10 de abril de 2021

Andrés Rivera: “Yo soy del bando de los derrotados, por elección. Por ellos y sobre ellos escribo” (1)

Andrés Rivera (1928-2016) fue uno de los grandes escritores argentinos cuya obra estuvo primordialmente vinculada al análisis de la historia argentina. Nacido como Marcos Ribak en el seno de una familia de inmigrantes judíos provenientes de Polonia y Ucrania, trabajó en su juventud como obrero textil antes de convertirse en periodista y escritor. En una entrevista contaría que con poco menos de trece años tuvo su primer abordaje a la literatura. Sus dos tíos maternos eran lectores y cinéfilos empedernidos. “Uno de ellos, Meier, murió borracho; el otro, Felipe, murió trotskista. Justamente Felipe, de vasta cultura política y literaria, me dio una tarde, como al descuido, ‘Los siete locos’ de Roberto Arlt. Quedé fascinado. Después le siguieron ‘Los miserables’ de Víctor Hugo, y más Arlt: ‘Los lanzallamas’, ‘El amor brujo’. Del resto me encargué yo de un modo muy arbitrario, la única manera en que uno debe leer y elegir. Podía vivir lo que leía. Felipe me llevaba hasta un café de Villa Crespo, ‘La Pura’, donde siempre había un grupo de judíos jugando al ajedrez o a los naipes. Luego al cine, después a cenar y de allí a casa, un pequeño departamento donde vivíamos todos juntos”. “Nací en un hogar obrero -contaría en otra entrevista-. Mi padre, que era dirigente sindical, necesitaba leer, necesitaba saber. Por esa época, se reunían en mi casa otros hombres como mi padre. Bajaban de los andamios, salían de los talleres metalúrgicos, emergían de los talleres de sastres y allí estaban. Tenían pocos escritores para citar, pero los citaban, necesitaban ese mundo abstracto de la letra para afirmarse. No hubo alternativa para mí. En un momento abrí un cuaderno y empecé a escribir”. La influencia de su padre, un austero secretario de la Federación Obrera del Vestido en una época en que los sindicatos libraban grandes luchas en defensa de sus derechos, es evidente en sus primeros textos: las novelas “El precio” y “Los que no mueren”, y los libros de cuentos “Sol de sábado”, “Cita” y “El yugo y la marcha”. Publicados entre 1956 y 1968, en todos ellos aparecen las expresiones de poder de la clase dominante en la Argentina, las luchas obreras, los inmigrantes que hablaban una mezcla de porteño e idish, las fábricas, las huelgas, los conventillos, los amores, los abandonos, las traiciones que se vivían dentro del movimiento obrero. Tras publicar en 1972 el tomo de cuentos policiales “Ajuste de cuentas”, el fracaso de las acciones encabezadas por la izquierda revolucionaria que por entonces surgía en el país y la certeza de que la sociedad no se hallaba a las puertas de una revolución serían los temas que recorrerían muchos de sus libros posteriores. Tras llamarse a silencio y no publicar durante diez años, en 1982 aparecería “Una lectura de la historia”, obra con la que comenzó a utilizar el género autobiográfico como soporte de sus reflexiones sobre la historia. Así, iría publicando sucesivamente las novelas “Nada que perder”, “En esta dulce tierra”, “Apuestas”, “Los vencedores no dudan” y “La revolución es un sueño eterno”, obra con la que ganó el Premio Nacional de Literatura en 1992. A lo largo de su vida concedió numerosas entrevistas. Lo que sigue a continuación es la primera parte de un extracto editado de las que le hicieran Marina Kabat (revista “RyR” nº 6, marzo de 2000); Verónica Abdala (suplemento “Radar” del diario “Página/12”, 23 de diciembre de 2001); Diego Lanese, Hugo Montero e Ignacio Portela (revista “Sudestada” nº 10, julio de 2002); Raquel Garzón (suplemento “Babelia” del diario “El País”, 28 de septiembre de 2007); Juan José Burzi (revista “Los Asesinos Tímidos” nº 9, septiembre de 2007) y Mario Wainfeld y Nora Veiras (diario “Página/12”, 3 de agosto de 2009).


¿Cuándo empezó a leer?
 
Obviamente, cuando ingresé a la escuela primaria. Pero, de hecho, antes leí aquello que escuchaba de mi padre y de sus compañeros. Mi padre fue dirigente sindical de los Obreros del Vestido y, en la pieza de inquilinato que alquilábamos, se realizaban reuniones de los trabajadores de ese gremio. Mi madre preparaba sandwiches de milanesa y yo los escuchaba hablar. Con mucha vehemencia, con mucha pasión. Hombres que luego iban o retornaban a sus puestos de trabajo en los talleres con tres o cuatro horas de sueño.
 
¿De qué años hablamos?
 
Yo nací en el ’28, piense en lo que se llamó la Década Infame. Año ’33, yo debía tener cinco años, estaba al borde de ingresar a la escuela. Mi primera “lectura”, entre comillas, fue aquello que decían esos hombres. Excepcionalmente había alguna obrera, una compañera... una tía mía. Todos mis parientes eran inmigrantes judíos que llegaron a este país, yo diría que por equivocación... Vamos a hablar de racismo. Partieron de un puerto francés, de Cherburgo...
 
¿De dónde venían sus padres?
 
Mi familia materna, que era numerosa, vino del sur de Ucrania, de una pequeña ciudad que se llamaba Proskurov, que era un centro ferroviario importante. Se hizo célebre, de un modo funesto, porque cuando estalló la guerra civil en Rusia, cuando fue derrocado el zarismo, aparecieron los ejércitos blancos (por eso una de mis novelas se llama “Guardia blanca”). Uno de ellos, al mando de alguien que se hacía llamar el general Simeón Petliura. Petliura había sido cajero de banco antes... pero con intrepidez que habría que reconocerle y algo de coraje se puso al frente de todos aquellos que estaban dispuestos a enfrentar al régimen soviético. Asaltaron la ciudad de Proskurov, que tenía una nutrida población judía. Fue asaltada la vivienda donde vivían mis tíos y la que sería mi madre, por los asesinos de Petliura: cosacos o algo así, con los sables desenvainados. La que fue mi abuela, que no conocí, dijo una palabra en ruso que los espantó: “Tifus”. No había salvación para el tifus en plena guerra civil, y los cosacos, brutos y todo, lo sabían y salieron rápido de la casa. Así se salvó la familia de mi madre y por eso estoy hablando acá, soy argentino. Este caballero, Petliura, después de la derrota de los blancos se refugió en París. ¿A dónde iba a ir? ¿Si iba Gardel, por qué no iba a ir él? Un judío, también oriundo de Proskurov, le siguió durante años los pasos. Su familia, mujer e hijos, había sido degollada en su totalidad. Él consiguió salvarse. Un día, en París, se cruzó con el general y le preguntó si era Simeón Petliura. Este se sintió halagado de que alguien lo reconociera en París, sacó pecho (seguramente) y dijo que sí. Y este judío lo abatió de dos o tres disparos. Lo notable es que el tribunal francés que lo juzgó lo absolvió. Probablemente recordaban lo que les pasó a los jurados franceses (y a la propia Francia) con el caso Dreyfus. Quiero decir Dreyfus era judío, ahí trabajó en la conciencia de los jurados el racismo.
 
Volvamos a Cherburgo.
 
En el viaje, cuando se asomó a Río de Janeiro, esa familia judía se sintió muy perturbada porque había muchos negros y ellos eran blancos. El racismo, otra vez. Por cierto, siguieron rumbo a Buenos Aires. Acá llegaron.
 
¿Cómo, dónde vivían?
 
Mi madre me contaba que el mundo porteño les resultaba increíble. El hígado te lo regalaban en las carnicerías y la carne se compraba a veinte centavos. Pero era muy difícil alquilar. Toda la familia se refugió en una sola habitación. Algunos aprendieron el oficio de lustradores de muebles. Un tío, que tuvo gran influencia sobre mí, Felipe, aprendió el oficio de tipógrafo que las computadoras han barrido a la oscuridad de la historia. Fue el primero que puso debajo de mi nariz “Los siete locos” y “Los lanzallamas” de Arlt y me dijo con una sonrisa irónica “léelos”. Y, antes que Arlt, a “Los miserables” de Víctor Hugo, en las ediciones de “Tor” que venían en dos columnas, un libro tan grueso como la guía telefónica. Allí están mis inicios, allí empiezo a leer. Entonces pude redactar los volantes que se elaboraban en esas reuniones “clandestinas” que se hacían en la habitación en que vivía.
 
¿Qué edad tenía usted, a esa altura?
 
Estaba llegando a cuarto grado.
 
Háblenos de la escuela, por favor.
 
Paradoja: esa escuela primaria, que se llamaba Marcos Paz, estaba sostenida por la Policía. Yo era un alumno de “muy bien diez felicitado” porque las maestras (que eran todas sarmientinas) decían “niños, composición la vaca”, yo ponía la “h” (que no suena), la “v” corta y la “b” larga donde correspondía. Nunca me confundía.
 
¿Qué idioma hablaban sus padres, en la casa?
 
Vivíamos en un barrio típicamente judío, Villa Crespo. Borges modificó la geografía o hablaba de otra Villa Crespo, donde estaban los cuchilleros... Pero Villa Crespo era un barrio judío. Crecí en ese mundo. En mi casa hablaban en idish, yo lo entendía. Mi madre me contó que mi primer idioma no fue el castellano, fue el idish. Los cambios de domicilio, por razones económicas o de militancia, hicieron que me pusiera en contacto con chicos que hablaban castellano y arrumbé el idish. No soy creyente pero creo haber cometido un sólo pecado, no aprender inglés. Había iniciado el estudio, en una de esas academias de barrio, y no lo seguí. Cuando miro series por televisión, algunas palabras reconozco antes de que salga la leyenda. Pero no sé. ¡Poder leer a William Faulkner en el original, poder leer “El sonido y la furia”... De eso fue capaz Juan Carlos Onetti, a quien conocí muy bien.
 
No estudiar inglés, ¿fue una decisión ideológica?
 
No, no, nada de ideológica, porque una cosa era la Inglaterra que influyó política, económica y culturalmente sobre la Argentina hasta más allá de los años ’30 (después fue Estados Unidos). Y no estoy hablando de imperialismo solamente, acá hay cosas que nos atañen. Pero ¿cómo no hablar inglés? Puede hablarlo en las Filipinas, en España, en Francia donde son tan exigentes con su idioma.
 
Se encontró con Arlt, con Víctor Hugo... ¿qué pasó a partir de ahí con la lectura?
 
Hasta hoy sigo siendo un lector voraz. Pero, después de una cantidad de libros (algunos muy malos) que escribí, tengo dos miradas para los libros. Una, la del lector, la del mero lector, la del adicto a la lectura. La otra es el ojo crítico. Y miro las traducciones. Hemos tenido muy buenos traductores, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar. Hubo alguien que la historia tapó, que venía de las filas del Partido Comunista, Floreal Mazía. Excelente, a la altura de Borges y de Cortázar. Hay una historia que me contó Onetti acerca de Borges traductor. Borges, contaba Onetti, tradujo “Las palmeras salvajes”, una novela corta de Faulkner. Hasta donde recuerdo, es un largo viaje por el Mississippi... Son dos viajes paralelos: una mujer embarazada y un convicto que huye de la cárcel. Sobre el final el convicto y la mujer, a punto de parir, se encuentran. El hombre manifiesta su admiración por algo que hizo la mujer y lanza una exclamación. Borges lo traduce así: “¡Mujeres! -dijo el penado alto”. Onetti decía que ahí intervino el pudor de Borges. El penado alto dijo “Women. ¡Shit!” que puede entenderse de varias maneras. Era una exclamación que reflejaba la admiración por la mujer. Venía a ser, traducido, “mujeres, ¡carajo!”. Borges suprimió el “shit” por pudor. Es llamativa la anécdota porque, en un texto sobre las traducciones de “Las mil y una noches”, Borges recorre y cuestiona amablemente alguna en la que el autor suprimía púdicamente párrafos que chocaban con su criterio.
 
¿Cómo surge el deseo de escribir?
 
Esta es mi segunda juventud, pero en mi primera juventud yo fui hijo de un hogar obrero, donde mis primeras lecturas de niño fueron títulos como “Memoria y balance del comité central confederal de la CGT” o “La lucha de los mineros de Asturias de 1934”, para ese momento yo debería tener 6 o 7 años y me pasaba la mayor parte del tiempo en cama.
 
Hablando de lecturas, ¿tiene algún placer culposo, la lectura de algún libro o autor que usted le avergonzaría decir que lee?
 
No, Faulkner supo decir que uno aprende de los libros buenos y de los malos.
 
Si le pidiera que recomendara alguno de sus libros a un oyente o lector para producir la incitación que produjeron en usted los de Arlt o el de Víctor Hugo...
 
Hay uno por el que me dieron el Premio Nacional de Literatura. Hoy escribiría otro texto, pero usted me pide que recomiende y yo digo “La revolución es un sueño eterno”. Yo sólo adapté el título de unas palabras de Bernardo de Monteagudo, uno de los pocos jacobinos de la Revolución de Mayo. Él, Moreno, Castelli... Monteagudo bajaba del norte, la tropa independentista estaba diezmada. Y consecuente con sus ideas, pues era un ateo (no había leído “La divina comedia”, claro) dijo “la muerte es un sueño eterno”, que se contrapone a toda la mitología cristiana: purgatorio, paraíso, etcétera, etcétera. Es un sueño eterno, se terminó. Yo cambié “muerte” por “revolución”, que también es un sueño eterno. Siempre ocurre lo mismo, hay tres, cuatro, cinco... los que quieren cambiar el mundo son minoría siempre, que encuentran el momento en lanzar una consigna que pone en pie y moviliza a una buena parte de la población del país en donde se lanzó esa consigna. Lenin estaba leyendo plácidamente en Ginebra cuando se lanzó la consigna “paz” (porque el ejército zarista había sido diezmado, con la muerte de millones de hombres), “pan” (porque había hambre) y “tierra” (repartir las grandes posesiones de tierra de príncipes, duques, condes). Esa fue la consigna. O la consigna de la Revolución Francesa, “libertad, igualdad, fraternidad”, que sigue siendo válida hoy para todos nosotros. Si vamos a hablar de igualdad en este país, vamos a estar de aquí a pasado mañana... No se puede hablar de igualdad...
 
¿Qué elementos de su propia experiencia histórica o de aquella a la que accedió a través de relatos ha puesto en juego en la construcción de sus novelas?
 
Bueno, mi primera novela, “El precio”, apareció en 1957. En ese momento había un campo socialista, lo que se llamó el socialismo real, que con todas sus atrocidades, que hay que reconocerlas, era una alternativa para millones y millones de personas: intelectuales, pequeño burgueses, trabajadores, campesinos. Esa novela, de la que no me desdigo, habría que reescribirla de la primera palabra a la última. Estaba cruzada por demasiadas influencias. Yo no había logrado en ese momento una escritura propia, y eso es muy importante porque una escritura propia habla de lo que usted denomina experiencia histórica. Yo estaba muy influido por la literatura norteamericana. Y me parece que fue la mejor influencia que pude recibir. Porque la literatura norteamericana de aquel momento y aún de hoy es la mejor que se ha escrito en aquel momento y hoy, porque es la literatura del país capitalista más avanzado. Y los mejores escritores de ese país, lo quieran o no, lo hagan conscientemente o no, delatan los perfiles más crueles de los Estados Unidos de América. La Argentina, en América del Sur, es un país distinto a todos los otros que integran el continente. Este es un país de inmigración que se formó esencialmente con inmigrantes italianos, polacos, rusos, alemanes y judíos. Muchos de ellos llegaron acá, en especial los judíos, corridos por el “progrom” y otros corridos por la reacción, por lo que hoy se llama derecha. Hoy y ayer. Y trajeron a este país, junto con sus cuerpos, sus ideas: anarquistas, socialistas. Por eso el movimiento obrero de este país se formó tan tempranamente. “El precio” fue una crónica de los hechos, de los relatos orales que circulaban en mi familia materna, de mi padre que vino sólo con su alma al país, de los periódicos sindicales que traía a casa y que yo leía, de las reuniones clandestinas a las que yo asistí en mi casa, una casa de inquilinato, pieza y cocina. Y eso para el chico que yo era tenía un relieve épico. Y yo me empapaba como una esponja de eso. Eso fue “El precio”. “El precio” hay que reescribirlo. Yo no sé si voy a tener tiempo, pero si alguna vez puedo intentaré la empresa. Allí está resumido eso que acabo de decirle y toda la mitología de la adolescencia, mi paso por la escuela industrial, por el secundario, mi absoluta incompatibilidad con la química, carrera que elegí porque supuse que estaba cargada de misterio, mi “rabona” que no duró un día, sino un año y entonces mi tránsito por Buenos Aires. La “rabona” me sirvió para caminar todo Buenos Aires y para tener las mejores notas que nunca tuve porque mis compañeros de división se robaron una libreta y mis promedios no bajaban de 8,50 o 9. Eso es “El precio”.
 
¿Por qué piensa que en Argentina post dictadura no hubo una historia como esa que nos contó del judío que buscó por años al general y lo mató?
 
En “El farmer” Rosas dice: “Se puede confiar en la cobardía incondicional de los argentinos”. ¿Cuál es nuestro grado de complicidad con el mundo que nos rodea? ¿Qué hemos hecho para cambiarlo?