mis inicios, allí empiezo a leer. Entonces
pude redactar los volantes que se elaboraban en esas reuniones “clandestinas”
que se hacían en la habitación en que vivía.
¿Qué edad tenía usted, a esa altura?
Estaba
llegando a cuarto grado.
Háblenos de la escuela, por favor.
Paradoja: esa
escuela primaria, que se llamaba Marcos Paz, estaba sostenida por la Policía.
Yo era un alumno de “muy bien diez felicitado” porque las maestras (que eran
todas sarmientinas) decían “niños, composición la vaca”, yo ponía la “h” (que
no suena), la “v” corta y la “b” larga donde correspondía. Nunca me confundía.
¿Qué idioma hablaban sus padres, en la casa?
Vivíamos
en un barrio típicamente judío, Villa Crespo. Borges modificó la geografía o
hablaba de otra Villa Crespo, donde estaban los cuchilleros... Pero Villa
Crespo era un barrio judío. Crecí en ese mundo. En mi casa hablaban en idish,
yo lo entendía. Mi madre me contó que mi primer idioma no fue el castellano,
fue el idish. Los cambios de domicilio, por razones económicas o de militancia,
hicieron que me pusiera en contacto con chicos que hablaban castellano y
arrumbé el idish. No soy creyente pero creo haber cometido un sólo pecado, no
aprender inglés. Había iniciado el estudio, en una de esas academias de barrio,
y no lo seguí. Cuando miro series por televisión, algunas palabras reconozco
antes de que salga la leyenda. Pero no sé. ¡Poder leer a William Faulkner en el
original, poder leer “El sonido y la furia”... De eso fue capaz Juan Carlos
Onetti, a quien conocí muy bien.
No estudiar inglés, ¿fue una decisión ideológica?
No, no,
nada de ideológica, porque una cosa era la Inglaterra que influyó política,
económica y culturalmente sobre la Argentina hasta más allá de los años ’30
(después fue Estados Unidos). Y no estoy hablando de imperialismo solamente,
acá hay cosas que nos atañen. Pero ¿cómo no hablar inglés? Puede hablarlo en
las Filipinas, en España, en Francia donde son tan exigentes con su idioma.
Se encontró con Arlt, con Víctor Hugo... ¿qué
pasó a partir de ahí con la lectura?
Hasta hoy
sigo siendo un lector voraz. Pero, después de una cantidad de libros (algunos
muy malos) que escribí, tengo dos miradas para los libros. Una, la del lector,
la del mero lector, la del adicto a la lectura. La otra es el ojo crítico. Y
miro las traducciones. Hemos tenido muy buenos traductores, Jorge Luis Borges,
Julio Cortázar. Hubo alguien que la historia tapó, que venía de las filas del Partido
Comunista, Floreal Mazía. Excelente, a la altura de Borges y de Cortázar. Hay una
historia que me contó Onetti acerca de Borges traductor. Borges, contaba
Onetti, tradujo “Las palmeras salvajes”, una novela corta de Faulkner. Hasta
donde recuerdo, es un largo viaje por el Mississippi... Son dos viajes
paralelos: una mujer embarazada y un convicto que huye de la cárcel. Sobre el
final el convicto y la mujer, a punto de parir, se encuentran. El hombre
manifiesta su admiración por algo que hizo la mujer y lanza una exclamación.
Borges lo traduce así: “¡Mujeres! -dijo el penado alto”. Onetti decía que ahí
intervino el pudor de Borges. El penado alto dijo “Women. ¡Shit!” que puede
entenderse de varias maneras. Era una exclamación que reflejaba la admiración
por la mujer. Venía a ser, traducido, “mujeres, ¡carajo!”. Borges suprimió el “shit”
por pudor. Es llamativa la anécdota porque, en un texto sobre las traducciones
de “Las mil y una noches”, Borges recorre y cuestiona amablemente alguna en la
que el autor suprimía púdicamente párrafos que chocaban con su criterio.
¿Cómo surge el deseo de escribir?
Esta es mi
segunda juventud, pero en mi primera juventud yo fui hijo de un hogar obrero,
donde mis primeras lecturas de niño fueron títulos como “Memoria y balance del
comité central confederal de la CGT” o “La lucha de los mineros de Asturias de
1934”, para ese momento yo debería tener 6 o 7 años y me pasaba la mayor parte
del tiempo en cama.
Hablando de lecturas, ¿tiene algún placer
culposo, la lectura de algún libro o autor que usted le avergonzaría decir que
lee?
No,
Faulkner supo decir que uno aprende de los libros buenos y de los malos.
Si le pidiera que recomendara alguno de sus
libros a un oyente o lector para producir la incitación que produjeron en usted
los de Arlt o el de Víctor Hugo...
Hay uno
por el que me dieron el Premio Nacional de Literatura. Hoy escribiría otro
texto, pero usted me pide que recomiende y yo digo “La revolución es un sueño
eterno”. Yo sólo adapté el título de unas palabras de Bernardo de Monteagudo,
uno de los pocos jacobinos de la Revolución de Mayo. Él, Moreno, Castelli...
Monteagudo bajaba del norte, la tropa independentista estaba diezmada. Y
consecuente con sus ideas, pues era un ateo (no había leído “La divina comedia”,
claro) dijo “la muerte es un sueño eterno”, que se contrapone a toda la
mitología cristiana: purgatorio, paraíso, etcétera, etcétera. Es un sueño
eterno, se terminó. Yo cambié “muerte” por “revolución”, que también es un
sueño eterno. Siempre ocurre lo mismo, hay tres, cuatro, cinco... los que
quieren cambiar el mundo son minoría siempre, que encuentran el momento en lanzar
una consigna que pone en pie y moviliza a una buena parte de la población del
país en donde se lanzó esa consigna. Lenin estaba leyendo plácidamente en
Ginebra cuando se lanzó la consigna “paz” (porque el ejército zarista había
sido diezmado, con la muerte de millones de hombres), “pan” (porque había
hambre) y “tierra” (repartir las grandes posesiones de tierra de príncipes,
duques, condes). Esa fue la consigna. O la consigna de la Revolución Francesa,
“libertad, igualdad, fraternidad”, que sigue siendo válida hoy para todos
nosotros. Si vamos a hablar de igualdad en este país, vamos a estar de aquí a
pasado mañana... No se puede hablar de igualdad...
¿Qué elementos de su propia experiencia
histórica o de aquella a la que accedió a través de relatos ha puesto en juego
en la construcción de sus novelas?
Bueno, mi
primera novela, “El precio”, apareció en 1957. En ese momento había un campo
socialista, lo que se llamó el socialismo real, que con todas sus atrocidades,
que hay que reconocerlas, era una alternativa para millones y millones de
personas: intelectuales, pequeño burgueses, trabajadores, campesinos. Esa
novela, de la que no me desdigo, habría que reescribirla de la primera palabra
a la última. Estaba cruzada por demasiadas influencias. Yo no había logrado en
ese momento una escritura propia, y eso es muy importante porque una escritura
propia habla de lo que usted denomina experiencia histórica. Yo estaba muy
influido por la literatura norteamericana. Y me parece que fue la mejor
influencia que pude recibir. Porque la literatura norteamericana de aquel
momento y aún de hoy es la mejor que se ha escrito en aquel momento y hoy,
porque es la literatura del país capitalista más avanzado. Y los mejores
escritores de ese país, lo quieran o no, lo hagan conscientemente o no, delatan
los perfiles más crueles de los Estados Unidos de América. La Argentina, en
América del Sur, es un país distinto a todos los otros que integran el
continente. Este es un país de inmigración que se formó esencialmente con inmigrantes
italianos, polacos, rusos, alemanes y judíos. Muchos de ellos llegaron acá, en
especial los judíos, corridos por el “progrom” y otros corridos por la
reacción, por lo que hoy se llama derecha. Hoy y ayer. Y trajeron a este país,
junto con sus cuerpos, sus ideas: anarquistas, socialistas. Por eso el
movimiento obrero de este país se formó tan tempranamente. “El precio” fue una
crónica de los hechos, de los relatos orales que circulaban en mi familia
materna, de mi padre que vino sólo con su alma al país, de los periódicos
sindicales que traía a casa y que yo leía, de las reuniones clandestinas a las
que yo asistí en mi casa, una casa de inquilinato, pieza y cocina. Y eso para
el chico que yo era tenía un relieve épico. Y yo me empapaba como una esponja
de eso. Eso fue “El precio”. “El precio” hay que reescribirlo. Yo no sé si voy
a tener tiempo, pero si alguna vez puedo intentaré la empresa. Allí está
resumido eso que acabo de decirle y toda la mitología de la adolescencia, mi
paso por la escuela industrial, por el secundario, mi absoluta incompatibilidad
con la química, carrera que elegí porque supuse que estaba cargada de misterio,
mi “rabona” que no duró un día, sino un año y entonces mi tránsito por Buenos
Aires. La “rabona” me sirvió para caminar todo Buenos Aires y para tener las
mejores notas que nunca tuve porque mis compañeros de división se robaron una
libreta y mis promedios no bajaban de 8,50 o 9. Eso es “El precio”.
¿Por qué piensa que en Argentina post dictadura
no hubo una historia como esa que nos contó del judío que buscó por años al
general y lo mató?
En “El
farmer” Rosas dice: “Se puede confiar en la cobardía incondicional de los
argentinos”. ¿Cuál es nuestro grado de complicidad con el mundo que nos rodea?
¿Qué hemos hecho para cambiarlo?