Después de tres décadas de reflexionar sobre la cuestión, ¿cuál es su definición de la democracia?
La democracia no se limita a la elección. Cuando las dictaduras o los populismos intentan "vender" sus democracias, la definen casi siempre como el resultado de una elección. Esto es una definición minimalista. Hoy es fácil ver que el ciudadano no se contenta más con ser un simple elector. Hay una demanda de democracia más permanente que unas elecciones cada dos, tres o cinco años. El ciudadano pide que la democracia deje de ser un proceso de autorización electoral para gobernar y que, en cambio, sea definida como un gobierno democrático, como una acción democrática.
Es decir.
Que la elección reposa sobre el hecho mayoritario, pero que la democracia es estar al servicio de toda la sociedad. Por eso cada vez es más frecuente la exigencia de crear, junto a las instituciones mayoritarias, otro tipo de instituciones, por ejemplo, una corte constitucional que represente los principios organizadores de la sociedad. La Constitución representa la memoria de la voluntad general. En muchos países también se multiplican las autoridades independientes. Porque si bien la democracia es el poder de todos, en la realidad es el poder de la mayoría. Para tratar de acercarse a la noción del poder de todos se han multiplicado las instituciones que se caracterizan por un principio de imparcialidad. La imparcialidad es la democracia de nadie. Nadie puede apropiarse de ella.
¿Se podría decir entonces que el ejercicio democrático se complica?
Así es, contrariamente a lo que se pensaba en el siglo XIX. Tocqueville decía que la democracia se simplificaría cada vez más porque sería la consagración del poder aritmético.
En parte eso es verdad.
Si hay algo sobre lo que todos estarán de acuerdo es que 51% de los votos es más que 49%. No obstante, cuando se trata de decidir cuál es el interés general o el bien común, pueden darse cantidad de respuestas contradictorias. Es por eso que la democracia se complica cada vez más. Progresa y se complica al progresar porque el ciudadano amplía su forma de participación mas allá de la elección y porque las instituciones son cada vez más numerosas. Desde hace unos treinta años, hay una evolución masiva de la democracia. Se trata de un cambio radical en relación con el pasado. Estamos en un nuevo ciclo que podríamos llamar de "la organización de la democracia poselectoral".
¿Cuáles son las razones de la pérdida de confianza de los ciudadanos en sus dirigentes y en los actuales sistemas democráticos?
Para comenzar, hay una razón que podríamos considerar estructural. Por un lado, el hombre contemporáneo parece haber perdido confianza en la idea de progreso; por el otro, la aparición de lo que podríamos llamar una "sociedad del riesgo" parece haber contribuido a fomentar la desconfianza de los ciudadanos. Pero también existe una dimensión auténticamente política que explica la pérdida de confianza. Me refiero a que, en la actualidad, es mucho más fácil para un ciudadano controlar el poder, forzarlo, hasta bloquearlo, que tratar de reformarlo para que sirva mejor al interés general. En realidad, la inversión que implica el voto ha pasado a ser percibida como "menos rentable". Pero atención, es necesario evitar todo juicio de valor sobre esta evolución. Este cambio responde, en realidad, a la aparición de nuevas formas de actividad democrática que no se pueden comprender si uno se limita a repetir los lamentos de moda sobre el tema del ciudadano pasivo y descreído.
¿Por qué? ¿No es terrible ese desapego?
En verdad, la desconfianza no quiere decir repliegue o desinterés por la política. Es una paradoja sólo aparente, que es necesario analizar para poder comprender lo que yo llamo "contrademocracia".
¿Y qué es esa contrademocracia?
Hay dos escenarios fundamentales de la actividad democrática. El primero es la vida electoral, la confrontación de programas. En otras palabras, la vida política en el sentido más tradicional del término: su objetivo es organizar la confianza entre gobernantes y gobernados. Pero también existe otro escenario constituido por el conjunto de las intervenciones ciudadanas frente a los poderes. Esas diferentes formas de desconfianza se manifiestan fuera de los períodos electorales y representan lo que yo llamo "contrademocracia". No porque esas formas de expresión se opongan a la democracia, sino porque se trata de un ejercicio democrático no institucionalizado, reactivo, una expresión directa de las expectativas y decepciones de una sociedad. Junto al pueblo elector, también existe -y cada vez más- un pueblo que vigila, un pueblo que veta y un pueblo que controla.
En su libro, "Contrademocracia", usted afirma que hay formas muy variadas de ejercicio democrático no institucionalizado. ¿Cuáles, por ejemplo?
El ciudadano contemporáneo se conforma cada vez menos con otorgar periódicamente su confianza en el momento de votar. Ahora pone a prueba a sus gobernantes. Esta actitud se ha transformado en una característica esencial de la vida democrática actual. Para ello, ejerce antes que nada una acción de vigilancia. El hombre moderno sabe que el espacio común se construye día a día y que debe estar atento al riesgo de corrupción del proceso democrático. La segunda función de la desconfianza es la actitud crítica: el ciudadano analiza la distancia que separa la acción de las instituciones del ideal republicano. Esa crítica impide que la sociedad se duerma sobre una idea de la democracia sólo concebida como "el menor de los males". El ideal de la ciudadanía debe ser, en efecto, organizar el bien común. Por fin, la tercera dimensión de la ciudadanía contrademocrática es la apreciación argumentada: la vida de la democracia no es la charla en el café de la esquina, es hallar una forma argumentada de discutir y de juzgar a los poderes.
Explicado de esa manera, es verdad que la desconfianza alimenta la vida democrática.
Al contrario de lo que se piensa comúnmente, la desconfianza no es en sí misma un veneno mortal. El gran político liberal franco-suizo Benjamin Constant decía que "toda buena Constitución debe ser un acto de desconfianza". La desconfianza también participa de la virtud republicana de la vigilancia. El buen ciudadano no es únicamente un elector periódico. También es aquél que vigila en forma permanente, el que interpela a los poderes públicos, los critica y los analiza. El filósofo francés Alain repetía que, para estar viva, la democracia debía asumir la forma de poderes activos de control y resistencia.
¿Qué formas específicas adquiere la práctica contrademocrática?
Manifestaciones, firmas de peticiones, expresiones colectivas de solidaridad, ONGs, grupos de presión. En Francia, una manifestación típica de contrademocracia fue el movimiento popular de protesta contra el Contrato de Primer Empleo (CPE), que el ex premier Dominique de Villepin tuvo que retirar.
Usted habla de legitimidad de esos nuevos movimientos sociales. Pero, ¿en qué reside la legitimidad de movimientos que no siempre son transparentes y, a veces, hasta son manipulados?
Los nuevos movimientos sociales no buscan tener adherentes (aunque tengan algunos). Son instituciones que lanzan alertas, que plantean cuestiones importantes, que construyen la atención pública como una cualidad democrática. Lo único que puede controlar a esos movimientos es el pluralismo. Es decir, si uno de ellos quisiera apropiarse de una cuestión precisa -por ejemplo de la exclusión social-, otros aparecerían para disputarle el monopolio de la representación o de su defensa.
Pero, según usted, la frontera es frágil entre una buena contrademocracia y el peor de los peligros, el populismo.
Esa línea divisoria en muy frágil, en efecto. Entre la contrademocracia de la vigilancia y su caricatura, que se inclina hacia el nihilismo, no hay mucha distancia. Es fácil pasar de una a la otra. Y ése es el problema.
¿Cuáles son las características de ese populismo?
Lo propio del populismo reside en el hecho de que radicaliza la democracia de vigilancia y de obstaculización hasta el punto de llegar a lo impolítico. En ese proceso, la preocupación activa y positiva de vigilar la acción de los poderes y de someterlos a la crítica se transforma en una estigmatización compulsiva y permanente de los gobernantes, hasta convertirlos en una suerte de potencia enemiga radicalmente exterior a la sociedad. Esos impugnadores contemporáneos no designan ningún horizonte; su actitud no los lleva a una acción crítica creativa. Esa gente expresa simplemente, en forma desordenada y furiosa, el hecho de que han dejado de encontrarle sentido a las cosas y son incapaces de hallar su lugar en el mundo. Por otro lado, creen que sólo pueden existir condenando a las elites a los infiernos, sin siquiera intentar tomar el poder para ejercerlo.
¿Para qué sirven la discusión, la oposición y los compromisos ciudadanos entre cada elección, si el debate queda eclipsado por la "farandulización" de la política?
Mientras el civismo político progresa, el civismo social pierde terreno. El aumento de las desigualdades es, a la vez, su indicio y su motor. Sólo hallando el camino que conduzca a una igualdad auténtica e innovadora, nuestras sociedades se dotarán de un proyecto común y viable para el futuro.
¿Cuál es la función de los intelectuales en la contrademocracia?
Ser ciudadano no es sólo expresar sus preferencias, es saber comprender lo mejor posible el mundo, para ser capaz de actuar y de pesar sobre el curso de los acontecimientos. El intelectual produce un suplemento de comprensión y, de este modo, ayuda a producir un suplemento de acción: mientras más inteligencia colectiva hay, mayor es la presencia ciudadana.
¿Qué papel pueden jugar los medios en ese esfuerzo de inteligibilidad?
Más que responsables, los medios de comunicación son un reflejo de esta "democracia impolítica". Pero "los medios" no quiere decir nada. La generalización impide distinguir la función de construcción y deliberación que existe en ciertos diarios y radios, y las funciones de adormecimiento democrático practicadas por otros. En Francia, difícilmente se puede poner en el mismo cesto a una revista "del corazón" como "Closer" y a las emisiones de la radio France-Culture. En su país seguramente sucede lo mismo.
¿Y dónde se sitúa Internet?
Internet es más que un medio. Es la manifestación más adecuada de lo que verdaderamente es la opinión: una expresión caótica y diseminada que funciona por imitación y propagación, y no la expresión coordinada, unificada del sentimiento colectivo. Internet nos recuerda que la opinión es un proceso imperioso, ingobernable y hasta indefinible, cuando -quizás demasiado rápido- habíamos creído que nos hallábamos en la era de los grandes medios televisivos cuya función era transmitir una forma de expresión coherente y unificada. Esta diseminación plantea un problema fundamental, pues la democracia no es la expresión multiplicada de opiniones individuales ni la circulación de esas opiniones: es la construcción de un mundo común. Pero, para construir un foro cívico, la circulación no basta, es necesaria la cristalización. Y eso es precisamente lo que falta en la actualidad. Faltan esos sitios de síntesis y esos momentos de cristalización.
¿Cómo se hace entonces para provocar un debate creativo, para "cristalizar", organizar la contrademocracia en torno a un bien común?
El ciudadano debe comprender que, más allá de las formas individuales de desconfianza que todos conocemos, es posible lograr formas de confrontación y de construcción coherentes. Los diarios tienen su papel en ese esfuerzo: el de lograr que los procesos sean inteligibles. Y, sobre todo, es urgente que los políticos respondan a esa expectativa, en vez de focalizarse en la construcción de sus imágenes o, incluso, de sus programas.