Andrés
Rivera admitió en varias oportunidades que, para el desarrollo de su obra,
fueron fundamentales las lecturas de los argentinos Jorge Luis Borges
(1899-1986) y Roberto Arlt (1900-1942), del francés Víctor Hugo (1802-1885), del
irlandés James Joyce (1882-1941), y de los estadounidenses Herman Melville (1819-1891), Raymond Chandler
(1888-1959), William Faulkner (1897-1962) y Ernest Hemingway (1899-1961). De
ellos, afirmó, aprendió el exquisito arte de la precisión. Muchas veces
recordó, también, su afiliación a la Juventud Comunista en 1945. Militaba en un
local de La Paternal y escribía en el periódico clandestino del Partido
Comunista “Nuestra Palabra”. “Por aquel tiempo andaba leyendo una novela
naturalista del escritor colombiano José Eustasio Rivera. Como debía firmar con
seudónimo los artículos que escribía, uní el nombre de la calle donde vivía,
Andrés Lamas, con el apellido del escritor que estaba leyendo y quedó Andrés
Rivera. Fui cargando con ese nombre en el bolsillo hasta que lo adopté. Desde
entonces fui Andrés Rivera”. Hacia los años ’60, varios militantes adoptaron
una posición sumamente crítica hacia la política que impulsaba el PC soviético.
Los poetas José Luis Mangieri (1924-2008) y Juan Gelman (1930-2014), y el
sociólogo Juan Carlos Portantiero (1934-2007) fueron expulsados. Por entones,
Rivera publicaba “Cita” en la editorial de Mangieri. En él estampó una tajante
dedicatoria: “A Juan Gelman y Juan Carlos Portantiero, mis amigos que no se
entregarán jamás”. “La dirección del Partido me llamó a rendir cuentas de esa
afrenta. Y pasamos de una dedicatoria en el campo de la literatura a la
discusión política. Me cayeron todos los calificativos que el PC usaba para ese
momento: nacionalista burgués, enemigo de la clase obrera, populista. Y pasé a
militar en la larga lista de los expulsados. Yo era un hombre joven y molesto.
Y eso no lo podían perdonar”, contaría años después. En sus últimas obras,
publicadas a partir del año 2000, la historia y la política cobrarían
nuevamente un protagonismo fundamental. Abandonó las filas del realismo
socialista y se metió de lleno en una literatura que no olvidaba ni por un
segundo la política. Ello se notaría en la mayoría de las obras que publicó en
su última etapa como escritor: las novelas “Tierra de exilio”, “Hay que matar”,
“Ese manco Paz”, “Esto por ahora”, “Punto final”, “Traslasierra” y “Guardia
blanca”, y los libros de cuentos “Cría de asesinos”, “Por la espalda” y “Estaqueados”.
Cuándo se le preguntó por qué escribía sobre personajes derrotados, Rivera
respondió: “Ellos nos enseñan cómo equivocarnos menos. Los verdugos, por
supuesto, no me interesan, porque son siempre los mismos, tanto los que mandan
a matar como los que matan. Yo soy del bando de los derrotados, por elección.
Por ellos y sobre ellos escribo”. Es evidente que en sus primeros libros la
trama se desarrollaba dentro del movimiento obrero organizado. En cambio en los
últimos, la clase obrera ya no aparecía como sujeto de la historia. Estaba
desocupada o lumpenizada. Esto es notorio en su última novela, “Kadish”,
aparecida en 2011, en la que aparece nuevamente como protagonista Arturo
Reedson, su alter ego. En ella, las imágenes del pasado desplazan el presente y
la historia del país y su propia historia están presentes una vez más. Chicos
que son nietos de un obrero cuyo hijo fue un desocupado y ahora roban o están inhalando
pegamento en la calle, policías que utilizan la picana eléctrica, en fin, cosas
habituales en los barrios pobres de Argentina. Viviendo sus últimos años en el
barrio de Bella Vista en Córdoba, un día, mirando por la ventana de su casa,
mirando su propia vida, se dijo: “mucha producción, mucha; ya está bien”. Tras
cincuenta años dedicados a la literatura y con algo más de treinta libros
publicados, Andrés Rivera, tras sufrir una fractura de cadera, fallecería a
raíz de una septicemia que padeció luego de la cirugía. Para terminar, la
tercera y última parte de la selección editada de entrevistas cuyos autores y
medios en que se las publicó fueron citados anteriormente.
La historia argentina ha sido más de una vez un
disparador de su literatura. ¿De dónde surge esa fascinación?
Son pocos,
en verdad, los libros míos que hablan de personajes históricos y siempre lo han
hecho desde la literatura: Juan José Castelli, el orador de la Revolución de
Mayo, primer Gobierno criollo en 1810, en “La revolución es un sueño eterno”;
Juan Manuel de Rosas, el hombre fuerte de Argentina entre 1830 y 1852, ya viejo
y enfermo en el exilio en “El farmer”, y José María Paz, jefe enfrentado a
Rosas, en “Ese manco Paz”. Y luego, creo que hablo de la vida cotidiana, porque
la vida cotidiana es pura historia. La Semana Trágica está incorporada a la
historia de Argentina, un país que tuvo un movimiento ideológico y sindical muy
fuerte a principios del siglo XX, algo que ha desaparecido. ¿Cómo un escritor
argentino se va a desligar de eso? Está comprometido con ello, lo respira.
Aunque no escribí estas novelas desde la nostalgia, recuerdo que cuando lo
hacía podía sentirme copartícipe de un intento de cambiar el mundo.
¿Y hoy?
Hoy sé que
pertenezco a la legión de los derrotados, que hablar de utopías estaba bien
para Tomás Moro y que los libros, las historias, ahora están en las noticias
policiales. Son el reflejo de esta sociedad que tiene todavía huellas de la
dictadura: una sociedad que cuenta entre las víctimas preferidas de los asaltos
a los ancianos y donde la corrupción da zarpazos cada día.
Con todo, sigue escribiendo. Después de medio
siglo de literatura, ¿cómo se conjura el riesgo de la repetición?
Es una
tarea interesante que alude fundamentalmente a la escritura. Yo ya he dejado de
explorar la redundancia. Esa cosa escueta, desnuda, creo que está cambiando. Lo
sentía esta mañana al pasar a máquina un cuento nuevo. Ya no hay esa tentación
de explicar. No sé definirlo todavía, pero creo que eso es lo que está
apareciendo: hay una búsqueda por cómo explicar sin explicar.
¿Por qué eligió ponerse en la piel de Castelli?
De
Castelli, los argentinos sabemos lo que dicen los manuales de historia: vocal
de la Primera Junta, enviado en el ejército que marchó al Alto Perú, punto. De
Rosas, se sabe mucho más porque sigue siendo un personaje central de la
política argentina. El impulso interior para escribir “La revolución...” surgió
cuando supe que el hombre a quien se llamó “el orador de la Revolución de Mayo”
murió de un cáncer en la lengua. Me pareció una paradoja atroz, y allí nació la
novela. Revisé veintidós libros de historia; no me aportaron absolutamente
nada. De modo que todo lo que aparece allí, salvo alguna proclama que después
mezclé y cambié, es pura ficción. ¿Qué puedo decir de Rosas? No siento por él
ninguna simpatía (como la tenía por Castelli) ni política, ni ideológica, ni
humana. Pero tengo algunos puntos de contacto con Rosas. Cuando me lancé a
escribir “El farmer” yo ya era un viejo, como Rosas. Rosas vivía en el exilio,
yo también, en este país. Rosas estaba solo, yo también. Entonces lo hice
hablar, y lo hice hablar en primera persona, siguiendo una recomendación de
Cesare Pavese. Nadie podía pensar que Rosas se iba a golpear el pecho hablando
en primera persona, ni que yo iba a escribir un panfleto antirosista con Rosas
hablando en primera persona. ¿Por qué Rosas? Porque me volví católico. Si
Castelli era la representación católica del Bien, Rosas -del otro lado de la
mesa- era la representación del Mal. Poniendo en juego la salvaguardia de que
Rosas habla de sí mismo y se justifica y afirma: “Quien gobierne podrá contar,
siempre, con la cobardía incondicional de los argentinos”. Creo que con esa
frase tenía el libro escrito antes de escribirlo.
Castelli, el Manco Paz, se nota que son
personajes que le agradan. El “farmer” Juan Manuel de Rosas no es su favorito.
Pero tengo
puntos en contacto con el “farmer” Rosas en el exilio. Es un anciano, yo
también. “El farmer” es un monólogo, yo también monologo conmigo mismo. Desde
el piso 12, cerca de Dios (que no existe), hablo conmigo mismo, me pregunto
cuánto me queda. Me levanto de la tibieza de la cama, tiro las frazadas, miro
si sigue funcionando la estufa y anoto algo. Siempre tengo una libreta y una
lapicera a mano. Después se acumulan esos papelitos y después... el lector
juzgará. Escribo a mano, a veces no descifro lo que está por encima de la
tachadura, lo que habla de las degradaciones de la vejez. Una vez que paso a
máquina vuelvo a corregir. Lo entrego y cuando sale impreso el libro, no digo
más nada, no lo vuelvo a tocar.
¿Usted realizó algún tipo de investigación para
escribir sus novelas?
No fue
investigación; quise saber, quise encontrar algo, porque un autor de ficción
roba. Esto clarito, y es absolutamente lícito. Los veintidós libros que leí,
los fragmentos de esos veintidós libros que leí que aludían a Castelli no me
ayudaron en nada. De manera tal que cuando escribí “El farmer” no consulté
libros. Porque usted, yo, hemos recibido mucha más información de Rosas que de
Castelli. Por eso digo que Rosas sigue siendo un personaje central de la
política argentina. No se lo nombra muchas veces, pero se realiza su política.
Piense dónde se exilia Rosas; hoy claro, Inglaterra ya no es la gran potencia
que fue. Ha sido remplazada como cabeza del mundo capitalista por Estados
Unidos.
¿La ficción que usted desarrolla es una forma de
darle a la historia una lectura diferente?
En primer
lugar, yo no soy un novelista histórico. Soy apenas un aprendiz de novelista.
En segundo lugar, aquellas que mal llaman novelas históricas que tienen como
protagonistas a Castelli y a Rosas, son novelas. Tienen a esos dos personajes
de la historia argentina a los que yo intenté poner en un escenario que le
resultara verosímil al lector de estos días y de los que vienen. Yo no hago
interpretaciones de la historia, yo escribo ficción.
¿Cómo se debería entender hoy la idea o figura
del escritor comprometido?
La palabra
“compromiso” la usó con mucha frecuencia Sartre. Si hay un continente en que el
escritor debe comprometerse es este: el continente Latinoamericano. Hay pruebas
de eso: aquí tuvimos un Faulkner, que se llamó Juan Carlos Onetti, y nunca dejó
de comprometerse. Ustedes saben que los militares uruguayos lo encerraron
durante tres meses, y Onetti juró que no regresaría más al “paisito”, como él
llamaba al Uruguay, que era en América latina de entonces una Suiza rioplatense.
¿Qué otros autores entiende cómo influencias?
Influencia,
es decir, que me enseñaron y yo que soy muy lento, terminé por encontrar mi
propio tono, si ustedes quieren, mi propia música, muchos. Roberto Arlt, por
ejemplo, que considero el mejor escritor nacional.
¿Borges?
Muy
sencillamente: Borges me enseño a adjetivar. Cuando un autor como Borges
escribe, “la unánime noche”, uno tiene que aprender. Si no aprende, más vale
que se dedique a otra cosa tan respetable como la literatura.
¿Qué admira de Onetti?
Detesto la
palabra “admiración”, pero es como si usted me preguntara acerca de Faulkner.
De Onetti se puede aprender a escribir. Y ahí está su literatura.
¿Cómo vive a esta altura de su carrera la
publicación de un nuevo libro? ¿Cuáles son sus expectativas, sus temores?
Temores no
tengo ni tuve nunca, ni siquiera cuando publiqué “El precio”, mi primer libro.
Sí expectativas, incluso cierta ansiedad, por cómo recibirán el libro los
lectores.
¿Usted siente que tiene un público lector
cautivo?
Creo que
todos o casi todos los escritores argentinos tienen sus lectores y que a menudo
esos lectores son más cultos e inteligentes que los escritores a los que leen.
¿Y qué cree usted que buscan sus lectores en sus
libros?
Esa es una
buena pregunta... Cada escritor tiene un tono. ¿Qué buscan los lectores de
Belgrano Rawson? Yo no lo sé. Sólo sé que él les ofrece un universo, un
universo distinto al que ofrece Ricardo Piglia o Héctor Tizón o al mío. Yo creo
que muchos de los lectores buscan violencia en mi obra.
La violencia histórica y la violencia inherente
a casi toda relación humana...
Sí, la
violencia del ser humano. O la violencia de clase, que responde a motivaciones
históricas. Y también la violencia de género, la violencia que se ejerce sobre
ellas. Ellas objetan generalmente el tratamiento sexual que he descrito en mis
novelas.
Usted declaró en una entrevista que sus
personajes, más que ideas, encarnan preguntas. ¿Cuáles son las preguntas que se
hacen carne en sus personajes?
Supongo
que son preguntas de impotencia, y de violencia. Y, fundamentalmente, encarnan
la intuición de que la violencia individual no conduce a nada.
¿En qué medida cree que la literatura puede
influir en la percepción que un pueblo tiene de su realidad política y social?
No creo
que la literatura colabore mucho en ese sentido... Quienes leen a un escritor comparten
de antemano ciertas ideas de un escritor, más allá de que compartan lo que el
escritor ponga en escena en sus páginas. Aunque básicamente, los lectores leen
porque leyendo gozan, más allá de que haya o no una afinidad ideológica. Un
ejemplo de ello es Jorge Luis Borges.
En su caso, sin embargo, a diferencia de Borges,
los relatos reflejan claramente una intención de explicitar ideas políticas.
No creo en
los neutrales, esos son los peores, y también hacen política. Pero antes que
nada creo en el compromiso con la escritura capaz de hacer gozar al lector.
Nadie puede ni debería leer una sola página que lo aburra.
En su visión, ¿la Argentina es un país en el que
se han extinguido los revolucionarios?
Los únicos
revolucionarios que hubo aquí fueron los de la revolución de Mayo. Y eso pasó
hace ya mucho tiempo. Es que, además, ¿cómo se sabe si alguien fue o no un
revolucionario? Carlos Marx fue un revolucionario, porque proveyó con
instrumentos de análisis a millones de personas para que esas personas se
liberaran de un régimen que los explotaba. Lo que es seguro es que no hay
revolucionario sin revolución, como no hay revolución sin revolucionarios.
¿Usted supone que el compromiso del escritor es
una obligación antes que una elección?
Es
probable, al menos eso fue válido para mi generación. Yo no me atrevería a
decirle a un escritor que recién comienza a escribir en este páramo que ya dura
muchos años, que tenga otro compromiso que el de intentar conquistar al lector,
al que tiene que ganarse con placer, con sudor y si es necesario con lágrimas.
El desafío es cautivarlo. Lo demás no depende de nosotros los escritores sino
del bendito país en el que vivimos.
¿La narrativa argentina de las últimas décadas
ha reflejado fielmente en las últimas décadas este “bendito país”?
No he
leído lo suficiente como para saber eso. Sé que aquí hay muy buenos escritores
que de un modo u otro no se sienten tocados por esta realidad. Si la van a
describir en el futuro o ya lo han hecho, cosa que tampoco están obligados a
hacer, es cosa suya. Pero casi no hay neutrales en materia de literatura en
este país, como tampoco en América Latina.
¿Cómo vive usted en estos tiempos de riesgo país
por las nubes?
Como un
privilegiado, un escritor reconocido y generosamente premiado, periodista
jubilado. Soy un testigo del sufrimiento de los otros. Entre ellos, los que
bajaron los brazos y que ven a sus hijos drogados o traficando drogas, a sus
hijas abriéndose de piernas para conseguir un trabajo, así como vieron a sus
madres trabajando como domésticas en los barrios ricos. ¿Y yo debería quejarme?
En sus libros hay muchos personajes decididos a
cambiar las cosas a cualquier precio...
Sí, pero a
mí no me interesa contar a los revolucionarios.
¿A quiénes le interesa contar?
A los
derrotados. No sé si lo logro, pero intento contarlos a ellos.
Los cuenta con su dignidad, y con su patetismo
también.
Incluso intento
contar la conversión del derrotado, que supera su condición de derrotado. Ellos
nos enseñan cómo equivocarnos menos. Los verdugos, por supuesto, no me
interesan, porque son siempre los mismos, tanto los que mandan a matar como los
que matan. Dígame la verdad, ¿usted conoce a algún hombre o mujer de derecha
que sea culto e inteligente, las dos cosas juntas? Yo soy del bando de los
derrotados, por elección. Por ellos y sobre ellos escribo, y eso que ya he
escrito demasiado.