21 de abril de 2021

Apuntes sobre Ricardo Piglia, el hombre que fue Emilio Renzi (III). Juan Villoro

“Escribir es sobre todo corregir, no creo que se pueda separar una cosa de otra”, solía repetir como una letanía Ricardo Piglia. Esto es visible ya desde su primer libro: “Jaulario”, según la edición cubana, “La invasión”, según la edición argentina, en la que corrigió algunos de los cuentos. Y cuando en 2006 se reeditó, esa práctica fue aún más visible porque no sólo modificó sino que también acortó algunos de los textos porque, tal como él mismo aseguró, siguió “al Hemingway que había dicho que todo lo que podamos sacar de un cuento, lo va a mejorar”. 
Recién en 1975 publicaría su segunda obra: el libro de cuentos “Nombre falso”, una obra que también, al ser reeditada veinte años más tarde, tendría correcciones y el reemplazo de algunos cuentos por otros.
Mientras tanto, entre noviembre de 1971 y febrero de 1975 dirigió la revista “Los Libros”, la cual había sido fundada en 1969 por semiólogo argentino Héctor Schmucler (1931-2018). La revista, que tuvo que dejar de editarse tras el Golpe de Estado de 1976, constituyó un capítulo esencial dentro de la historia de las revistas culturales y, en especial, de la historia de la crítica literaria argentina. En ella Piglia, preguntándose “cómo se constituye un sistema literario en el que la dependencia funciona a la vez como condición de producción y como espacio de lectura”, generó debates en torno a la organización de la cultura polemizando fuertemente con el peronismo y su noción de cultura popular. Esta tarea no le impidió que siguiera añadiendo nuevos textos y diversos ejercicios literarios en sus libretas de hule negro que iría acumulando a lo largo de los años. En una de esas anotaciones se preguntó: “¿Cómo se convierte alguien en escritor? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción”. Pero esa “manía”, ese “hábito”, esa “adicción”, se verían seriamente obstaculizadas con la llegada de los militares al poder en marzo de 1976 apoyados por grupos conservadores de la sociedad, sectores con gran poder económico, algunos medios de comunicación afines y, obviamente, por los Estados Unidos.
Aquella dictadura implementó una feroz represión para disciplinar a la sociedad en un contexto caracterizado por la creciente organización y movilización social, cultural y política que se vivía en aquellos años. Así, la coacción no sólo se dirigió hacia los integrantes de agrupaciones armadas, sino también hacia los trabajadores, los sindicalistas, los estudiantes, los escritores, los intelectuales, en fin, hacia todos aquellos que, según rezaban sus comunicados, atentasen contra “los valores y la moral occidental y cristiana”.


Piglia no fue ajeno a esa estigmatización. Se cuenta que, por entonces, pasaba de un departamento a otro en su vida porteña de escritor y cierta vez, en uno de ellos, tocaron el timbre y desde la puerta de calle le dijeron su apellido mal pronunciado. De inmediato advirtió que lo venían a detener y bajó por uno de los ascensores del edificio mientras los militares subían por el otro. Abandonó su casa y sólo regresó semanas más tarde a rescatar algunas pertenencias. En los meses que siguieron, en otros departamentos, se alteraba cuando oía el ruido nocturno del ascensor a través de las delgadas paredes. Su temor era permanente: “Pienso que todos los que cruzo en la ciudad son asesinos en potencia”, escribiría en su diario.
A mediados de 1977 se reunió con el sociólogo Carlos Altamirano (1939) y con la periodista y ensayista Beatriz Sarlo (1942) para proyectar una revista que se llamaría “Punto de Vista”, cuyo propósito era “reconstruir todo lo que se ha perdido y entrar en conexión con los amigos exiliados”. La publicación se lanzaría un año más tarde gracias a la financiación de una organización maoísta a la que pertenecía Piglia, Vanguardia Comunista. Los dos dirigentes de ese grupo que eran sus contactos, Elías Semán (1934-1978) y Rubén Kristkausky (1937-1978), fueron secuestrados, torturados y desaparecidos por los militares cinco meses después de la aparición del primer número. Al enterarse de sus desapariciones, Piglia anotó en su diario: “Pienso en ellos y no puedo hacer nada”. El horror y la impotencia de la época, los tenues puntos de resistencia posibles, su desorientación y su persistente sensación de fracaso, los problemas para sobrevivir de quien aspira a consagrarse a la escritura fueron temas que volverían una y otra vez a las páginas de su diario. “La Comuna de París, los primeros años de la Revolución Rusa, eso es la utopía y eso es la política. En este país hay que hacer la revolución, sobre esa base se puede empezar a discutir de política. O vamos a entender la política como la renovación de las cámaras legislativas o la interna peronista. Si la política es eso, prefiero dedicarme al ajedrez o a la literatura del siglo XX”.
Diez días después del deceso de Piglia, el escritor y periodista mexicano Juan Villoro (1956) publicó en la revista “Ñ” un artículo titulado “Utopía, o la causa frágil”. El colaborador en distintos medios periodísticos tanto de su país natal como de Chile, Colombia y España, y profesor en distintas universidades como la Nacional Autónoma de México, la Pompeu Fabra de Barcelona, la Autónoma de Madrid, la Yale University de Connecticut y la Princeton University de Nueva Jersey, hace hincapié en la triple condición de Piglia: escritor, crítico e intelectual.

En sus ficciones la crítica opera como recurso narrativo; el tema puede ser el texto mismo y las distintas lecturas a las que queda abierto. Contra el discurso monocorde y opresivo del Estado, el hombre que a veces fue Piglia y a veces Renzi, concibió dispositivos para contar las tramas perdidas o inconclusas de la vida privada y aún secreta. No es casual que viera al detective como una variante popular del intelectual: los cabos sueltos de la realidad necesitaban un intérprete, un lector. Piglia dejó una literatura desafiante, que cambia al volver a ella, pero sobre todo defendió una manera peculiar de leer el mundo, más allá de su propia bibliografía. Su obra es un camino de llegada y una causa para seguir avanzando.
Una formulación suya muy conocida define la literatura como “forma privada de la utopía”. No lanzó la frase en el tono proselitista de quien firma un manifiesto o encabeza una vanguardia; sin embargo, solía afirmar que los escritores significativos provocan una ruptura; no pueden ser leídos en forma homogénea: dividen el juicio. Si Andy Warhol avizoró una “celebridad de masas” donde todo el mundo sería famoso quince minutos, Piglia parecía prometer una utopía de bolsillo, al alcance de cada lector. ¿Qué quiso decir? En primera instancia, estamos ante un eslogan “optimista”, ideal para decorar una camiseta.
Pero Piglia no invitaba a un reino de Oz (o, en todo caso, invitaba a un reino donde los trucos podían ser descubiertos). Su obra entera fue una llamada de atención sobre el carácter ambiguo de las utopías. En “La ciudad ausente”, las máquinas de narrar generan relatos alternos, pero esto no carece de consecuencias, algunas de ellas preocupantes. Saber que alguien está preso es menos aterrador que leer el relato que lo tiene preso. La fabulación puede ser más precisa que el entorno tangible: “Lo que vi era más real que la realidad, más indefinido y más puro”, escribe en el prólogo a los ensayos de “El último lector”. Un narrador visita la casa de Russell, fotógrafo que ha hecho una maqueta de Buenos Aires.
Piglia -o el otro que cuenta en su nombre- recuerda que Lévi-Strauss juzgaba que el arte depende de la noción de escala; es una reducción de la realidad. Sin embargo, al ver la ciudad disminuida en casa de Russell, percibe que ahí está la vida entera de Buenos Aires. Y algo más: se trata de una vida acrecentada. Como en “El Aleph” de Borges, los prodigios ocurren “sin disminución de tamaño”. Después de su visita, el narrador desciende al subterráneo y comprende que ha visto un símil de la imaginación; lo que puede ser pensado existe de ese modo, como un alarde admirable y perturbador.
En “Blanco nocturno”, un personaje construye con monomanía una máquina en medio del descampado. Ese complejo y casi demencial artilugio sirve para acercar objetos distantes: un punto que vibra en el horizonte puede ser una liebre. Estamos ante una metáfora de la lectura, capaz de aproximar realidades lejanas, actividad tranquilizadora o terrible. No hay sitio más incómodo que una utopía realizada. Ese orden “perfecto” excede a sus usuarios; se impone de manera hegemónica y exige una satisfecha subordinación. En contraste, el pensamiento radical procura que ese reino inmodificable no suceda del todo y apuesta por la pulsión utópica: el anhelo de llegar sin conseguirlo es más estimulante que la fantasía de creerse en el mejor de los mundos. Y alerta sobre el peligro de alcanzar la meta.
Un personaje de “Respiración artificial” distingue a Borges como el mejor autor argentino “del siglo XIX”. Piglia no asume la declaración como suya; la coloca en el frágil intersticio que separa al narrador del autor. ¿Busca sacudirse la sombra del principal autor de habla hispana del siglo XX, replegándola a la zona de lo ya sucedido, la lejana tradición? Son muchas las convicciones que comparte con Borges: no hay escrituras individuales, todo viene siempre de otro sitio, los libros sirven para leer el mundo y esto les otorga otro valor, clausurar un modo de leer significa iniciar otro: ser, de nuevo, el Quijote cuya realidad es superior a la de Cervantes.
Al postular la literatura como forma privada de la utopía, recuerda que no es la escritura sino la lectura lo que decide la suerte de un libro. Todo texto pide respuesta; está en entredicho. Sin embargo, y a diferencia de Borges, permite que la biblioteca sea invadida por otras realidades. Lector de Arlt, Walsh, Brecht, Marx, Benjamin, Enzensberger, la ciencia ficción, la gramática del cine, los discursos de la publicidad y las novelas policiales, pudo decir con Paul Eluard: “Hay otros mundos, pero están en este”. La forma privada de la utopía no ocurre al margen de los hechos; no representa una evasión a otro orden, sino su inclusión en una realidad impura, rota, amenazada.
Formado como historiador, Piglia concibió en “Respiración artificial” la parábola más dramática sobre la influencia de la fantasía en el entorno que la circunda: Kafka como precursor de Hitler. Lo que en el autor de “El proceso” es literario, en el depredador de Europa es literal. En el Café Arco, un joven pintor austríaco escucha las divagaciones paranoicas de un desconocido narrador checo. Años después, al frente de la Wehrmacht, decide encarnarlas, convertirlas en “utopía realizada”. Hitler degrada a Kafka, pero lo más escalofriante es que sigue su lógica. Una amarga suposición cómica (Kafka escribía para “hacer reír a sus amigos”) destruye Europa. La utopía muere de realidad.
Un pasaje de “Los diarios de Emilio Renzi” ofrece una clave sobre este procedimiento. En esta peculiar variante de la autobiografía, el autor se lee a sí mismo y se desdobla en otro. Ciertos pasajes se narran varias veces, poniendo en tela de juicio los trabajos de la memoria y la capacidad de referirlos. También en su “Antología personal” Piglia modifica sus textos al releerlos: un capítulo de novela aparece como cuento y una clase como un ensayo. La autoría no es estable; es lo que Piglia lee de sí mismo en una operación cambiante, mercurial. En “Los diarios…” seguimos una vida que busca convertirse en destino. Como quería Onetti, atestiguamos “vidas breves”, contradictorias, en permanente tensión.
Durante décadas, Piglia contó la broma de que había entregado varios libros a la imprenta sólo para que algún día se publicara su obra fundamental, los papeles en los que nadie se habría interesado en caso de no ser un “autor”. Esa fue la forma más privada de su utopía. Entre los asombros de “Los diarios…”, destaco un pasaje que le oí contar varias veces con algunas variantes. Uno de los rasgos más admirables de Piglia era el de proponer historias en sus conferencias y conversaciones, y dejarlas en suspenso. La oralidad representaba para él una cantera de asuntos posibles, pero también un taller en el que se esmeraba en buscar soluciones.
Una de sus tardías ilusiones consistía en construir un bungaló en el terreno que había comprado en Uruguay para grabar diálogos con los amigos. Hablaba con el gusto para explorarse a sí mismo y no necesitaba de grandes estímulos externos para volcarse a una especulación. En entrevistas y mesas de prensa jamás consideró que una pregunta fuera imprudente o insignificante. Ante la más simple curiosidad respondía con su inmensa curiosidad. Un asunto nimio lo llevaba a una teoría potencial. En esa cuerda le oí referir varias veces la siguiente escena: cuando aún no sabía leer, se sentaba fuera de su casa en Adrogué, con un libro en las manos; cerca de ahí estaba la estación de trenes. Le gustaba que lo vieran y pensaran que ya sabía leer. La costumbre prosperó hasta que un hombre se acercó a decirle: “Tenés el libro al revés”. Sus ínfulas fueron sustituidas por la vergüenza.
Me acostumbré a pensar que esa imagen cifraba su destino. Cuando leí el primer tomo de “Los diarios…” me sorprendió que la despachara de prisa: “Yo estaba ahí, en el umbral, haciéndome ver, cuando de pronto una larga sombra se inclinó y me dijo que tenía el libro al revés”. La comicidad funciona, pero se pierde la importancia que eso tiene para el chico. Piglia tampoco interpreta la anécdota como un rito de pasaje, el anuncio de que en el futuro leerá de un modo diferente. ¿Podía un narrador tan diestro desperdiciar una escena que había contado con fortuna en mesas redondas y sobremesas? Hice una pausa en la lectura. En el siguiente párrafo, aguardaba una sorpresa. Piglia otorgaba entidad a la “larga sombra” que lo había corregido de niño: “Pienso que debe haber sido Borges”.
El autor de “Ficciones” veraneaba en el Hotel Las Delicias de Adrogué, de modo que esa posibilidad era verosímil. La historia que Piglia contó como un hecho que sólo lo afectaba a él ahora lo inscribía en la tradición. Borges le señaló la forma canónica de leer. Pero Piglia ya había sacado el libro al mundo. Acató el consejo hasta que puso al maestro de cabeza. Ni él ni nosotros volveríamos a leer como antes. Después de Piglia, el lenguaje es más real y tentador, más peligroso. El alarde podía resumirse en una frase que no dejará de arrojar significados, una frase capaz de arder como un incendio que se alimenta de sí mismo: “La literatura es la forma privada de la utopía”.