En “La
ciudad ausente”, la novela que Piglia publicó en 1992, se funden la novela
policial y la literatura fantástica. Enmarcada temporalmente entre el inicio de
la dictadura cívico-militar que comenzó en 1976 y la guerra de las Malvinas de
1982, en ella se narra la historia de un periodista que investiga una compleja
trama de intrigas que se entretejen y que habitan dentro de otras ficciones:
citas extrañas, conspiraciones, una máquina que empieza traduciendo relatos y
acaba elaborando sus propios relatos, un museo secreto, una isla utópica, todo ello
en una Buenos Aires incierta donde el Estado persigue cualquier creación
narrativa que no coincida con su ideología.
A partir del entrecruzamiento entre ambos géneros, en una intriga con desenlaces vertiginosos, Piglia plantea una problemática política vinculada con la reflexión sobre la posibilidad de producir narraciones y el tipo de relatos que circulan en un determinado orden social. Propone que el control narrativo que el Estado ejerce sólo puede ser contrarrestado con el acto de contar historias, las que, a diferencia del relato homogéneo y autoritario que produce el Estado, son anónimas y heterogéneas. Son voces múltiples que apelan a un imaginario rebelde para contrarrestar el aparato burocrático que controla la mente de los ciudadanos. En una entrevista, Piglia decía que en “La muerte y la brújula” había sido “Borges quien funda la idea de que Buenos Aires es una ciudad invisible cuya descripción no debe ser la descripción de la ciudad tal cual la vemos, sino que debe ser la descripción de una ciudad imaginaria. En un sentido eso también es ‘La ciudad ausente’”.
Tres años después, en 1995, publicó “Cuentos morales”, una antología de sus cuentos escritos entre 1961 y 1990. De las dieciséis narraciones que la integran, las cuatro primeras formaron parte de la novela “La ciudad ausente”, otras habían aparecido en su primer libro de cuentos “La invasión”, otras son microhistorias extraídas de “Prisión perpetua”, y otras habían sido publicadas en diversas revistas de literatura y antologías varias. Luego, en 1997, publicó la novela “Plata quemada”, una obra basada en el millonario robo a un camión de caudales en la localidad bonaerense de San Fernando. Mezclando realidad y ficción, Piglia narró un hecho real ocurrido en noviembre de 1965 en el cual una banda de delincuentes luego de hacerse con el botín huyó a Uruguay y, tras permanecer dos meses escondida en un departamento, fue rodeada por la policía y se batió en un enfrentamiento armado que duró quince horas y dejó un amplio saldo de muertos. Del destino del botín nunca más se supo. Piglia contó en la novela que el dinero había sido quemado por los ladrones al verse perdidos, de allí el nombre de la novela. Sin embargo no se encontraron rastros del dinero quemado, sólo algún que otro billete, y las investigaciones posteriores concluyeron en que fue robado por los policías y otras personas que invadieron el departamento luego del tiroteo.
A partir del entrecruzamiento entre ambos géneros, en una intriga con desenlaces vertiginosos, Piglia plantea una problemática política vinculada con la reflexión sobre la posibilidad de producir narraciones y el tipo de relatos que circulan en un determinado orden social. Propone que el control narrativo que el Estado ejerce sólo puede ser contrarrestado con el acto de contar historias, las que, a diferencia del relato homogéneo y autoritario que produce el Estado, son anónimas y heterogéneas. Son voces múltiples que apelan a un imaginario rebelde para contrarrestar el aparato burocrático que controla la mente de los ciudadanos. En una entrevista, Piglia decía que en “La muerte y la brújula” había sido “Borges quien funda la idea de que Buenos Aires es una ciudad invisible cuya descripción no debe ser la descripción de la ciudad tal cual la vemos, sino que debe ser la descripción de una ciudad imaginaria. En un sentido eso también es ‘La ciudad ausente’”.
Tres años después, en 1995, publicó “Cuentos morales”, una antología de sus cuentos escritos entre 1961 y 1990. De las dieciséis narraciones que la integran, las cuatro primeras formaron parte de la novela “La ciudad ausente”, otras habían aparecido en su primer libro de cuentos “La invasión”, otras son microhistorias extraídas de “Prisión perpetua”, y otras habían sido publicadas en diversas revistas de literatura y antologías varias. Luego, en 1997, publicó la novela “Plata quemada”, una obra basada en el millonario robo a un camión de caudales en la localidad bonaerense de San Fernando. Mezclando realidad y ficción, Piglia narró un hecho real ocurrido en noviembre de 1965 en el cual una banda de delincuentes luego de hacerse con el botín huyó a Uruguay y, tras permanecer dos meses escondida en un departamento, fue rodeada por la policía y se batió en un enfrentamiento armado que duró quince horas y dejó un amplio saldo de muertos. Del destino del botín nunca más se supo. Piglia contó en la novela que el dinero había sido quemado por los ladrones al verse perdidos, de allí el nombre de la novela. Sin embargo no se encontraron rastros del dinero quemado, sólo algún que otro billete, y las investigaciones posteriores concluyeron en que fue robado por los policías y otras personas que invadieron el departamento luego del tiroteo.
A raíz de los aspectos personales de los ladrones que Piglia detalló en el texto, varios familiares de ellos lo demandaron por violación del derecho a sus intimidades, algo que la justicia desestimó después de que Piglia y su editorial insistieran en que se trataba de una obra de ficción que presentaba conexiones con un hecho real. En definitiva, desde su sentido explícito, la novela cuenta la historia de un robo, su planificación, su desarrollo y su desenlace y, desde su sentido implícito, cuenta la historia de todos los elementos que en él incidieron: la historia de un complot, la historia privada de sus perpetradores y, por último, la historia de una época y de un país corrompido en el que reinan las fuerzas marginales y amorales de la sociedad.
Por entonces, en sus diarios Piglia reflexionaba: “Todo lo que se considera externo a la literatura me parece a mí lo único interesante: tramas intelectuales, tiempos muertos, discusiones, etc. Hay que sostener la narración con los materiales que todo el mundo deja fuera de un relato”. Para él, un escritor vivía pocas experiencias traumáticas que definieran el futuro de su texto: “Todos los acontecimientos que uno puede contar sobre sí mismo no son más que manías. Porque a lo sumo, ¿qué es lo que uno puede llegar a tener en su vida salvo dos o tres experiencias? Dos o tres experiencias, no más (a veces, incluso, ni eso). Ya no hay experiencias (¿las había en el siglo XIX?), sólo hay ilusiones. Todos nos inventamos historias diversas (que en el fondo son siempre la misma) para imaginar que nos ha pasado algo en la vida”.
El 1 de octubre de 2017, el escritor y crítico literario español Jorge Carrión (1976) publicaba en el periódico estadounidense “The New York Times” un artículo titulado “La segunda obra maestra de Ricardo Piglia”. En él habla de los temas y las obsesiones de Piglia, como la novela negra, el diario, el escritor como crítico literario, la ficción política, el canon argentino, el simulacro o la reescritura, los personajes -históricos o ficcionales- profundamente aislados y solitarios.
Cuando Ricardo Piglia publica “Una propuesta para el próximo milenio” en 2001, un texto que después reescribirá y que, por su importancia, integrará en su “Antología personal” (2014), decide partir de Walsh y de sus convicciones documentales, para responder a la pregunta “¿Cómo narrar el horror?”. Detecta en el prólogo a la tercera edición de “Operación masacre” un movimiento crucial. Walsh se representa a sí mismo en un bar de La Plata, “al que va siempre a hablar de literatura y a jugar al ajedrez y una noche de 1956 se oye un tiroteo”. Walsh sale y se refugia en casa pero escribe: “Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo ¡Viva la patria! sino que dijo: No me dejen solos, hijos de puta”. Es decir, cambia el foco de la cámara, cede la palabra. Pone al otro en el lugar de enunciación que uno ha tenido hasta un momento antes. Entonces Piglia dice algo memorable: “La verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla. Hay que hacer en el lenguaje un lugar para que el otro pueda hablar”.
La clave de la ficción futura, por tanto, la encuentra en una novela de no ficción. Es extraño, porque Piglia no escribía literatura documental. No escribía libros de historia, aunque fuera un historiador en potencia. No escribía crónica. ¿O sí? Recordemos cómo comienza su primera obra mayor, “Respiración artificial”. El narrador, Emilio Renzi, ha publicado su ópera prima, una novela titulada precisamente “La prolijidad de lo real”, construida a partir de varias versiones de historias familiares (una novela que por fortuna nunca leeremos: parece ser que su estilo suena a Faulkner traducido por Borges, “a una versión más o menos paródica de Onetti”; se ha saldado enseguida en las librerías de Corrientes) y, de pronto, recibe una carta de uno de sus protagonistas, su tío Marcelo Maggi.
Se cartean. Vive apartado, en un pueblo lejano: “Enseño historia argentina en el Colegio Nacional y a la noche voy a jugar al ajedrez, al Club Social. Hay un polaco que es un as; acostumbraba jugar con el príncipe Alekhine y con James Joyce en Zurich”, esa versión libre de Gombrowicz, llamado Tardewski, tiene un sueño benjaminiano (“escribir un libro enteramente hecho de citas”), escribe artículos sobre ajedrez en un diario local y escribe un “cuaderno donde registra sus ideas”. Todo eso se lo cuenta en la carta inicial. La forma inicial. Él responde. Comienza la novela. La novela comienza, por tanto, con un desplazamiento de género. De la ficción familiar a la literatura epistolar. Pero, enseguida, dice Renzi: “No tiene sentido que reproduzca todas esas cartas”. Hay, por tanto, un proceso de edición. La novela es una arquitectura de voces desplazadas (Maggi, Tardewski, Enrique Ossorio, Hitler, Kafka, Arocena), a partir de un desplazamiento inicial y previo: de Ricardo Piglia a Emilio Renzi (ya presente en su primer libro de cuentos, “La invasión”).
Hasta
2015, a sabiendas que dos de sus grandes maestros son Godard y Duchamp,
artistas del desvío, hubiéramos dicho no obstante que el gran desplazamiento
pigliano se da entre otros dos géneros: la novela y el ensayo. La novela es en
su caso, sin duda y comenzando por “Respiración artificial”, una gran máquina
de ensayar. Es la operación que hace Duchamp con el arte contemporáneo: lo
vuelve autoconsciente, lo vuelve crítica de arte, teoría artística; o Godard
con el cine, primero narrativos, cada vez más ensayos filmados. Pero en los
años cincuenta, sesenta y setenta, la novela -si se me permite la tonta
generalización-, condicionada por la política, había dirigido el uso del ensayo
hacia la defensa de una tesis. Cuando se publica “Respiración artificial” en
1980, en plena dictadura argentina, se podía leer en la contraportada: “Tiempos
sombríos en que los hombres parecen necesitar un aire artificial para poder
sobrevivir”. La alusión era clara pero indirecta. La novela podría leerse en
clave política. Pero también en clave estrictamente literaria. Con ese desvío o
giro, con ese desplazamiento, de la novela familiar (burguesa) inexistente o la
novela política (de la generación anterior) a una novela que primero se
sostiene sobre todo en la epistolaridad y después en la conversación, podría
decirse que Piglia prefigura (pre-formatea) una estrategia que va a ser muy
común en la literatura del estricto cambio del siglo XX al XXI.
En efecto, en “Los emigrados” (1992) de W.G. Sebald, en “Los detectives salvajes” (1998) de Roberto Bolaño, en “La novela luminosa” (2005) de Mario Levrero, en “La muerte me da” (2007) de Cristina Rivera Garza, o en “Verano” (2009) de J.M. Coetzee, los autores recurren a la manipulación de materiales de extracción no literaria, a menudo privada, como el diario o la carta, cuando no de naturaleza académica (la tesis doctoral) o periodística (la entrevista), para articular y formalizar las partes más decisivas de las estructuras de sus textos. Se trata de materiales “innobles” que difícilmente encontraríamos en los autores de la generación anterior o, al menos en sus novelas canónicas (a excepción, tal vez, de “Rayuela”).
Hasta 2015, repito, creíamos que los dos grandes desplazamientos piglianos eran el seminal (de Ricardo Piglia a Emilio Renzi) y el de género (de la novela al ensayo, crítica y ficción); aunque supiéramos que existían los diarios e incluso hubiéramos leído (como en “Formas breves”) algún fragmento de ellos. Pero entonces se publicó el primer volumen de “Los diarios de Emilio Renzi”: “Años de formación”; y en 2016 el segundo tomo, “Los años felices”; y ahora “Un día en la vida”; y gracias a esa obra maestra en tres partes entendemos que debajo de todas sus novelas y todos sus ensayos estaba, decisiva, una gran forma, un gran género, de no ficción cotidiana.
Que “Los diarios de Emilio Renzi” se pueda leer como un gran novela, como un gran ensayo y como unos extraordinarios diarios nos permitiría afirmar que Piglia realiza en ese gran libro una auténtica triangulación literaria. Pero de los 327 cuadernos de Piglia solo hemos leído una parte. En el segundo tomo, por ejemplo, faltan los viajes a Cuba y a China; y en el tercero se eliminan, entre tantísimos viajes, los que hizo a Venezuela (con motivo, por ejemplo, del premio Rómulo Gallegos) o a Barcelona (sorprendentemente no se mencionan ni a Jorge Herralde ni la editorial Anagrama).
Como las cartas de “Respiración artificial”, los diarios están editados. ¿Con qué criterio? Con el de centrarse en aquellos espacios y tiempos que ya conocíamos a través de la ficción. La Plata, Buenos Aires, los escenarios y las historias de los “cuentos morales” o de “Respiración artificial”, “La ciudad ausente” o “Plata quemada”. La publicación de los diarios interviene en esa serie de textos: genera un gran sentido a cincuenta años de escritura publicada. Un sentido que se puede establecer a partir de la famosa teoría de “Tesis sobre el cuento”: en efecto, toda la obra de Piglia contaba, simultáneamente, dos historias. En la superficie, la novela y el ensayo desarrollaban un discurso sobre los modos de leer y de escribir la literatura; en el subsuelo, el diario consignaba los modos de leer y de escribir la vida.
Dice Piglia en su más famosa forma breve que siempre hay un momento de intersección o de cruce entre la historia 1 y la historia 2. Son los libros y los autores que aparecen tanto en la superficie como el subsuelo. Y que todo cuento conduce a alguna forma de epifanía, de “iluminación profana”. La sentí en el momento en que entendí, tras leer sus diarios, que todo aquello que durante cincuenta años nos había parecido material leído, metaliteratura y metaficción había sido, en realidad, sufrido, palpado, vivido. Los diarios dibujan, de hecho, a un sujeto que sufre la depresión y la tentación del suicidio, que abusa de las drogas y practica la poligamia, que odia la figura del intelectual, ese traje o esa máscara que no obstante es imposible no ponerle: finalmente, el diario, pese a su ancla en los hechos, es una construcción hipersubjetiva, bastante ficcional.
Lo que me admira -y al mismo tiempo me asusta- es que es muy probable que todo esto que yo he dicho ya fuera pensado (es más: planificado) por Piglia. Él era consciente del efecto que provocaría la edición de sus diarios. Lo preparó todo para ese gran momento. En muchos de sus textos podría encontrar evidencias de que mi lectura es, sobre todo, suya. Por ejemplo, en “El escritor como lector” habla de los diarios de Gombrowicz y los define como su “gran laboratorio”: “El Diario es eso, una suerte de experimentación continua con la experiencia, con la forma, con la escritura”. Piglia va más lejos y dice que quizá sea “su obra mayor”. De algún modo, leer e interpretar a Piglia -como leer a Borges- es plagiar a Piglia como lector. Desde que leí, asombrado, “Formas breves” y “Respiración artificial” hace exactamente quince años, son innumerables las veces en que lo he citado a sabiendas y sin saberlo, revelando la fuente o robando sus ideas y asumiéndolas como mías.
Por suerte, eso también lo pensó y lo formuló: “En literatura los robos son como los recuerdos”, escribió en “La ex-tradición”: “Nunca del todo deliberados, nunca demasiado inocentes. Las relaciones de propiedad están excluidas del lenguaje: poder usar todas las palabras como si fueran nuestras”. La sección de “Antología personal” en la que se encuentran “Una propuesta para el próximo milenio”, “El escritor como lector” y “La ex-tradición” se titula, no podía ser de otro modo, “El laboratorio del escritor”.
En efecto, en “Los emigrados” (1992) de W.G. Sebald, en “Los detectives salvajes” (1998) de Roberto Bolaño, en “La novela luminosa” (2005) de Mario Levrero, en “La muerte me da” (2007) de Cristina Rivera Garza, o en “Verano” (2009) de J.M. Coetzee, los autores recurren a la manipulación de materiales de extracción no literaria, a menudo privada, como el diario o la carta, cuando no de naturaleza académica (la tesis doctoral) o periodística (la entrevista), para articular y formalizar las partes más decisivas de las estructuras de sus textos. Se trata de materiales “innobles” que difícilmente encontraríamos en los autores de la generación anterior o, al menos en sus novelas canónicas (a excepción, tal vez, de “Rayuela”).
Hasta 2015, repito, creíamos que los dos grandes desplazamientos piglianos eran el seminal (de Ricardo Piglia a Emilio Renzi) y el de género (de la novela al ensayo, crítica y ficción); aunque supiéramos que existían los diarios e incluso hubiéramos leído (como en “Formas breves”) algún fragmento de ellos. Pero entonces se publicó el primer volumen de “Los diarios de Emilio Renzi”: “Años de formación”; y en 2016 el segundo tomo, “Los años felices”; y ahora “Un día en la vida”; y gracias a esa obra maestra en tres partes entendemos que debajo de todas sus novelas y todos sus ensayos estaba, decisiva, una gran forma, un gran género, de no ficción cotidiana.
Que “Los diarios de Emilio Renzi” se pueda leer como un gran novela, como un gran ensayo y como unos extraordinarios diarios nos permitiría afirmar que Piglia realiza en ese gran libro una auténtica triangulación literaria. Pero de los 327 cuadernos de Piglia solo hemos leído una parte. En el segundo tomo, por ejemplo, faltan los viajes a Cuba y a China; y en el tercero se eliminan, entre tantísimos viajes, los que hizo a Venezuela (con motivo, por ejemplo, del premio Rómulo Gallegos) o a Barcelona (sorprendentemente no se mencionan ni a Jorge Herralde ni la editorial Anagrama).
Como las cartas de “Respiración artificial”, los diarios están editados. ¿Con qué criterio? Con el de centrarse en aquellos espacios y tiempos que ya conocíamos a través de la ficción. La Plata, Buenos Aires, los escenarios y las historias de los “cuentos morales” o de “Respiración artificial”, “La ciudad ausente” o “Plata quemada”. La publicación de los diarios interviene en esa serie de textos: genera un gran sentido a cincuenta años de escritura publicada. Un sentido que se puede establecer a partir de la famosa teoría de “Tesis sobre el cuento”: en efecto, toda la obra de Piglia contaba, simultáneamente, dos historias. En la superficie, la novela y el ensayo desarrollaban un discurso sobre los modos de leer y de escribir la literatura; en el subsuelo, el diario consignaba los modos de leer y de escribir la vida.
Dice Piglia en su más famosa forma breve que siempre hay un momento de intersección o de cruce entre la historia 1 y la historia 2. Son los libros y los autores que aparecen tanto en la superficie como el subsuelo. Y que todo cuento conduce a alguna forma de epifanía, de “iluminación profana”. La sentí en el momento en que entendí, tras leer sus diarios, que todo aquello que durante cincuenta años nos había parecido material leído, metaliteratura y metaficción había sido, en realidad, sufrido, palpado, vivido. Los diarios dibujan, de hecho, a un sujeto que sufre la depresión y la tentación del suicidio, que abusa de las drogas y practica la poligamia, que odia la figura del intelectual, ese traje o esa máscara que no obstante es imposible no ponerle: finalmente, el diario, pese a su ancla en los hechos, es una construcción hipersubjetiva, bastante ficcional.
Lo que me admira -y al mismo tiempo me asusta- es que es muy probable que todo esto que yo he dicho ya fuera pensado (es más: planificado) por Piglia. Él era consciente del efecto que provocaría la edición de sus diarios. Lo preparó todo para ese gran momento. En muchos de sus textos podría encontrar evidencias de que mi lectura es, sobre todo, suya. Por ejemplo, en “El escritor como lector” habla de los diarios de Gombrowicz y los define como su “gran laboratorio”: “El Diario es eso, una suerte de experimentación continua con la experiencia, con la forma, con la escritura”. Piglia va más lejos y dice que quizá sea “su obra mayor”. De algún modo, leer e interpretar a Piglia -como leer a Borges- es plagiar a Piglia como lector. Desde que leí, asombrado, “Formas breves” y “Respiración artificial” hace exactamente quince años, son innumerables las veces en que lo he citado a sabiendas y sin saberlo, revelando la fuente o robando sus ideas y asumiéndolas como mías.
Por suerte, eso también lo pensó y lo formuló: “En literatura los robos son como los recuerdos”, escribió en “La ex-tradición”: “Nunca del todo deliberados, nunca demasiado inocentes. Las relaciones de propiedad están excluidas del lenguaje: poder usar todas las palabras como si fueran nuestras”. La sección de “Antología personal” en la que se encuentran “Una propuesta para el próximo milenio”, “El escritor como lector” y “La ex-tradición” se titula, no podía ser de otro modo, “El laboratorio del escritor”.