Prácticamente,
allí donde se mire, la democracia vive un proceso de degradación potente. En el
caso concreto de Occidente, se tiene la impresión de que los valores
democráticos se han mudado de planeta.
Esto se debe a que, desde hace treinta años, en los
países de Europa, en los Estados Unidos y prácticamente en todo el mundo, hubo
un crecimiento extraordinario de las desigualdades. Podemos incluso hablar de
una mundialización de las desigualdades. Se trata de un fenómeno espectacular.
Desde hace unos veinte años, las diferencias entre los países se redujeron. Las
ganancias promedio en China, Brasil o Argentina se han ido acercando a las de
Europa. Sin embargo, en cada uno de estos países las desigualdades aumentaron.
El ejemplo más espectacular es China. Al mismo tiempo que China se
desarrollaba, las desigualdades se multiplicaron de forma vertiginosa. Este
problema concierne al conjunto de los países. Europa es el caso más
emblemático, porque el aumento de la desigualdad aparece luego de un siglo de
reducción de las desigualdades. Entre la Primera Guerra Mundial y la primera
crisis petrolera, en los años '70, en Europa y en los Estados Unidos hubo una
reducción espectacular de las desigualdades. Podemos decir que, para Europa, el
siglo XX fue el siglo de la reducción de la desigualdad. Ahora estamos en el
siglo de la multiplicación de las desigualdades.
En este
sentido, usted sostiene que, al mismo tiempo que la democracia se afirma como
régimen, se muere como forma de sociedad bajo el peso de la desigualdad. El lazo
entre los ciudadanos desaparece.
Como régimen, la democracia tiende a progresar
en todo el mundo. Pero sabemos que la democracia se define también como una
forma de sociedad, una sociedad en la cual podemos vivir juntos, una sociedad
de la vida común, una sociedad con relaciones de igualdad. La democracia
política del sufragio universal y de la libertad progresó al mismo tiempo que
la democracia de la sociedad de los iguales perdía vigencia. Hoy vemos un
divorcio completo entre el ciudadano elector y el ciudadano compañero de
trabajo. En la mayoría de los países se están multiplicando los guetos, las
formas de secesión y de separatismo social. La historia de la democracia nos
muestra que la democracia tenía como objetivo la construcción de un mundo común
entre los habitantes de un país. Hoy vemos la multiplicación de los mecanismos
de encierro en sí mismo. Esto es muy peligroso porque si la distancia entre la
democracia política y la democracia social se sigue agrandando, es la misma
democracia política la que corre un gran peligro.
Usted
llama a ese proceso un "desgarramiento democrático". En suma, el desgarramiento
de la democracia es la desaparición del lazo entre los componentes de la
sociedad.
El gran problema de la sociedad moderna radica
en el hecho de que es una sociedad de individuos. Pero esos individuos deben
formar una sociedad todos juntos. Los individuos quieren tener éxito en su vida
individual, quieren ser reconocidos por lo que son, por lo que hay de
específico. Pero esto implica saber componer con esas singularidades y ofrecer
un marco común. Y es precisamente ese marco común el que nos está faltando. Por
consiguiente, esa demanda de singularidad sólo se expresa mediante un
individualismo galopante. Este problema del individuo está en el corazón de la
modernidad. Desde la revolución norteamericana y la Revolución Francesa, a finales
del siglo XIX, ya estamos en una sociedad de individuos. El desarrollo del
capitalismo creó el fenómeno de la clase obrera, del partido de clase. Era
entonces una sociedad de individuos que recompuso las formas de solidez
colectiva. Hoy esas formas ya no existen. ¿Por qué? Pues porque lo que acerca a
la gente no es el mero hecho de que las personas compartan una condición sino,
también, el hecho de que comparten trayectorias, situaciones. Se requiere hoy
otra forma para pensar el lazo social.
Usted redefine
la noción de igualdad. En su análisis, es preciso abordar la igualdad no como
una redistribución de las riquezas sino como una relación social en sí.
Desde luego que necesitamos que en la sociedad
haya redistribución y también solidaridad, pero para que haya solidaridad es
preciso que antes se tenga el sentimiento de que pertenecemos a un mundo común.
Eso es lo que ocurrió en Europa: si el Estado providencia se volvió tan
importante es porque hubo la experiencia de las dos guerras mundiales, es porque
intervino el miedo a las revoluciones. Si el Estado providencia fue tan
importante fue porque hubo el sentimiento de una desgracia vivida en común, de
una vida en común que resultó decisiva. Hoy, lo que les falta a nuestras
sociedades es precisamente la posibilidad de rehacer el lazo social. La
igualdad es una forma de rehacer ese lazo social. Un filósofo británico, John
Stuart Mill, tomaba el ejemplo de la relación entre hombres y mujeres. Mill
decía: la igualdad entre el hombre y la mujer no consiste en que sean los
mismos, en que se parezcan; la igualdad consiste en que vivan como iguales. El
problema de nuestras sociedades es ése: no vivimos como iguales. Y no vivimos
como iguales porque hay gente que vive en sus barrios cerrados, en sus
mansiones rodeadas de alambres de púa mientras otros viven en la pobreza. No
vivimos como iguales porque cada vez hay menos espacios públicos, porque se
multiplican, y en este sentido Estados Unidos tiene un ejemplo extraordinario, los
suburbios, donde personas que tienen las mismas opiniones, la misma religión,
el mismo nivel de vida, viven entre ellos. Hemos entrado entonces en sociedades
que están entre sí mismas y no en sociedades donde hay un mundo común. Y la
igualdad es antes que nada eso: consiste en hacer un mundo común. Pero ese
mundo común no se puede construir si las diferencias económicas entre los
individuos son demasiado importantes, no se puede hacer un mundo común si no
hay respeto por las diferencias, si todo el mundo no juega las mismas reglas
del juego. Por eso intenté construir esa idea de la igualdad redefinida como
una relación social en torno de tres principios: singularidad (reconocimiento
de las diferencias), reciprocidad (que cada uno juegue con las mismas reglas de
juego) y comunalidad (la construcción de espacios comunes). Después de todo, en
la historia del mundo, si las ciudades fueron centros de libertad fue porque
crearon algo común entre los individuos. Las ciudades no fueron solamente
lugares de producción económica o lugares de circulación, no; las ciudades
estaban organizadas en torno del foro, de la plaza pública y de espacios que
permitían la discusión entre unos y otros; es eso lo que hoy está
desapareciendo.
Uno de
los capítulos más profundos de su libro "La sociedad de los iguales" es el que desarrolla una crítica contra
las teorías de la justicia promovidas por autores como John Rawls. Esa teoría
de la justicia, que le da legitimidad a la ideología de la igualdad de
posibilidades, es para usted una pirámide invertida: promueve la igualdad, pero
acrecienta la desigualdad.
Si puse a la igualdad en el centro de mi
reflexión intelectual fue para poner término a una visión del progreso social
percibida únicamente a partir del tema de la igualad de posibilidades. Está
claro que la igualdad de posibilidades no existe más. La ideología del mérito,
de la virtud, de la igualdad de posibilidades, no puede servir para reconstruir
sociedades. Por eso critiqué las llamadas teorías de la justicia. Esas teorías,
inclusive a través de quienes presentan las versión más progresista de esa
teoría, gente como el Premio Nobel de Economía Amartya Sen o John Rawls, siguen
estando inscriptas en una filosofía de las desigualdades aceptables mientras
esas desigualdades estén articuladas en torno del mérito, de la acción del
individuo. Ese no es el modelo de la buena sociedad. El modelo de la buena
sociedad no es la meritocracia. El buen modelo es el de la sociedad de los
iguales entendida en el sentido de una sociedad de relación entre los
individuos, una relación fundada sobre la igualdad. Tenemos la impresión de que
la noción de igualdad de posibilidades, sobre todo si la definimos de forma
radical, puede ser una visión de izquierda. Todo el combate político se juega
entre la definición mínima y la definición radical de la idea de igualdad de
posibilidades. Yo digo que hay que desconfiar de esa idea de la igualdad de
posibilidades, porque si vamos hasta el final de ella terminamos por justificar
las desigualdades y también justificamos la falta de reacción contra las desigualdades
mientras esas desigualdades hayan sido legitimadas. El gran sociólogo británico
Michael Young fue el primero en hablar -en los años '60- de la meritocracia,
que es un viejo ideal de los siglos XVIII y XIX. Young definía como una
pesadilla a todo país que fuese gobernado por la meritocracia. Y es una
pesadilla porque entonces nadie tendría derecho a protestar contra las
diferencias. Si todas las diferencias están fundadas sobre el mérito, aquel que
tiene una condición inferior es por culpa suya. Se trata entonces de una
sociedad donde la crítica social no tendría más lugar. Hay que tomar conciencia
del límite del ideal meritocrático, del límite de las teorías de la justicia,
del límite de las políticas sobre la igualdad de las posibilidades. Incluso si
esas teorías deben intervenir porque tienen su campo de validez, con todo, no
designan la brújula que debe orientar una sociedad para transformarse.
Los
utopistas de los siglos XVIII, XIX y XX también hacían de la igualdad su
aspiración mayor. Usted, sin embargo, moderniza la idea de la igualdad cuando
señala que no se trata de que todo el mundo sea igual sino de vivir como
iguales partiendo de nuestra propia singularidad.
Si observamos las utopías que se escribieron en
los siglos XVIII y XIX, toda la visión de la igualdad está fundada sobre la
idea de una homogeneidad, o sea, todo el mundo tiene que parecerse. Para esos
utopistas, la idea comunista, en el sentido comunitario que plasma la igualdad,
era una idea fundada sobre el hecho de que todo el mundo se parecía, de que
todos trabajaban en un mismo marco. Fue lo que se llamó en una época una suerte
de igualdad de cuartel o la igualdad de la uniformidad. Esa visión correspondió
a una edad de la humanidad pero, ¿hoy quién querría una igualdad de cuartel, o
una igualdad del uniforme para todos, o una igualdad que vendría a negar las
diferencias entre los individuos? Esos utopistas no querían las diferencias
entre los individuos, querían que todo el mundo viviera al mismo ritmo, que
todos fueran de alguna manera el doble de los demás. Pues no. Creo que la
emancipación humana pasa hoy por la condición de que cada persona sea
reconocida por lo que tiene de específico. Por consiguiente, la igualdad no
puede ser más la uniformidad, ni la uniformidad de cuartel: la igualdad debe
ser una igualdad de la singularidad. Hay que volver a los fundamentos de lo que
fue la revolución democrática moderna: hacer que reviva en un sentido auténtico
la noción de igualdad, que no es la noción de igualitarismo. El igualitarismo
es la visión aritmética de la igualdad. Pero lo que yo intento definir es una
relación de la sociedad, una idea de la igualdad como relación.
Para
usted, la ruptura con la filosofía política de la igualdad es una crisis moral
y antropológica, algo que va mucho más allá de los aspectos económicos o
sociales. Usted llama a esta situación una "desnacionalización" de la
democracia.
Hay dos definiciones de la Nación: por un lado,
se puede concebir la Nación como un bloque definido por una identidad, por la
homogeneidad. Es la definición nacionalista de la Nación, para la cual sólo es
bueno el mundo homogéneo y la solidaridad sólo existe si se forma un bloque
homogéneo. Para mí, ésta es una definición arcaica de la democracia. La
definición democrática de la Nación consiste en que la Nación es un espacio de
redistribución aceptada, la Nación es un espacio en el cual las diferencias se
componen; se puede decir inclusive que la Nación es un espacio de aprendizaje
del universalismo. Cuando los Estados naciones nacieron fue porque hubo una
imposibilidad de realizar el universalismo a lo grande. Como no se lo pudo
hacer a lo grande, se trató de hacerlo a partir de lo pequeño. La gran idea
democrática de la Nación consiste en ser un espacio de experimentación del
universalismo a partir de lo pequeño. Y quien dice experimentación del
universalismo está hablando de experimentación de la solidaridad, de la
redistribución, de la organización de las diferencias para vivir en común.
La
modernidad parece encerrada en otra paradoja. Por ejemplo, el mercado es bueno
y malo, aceptado y criticado, deseado y temido. Esto conduce a la inacción.
Si la idea de mercado se impuso fue porque se
alió con la idea de las preferencias individuales. Y los individuos tienen
relaciones ambiguas con el mercado. Si el mercado está definido como la
dictadura lejana del dinero contra la vida personal y social, la crítica del
mercado, de las burbujas especulativas, es aceptada por todos. Sin embargo, si
el mercado se presenta como el campo de los consumidores, como el que va a
permitir que se pague menos por ciertos productos, en ese caso la actitud
frente a los mercados será menos negativa. Si el mercado aparece como el
portador de valores como la individualidad, será aceptado más fácilmente. De
allí proviene la gran contradicción del mundo moderno. Podemos decir que el
mercado es aceptado y rechazado secretamente. Hay dos dimensiones: está
aceptado porque vehiculiza valores ligados al individuo, porque vehiculiza
valores ligados a la valorización del consumidor, pero, al mismo tiempo, es
rechazado como sistema global de dominación que instala una potencia de la
abstracción sobre la vida concreta de los individuos. Nadie pone en tela de
juicio el hecho de que debemos vivir en economías de mercado porque es una forma
de adecuar la riqueza, de organizar los intercambios: es algo inobjetable.
Pero, en cierta forma, el mercado se vuelve una tiranía cuando deja de ser un
instrumento y se vuelve un amo dominador. Estar alienado o dominado significa
tener las ideas del enemigo en la cabeza. Diría que si el poder de las
oligarquías es tan fuerte, se debe a que una parte de sus ideas está en la
cabeza de la gente. El terreno de la batalla de las ideas es absolutamente
esencial. Nunca las oligarquías hubiesen sido tan potentes en el mundo
contemporáneo si la idea del mercado no hubiera penetrado la sociedad a través
de algunos de sus aspectos positivos. La idea penetró la sociedad con
postulados como la defensa del consumidor o el sentido del individuo y, de
alguna manera, el mercado se ganó también una forma de adhesión de la gente
para sus malos aspectos: el mercado hizo creer que su lado malo era inseparable
del lado que a la población pudo parecerle positivo.
El
capitalismo ha tenido varias etapas. Usted traza una frontera en el modo de
funcionar del capitalismo hasta los años '70, lo que usted llama el capitalismo
de organización, y el cambio que se produce luego con el capitalismo de
innovación. ¿Cuáles son las particularidades de ambos?
El capitalismo de organización es el que
triunfó después de la Segunda Guerra Mundial y perduró durante treinta años. La
fuerza de ese capitalismo de organización reside en su capacidad de dominación
del mercado por parte de las empresas y en su capacidad para organizar las
empresas. Ahora bien, a partir de los años '70 pasamos del capitalismo de
organización al capitalismo de innovación. En el capitalismo de organización,
el valor agregado no era el individuo, ni siquiera el director general. Pero en
el capitalismo de innovación, lo que va a contar es el trabajo de los
individuos. No se puede imaginar a Microsoft sin su jefe, o a Apple sin Steve
Jobs o a Oracle sin Alison. En este nuevo capitalismo hay, entonces, una nueva
relación entre la contribución de los individuos y el éxito de las empresas.
Ello acarrea una paradoja: hay una tendencia a considerar legítimas las
desigualdades en las ganancias si se acepta que esas desigualdades están
ligadas a la capacidad diferencial de innovación y al aporte que eso representa
para las empresas. En el capitalismo de innovación, el trabajador moderno no es
sólo un eslabón, como ocurría con los trabajadores de las fábricas. No. Ese
trabajador debe movilizarse personal y permanentemente para evaluar los
problemas o solucionar las dificultades. Entramos en una economía que hizo de
la creatividad y de la movilización su principal fuerza productiva. Y si le
economía hizo de la creatividad y de la movilización su principal fuerza
productiva, entonces se produce un exceso que consiste en clasificar a los individuos
según su creatividad y su supuesta movilización. Y digo supuesta porque es muy
difícil explicar por qué un director gana quinientas veces más que un
trabajador. El director no contribuye quinientas veces más. En un equipo de
fútbol, es fácil identificar al que hace los goles; en una empresa, inclusive
si entramos en una economía de innovación, el fenómeno sigue siendo colectivo.