12 de abril de 2021

Andrés Rivera: “Yo soy del bando de los derrotados, por elección. Por ellos y sobre ellos escribo” (3)

Andrés Rivera admitió en varias oportunidades que, para el desarrollo de su obra, fueron fundamentales las lecturas de los argentinos Jorge Luis Borges (1899-1986) y Roberto Arlt (1900-1942), del francés Víctor Hugo (1802-1885), del irlandés James Joyce (1882-1941), y de los estadounidenses Herman Melville (1819-1891)​, Raymond Chandler (1888-1959), William Faulkner (1897-1962) y Ernest Hemingway (1899-1961). De ellos, afirmó, aprendió el exquisito arte de la precisión. Muchas veces recordó, también, su afiliación a la Juventud Comunista en 1945. Militaba en un local de La Paternal y escribía en el periódico clandestino del Partido Comunista “Nuestra Palabra”. “Por aquel tiempo andaba leyendo una novela naturalista del escritor colombiano José Eustasio Rivera. Como debía firmar con seudónimo los artículos que escribía, uní el nombre de la calle donde vivía, Andrés Lamas, con el apellido del escritor que estaba leyendo y quedó Andrés Rivera. Fui cargando con ese nombre en el bolsillo hasta que lo adopté. Desde entonces fui Andrés Rivera”. Hacia los años ’60, varios militantes adoptaron una posición sumamente crítica hacia la política que impulsaba el PC soviético. Los poetas José Luis Mangieri (1924-2008) y Juan Gelman (1930-2014), y el sociólogo Juan Carlos Portantiero (1934-2007) fueron expulsados. Por entones, Rivera publicaba “Cita” en la editorial de Mangieri. En él estampó una tajante dedicatoria: “A Juan Gelman y Juan Carlos Portantiero, mis amigos que no se entregarán jamás”. “La dirección del Partido me llamó a rendir cuentas de esa afrenta. Y pasamos de una dedicatoria en el campo de la literatura a la discusión política. Me cayeron todos los calificativos que el PC usaba para ese momento: nacionalista burgués, enemigo de la clase obrera, populista. Y pasé a militar en la larga lista de los expulsados. Yo era un hombre joven y molesto. Y eso no lo podían perdonar”, contaría años después. En sus últimas obras, publicadas a partir del año 2000, la historia y la política cobrarían nuevamente un protagonismo fundamental. Abandonó las filas del realismo socialista y se metió de lleno en una literatura que no olvidaba ni por un segundo la política. Ello se notaría en la mayoría de las obras que publicó en su última etapa como escritor: las novelas “Tierra de exilio”, “Hay que matar”, “Ese manco Paz”, “Esto por ahora”, “Punto final”, “Traslasierra” y “Guardia blanca”, y los libros de cuentos “Cría de asesinos”, “Por la espalda” y “Estaqueados”. Cuándo se le preguntó por qué escribía sobre personajes derrotados, Rivera respondió: “Ellos nos enseñan cómo equivocarnos menos. Los verdugos, por supuesto, no me interesan, porque son siempre los mismos, tanto los que mandan a matar como los que matan. Yo soy del bando de los derrotados, por elección. Por ellos y sobre ellos escribo”. Es evidente que en sus primeros libros la trama se desarrollaba dentro del movimiento obrero organizado. En cambio en los últimos, la clase obrera ya no aparecía como sujeto de la historia. Estaba desocupada o lumpenizada. Esto es notorio en su última novela, “Kadish”, aparecida en 2011, en la que aparece nuevamente como protagonista Arturo Reedson, su alter ego. En ella, las imágenes del pasado desplazan el presente y la historia del país y su propia historia están presentes una vez más. Chicos que son nietos de un obrero cuyo hijo fue un desocupado y ahora roban o están inhalando pegamento en la calle, policías que utilizan la picana eléctrica, en fin, cosas habituales en los barrios pobres de Argentina. Viviendo sus últimos años en el barrio de Bella Vista en Córdoba, un día, mirando por la ventana de su casa, mirando su propia vida, se dijo: “mucha producción, mucha; ya está bien”. Tras cincuenta años dedicados a la literatura y con algo más de treinta libros publicados, Andrés Rivera, tras sufrir una fractura de cadera, fallecería a raíz de una septicemia que padeció luego de la cirugía. Para terminar, la tercera y última parte de la selección editada de entrevistas cuyos autores y medios en que se las publicó fueron citados anteriormente.


La historia argentina ha sido más de una vez un disparador de su literatura. ¿De dónde surge esa fascinación?
 
Son pocos, en verdad, los libros míos que hablan de personajes históricos y siempre lo han hecho desde la literatura: Juan José Castelli, el orador de la Revolución de Mayo, primer Gobierno criollo en 1810, en “La revolución es un sueño eterno”; Juan Manuel de Rosas, el hombre fuerte de Argentina entre 1830 y 1852, ya viejo y enfermo en el exilio en “El farmer”, y José María Paz, jefe enfrentado a Rosas, en “Ese manco Paz”. Y luego, creo que hablo de la vida cotidiana, porque la vida cotidiana es pura historia. La Semana Trágica está incorporada a la historia de Argentina, un país que tuvo un movimiento ideológico y sindical muy fuerte a principios del siglo XX, algo que ha desaparecido. ¿Cómo un escritor argentino se va a desligar de eso? Está comprometido con ello, lo respira. Aunque no escribí estas novelas desde la nostalgia, recuerdo que cuando lo hacía podía sentirme copartícipe de un intento de cambiar el mundo.
 
¿Y hoy?
 
Hoy sé que pertenezco a la legión de los derrotados, que hablar de utopías estaba bien para Tomás Moro y que los libros, las historias, ahora están en las noticias policiales. Son el reflejo de esta sociedad que tiene todavía huellas de la dictadura: una sociedad que cuenta entre las víctimas preferidas de los asaltos a los ancianos y donde la corrupción da zarpazos cada día.
 
Con todo, sigue escribiendo. Después de medio siglo de literatura, ¿cómo se conjura el riesgo de la repetición?
 
Es una tarea interesante que alude fundamentalmente a la escritura. Yo ya he dejado de explorar la redundancia. Esa cosa escueta, desnuda, creo que está cambiando. Lo sentía esta mañana al pasar a máquina un cuento nuevo. Ya no hay esa tentación de explicar. No sé definirlo todavía, pero creo que eso es lo que está apareciendo: hay una búsqueda por cómo explicar sin explicar.
 
¿Por qué eligió ponerse en la piel de Castelli?
 
De Castelli, los argentinos sabemos lo que dicen los manuales de historia: vocal de la Primera Junta, enviado en el ejército que marchó al Alto Perú, punto. De Rosas, se sabe mucho más porque sigue siendo un personaje central de la política argentina. El impulso interior para escribir “La revolución...” surgió cuando supe que el hombre a quien se llamó “el orador de la Revolución de Mayo” murió de un cáncer en la lengua. Me pareció una paradoja atroz, y allí nació la novela. Revisé veintidós libros de historia; no me aportaron absolutamente nada. De modo que todo lo que aparece allí, salvo alguna proclama que después mezclé y cambié, es pura ficción. ¿Qué puedo decir de Rosas? No siento por él ninguna simpatía (como la tenía por Castelli) ni política, ni ideológica, ni humana. Pero tengo algunos puntos de contacto con Rosas. Cuando me lancé a escribir “El farmer” yo ya era un viejo, como Rosas. Rosas vivía en el exilio, yo también, en este país. Rosas estaba solo, yo también. Entonces lo hice hablar, y lo hice hablar en primera persona, siguiendo una recomendación de Cesare Pavese. Nadie podía pensar que Rosas se iba a golpear el pecho hablando en primera persona, ni que yo iba a escribir un panfleto antirosista con Rosas hablando en primera persona. ¿Por qué Rosas? Porque me volví católico. Si Castelli era la representación católica del Bien, Rosas -del otro lado de la mesa- era la representación del Mal. Poniendo en juego la salvaguardia de que Rosas habla de sí mismo y se justifica y afirma: “Quien gobierne podrá contar, siempre, con la cobardía incondicional de los argentinos”. Creo que con esa frase tenía el libro escrito antes de escribirlo.
 
Castelli, el Manco Paz, se nota que son personajes que le agradan. El “farmer” Juan Manuel de Rosas no es su favorito.
 
Pero tengo puntos en contacto con el “farmer” Rosas en el exilio. Es un anciano, yo también. “El farmer” es un monólogo, yo también monologo conmigo mismo. Desde el piso 12, cerca de Dios (que no existe), hablo conmigo mismo, me pregunto cuánto me queda. Me levanto de la tibieza de la cama, tiro las frazadas, miro si sigue funcionando la estufa y anoto algo. Siempre tengo una libreta y una lapicera a mano. Después se acumulan esos papelitos y después... el lector juzgará. Escribo a mano, a veces no descifro lo que está por encima de la tachadura, lo que habla de las degradaciones de la vejez. Una vez que paso a máquina vuelvo a corregir. Lo entrego y cuando sale impreso el libro, no digo más nada, no lo vuelvo a tocar.
 
¿Usted realizó algún tipo de investigación para escribir sus novelas?
 
No fue investigación; quise saber, quise encontrar algo, porque un autor de ficción roba. Esto clarito, y es absolutamente lícito. Los veintidós libros que leí, los fragmentos de esos veintidós libros que leí que aludían a Castelli no me ayudaron en nada. De manera tal que cuando escribí “El farmer” no consulté libros. Porque usted, yo, hemos recibido mucha más información de Rosas que de Castelli. Por eso digo que Rosas sigue siendo un personaje central de la política argentina. No se lo nombra muchas veces, pero se realiza su política. Piense dónde se exilia Rosas; hoy claro, Inglaterra ya no es la gran potencia que fue. Ha sido remplazada como cabeza del mundo capitalista por Estados Unidos.
 
¿La ficción que usted desarrolla es una forma de darle a la historia una lectura diferente?
 
En primer lugar, yo no soy un novelista histórico. Soy apenas un aprendiz de novelista. En segundo lugar, aquellas que mal llaman novelas históricas que tienen como protagonistas a Castelli y a Rosas, son novelas. Tienen a esos dos personajes de la historia argentina a los que yo intenté poner en un escenario que le resultara verosímil al lector de estos días y de los que vienen. Yo no hago interpretaciones de la historia, yo escribo ficción.
 
¿Cómo se debería entender hoy la idea o figura del escritor comprometido?
 
La palabra “compromiso” la usó con mucha frecuencia Sartre. Si hay un continente en que el escritor debe comprometerse es este: el continente Latinoamericano. Hay pruebas de eso: aquí tuvimos un Faulkner, que se llamó Juan Carlos Onetti, y nunca dejó de comprometerse. Ustedes saben que los militares uruguayos lo encerraron durante tres meses, y Onetti juró que no regresaría más al “paisito”, como él llamaba al Uruguay, que era en América latina de entonces una Suiza rioplatense.
 
¿Qué otros autores entiende cómo influencias?
 
Influencia, es decir, que me enseñaron y yo que soy muy lento, terminé por encontrar mi propio tono, si ustedes quieren, mi propia música, muchos. Roberto Arlt, por ejemplo, que considero el mejor escritor nacional.
 
¿Borges?
 
Muy sencillamente: Borges me enseño a adjetivar. Cuando un autor como Borges escribe, “la unánime noche”, uno tiene que aprender. Si no aprende, más vale que se dedique a otra cosa tan respetable como la literatura.
 
¿Qué admira de Onetti?
 
Detesto la palabra “admiración”, pero es como si usted me preguntara acerca de Faulkner. De Onetti se puede aprender a escribir. Y ahí está su literatura.
 
¿Cómo vive a esta altura de su carrera la publicación de un nuevo libro? ¿Cuáles son sus expectativas, sus temores?
 
Temores no tengo ni tuve nunca, ni siquiera cuando publiqué “El precio”, mi primer libro. Sí expectativas, incluso cierta ansiedad, por cómo recibirán el libro los lectores.
 
¿Usted siente que tiene un público lector cautivo?
 
Creo que todos o casi todos los escritores argentinos tienen sus lectores y que a menudo esos lectores son más cultos e inteligentes que los escritores a los que leen.
 
¿Y qué cree usted que buscan sus lectores en sus libros?
 
Esa es una buena pregunta... Cada escritor tiene un tono. ¿Qué buscan los lectores de Belgrano Rawson? Yo no lo sé. Sólo sé que él les ofrece un universo, un universo distinto al que ofrece Ricardo Piglia o Héctor Tizón o al mío. Yo creo que muchos de los lectores buscan violencia en mi obra.
 
La violencia histórica y la violencia inherente a casi toda relación humana...
 
Sí, la violencia del ser humano. O la violencia de clase, que responde a motivaciones históricas. Y también la violencia de género, la violencia que se ejerce sobre ellas. Ellas objetan generalmente el tratamiento sexual que he descrito en mis novelas.
 
Usted declaró en una entrevista que sus personajes, más que ideas, encarnan preguntas. ¿Cuáles son las preguntas que se hacen carne en sus personajes?
 
Supongo que son preguntas de impotencia, y de violencia. Y, fundamentalmente, encarnan la intuición de que la violencia individual no conduce a nada.
 
¿En qué medida cree que la literatura puede influir en la percepción que un pueblo tiene de su realidad política y social?
 
No creo que la literatura colabore mucho en ese sentido... Quienes leen a un escritor comparten de antemano ciertas ideas de un escritor, más allá de que compartan lo que el escritor ponga en escena en sus páginas. Aunque básicamente, los lectores leen porque leyendo gozan, más allá de que haya o no una afinidad ideológica. Un ejemplo de ello es Jorge Luis Borges.
 
En su caso, sin embargo, a diferencia de Borges, los relatos reflejan claramente una intención de explicitar ideas políticas.
 
No creo en los neutrales, esos son los peores, y también hacen política. Pero antes que nada creo en el compromiso con la escritura capaz de hacer gozar al lector. Nadie puede ni debería leer una sola página que lo aburra.
 
En su visión, ¿la Argentina es un país en el que se han extinguido los revolucionarios?
 
Los únicos revolucionarios que hubo aquí fueron los de la revolución de Mayo. Y eso pasó hace ya mucho tiempo. Es que, además, ¿cómo se sabe si alguien fue o no un revolucionario? Carlos Marx fue un revolucionario, porque proveyó con instrumentos de análisis a millones de personas para que esas personas se liberaran de un régimen que los explotaba. Lo que es seguro es que no hay revolucionario sin revolución, como no hay revolución sin revolucionarios.
 
¿Usted supone que el compromiso del escritor es una obligación antes que una elección?
 
Es probable, al menos eso fue válido para mi generación. Yo no me atrevería a decirle a un escritor que recién comienza a escribir en este páramo que ya dura muchos años, que tenga otro compromiso que el de intentar conquistar al lector, al que tiene que ganarse con placer, con sudor y si es necesario con lágrimas. El desafío es cautivarlo. Lo demás no depende de nosotros los escritores sino del bendito país en el que vivimos.
 
¿La narrativa argentina de las últimas décadas ha reflejado fielmente en las últimas décadas este “bendito país”?
 
No he leído lo suficiente como para saber eso. Sé que aquí hay muy buenos escritores que de un modo u otro no se sienten tocados por esta realidad. Si la van a describir en el futuro o ya lo han hecho, cosa que tampoco están obligados a hacer, es cosa suya. Pero casi no hay neutrales en materia de literatura en este país, como tampoco en América Latina.
 
¿Cómo vive usted en estos tiempos de riesgo país por las nubes?
 
Como un privilegiado, un escritor reconocido y generosamente premiado, periodista jubilado. Soy un testigo del sufrimiento de los otros. Entre ellos, los que bajaron los brazos y que ven a sus hijos drogados o traficando drogas, a sus hijas abriéndose de piernas para conseguir un trabajo, así como vieron a sus madres trabajando como domésticas en los barrios ricos. ¿Y yo debería quejarme?
 
En sus libros hay muchos personajes decididos a cambiar las cosas a cualquier precio...
 
Sí, pero a mí no me interesa contar a los revolucionarios.
 
¿A quiénes le interesa contar?
 
A los derrotados. No sé si lo logro, pero intento contarlos a ellos.
 
Los cuenta con su dignidad, y con su patetismo también.
 
Incluso intento contar la conversión del derrotado, que supera su condición de derrotado. Ellos nos enseñan cómo equivocarnos menos. Los verdugos, por supuesto, no me interesan, porque son siempre los mismos, tanto los que mandan a matar como los que matan. Dígame la verdad, ¿usted conoce a algún hombre o mujer de derecha que sea culto e inteligente, las dos cosas juntas? Yo soy del bando de los derrotados, por elección. Por ellos y sobre ellos escribo, y eso que ya he escrito demasiado.