8 de febrero de 2013

Pierre Rosanvallon: "El nuevo capitalismo destrozó la capacidad de los seres humanos para vivir y construir juntos como iguales y no sólo como consumidores" (2)

El sueño racionalista de una sociedad reconciliada consigo misma y liberada de conflictos bien podría considerarse una utopía como la que el teólogo humanista inglés Tomás Moro (1478-1535) describió en su "Vtopiae" (Utopía) en 1516, una novela filosófica que describe un Estado ideal basado en una sociedad agrícola en la que no existe la propiedad privada ni el dinero es el medio de intercambio. Los medios de subsistencia están asegurados para todos los habitantes en vistas a la creación de tiempo libre para ser empleado en objetivos culturales. La libertad y la tolerancia religiosa son las piedras angulares de esa sociedad en la que la vida política y la moral no podrían ser disociadas. Muy distinto era el ideal del gobierno despótico defendido por el filósofo político y estadista italiano Nicolás Maquiavelo (1469-1527) en su obra "Il Principe" (El Príncipe) escrita tres años antes. Para él, en la medida en que el fin del Estado es garantizar la seguridad y el bienestar, una sociedad debía ser gobernada por un político hábil, capaz de manipular situaciones valiéndose de cualquier medio; debía poseer destreza y una equilibrada combinación de fuerza y tesón, además de intuición para sortear los obstáculos que se le presentasen y una carencia total de escrúpulos. Para Maquiavelo los actos políticos se deben analizar sin connotaciones trascendentes o morales con el fin de alcanzar leyes inmutables y necesarias que rijan la historia del hombre. No obstante, en los tres volúmenes de sus "Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio" (Discursos sobre la primera década de Tito Livio) que escribió entre 1512 y 1517, Maquiavelo consideró la República como la mejor forma de gobierno posible, una idea superadora de su doctrina del despotismo político expuesto en "El Príncipe". En sus "Discursos...", el despotismo estaría justificado sólo como paso previo a la ordenación del Estado sobre el que se establecería la República. En ella, el gobernante es justificado por su eficacia y no por su conducta ética. Si se entiende que en democracia el poder no puede ser un fin en sí mismo, podría decirse que Maquiavelo, más que un teórico del absolutismo o de la democracia, lo fue de la estabilidad política. Rosanvallon es un gran estudioso de las obras de Maquiavelo. Basándose en sus investigaciones sobre la historia de la democracia, el papel del Estado y la justicia social en las sociedades contemporáneas, en la segunda parte del resumen de entrevistas el historiador francés se refiere al aumento de la inequidad que observa en las sociedades occidentales contemporáneas, lo que pone en riesgo los proyectos cívicos en común, indispensables para la supervivencia de toda democracia.


¿Usted cree que la percepción de la democracia es cultural?

Si se toma la democracia no sólo como un modelo, sino también como experiencia, es fácil advertir que hay diferentes modos de democracia que son más o menos desarrollados. El universalismo democrático no es universalismo del modelo: es universalismo de la experimentación. Pero también es universalismo de sus patologías. La democracia es frágil y difícil, y su historia no es sólo la construcción lineal de un modelo que mejora en forma permanente: también es la historia de las caídas en el pasado, de sus falsificaciones y de sus fracasos. Y para comprenderla correctamente, no sólo hace falta tener la visión progresista de un modelo que poco a poco alcanzará su cenit, sino además aceptar que es una historia con idas y venidas, con retrocesos considerables durante los cuales, a veces, con el pretexto de construirla, se termina traicionándola. Europa es el ejemplo más representativo en ese sentido. Este continente fue el inventor de la democracia parlamentaria. Pero, al mismo tiempo, fue el que vio las peores perversiones de la democracia. Fue el continente del totalitarismo. Los comunistas decían que su sistema serviría para construir una democracia real y no formal. Los nazis invocaban el principio de soberanía del pueblo. Naturalmente se puede decir que América Latina ha sido el continente de la perversión democrática bajo la forma de los populismos.

Al mismo tiempo que su definición del modelo democrático es evidentemente optimista, en su libro "La sociedad de los iguales" usted habla de una "crisis de la igualdad" en nuestras sociedades contemporáneas. Llega incluso a evocar una "descomposición de las sociedades democráticas", una verdadera "contrarrevolución".

Porque hay un tercera definición de la democracia. La democracia es a la vez un régimen político, es decir, un conjunto de procedimientos, de discusión, de nominaciones, de legitimación y de instituciones de interés general. Al mismo tiempo, es una actividad ciudadana. Pero hay una tercera dimensión: la democracia es también un proyecto de sociedad. Tocqueville lo llamaba "sociedad de semejantes". Una sociedad en la cual -explicaba- no todo el mundo sería lo mismo, sino donde todos serían respetados por igual, donde todos tendrían derecho a su autonomía y las mismas posibilidades de construir su existencia.

Y hoy todo cambió.

Hoy las desigualdades son cada vez más profundas. Se puede decir que la historia del siglo XX marcó una ruptura con el liberalismo del siglo XIX. El siglo XX -en todo caso en Europa-, fue el Estado de Bienestar, la reducción de las desigualdades, el retroceso de los rentistas con relación a los empresarios, la negociación colectiva de los salarios, la construcción de un mundo común a todos. Si se miran las cifras entre 1914 y 1973 -es decir, el año del primer shock petrolero-, la reducción de las desigualdades en todos los sectores es considerable. A partir de ese momento, se produjo una involución de ese proceso. Ese es el problema central de las democracias: continuaron progresando con problemas. El fin del siglo XX fue el del retroceso del totalitarismo en el mundo, de las dictaduras, de las tiranías y, al mismo tiempo, los ciudadanos se volvieron más educados, más capaces de juzgar, de criticar y de informarse. Al mismo tiempo, se replegó lo que yo llamo "la sociedad de iguales". Y eso es un problema fundamental al cual hoy estamos confrontados.

¿Cuál es la causa de esa involución? ¿La economía, el individuo, el Estado?

Yo prefiero llamarla "contrarrevolución" para poner el proceso en perspectiva con la Revolución Francesa. Se trata de un mecanismo muy complejo, aunque -para simplificar- se pueden señalar tres aspectos. El primer factor es económico: hemos pasado de un capitalismo de organización a un capitalismo de innovación. Durante los treinta años de crecimiento sostenido en Europa -entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y la salida de crisis de los años '30 y los años '70-, la economía europea tenía una tasa de crecimiento importante, pero no fue un momento de gran innovación tecnológica. Fue un período de desarrollo del mercado, en que no se inventó la energía nuclear, ni la electricidad, la aviación o el automóvil. Todo eso era herencia de la primera revolución industrial. Lo que hizo la riqueza económica no fue la innovación tecnológica sino la apertura, mediante el aumento del salario, a una producción de masa. Los bienes se transformaron en productos de consumo masivo, hechos por empresas organizadas en torno a una forma de producción colectiva: el trabajo en cadena. Eran empresas cuyos resultados dependían de la calidad de la organización. La contrapartida social fue una progresión de todos los actores, que avanzaron en forma simultánea. Como era la organización la que determinaba la productividad, todos los actores (obreros, cuadros, ingenieros, empresarios) eran solidarios. Eso contribuyó a legitimar la reducción de las desigualdades. El mundo pasó después a un capitalismo de innovación, en el cual no es la calidad de la organización la que prima, sino la invención del individuo. Hoy las empresas no nacen porque son organizaciones, sino porque hay alguien que tuvo una idea, como Steve Jobs o Bill Gates, inventores que construyen empresas a partir de invenciones tecnológicas. El segundo factor es que, en el interior de ese capitalismo de innovación, la productividad ya no está subordinada a la calidad de la organización sino al compromiso de cada individuo. Se terminó la producción en cadena. Esto transformó profundamente el capitalismo, que pasó de ser un capitalismo de la generalidad a ser un capitalismo de la singularidad. Esto modificó también la percepción que tienen los individuos de lo que es justo. Antes lo justo era que la gente se sintiera miembro de la organización general. Ahora se percibe como justo la contribución de cada uno a un sistema general.

Pero usted también menciona la importancia de la singularidad.

Hay otro factor sociológico y psicológico. En efecto: cada uno quiere a la vez ser como todos, pero cada vez más singular. El progreso de la sociedad moderna se caracteriza por que cada uno reclama un derecho a la singularidad mientras que, durante mucho tiempo, el progreso fue ser como los demás. Esa necesidad de singularidad es un progreso. Pero cambia profundamente la relación entre el individuo y la sociedad. Se trata de una evolución de las modalidades de la demanda de emancipación, de construcción de sí mismo. Antes la emancipación se producía dentro de un grupo protector. Hoy la emancipación es también tener oportunidades en el nivel individual, existir en la propia singularidad. Este factor hace más legítima la búsqueda de diferencia. Antes toda diferencia era percibida como una anomalía. En nuestros días, ciertas diferencias son percibidas en forma negativa, es verdad, por ejemplo, en el caso de los salarios de los altos empresarios. Salarios que se multiplicaron por diez en el curso de las últimas décadas sin que su contribución al esfuerzo productivo se haya incrementado. Las vedettes del "show-business" o del fútbol no son objeto de esas críticas en cuanto a sus remuneraciones estratosféricas.

Hay un tercer factor que es la globalización.

En un sentido preciso: lo propio de la mundialización es cambiar el modo de composición de las desigualdades. Los desequilibrios en los años '60 eran muy fuertes entre países y muy débiles dentro de cada país. La desigualdad de salario entre un habitante europeo y uno chino era de 1 a 30 pero, en el interior de China, la diferencia entre sus habitantes era muy reducida. Con la mundialización, la brecha entre naciones se reduce. En treinta años, el nivel de vida promedio de China será igual al europeo. En contrapartida, dentro de China como dentro de Europa habrá un desarrollo marcado de las desigualdades. Los desequilibrios se mundializan de esa forma. Ese es el fenómeno clave de la mundialización. Ese nivel de desigualdades está acompañado por el sentimiento de que las instituciones de solidaridad del Estado de Bienestar han perdido legitimidad. Y así llegamos al cuarto factor: la deslegitimación progresiva del Estado de Bienestar.

¿Cuál es la razón de ese desapego?

El Estado de Bienestar está construido sobre una base "aseguradora" y, para muchos, no reposa suficientemente sobre un principio de responsabilidad, de compromiso de los individuos o de un sistema de reciprocidad. Todas las críticas que recibe el Estado de Bienestar se concentran en el argumento de que no todo el mundo respeta las reglas del juego. Son factores a la vez objetivos, sociológicos y psicológicos los que explican no sólo el aumento de las desigualdades, sino también las formas de tolerancia ante esas desigualdades.

Desde otro punto de vista, si tomamos el caso de Francia y de muchos otros países occidentales -excepto los anglosajones-, el tradicional modelo republicano de sociedad que se transmite en las escuelas no existe más. ¿Qué hacer en ese caso?

El modelo republicano fue el modelo perfecto de la igualdad de oportunidades. La idea republicana era que la escuela debía hacer un niño de la república. Existía una cierta utopía con respecto a ese modelo porque se creía que era posible suprimir la reproducción social. La escuela debía ser la institución que suprimiría todas las desigualdades sociales. Hoy sabemos que no es así. La escuela no puede ser la única institución de producción de igualdad de oportunidades. Son necesarias otras instituciones que tengan el mismo objetivo, sobre todo para otorgar una igualdad permanente de oportunidades. El sistema francés llevó al extremo la idea de que todo se juega en la juventud. Si alguien no sigue estudiando a los catorce años, saldrá del sistema y nunca más podrá reintegrarse. En Estados Unidos es muy diferente, todos tienen una segunda oportunidad, incluso una tercera. No aquí. Esa es una forma de producir una sociedad esclerosada y jerárquica. Pero la escuela no sólo existe para ocuparse de la igualdad de oportunidades: también existe para aprender a convivir. Es una institución de la vida en común. Hoy vivimos en un espacio social cada vez más fracturado, dividido, segregado, donde la gente pasa su vida en una multitud de pequeños guetos. No sólo guetos de pobreza, sino también guetos de riqueza. En todos los niveles hay mecanismos de separación y secesión social.

¿La derecha y la izquierda tienen la misma responsabilidad en ese proceso?

La derecha jugó a fondo la carta de sustituir la idea de igualdad por la idea de equidad de oportunidades. Y la izquierda ha carecido de modelo.

Entonces, ¿qué hacer?

Es necesario conservar la utopía de la igualdad de oportunidades, pero también lo es llegar a una igualdad de oportunidades permanente. Y no sólo eso, también es necesario producir otro modelo. Eso es exactamente lo que yo llamo la "sociedad de iguales": un modelo que da prioridad al principio de reciprocidad. Vivimos en sociedades dislocadas, fracturadas, donde el impuesto ha perdido legitimidad. Para devolvérsela, para volver a legitimar la redistribución social, hay que restituir a la gente la sensación de que convive con el resto del cuerpo social. Todo el desarrollo del Estado de Bienestar se consiguió porque había dos factores esenciales. Primero hubo un reformismo por el miedo. Se hicieron reformas para evitar las revoluciones, para evitar el comunismo. La gente había vivido además las terribles experiencias de las dos guerras mundiales. Hoy el reformismo del miedo ha dejado de funcionar porque nadie teme al comunismo, mientras que el miedo a la inseguridad o al terrorismo no producen solidaridad, sólo consiguen que la gente se repliegue, produce separación social. La condición previa absoluta a toda política de reconstrucción de la solidaridad es devolver un sentido social común, poner el acento en la política urbana, que la gente viva en espacios más humanos que en la actualidad, con menos guetos. Son cosas simples. Hay que terminar con los espacios de segregación, donde la gente no tiene ni siquiera transportes en común para moverse. Es también tratar de que la gente tenga un mejor conocimiento de la sociedad en la que vive. El historiador Michelet decía en 1848 que "el gran problema de la sociedad francesa es que padecemos una terrible ignorancia entre unos y otros". Y esto no es sólo una responsabilidad de los dirigentes, es una responsabilidad de la prensa, de las asociaciones, de todo el cuerpo social que debería esforzarse en terminar con los estereotipos. Terminar con un mundo dividido en bloques: el bloque del islam, de la exclusión, de los blancos, de los ricos y de los pobres. Es necesario que todos comprendan que hay derechos y responsabilidades iguales para todos. El drama se produce cuando un grupo siente que las reglas se aplican sólo a algunos. A partir de allí, todo se explica: la corrupción, la desobediencia y el descreimiento. Esto, teniendo en cuenta la necesidad de singularidad de la que hablamos antes. Ningún modelo social será viable si no integra la variable de la singularidad.

En los últimos años el populismo no ha hecho más que ganar terreno. No sólo en América Latina, sino también en Europa. ¿Cuál es la razón?

Además de los modelos sociales que hemos enumerado, defendidos por la derecha y por la izquierda, hay una tercera vía propuesta por el populismo para el que la respuesta es la homogeneidad. Su discurso es siempre el mismo: "Nuestras sociedades van mal porque son heterogéneas y porque hay gente que viola las reglas de juego". Y los que violan esas reglas son en algunos países los inmigrantes; en otros, las elites. "De modo que, si conseguimos desprendernos de ellos, todo irá mejor. Y todo iría mejor si, en vez de abrirnos al mundo, aplicáramos una política proteccionista". Esa es exactamente la visión que se había desarrollado en Europa a fines del siglo XIX cuando el teórico de la derecha nacionalista Maurice Barrès decía en 1893 que "la nación se definía mediante la exclusión". Para él, el proteccionismo era la idea constitutiva del nacionalismo. Pero no el proteccionismo como elemento de política económica, sino como filosofía radical. Naturalmente, esas políticas de la hegemonía alimentan la xenofobia. Hoy lo vemos en Europa. El populismo es un discurso sobre el Estado de Bienestar, un discurso sobre la cuestión social: para los populistas, la identidad y la homogeneidad son la respuesta a la cuestión social.