20 de abril de 2021

Apuntes sobre Ricardo Piglia, el hombre que fue Emilio Renzi (II). Carlos Gamerro

En aquel artículo aparecido en el diario “La Capital”, Piglia agregó: “Estuve casi tres años en Mar del Plata y leí (imagino a veces) todos los libros y cuando me fui a estudiar a La Plata en el verano del ‘60, ya era otro, era el lector que soy ahora, y muchas veces a lo largo de mi vida he vuelto a recordar la biblioteca de Mar del Plata donde todo empezó para mí, con la sala tranquila, con las enciclopedias en los estantes bajos de la izquierda y el reloj en la pared del frente, como si esa biblioteca fuera (también para mí) una forma de la felicidad. Desde entonces he trabajado en muchísimas bibliotecas del mundo pero nada se puede comparar con mi experiencia en aquella pequeña biblioteca de provincia donde leí por primera vez algunos de los libros que he leído luego a lo largo de toda mi vida. Recuerdo que cuando tomaba el ascensor y bajaba por la salida lateral que daba a la calle Luro, no podía esperar hasta llegar a mi casa (yo vivía en España y Belgrano) y me paraba en la vereda a hojear los libros que llevaba conmigo. Yo era, en aquel tiempo, más inteligente y más apasionado de lo que nunca fui después, una especie de Raskolnikov tímido, solitario y empecinado como el estudiante de Dostoievski. En aquellos años descubrí la literatura como quien entra por primera vez en un país desconocido y tuve la suerte increíble de tener a mi disposición todos los libros que quería leer. Esa biblioteca que me cambió la vida la habían hecho (como tantas otras en el país) humildes y activos militantes socialistas, muchos de los cuales durante años dirigieron la ciudad. Eran extraños políticos de una raza extinguida, políticos que creían que la cultura era un bien que debía estar a disposición del que pudiera usarla. Habían pensado que esa biblioteca debía contener una gama amplísima de libros de literatura y de filosofía para que un joven recién llegado pudiera ilusionarse con tener a su alcance todos los libros que quería leer y pudiera también imaginar en el futuro que él mismo podía llegar a escribir libros. Por todo eso, claro, siempre le voy a estar agradecido a quienes no tuvieron otro ideal que hacer de la política una forma de la cultura y de la solidaridad”.
Al terminar el colegio, a pesar de que su familia quería que él estudiara Ingeniería, Piglia estudió Historia en la Universidad Nacional de La Plata, ciudad donde vivió hasta 1965 cuando se recibió de Licenciado en Historia. “Pensaba, con razón, que si estudiaba Letras me iba a costar seguir interesado en literatura”, diría mucho después. En los primeros años de la década del ‘60, mientras estudiaba la carrera de Historia en la Universidad Nacional de La Plata, Piglia entró al mundo editorial gracias a su militancia política estudiantil. Primero, entre 1963 y 1964, fue secretario de redacción de la “Revista de Liberación” (1963-1964), una publicación vinculada al trotskismo, y luego colaboró en la editorial “Nueve 64”, un emprendimiento dedicado a la difusión de libros políticos como “Relatos de la guerra revolucionaria” de Ernesto “Che” Guevara (1928-1967), y también de obras de nuevos narradores argentinos como los libros de cuentos “Todos los veranos” de Haroldo Conti (1925-1976) y “La lombriz” de Daniel Moyano (1930-1992).
En 1965 se mudó a Buenos Aires y allí participó en el lanzamiento de una revista de crítica cultural titulada “Literatura y Sociedad”, de la cual sólo se alcanzó a publicar un número. Estas colaboraciones en revistas y editoriales significaron para Piglia no sólo un medio de vida sino también una forma de entrar en “el mundito literario”, tal como rememoraría más tarde en sus diarios. Por esa razón también empezó a colaborar en la editorial “Jorge Álvarez”, por entonces una de las grandes animadoras del mercado del libro en Argentina, en la que realizó traducciones, preparó antologías, escribió prólogos y contratapas.
Luego, en 1967, se incorporó a la editorial “Tiempo Contemporáneo”, sello en el que dirigió “Ficciones”, una colección que alternaba la promoción de narradores argentinos pertenecientes a la nueva izquierda como Enrique Wernicke (1915-1968), Bernardo Kordon (1915-2002) y David Viñas (1927-2011), con la difusión de escritores norteamericanos como Norman Mailer (1923-2007), James Baldwin (1924-1987) y Le Roi Jones (1934-2014), autores todos ellos vinculados con la defensa de los derechos civiles o con el activismo contra la guerra de Vietnam. El primer libro que preparó para esta editorial fue una recopilación de escritos de grandes personajes políticos y literarios argentinos, una singular antología bajo el despojado título “Yo”. En él, Piglia comenzó el prólogo diciendo: “Como nos ha enseñado la lingüística el YO es, de todos los signos del lenguaje, el más difícil de manejar” y de esta manera instaló las coordenadas de la teoría estructuralista que acompañaría fuertemente el proyecto de la editorial.


Allí también tuvo a su cargo la “Serie Negra”, la primera colección argentina de novela negra norteamericana que difundió a sus autores más célebres como Raymond Chandler (1888-1959), Dashiell Hammett (1894-1961), Horace McCoy (1897-1955) y David Goodis (1917-1967), entre otros. Años después comentaría: “Empecé a leer policiales casi como un desvío natural de mi interés por la literatura norteamericana. Uno lee a Fitzgerald, luego a Faulkner y rápidamente se encuentra con Hammett y con David Goodis. Más tarde leí policiales por necesidad profesional, ya que dirigía una colección”. A diferencia de la colección “El Séptimo Círculo” que entre 1945 y 1955 dirigieron Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) resaltando en la selección de los títulos la psicología de los personajes, la eficacia del diálogo, el poder de las descripciones y el estilo de narrador, Piglia se propuso recalcar un realismo que se hundía en los bajos fondos de la sociedad capitalista, es decir, un género que podía ser leído más como una crítica social que como una visita a las formas populares de las novelas policiales con la intención de establecer un diálogo entre la cultura letrada y la cultura popular que proponían Borges y Bioy.
En 1967 Piglia publica en La Habana su primer libro: “Jaulario”, un tomo de nueve cuentos que recibió una mención especial en el Premio Casa de las Américas de ese año. Poco después, en Buenos Aires, lanzó el mismo libro pero con el nombre de “La invasión”, agregándole un cuento más, modificándole algunos textos y cambiándole el orden de los relatos. Sus historias se caracterizaron por ser tramas sentimentales o de bajos fondos rodeadas por un suceso policial, sentidas historias de la infancia y semblanzas de oscuros perdedores, ficciones todas ellas que, de alguna manera, indagaban sobre los resortes del poder. Dos años más tarde Piglia quedó al frente de la editorial “Tiempo Contemporáneo” haciéndose cargo del proyecto literario, al cual, de allí en más impuso su sello personal. Fue así que lanzó la colección “Mundo Actual” con varios títulos importantes tales como “Moral burguesa y revolución” del filósofo y escritor León Rozitchner (1924-2011), “Cosas concretas” del escritor y crítico literario David Viñas (1927-2011), “Para hacer el amor en los parques” del filósofo y escritor Nicolás Casullo (1944-2008) y “¿Quién mató a Rosendo?” del periodista y escritor Rodolfo Walsh (1927-1977). Sería con este último que la editorial encontraría su primer éxito en el mercado, logrando dos ediciones y varias reimpresiones.
Carlos Gamerro (1962), Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde se desempeñó como docente hasta 2002, es autor de las novelas “Las islas”, “El sueño del señor juez”, “El secreto y las voces”, “La aventura de los bustos de Eva”, “Un yuppie en la columna del Che Guevara” y “Cardenio”. También del tomo de cuentos “El libro de los afectos raros”. Entre sus ensayos pueden mencionarse, entre otros, “Ficciones barrocas. Una lectura de Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Cortázar, Onetti y Felisberto Hernández”, “Facundo o Martín Fierro” y “Borges y los clásicos”. El 15 de enero de 2017, a los pocos días del fallecimiento de Piglia, publicó en el diario “La Nación” un artículo titulado “Ricardo Piglia, el escritor como el lector más generoso”, el que puede leerse a renglón seguido.
 
Ricardo Piglia se acaba de morir, y con él se fue uno de los lectores más inteligentes, apasionados y generosos que ha dado nuestra literatura. En el siglo XX al menos, sólo él y Borges fueron capaces de escribir sus lecturas de modo tan “persuasivo” (con esa palabra caracteriza Piglia las lecturas de Borges en “El último lector”). Se puede pensar que Piglia fue, en este aspecto, el discípulo de Borges, que muchas veces, como debe ser, completó y corrigió la lección del maestro. Si Borges hizo entrar la novela policial clásica en nuestra literatura, a través de sus textos críticos, de la colección “El Séptimo Círculo” y de la escritura de cuentos como “La muerte y la brújula”, Piglia lo hizo con la novela negra, que Borges denostaba; si Borges escribió ciencia ficción a partir de Poe, Lovecraft o Olaf Stapeldon, Piglia hizo lo propio con Philip Dick (que Borges no podía leer, porque era un doble demasiado cercano), Thomas Disch, William Burroughs y Thomas Pynchon. Ambos tenían presente de manera constante la tradición argentina que los precedía, con especial énfasis en el siglo XIX, y sus textos raramente intentaban vérselas con nuestra "realidad" sin tomar en cuenta los modos en que esa realidad fue constituida por la literatura que los precedió o caminaba con ellos.
Claro que insistir en estos paralelismos o similitudes lleva necesariamente a preguntarse por sus divergencias. ¿Qué diferenciaba a Borges y a Piglia como lectores? Sería interesante indagar la cuestión a partir de un objeto compartido, Macedonio sin duda, que es un caso extremo porque puede pensarse como invento de ambos (a mí, personalmente, me interesa mucho más lo que tengan para decir Borges o Piglia sobre Macedonio que lo que dijo Macedonio mismo).
Ambos se divertían, y nos divierten enormemente con sus lecturas. Nunca, cuando escriben sobre lo que leen, se los escucha aburridos. Tampoco enojados (en cambio David Viñas, otro de nuestros grandes lectores, nunca leía tan bien como cuando estaba muy enojado con su objeto de lectura). Pero a Borges a veces lo cegaba el odio. A Piglia nunca. Piglia sigue leyendo allí donde Borges se detiene, a veces por cuestiones puramente temporales: Piglia lee a Puig, a Saer; a veces por cuestiones ideológicas: Piglia puede leer al Che Guevara, como escritor y como lector, algo que para Borges hubiera sido constitutivamente imposible; Piglia puede leer el peronismo o más bien, porque nadie puede leer el peronismo, puede leer a Walsh y a Arlt y, en ellos, algo que se parece al peronismo. Borges, está bastante claro, ni podía, ni quería leer el peronismo.
Alguna vez propuse que Rodolfo Walsh perseguía el Santo Grial de la literatura argentina: la novela peronista de Borges. Los asesinos de la dictadura le impidieron escribirla, pero algo de ella sobrevive en la entrevista que Piglia le hizo a Walsh en 1970. Quedan muy pocas entrevistas de Walsh, y la de Piglia parece contenerlas todas: es tan buena que parece un cuento de Walsh. O de Piglia. Y si efectivamente existen en nuestra literatura novelas que se acercaron a esa “novela peronista de Borges” que Walsh pudo haber escrito, esas novelas se llaman “Respiración artificial”, “La ciudad ausente”, “Plata quemada”.
“Respiración artificial” es, desde su concepción misma, una apuesta, de vida o muerte, a los juegos de lectura: una novela escrita en la Argentina de la última dictadura, publicada en la Argentina de la dictadura, que habla de lo que pasaba en la Argentina de la dictadura, pero que los militares de la dictadura no eran capaces de descifrar mediante los actos de lectura que les eran posibles. Como para extremar el desafío, Piglia introduce un personaje, Arocena, que lee en forma paranoica partes de la misma novela que lo incluye y encuentra en ellas toda clase de mensajes en clave, pero son tantos y tan contradictorios que se extravía en su propio laberinto. Si el primero, y el mejor de los cuentos policiales de Walsh, “La aventura de las pruebas de imprenta”, es una aventura de lectura, y el detective es un corrector literario que resuelve un crimen leyendo las pruebas de imprenta, Piglia escribirá “La loca y el relato del crimen”, donde Renzi, versado en lingüística, resuelve el crimen enseñando cómo escuchar el relato de una esquizofrénica.
Todos los buenos escritores son buenos lectores pero no todos son lectores generosos. Joyce, por ejemplo, era un lector supremamente egoísta: leía únicamente en función del libro que estaba escribiendo, y para ese libro. Otros autores escriben sus lecturas, pero lo hacen de manera algo desmañada o displicente; en Borges y en Piglia, en cambio, basta leer unas pocas líneas para advertir que escriben con tanta pasión y precisión la ficción como la crítica, y de hecho esto hizo posible que ambos borraran los límites entre uno y otro género y escribieran esas críticas ficcionales o ficciones críticas que los caracterizan. Están también los autores que cuando hacen crítica siguen hablando de sí mismos y de su escritura: cuando Onetti habla de Faulkner lo leemos para saber de Onetti, no de Faulkner; lo mismo sucede con Saer y el “nouveau roman”. Borges y Piglia, en cambio, leen con tanto ardor e inteligencia que desaparecen en sus lecturas, adquiriendo una suerte de incandescencia que las ilumina a la par que ellos se vuelven invisibles.
“A nadie le gusta deber nada a sus contemporáneos”, solía sentenciar Borges citando al Dr. Johnson. La generosidad de Piglia le permitió romper con esta regla. Dedicó a sus dos casi contemporáneos Rodolfo Walsh (1927) y Manuel Puig (1932), y a su estricto contemporáneo Juan José Saer (1937) un histórico seminario que dictó en 1990 en Filosofía y Letras de la UBA y que se publicaría en forma de libro en 2016, con el título Las tres vanguardias. En él, habla de sus pares como si fueran sus maestros.
Hay una fábula de Virginia Woolf que no me canso de repetir, seguramente porque me gustaría que fuera cierta. Llega el día del Juicio y los abogados, los conquistadores, los estadistas suben al cielo a obtener sus recompensas. Detrás de ellos llegan los lectores, con sus libros bajo el brazo, y al verlos el Todopoderoso se vuelve hacia Pedro y le dice, no sin envidia (un detalle encantador, el de esa divina envidia): “Ellos no necesitan recompensa alguna. No tenemos nada para darles. Vienen con sus libros”. No nos cuesta demasiado, a esos bichos raros que somos los lectores, imaginar el paraíso bajo la forma de una biblioteca, y la eternidad como la oportunidad de leer todos los libros que no hemos podido leer en vida. Tampoco nos es difícil imaginarlos a Borges y a Piglia sentados lado a lado, leyendo en silencio, en sus sillones celestes. Y muy cada tanto levantando la vista de sus lecturas para dirigirse, el uno al otro, una callada sonrisa.