Durante la
última década del siglo XX Andrés Rivera publicaría las novelas “El amigo de
Baudelaire”, “La sierva”, “El verdugo en el umbral”, “El farmer”, “El profundo
sur” y “Tierra de exilio”, y los libros de cuentos “Mitteleuropa” y “La lenta
velocidad del coraje”. En ellos se advierte un cambio en su lenguaje, el que avanzó
hacia un laconismo cada vez más preciso, descarnado y contundente. Pero también
la historia argentina iría adquiriendo un lugar central en su narrativa. A las
desdichas de los judíos de su pueblo natal Proskurov en Ucrania o la de los obreros
textiles bonaerenses de Villa Lynch en Argentina, se le sumarían figuras
trascendentales de la historia argentina como Juan José Castelli (1764-1812), José
María Paz (1791-1854) y Juan Manuel de Rosas (1793-1877). También los militares
genocidas del Proceso de Reorganización Nacional que gobernaron el país entre
1976 y 1983, y los jóvenes desocupados que observaba todos los días desde la
puerta de su casa. En sus escritos se hicieron cada vez más notorios sus
vilipendios al modo de ser de los argentinos, pero también su conmiseración
hacia ellos: “Ser argentino es pelear contra toda esperanza”, pone en boca de
uno de sus personajes. Por entonces solía asegurar que, como hombre de
izquierda, jamás se arrepentiría de haber creído en que otra Argentina era
posible ni de haber luchado por eso, y despreciaba a quienes decían ser neutrales:
“El que dice que no es de derecha ni de izquierda, es de derecha”. Fue en esta
época cuando comenzaron a tomar forma sus dos rumbos literarios: las
construcciones con los personajes de la Historia, y la búsqueda de sus propios
recuerdos de la mano de un alter ego: Arturo Reedson, quien dirá una y otra
vez, “ahora es mi turno”. Una manera de decir, como Rivera se encargaría de
explicar, que “uno sabe cuál es el principio y el final de una historia, pero
el resto no lo sabe. El resto pertenece al campo de la escritura, que modifica
muchas primeras intenciones, muchas reflexiones, buena parte de su
imaginación”. Y eso sabiendo siempre que “no hay lector que le dicte a un
narrador honesto lo que debe escribir. Hay, sí, un lector que está allí
enfrente del escritorio y que es más inteligente que yo y puede juzgar. Es un
lector ideal, claro. Con él me mido. Pero, de alguna manera, está hecho a mi
semejanza”. Por eso, cada mañana, durante años y años, Rivera se levantaría
temprano y se pondría a escribir a mano en cuadernos, con lapicera fuente:
“Nunca fui como Marcel Proust, que necesitaba paredes almohadilladas. Ninguno
de los escritores argentinos trabaja en condiciones tan especiales. Sólo la
mañana, es el momento en que puedo concentrarme, y la necesidad de tener la
lapicera de tinta cargada y dos o tres más a mano, de esas cuyo trazo de pluma
me gusta, es una manía. Después, siempre corregí lo escrito a mano y tipié dos
o tres borradores a máquina. Primero, porque nadie podría entender las
correcciones. Segundo, porque de paso vuelvo a corregir”. A continuación, la
segunda parte del compendio editado de varias entrevistas que le hicieran entre
los años 2000 y 2009, cuyos autores y medios en que se las publicó fueron citados
en la primera parte de esta serie.
Entre 1972 y 1982 no publicó, pero siguió
escribiendo. ¿Por qué no editó?
Seguí
escribiendo, pero sobrevino el 24 de marzo de 1976 y para ese momento no
publicaba ni Walt Disney, de manera que tuve que esperar hasta el ‘83, ‘84. De
todos modos en este país y en el mercado del libro, hablemos así en términos de
capitalismo, quien no consigue un premio tiene de correr de una editorial a
otra para que le publiquen, así sea García Márquez. Por ejemplo, para alimentar
lo que acabo de decirle: cuando me dieron el Premio Nacional de Literatura en
1992 los reportajes que me hacían (yo había empezado a publicar en 1957) que
eran cinco o diez por año, pasaron a ser veinticinco. ¿Por qué? Porque me rodeó
la aureola de la fama burguesa, ¿Cómo no ir a hacerle el reportaje a alguien
que recibió el Premio Nacional de Literatura? Y esto no es culpa de los
periodistas, sino de las empresas. Todos nosotros vivimos en el mercado y si
hay que ir a comprar carne, hay que ir a la carnicería y hay que pagar un precio.
Y bien, mi precio es ese: el de la fama.
¿Hubo un momento de inflexión?
Y hay un
momento que se da allá por el año ‘72 con un libro de cuentos, “Ajuste de
cuentas”. Escribí tanto mamotreto... Yo no descubrí ese momento de inflexión
con ese libro, sino que lo advertí después de leer una nota de Ricardo Piglia
en una revista que desapareció y que circulaba por aquel momento, a principios
de los ‘70, que se llamó “Los Libros”. El habló de una inflexión en mi
escritura. Después de ese libro de cuentos no escribí más nada; no publiqué más
nada, mejor dicho, porque vino el golpe militar y no hubo editor que aceptara
ni siquiera un libro sobre el Pato Donald. En el año ‘82 sí, publico en el
Centro Editor una novela, “Nada que perder”, y un libro de cuentos, “Una
lectura de la historia”. Después de ese momento, seguí publicando y apareció
“La Revolución es un sueño eterno” y un libro de título horrible, “Los
vencedores no dudan”, del cual yo no soy responsable. No era mi título, pero el
editor insistió porque el Almirante Massera había dicho que la duda es una
jactancia de los intelectuales: entonces quedaba bien, para él, “Los vencedores
no dudan”. Sin comentarios. Pero el responsable soy yo que acepté ese título…
Por azar, ingresé en una editorial poderosa, realmente poderosa, como
Alfaguara. Un amigo que era lector en Alfaguara leyó “El amigo de Baudelaire”.
Yo se lo di a leer, del modo en que ya no doy más a leer mis originales, no por
orgullo, sino porque no lo considero necesario, y él lo llevó al editor que al
mismo tiempo es un novelista, Juan Martini. Martini se decidió a publicarlo de
inmediato, cosa que hizo. A partir de allí Alfaguara siguió publicándome y me
reeditó cuando adjudicaron el Premio Nacional a “La revolución es un sueño
eterno”, que había sido editado por el Grupo Editor Latinoamericano. Se le
adjudicó a esa novela el Premio Nacional. Claro, un pequeño escándalo
periodístico. En algún otro momento, llegó “El farmer”, que ahí Martini lanzó
una primera edición de cinco mil ejemplares lo cual era excepcional. Pero, ¿por
qué? No por las virtudes de la escritura, que no había muchas en mi opinión,
sino porque el personaje central era Juan Manuel de Rosas que sigue, aún hoy,
pesando en la política argentina. A tal punto puedo sostener ese juicio que, a
las reuniones en bibliotecas de barrio a las que fui convocado, nunca faltó,
mejor dicho siempre estuvo presente, un viejo rosista al que le importaba un
pito la estética del libro, la escritura, él venía a defender la figura de
Rosas. Por cierto, yo no me negué nunca al encontronazo político, no me atuve
al escritor en su torre de marfil, diciéndole, no, yo de política no discuto.
Cómo no voy a discutir de política si todos mis libros están impregnados de
política y me es imposible concebir, aún si uno escribe nada más que acerca del
triángulo amoroso (marido, mujer y amante), prescindir de la política. Algo les
pasa, aún a los neutrales. La política tiene una injerencia solapada o abierta
en todas las actividades de la vida, también en los triángulos amorosos. Claro,
por ahora, la política burguesa.
Algunas de sus novelas muestran una sexualidad
muy cruda. Estoy pensando en “La sierva” y en “El amigo de Baudelaire”, donde
el personaje femenino, pese a moverse en un contexto opresor y soportar
vejaciones, aparece como dueño de una gran fortaleza ¿Qué elementos utiliza
para construir esa imagen de mujer?
Vamos a
citar a los clásicos. Engels decía que el último esclavo que se iba a liberar
en la sociedad burguesa era la mujer. Bien… bien por Engels. El amigo de
Baudelaire, Saúl Bedoya, ¿quién es? Es un burgués culto como se dice en la
novela, que él mismo dice que utiliza la verdad sólo cuando está a solas y que,
siendo juez, se apropia de Lucrecia. Lucrecia sólo aspira a ser dueña de un
almacén, de un boliche de campaña, de una pulpería en definitiva. Para decirlo
en términos burgueses no es una buena persona Lucrecia, y acepta, no
vejaciones, sino los juegos sexuales que le propone Bedoya. Más aún, dueña de
un buen físico, lo incita. Y hay un momento en que ella domina a Bedoya, cuando
Bedoya se enferma y envejece. Y en La sierva, que es de hecho la continuación
de El amigo de Baudelaire, yo intenté, delinear a Lucrecia, ponerla como
protagonista central de la novela como lo fue Bedoya de El amigo de Baudelaire.
Y ella dice lo contrario de Bedoya. Ella dice que a Bedoya le es fácil hablar y
escribir, a ella le cuesta y mucho. Pero tiene claro lo que quiere, e incita al
asesinato de su marido, buena chica ésa. Se me dirá que no tenía otra salida.
Es probable. Ese es el personaje. Estoy convencido de que las escenas de sexo
tienen la intensidad que tiene el sexo. Quien se acostó alguna vez, hombre con
hombre, mujer con mujer, hombre con mujer, lo sabe. Y eso es lo que yo intenté
e, insisto, no estoy seguro de haberlo
logrado describir.
Una cuestión recorre todo “El profundo Sur”. ¿Por
qué un hombre mata a otro? ¿Encontró alguna respuesta?
No. Yo
hago preguntas, no las contesto. Prefiero que la literatura deje el eco de las
preguntas repiqueteando y que cada quien arme el rompecabezas a su modo. En el
libro hay hipótesis, por supuesto: ¿una palabra de más? ¿Un agravio que a lo
mejor se carga por años como una herida? ¿Un resentimiento que estalla sin
aviso? La novela cuenta cómo un día, en una esquina trágica de Buenos Aires en
el marco de las manifestaciones de 1919, cuatro hombres se encuentran y la
muerte les cambia la vida. Uno de ellos, Roberto Bertini, dispara desde un
camión contra los bolcheviques judíos o judíos bolcheviques, que para él son la
misma cosa. Apunta contra uno de ellos, Enrique Warning, pero por azar le da a
un tercero: Eduardo Pizarro, un terrateniente, que es auxiliado por Jean Dupuy,
un francés que ha participado en la Comuna de París, exiliado ahora en Buenos
Aires. La novela es el relato de ese encuentro y sus consecuencias en cuatro
capítulos, uno por cabeza. Nada más.
En el personaje de Enrique Warning de su novela
“El profundo sur” es importante la mención de sus lecturas de Swift. A partir
de esto y de la aparición de distintos escritores en otras de sus obras, ¿es
posible entender el lugar que usted le otorga al escritor en la historia?
Un ejemplo
claro: Arthur Rimbaud. Arthur Rimbaud estuvo del lado de la Comuna de París.
¿Cuánta influencia ejerció él en eso? En este país hubo una gran polémica:
Boedo y Florida. Lenin citaba a muchos de los escritores rusos del siglo
pasado. Curiosamente nunca citó a Dostoievski; era un puritano Lenin, y creo
que esas lecturas no le caían bien. Pero, efectivamente, la Rusia zarista dio a
conocer una cantidad de escritores notables que influyeron, sí, en un círculo
reducido de intelectuales, entre ellos los bolcheviques y los mencheviques, y
los propios anarquistas rusos. ¿Aquí, a quién influyó Boedo y Florida? Yo puedo
decir que aprendí de Borges cómo se adjetiva y cómo se tiene dignidad. El
Borges que apoyó a la Junta Militar, el Borges que aplaudió el golpe del 24 de
marzo de 1976 tuvo el suficiente coraje intelectual para desdecirse
públicamente. Recibió una visita de las Madres de Plaza de Mayo a quienes
escuchó con muchísima atención y dijo que, puesto que él era un ciego, no podía
enterarse de lo que ocurría en el país y castigó con precisión a la Junta
Militar. Eso es coraje. Después de eso, o con eso, ¿qué influencia tuvo Borges
en la política del país; que influencia tiene Sábato? ¿Qué influencia tuvo
Adolfo Bioy Casares? ¿Qué influencia tienen los escritores de izquierda en este
país, entre los que creo contarme? Ninguna.
¿Cuáles son los principales libros de historia
que ha leído?
Yo soy un
lector bastante ávido de historia. He leído a muy malos escritores soviéticos.
He leído a Hobsbawm que me parece notable en muchas cosas. He leído algunos
manuales de historia argentina. Y en materia de ficción a Margarite Yourcenar,
una gran escritora francesa que escribió “Memorias de Adriano”, que es la
historia de un emperador romano, y otra novela instalada en el medioevo: “Opus
Nigrum”. Tuve lecturas de la matanza de los peones en la Patagonia y en un
reportaje dije que yo tenía sobre mi mesa de luz un libro sobre la Semana
Trágica que leí después de escribir “El profundo sur”. Yo tenía mucha
información, como la tenía sobre Rosas. Leí veintidós libros de historia, pero
no completos, sino los fragmentos que aludían a Castelli para “La revolución es
un sueño eterno”.
¿Por qué la elección de los hechos, que parecen
ser todos momentos claves de la historia argentina? ¿Hay una metanovela de la
trayectoria histórica argentina?
No me
gusta la idea de novela histórica. Simplemente es literatura. Por ejemplo,
Shakespeare. No me estoy midiendo con Shakespeare, que es como medirse con
Dios. Dicen que después de Dios fue el que creó más personajes. ¿Cuántos
Estuardos tiene él, cuántos duques, príncipes, condes que integran la historia
de Inglaterra tienen sus obras de teatro? Nadie habla de Shakespeare como autor
histórico. Es que sus obras siguen teniendo actualidad y yo pretendo que con
personajes reales como Rosas en “El farmer”, como Castelli en “La revolución es
un sueño eterno” puedan ser leídos mañana. Que el lector uruguayo o
norteamericano, dudo que me traduzcan, pero esto es otra cuestión, no piense en
el siglo sino que, si la novela tiene una buena escritura, se identifique con
el protagonista o con los protagonistas. De manera que, claro, usted me dice
momentos clave; la Revolución de Mayo ¿qué fue? No fue revolución. No cambió
nada. Los estancieros siguieron siendo estancieros. Un dato: acabo de decir que
los estancieros siguieron siendo estancieros como cuando la España real era la
dueña de América del Sur. Rosas no participó en la Guerra de la Independencia,
no se enroló en ninguno de los ejércitos libertadores, ni en el de Belgrano, ni
en el de San Martín. Se dedicó a cuidar vacas. Y como él otros tantos, no fue
el único, los Anchorena, que durante décadas ese apellido fue el prototipo de
los inmensamente ricos. Lo que se llamó la Revolución de Mayo fue el producto
del trabajo, de la conspiración, de los ardores, de la influencia de la
Revolución Francesa sobre un grupo de los intelectuales: Castelli, Mariano
Moreno, el doctor Belgrano, que nunca fue militar. ¿Entonces, Castelli qué fue?
En términos de este siglo, comisario político en los ejércitos que marcharon
hacia el norte. No tuvo ningún cargo militar. Hay ya libros, hoy, que objetan a
San Martín. Pero sí, San Martín fue un hombre de armas. ¿Quién fue el almirante
Guillermo Brown? Un marinero borracho. Lo que sí sabía era de navegación y
sabía cómo disparar los cañones. Y se puso de éste lado del mostrador y no de
aquél. Tan simple como eso pero tan decisivo. No es fácil elegir.
La pregunta era sobre la elección de los
momentos claves de la historia argentina.
Esos dos
momentos me parecen claves. El de una revolución que no fue tal, que sólo
expulsó a la España del rey de estas tierras, pero no cambió ni su destino
económico, ni su destino social, ni su destino político. Sólo instauró, después
de setenta años, una república más o menos conformada por feudos. Feudos no en
el sentido de un momento de la historia. Rosas era patrón de la estancia de
Buenos Aires, como Estanislao López era de Santa Fe. Y bueno, en el año ‘80 las
exigencias del capitalismo extranjero, en particular del capitalismo inglés,
hacen que este país se estructure. Y ahí está el General Roca. Mire, el nombre
de Roca usted lo va encontrar mucho más profusamente que el de Belgrano, por
ejemplo. Yo vivo en Córdoba. Cuando tomo un taxi en el centro para que me lleve
a mi casa le digo déjeme en Roca y Avenida La Plata. Mañana tengo que ir a la
editorial, le digo al taxista lléveme a Roca y Saénz. Por acá cerca hay una
estatua del general Roca. Fue al sur a fusilar indios: buen tipo el general
Roca. Por cierto, los intelectuales que proyectaron la Revolución de Mayo
querían otra cosa, y fueron derrotados. Castelli muere de cáncer. Belgrano de
hidropesía o alguna cosa así, misteriosa muerte la de Mariano Moreno. Digo
misteriosa ateniéndome a los manuales. Un hombre joven, que de repente ¿qué le
agarró, un síncope en el barco? Nadie sabe. Los otros, al exilio. Sus herederos
qué hacen: escriben poesía. Se exilian porque no soportan la dictadura rosista
que es la dictadura de los estancieros, no la de un hombre. ¿Qué hace
Sarmiento? A los treinta y siete años escribe panfletos en Chile. Se exilia muy
joven, cruza la Cordillera y allá va. Y hay dos Sarmientos, claro. Mao decía:
uno se divide en dos. Tenía razón. Hay un Sarmiento que es presidente y obedece
a los dictados de la gran burguesía argentina y hay un Sarmiento en el llano
que cuando entra al Senado dice aquí hay mucho olor a bosta, el laicismo en las
escuelas, desparrama escuelas por todos lados, un positivista, vamos…, y el
mejor escritor que tuvo nunca la Argentina en el siglo XIX. Y ahí en el siglo
XX, difícil que alguien se pueda medir con el autor de “Facundo”, aún Borges.