1 de febrero de 2013

Entremeses literarios (CLXIV)

EL CONDUCTOR
István Örkény
Hungría (1912-1979)

József Pereszlényi, transportista de materiales, se detuvo con su coche Wartburg, matrícula número CO 75-14, junto al kiosco de periódicos de la esquina.
- Déme un "Noticias de Budapest".
- Lamentablemente se agotó.
- Déme uno de ayer, entonces.
- También se acabó. Pero casualmente tengo ya uno de mañana.
- ¿También ahí aparece la cartelera del cine?
- Eso sale todos los días.
- Entonces déme ese de mañana -dijo el transportista de materiales.
Se volvió a sentar en su coche y buscó la programación de los cines. Después de un rato encontró una película checoslovaca -"Los amores de una rubia"- de la que había oído hablar elogiosamente. La proyectaban en el cine Cueva Azul de la calle Stácio, a partir de las cinco y media. Justo a tiempo. Todavía faltaba un poco. Siguió hojeando el diario del día siguiente. Le llamó la atención una noticia acerca del transportista de materiales József Pereszlényi quien, con su coche Wartburg matrícula CO 75-14 se desplazaba a una velocidad mayor a la permitida por la calle Stácio, y no lejos del cine Cueva Azul chocó de frente con un camión. El descuidado conductor murió en el acto. "¡Quién lo diría", pensó Pereszlényi. Miró su reloj. Ya pronto serían las cinco y media. Guardó el periódico en el bolsillo, se puso en marcha, a una velocidad mayor de la permitida, y chocó con un camión en la calle Stácio, no lejos del cine Cueva Azul. Murió en el acto, con el periódico del día siguiente en el bolsillo.


ABRIL
Beatriz Alonso Aranzábal
España (1963)

Me senté en la última fila del autobús escolar, supli­cando baches. Por fin salíamos de excursión toda la clase, y mis compañeras se regocijaban en sus asientos, mientras piropeaban al conductor. La profesora decía que la pri­mavera no tiene remedio. Unos días antes yo había hecho el amor por primera vez. Sin precauciones.


TRASLADO
Héctor Ranea
Argentina (1950)

Tomó amorosamente la valija con ambas manos, abrazándola más que tirando de ella para levantarla. La apoyó en la caja abierta de la camioneta que se veía estar trasladando, al menos, siete valijas de tamaños semejantes. Apenas pudo con el peso, pero con un gemido de esfuerzo alcanzó a acomodarla en la tapa de la puerta. Luego la empujó con un suave movimiento de cadera. Una vez que la estibó, se acercó al conductor, le dio una suma de dinero que evidentemente ya estaba pactada y éste, que había mirado todo con indiferencia desde el volante, se marchó luego de darle un recibo. Se quedó llorando con disimulo en la acera. Donde estuvo la camioneta quedó una extraña marca casi circular a la que se acercó un perro callejero a olisquear. Luego de unos minutos, entró en su edificio de departamentos. La camioneta llegó al basural y prendieron fuego a todo. En casa, él revisó que no quedara ninguna traza de sus al menos siete amantes y ventiló la casa en espera de su nueva conquista.


DON FRANCISCO
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

Abre la carta, intrigado. La vuelve a cerrar inmediatamente, perturbado, confundido. Mucho antes de romperla y tirarla a la papelera ya ha decidido que no acudirá a la cita. Pero en ese mínimo intervalo, el tiempo se ha dilatado y ha succionado un fragmento de su pasado que creía enterrado en lo más profundo. Confirma, una vez más, que la vergüenza y el dolor siempre nos pillan desprevenidos. Hurgar en una bolsa de pus nunca es agradable, pero puede convertirse en algo compulsivo si uno está ocioso o vulnerable. Y parece que hoy está con las defensas bajas y tiene un buen forúnculo al que enfrentarse. Siente una inexplicable necesidad de ir a lavarse las manos.
Don Francisco había sido su maestro en la escuela unitaria del pueblo donde vivió de niño. Puede verse a sí mismo acudiendo a la escuela el primer día de clase: repeinado, con sus pantalones cortos, la cartera nueva y los plumieres llenos de lápices de colores que huelen a madera recién pulida. Sus padres le han dicho que tiene que ser muy aplicado y obedecer al maestro. Le pareció normal, todavía no tiene con qué compararlo, que desde el primer día Don Francisco eligiera a un niño -el mismo para todo el curso- al que se le encomendaba la misión de vigilar que nadie se moviera mientras él explicaba o si tenía que salir un momento del aula. Muchas veces se ha preguntado cómo debió de afectarle semejante rol de "traidor" a la futura vida adulta de ese individuo que ahora debe tener unos cincuenta años, algo mayor que él.
El era forastero. Hijo de una familia de emigrantes aragoneses que se instalaron a mediados de los sesenta en un pueblecito del interior de Tarragona al amparo del trabajo paterno. Una familia decente, con la dignidad  de los que a pesar de todo siempre salen adelante. En las reuniones familiares había oído a su padre y a sus tíos decir que eran del Real Madrid, así que cuando uno de los primeros días Don Francisco preguntó que si había alguien del Madrid en la clase, él levantó la mano, orgulloso y con conocimiento de causa. Fue el único, no sabe si por casualidad o por ser el más incauto. Recuerda con un escalofrío la reacción de Don Francisco: le dijo que se fuera inmediatamente de su clase, que estaba expulsado, que ya se podía ir a su casa. Desconcertado, recogió sus cosas y salió por la puerta. Don Francisco, como si jugara a hacer un simulacro de fusilamiento, lo fue a buscar cuando ya cruzaba la verja del colegio. De vuelta a clase le tiró de las orejas y le riñó por hacer pucheros.
Pero lo que más le revuelve el estómago en este revival inesperado en el que su mente se ha sumergido como una mosca que no puede despegarse de una gota de resina, es el asunto de la regla. Don Francisco solía pegarles con una regla sobre la punta de los dedos cuando no se sabían la lección. También les pegaba sin ninguna excusa. Y la elección del destinatario dependía de su humor y sus preferencias. Eso era lo peor, lo que les hacía estar siempre alerta, aunque cada uno tenía asignada una probabilidad mayor o menor según la familia a la que perteneciera y el grado de sumisión que mostrara. Algunos niños parecían inmunes. Por lo que luego ha sabido, ésta era una práctica desafortunadamente frecuente en el año 1969. Cuando pegaba a un niño -lo recuerda como si estuviera pasando en ese momento- todos los demás de la clase cerraban los ojos y los puños. Se encogían levemente como si también les estuvieran pegando a ellos. Una especie de dolor colectivo, una vibración solidaria que les mantenía unidos y firmes ante una crueldad tan gratuita. Las reglas eran de color ocre, duras pero flexibles. Se adaptaban a la mano de Don Francisco como si fueran una prolongación ortopédica, el apéndice mecánico de una maquina de tortura.
Un día, al final de la mañana le dijo al niño que nos vigilaba:
- Oye, tu padre es carpintero ¿verdad?
- Si, Don Francisco -contestó.
Lo miró con esa sonrisa torcida que no auguraba nada bueno y que hacía que su fino bigote pareciera una interrogación.
- Pues dile si puede hacerme una regla igual que ésta -y le entregó la regla.
Ese mismo mediodía, el padre del chaval comió rápidamente y se bajó a la carpintería para cortar el listón con el que hacer la regla. A las tres en punto llegó el chaval con una regla perfectamente idéntica a la anterior. Al pasar por delante de la tarima del maestro, le dijo con un tonillo de eficiencia avalado por su superioridad en el ecosistema de la clase:
- Don Francisco, aquí tiene la regla. Y la copia.
Le entregó ambas, y cuando ya se dirigía hacia su pupitre, el maestro le dijo:
- Oye, oye, ¿Adonde vas? Espera, espera, que la probaré contigo -y la probó con él.
No sabe a quien se le ha podido ocurrir organizar una celebración para festejar el ochenta aniversario de Don Francisco, pero si hay algo que tiene muy claro es que él no acudirá. Cierra el grifo después de haberse frotado las manos con una energía inusitada.


SOCIOLOGÍA FLORAL
Marcos Silber
Argentina (1934)

Son frescas, recientes, estas flores. A la vista, cumplen su cometido, interrumpir la desazón del paisaje de este tiempo enfermo de cuidar. El noticiero dispara munición de grueso dolor. Todo lo que logro es esconder la cabeza. Contra las inclemencias de la historia ellas -las flores- se acurrucan, se agazapan. Sabia la naturaleza, su dignidad.


LOS APARECIDOS
Fermín López Costero
España (1962)

Con frecuencia, pero también cuando menos lo espe­ro, se me aparecen mis padres. Tras el susto inicial, el miedo va dejando paso a un sentimiento de impotencia y de rabia, porque, por más empeño que pongo, nunca con­sigo comunicarme con ellos. Me gustaría decirles, sobre todo, que los echo mucho de menos, que me cuesta asumir que aquel desgraciado accidente me haya privado de su compañía. Luego, cuando desaparecen, me quedo durante horas muy triste, abrazado a las flores que amorosamente han depositado sobre mi lápida.


LA DIGNIDAD
Enrique Wernicke
Argentina (1915-1968)

Se hablaba en un boliche, entre copas y cigarrillos.
- Para mí, la dignidad -dijo uno- es vivir fresco y sin deudas. Y apuntó con su nariz a un hombre entrado ya en años.
- Para mí, la dignidad -dijo un segundo- es vivir sin ser cornu­do. Y se quedó mirando el humo que llenaba el ambiente.
- Para mí, la dignidad -dijo un tercero- es saber lo que uno es y no demostrarlo nunca. Se levantó para orinar. Y fue como si Salomón, después de haber sentenciado, buscara refugio en la Biblia.


TODO ES POSIBLE
Lucy Fabiola Tello
Colombia (1947)

Oliverio García posee excelentes dotes de fabulador. Su vida toda parece ser una fábula. En sueños, especialmente, ha encontrado la manera segura de escapar a toda suerte de peligros y vicisitudes. ¿Cómo lo consiguió? Soñando que sueña. Fue así: se vio perseguido por una turba enfurecida que lo amenazaba con gran cantidad de armas: palos, piedras, cuchillos, tenedores, barrenas, picas, lanzas. Corría desesperado. Ya lo agarraban cuando accedió a un lugar sembrado de pequeños muros. Muros por doquier. Trepaba uno, trepaba dos, trepaba tres, y la multitud trepaba tras él salvando los obstáculos que él salvaba. En la cima de uno de aquellos muros casi se sintió asido. Tuvo fracciones de segundo para pensarlo. Y lo pensó: "Sueño, y puedo hacer en mis sueños lo que quiera. Volaré". Y voló. Cuál no sería la estupefacción e impotencia de la multitud. Así lo vio él desde el alto árbol donde se posó. Reía y reía. A carcajadas. A carcajadas reímos cuando nos contó el sueño. En estos días ya no ríe; se le ve hondamente preocupado pues viene pensando que si la turbamulta se entera que también sueña, entonces podrá volar y es probable que lo alcance.


CUBO Y PALA
Carmela Greciet
España (1963)

Con los soles de finales de marzo mamá se animó a bajar de los altillos las maletas con ropa de verano. Sacó camisetas, gorras, shorts, sandalias..., y aferrado a su cubo y su pala, también sacó a mi hermano pequeño, Jaime, que se nos había olvidado. Llovió todo abril y todo mayo.


REPARACIONES
Roxana Palacios
Argentina (1957)

Sin tener en cuenta la preparación del terreno, el armado fue bastante sencillo: una tabla, un poco de adhesivo, una tabla, eventualmente algún tarugo; cada tanto el colocador limaba y dejaba el remanente a un costado. Parte de la viruta se acumuló en los rincones, otra parte voló impulsada por el viento que generaba la sierra porque la sierra era de alta velocidad. Estaba claro que había que esperar un tiempo antes de pulir, de aislar la madera de la intemperie. Digamos que la madera alimentó una secreta conjunción que la mantenía unida a la carpeta de cemento. Digamos que hubo signos y pisadas, y un sillón de dos cuerpos imposible de ubicar en otro sitio. Entonces notaron el movimiento. Primero fue un ángulo, un vértice, una incómoda clase de solapa que empezó a provocar una incómoda clase de tropiezo, una rara clase de solapa que guardaba una rara clase de simbiosis con la hendidura del opuesto. Se hizo difícil, peligroso, transitar la superficie. El colocador volvió a limar; se sabía que dadas las condiciones iniciales todo esto era posible. Se sometieron a un arreglo de emergencia: un poco más de viruta a los costados, un poco de solvente para diluir el adhesivo que rebalsaba las uniones, que desbordaba, entre tabla y tabla. Volvieron a aparecer los vértices. Tumores o bocas se abrieron hasta dejar la zona superpuesta, desarticulada en casi todos sus puntos. No pudieron saber si la enfermedad estaba en la madera o en las napas.