6 de abril de 2021

Entremeses literarios (CCVI)

EL DESTELLO
Italo Calvino
Italia (1923-1985)
 
Pasó un día, en un cruce de caminos, en medio de una multitud, gente yendo y viniendo. Paré, pestañeé: no comprendí de inmediato. Nada, nada de nada. No entendí por qué razón las cosas o la gente, todo era insignificante, absurdo. Reí.
Lo que encontré extraño en aquel momento era que no lo había notado antes nunca;  que todo lo había aceptado hasta entonces: semáforos, carros, carteles, uniformes, monumentos, cosas completamente sin sentido en este mundo, aceptándolas como si hubiera alguna necesidad, alguna cadena de causa y efecto que las uniera.
Luego mi risa murió. Me sonrojé, avergonzado. Hice una señal con mis brazos para conseguir la atención de las personas. “¡Deténganse un momento!” Grité, “¡Hay algo que está mal! ¡Todo está mal! Nosotros estamos haciendo cosas absurdas. Éste no puede ser el camino correcto. ¿Dónde puede terminar?”.
La gente se detuvo a mí alrededor, me miraron,  curiosas. Me paré ahí en medio de ellos, hice señales con mis brazos, desesperado para explicarme, para compartir con ellos el destello que me de repente me deslumbró; y no dije nada. No dije nada porque en el instante alcé mis brazos y abrí mi boca, como que las palabras de mi gran revelación habían sido tragadas, habían salido por impulso.
“¿Así qué?” preguntó la gente, “¿Qué quieres decir? Todo en este lugar. Todo es como debería ser. Todo es resultado de algo más. Todo encaja con todo. No podemos ver nada malo o absurdas”.
Parado ahí, perdido, porque vi como todo encaja en su lugar de nuevo y todo pareció normal, semáforos, monumentos, uniformes, apartamentos, rieles, vagabundos, procesiones; aun esto no me calmó, me atormentó.
“Lo siento”, le dije. “Tal vez era yo el que estaba equivocado. Parece ser así entonces. Pero todo está bien ahora. Lo siento”. Y me alejé de sus miradas con enojo.
Sin embargo, incluso ahora, cada vez que creo (y es a menudo) que no entiendo algo, luego, instintivamente, tengo la esperanza de que tal vez sea el momento de nuevo, de que una vez más no entienda nada, asegurar el otro conocimiento, el que aparece y pierdo al instante.


GENEALOGÍA
Mario Halley Mora
Paraguay (1926-2003)
 
Una raza más agresiva de monos expulsó de los árboles a otra raza más pacífica y conformista. La Tribu vencida se exilió de la arboleda y fue a instalarse en la llana tierra. Pero allí el pastizal era alto y tupido, y para verse unos a otros y para observar el peligro, los monos derrotados tuvieron que aprender a andar erguidos, sobre dos patas. Y fue así que sin proponérselo, los conquistadores de los árboles, partiendo del pariente más infeliz, inventaron al Hombre, que se vengaría conquistando al Mundo.


VENTANITAS Y BIGOTERAS
Pilar Galán
España (1967)
 
Siempre ha sido muy perezosa para pintar, y se distrae mucho. Se le van los ojos detrás de una mosca, dice la señorita. Lo que no le ha dicho a la señorita es que tiene también moscas dentro de los ojos, puntitos negros que se mueven sin orden ni concierto y la entretienen mucho. Si agita la cabeza, como si asintiera, los puntitos se reparten de otra forma, y a veces se vuelven amarillos. Ha aprendido que hay cosas que es mejor callar, como que la de al lado chupa los lápices y se come los rotuladores, por eso le enseña una lengua verde y larga, asquerosa, que se parece a la iguana que ven algunas tardes en la televisión, mientras las demás dormitan. Otras veces es roja, incluso una vez fue azul. Es entretenido mirarla, pero no hay que olvidar que lo importante es no salirse de los bordes, y que no se pueden dejar ventanitas ni bigoteras, esos rayones que se empeñan en sobrepasar las líneas negras, tan gorditas. La mañana se hace interminable, y entra una luz de manteca que le va cerrando poco a poco los ojos. Sueña con crecer y con jugar en el patio de mayores y en pintarse los labios como mamá, poniendo boca de o delante del espejo. Cuando despierta, sobresaltada, mira a su alrededor sin comprender lo que ve, ni reconocer a sus compañeras, ni siquiera cuando la señorita le agarra de la mano, le regaña por el dibujo sin terminar y la lleva a su habitación. Allí, delante del espejo, la esperan agazapadas en las comisuras de su boca todas las ventanitas, todas las bigoteras, todas las oes amarillas del pergamino de sus noventa y tres años.


DE OFICINA A OFICINA
Ángeles Mastretta
México (1949)
 
A las nueve de la noche, Amalia llevaba once horas de trabajo de parto. Tenía la palidez de una hoja en blanco y el cansancio la había dejado en un silencio que sólo interrumpía su respiracion sin rumbo. Entonces su marido llegó de la oficina con la corbata bien anudada y el cabello en paz. Se la quedó mirando, le puso una mano en la mejilla y dijo:
- No te imaginas qué día tan pesado he tenido.


HERMANO LOBO
Manuel Mejía Vallejo
Colombia (1923-1998)
 
Un día el lobo se dio cuenta de que los hombres lo creían malo.
- Es horrible lo que piensan y escriben -exclamó.
- No todos -dijo un ermitaño desde la entrada de su cueva, y repitió las parábolas que inspiró san Francisco. El lobo estuvo triste un momento, quiso comprender.
- ¿Dónde está ese santo?
- En el cielo.
- ¿En el cielo hay lobos?
El ermitaño no pudo contestar.
- ¿Y tú qué haces? -preguntó el lobo intrigado por la figura escuálida, los ojos ardidos, los andrajos del ermitaño en su duro aislamiento. El ermitaño explicó todo lo que el lobo deseaba.
- Y cuando mueras, ¿irás al cielo? -preguntó el lobo conmovido, alegre de ir entendiendo el bien y el mal.
- Hago por merecer el cielo -dijo apaciblemente el ermitaño.
- Si fueras mártir, ¿irías al cielo?
- En el cielo están todos los mártires.
El lobo se le quedó mirando, húmedos los ojos, casi humanos. Recordó entonces sus mandíbulas, sus garras, sus colmillos poderosos, y de unos saltos devoró al ermitaño. Al terminar, se tendió en la entrada de la cueva, miró al cielo limpiamente y se sintió bueno por primera vez.

FELICIDAD CLANDESTINA
Clarice Lispector
Ucrania (1920-1977)
 
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un padre dueño de una librería. No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima, siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como “fecha natalicia” y “recuerdos”.
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban. Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía “El reinado de Naricita”, de Monteiro Lobato. Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro. Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla. Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la hiel no se escurriese por completo de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido. Yo había empezado a sospechar, es algo que sospecho a veces, que me había elegido para que sufriera. Pero incluso sospechándolo, a veces lo acepto, como si el que me quiere hacer sufrir necesitara desesperadamente que yo sufra. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que no era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo! Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: “el tiempo que quieras” es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo. Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aun yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si ya lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada. A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. Ya no era una niña con un libro: era una mujer con su amante.


ARRIAD EL FOQUE
Ana María Shua
Argentina (1951)
 
¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario nos vamos a pique sin remedio.


LA JIRAFA
Juan José Arreola
México (1918-2001)

Al darse cuenta de que había puesto demasiado altos los frutos de un árbol predilecto, Dios no tuvo más remedio que alargar el cuello de la jirafa. Cuadrúpedos de cabeza volátil, las jirafas quisieron ir por encima de su realidad corporal y entraron resueltamente al reino de las desproporciones. Hubo que resolver para ellas algunos problemas biológicos que más parecen de ingeniería y de mecánica: un circuito nervioso de doce metros de largo; una sangre que se eleva contra la ley de la gravedad mediante un corazón que funciona como bomba de pozo profundo; y todavía, a estas alturas, una lengua eyéctil que va más arriba, sobrepasando con veinte centímetros el alcance de los belfos para roer los pimpollos como una lima de acero.
Con todos sus derroches de técnica, que complican extraordinariamente su galope y sus amores, la jirafa representa mejor que nadie los devaneos del espíritu: busca en las alturas lo que otros encuentran al ras del suelo. Pero como finalmente tiene que inclinarse de vez en cuando para beber el agua común, se ve obligada a desarrollar su acrobacia al revés. Y se pone entonces al nivel de los burros.


LOS BESOS
Juan Carlos Onetti
Uruguay (1909-1994)
 
Los había conocido y extrañado de su madre. Besaba en las dos mejillas o en la mano a toda mujer indiferente que le presentaran, había respetado el rito prostibulario que prohibía unir las bocas; novias, mujeres le habían besado con lenguas en la garganta y se habían detenido sabias y escrupulosas para besarle el miembro. Saliva, calor y deslices, como debe ser. Después la sorpresiva entrada de la mujer, desconocida, atravesando la herradura de dolientes, esposa e hijos, amigos llorones suspirantes. Se acercó, impávida, la muy puta, la muy atrevida, para besarle la frialdad de la frente, por encima del borde del ataúd, dejando entre la horizontalidad de las tres arrugas, una pequeña mancha carmín.

CÍRCULO DE LOS SUEÑOS
Manuel Rueda
República Dominicana (1921-1999)
 
Esa noche tuvo una extraña pesadilla. Sueña que se encuentra en una casa vacía y silenciosa velando a su hijo asesinado. Oye un retumbar de golpes contra el portón y tres soldados irrumpen en la estancia. Cada uno le apunta con un fusil. Se deja llevar al exterior sin pronunciar palabra. El aire de la noche le azota el rostro. En la oscuridad puede percibir el resplandor de las estrellas sobre el perfil siniestro de algunos árboles. De pronto le gritan algo y se detiene. Lo colocan contra un grueso tronco de anacahuita. Sabe que también a él le ha tocado el turno de morir. Siente el rastrillar de las armas y cierra los ojos en espera de la descarga, que al fin se produce. Entonces despierta y mira lleno de asombro a su alrededor. Se encuentra en una casa vacía y silenciosa velando a su hijo asesinado. Oye un retumbar de golpes contra el portón…