19 de abril de 2021

Apuntes sobre Ricardo Piglia, el hombre que fue Emilio Renzi (I). Adrián Ferrero

“Yo leía pero sin método. Tenía una noviecita en Adrogué. El padre era de familia de anarquistas, leían mucho. Íbamos caminando, había un muro alto, y ella me dijo: ‘¿Estás leyendo algo?’. Y yo había visto en una librería ‘La peste’, de Camus. Y le dije: Sí. ‘La peste’. Y me dijo: ‘Prestámelo’. Me da vergüenza contar esto, pero compré el libro, lo leí esa noche, lo arrugué un poco para que pareciera usado, y se lo llevé al día siguiente. Y ahí empecé a leer”. Quien contó en una entrevista esta  anécdota fue Ricardo Piglia (1941-2017), uno de los más destacados escritores argentinos contemporáneos y gran referente de la literatura nacional de los últimos cincuenta años. Autor de ficción y ensayos que tenía, según sus propias palabras, la “ambición de escribir contra todos los estilos”, entrecruzó ambos géneros en su obra, además de participar en las polémicas que recorrieron la literatura argentina de los años ‘60.
Ricardo Emilio Piglia Renzi nació en Adrogué, en la zona sur del Gran Buenos Aires, localidad en la que cursó los estudios primarios y parte de la secundaria. Tras el golpe militar de 1955 se mudó con su familia a Mar del Plata debido a “una historia política, una cosa de rencores y odios barriales. Mi padre había estado casi un año preso porque salió a defender a Perón en el ’55 y de golpe la historia argentina le parecía un complot tramado para destruirlo. Estaba acorralado y decidió escapar”. Al evocar sus primeros pasos en la literatura contaría en una entrevista: “En esos días, en medio de la desbandada, en una de las habitaciones desmanteladas de la casa empecé a escribir un diario. ¿Qué buscaba? Negar la realidad, rechazar lo que venía. Todavía hoy sigo escribiendo ese diario. Muchas cosas cambiaron desde entonces, pero me mantuve fiel a esa manía”.
En una de sus primeras anotaciones escribió: “Decidí no despedirme de nadie. Despedirse de la gente me parece ridículo. Se saluda al que llega, al que uno encuentra, no al que se deja de ver. Gané al billar, hice dos tacadas de nueve. Nunca había jugado tan bien. Tenía el corazón helado y el taco golpeaba con absoluta precisión. Después fuimos a la pileta y nos quedamos hasta tardísimo. Me zambullí del trampolín alto. Desde tan arriba las luces de la cancha de paleta flotaban en el agua. Todo lo que hago me parece que lo hago por última vez”. Así, con tan sólo dieciséis años, comenzó a escribir sus primeros “diarios” en pequeños cuadernos en los que anotaba anécdotas, experiencias y pensamientos, una costumbre que mantendría hasta el final de su vida. Fueron páginas y páginas escritas pacientemente durante más de cincuenta años, una suerte de laboratorio de su escritura en las que concibió a Emilio Renzi -su alter ego formado con su segundo nombre y su apellido materno-, quien aparecería en sus novelas, en ocasiones fugazmente, en otras con mayor protagonismo.
Y tres décadas más tarde, en una de sus novelas en las que, tal como era habitual en él, mezcló la realidad -su realidad- con la ficción, relató: “En marzo del ‘57 abandonamos medio clandestinamente Adrogué, un suburbio de Buenos Aires donde yo había nacido y donde había nacido mi madre, y nos fuimos a Mar del Plata, una ciudad que está a cuatrocientos kilómetros al sur de la provincia de Buenos Aires. Subimos los muebles a un camión, yo viajé entre las sogas y los bultos; sentado en un canasto de mimbre miraba pasar las poblaciones. Yo tenía dieciséis años. Viví ese viaje como un destierro. No quería irme del lugar donde había nacido, no podía concebir que se pudiera vivir en otro lado y de hecho después no me ha importado nunca el lugar donde he vivido”.
El cambio de ciudad, de vida, le fue despejando la mente y empezó a planificar lo que le gustaría ser y hacer. Años después explicaría: “El diario, sin duda, es un género cómico. Uno se convierte automáticamente en un clown. Un tipo que escribe su vida día tras día es algo bastante ridículo. Es imposible tomarse en serio. La memoria sirve para olvidar, como todo el mundo sabe, y un diario es una máquina de dejar huellas. Me gustan mucho los primeros años de mis diarios porque allí lucho con el vacío total: no pasa nada, nunca pasa nada en realidad, pero en ese tiempo me preocupaba, era muy ingenuo, estaba todo el tiempo buscando aventuras extraordinarias. Empecé a robar la experiencia a gente conocida, las historias que yo me imaginaba que vivían cuando estaban conmigo. Escribía muy bien en esa época, dicho sea de paso, mucho mejor que ahora, tenía una convicción absoluta, que es siempre la mejor garantía para construir un estilo”.


El libro de Albert Camus (1913-1960) que había comprado para impresionar a una jovencita fue sólo el comienzo de su avidez por la lectura. Contaría mucho después que “en Mar del Plata conocí a un norteamericano al que llamé Steve Rattlif (aunque ese no era su apellido)”, un hombre culto y refinado, “un yanqui extraño” que residía en esa ciudad y a quien paradojalmente apodaban “el inglés”. Fue él quien incrementó notablemente esa inclinación cuando comenzó a prestarle libros de Ford Madox Ford (1873-1939), de James Joyce (1882-1941), de Franz Kafka (1883-1924), de Ernest Hemingway (1899-1961), de Robert Lowell (1917-1977) y de William Faulkner (1897-1962). De este último llegó a sus manos “The mansión” (La mansión), y su autor se convertiría en uno de sus dioses tutelares: “La lectura de Faulkner es uno de los grandes acontecimientos de mi vida”. Además comenzó a leer también con avidez a escritores argentinos como Macedonio Fernández (1874-1952), Jorge Luis Borges (1899-1986) y Roberto Arlt (1900-1942), mientras Rattlif se convertiría en su “amistad literaria más decisiva” y fue quien leería sus primeras páginas.
En septiembre de 2013 publicó un artículo en el diario “La Capital” en el que contó:
“Me fui a vivir a Mar del Plata en diciembre de 1957. A los pocos días descubrí la Biblioteca que estaba en el viejo edificio de la Municipalidad en la calle Luro, con su falso aire de fortaleza española, y jamás voy a olvidar la sorpresa y el deslumbramiento que experimenté en aquellos días del verano del ‘58 al comprobar la riqueza del lugar. Era una pequeña biblioteca de una ciudad balnearia de la provincia de Buenos Aires, pero era extraordinaria y muy completa. Yo venía de hacer mis primeros años de secundario en el Nacional de Adrogué donde el bibliotecario era el poeta Roberto Juarroz, por lo tanto sabía lo que era una buena biblioteca y sabía manejarme entre las viejas fichas escritas a mano y en los catálogos que abrían camino hacia los libros secretos. Y la biblioteca municipal de Mar del Plata a fines de los años ‘50 era una de las más modernas y mejor organizadas. Era una biblioteca pública, es decir, que prestaba los libros (cinco por semana si no me equivoco), tenía acceso directo a los estantes, había un mostrador y un sistema de referencias muy fluido y eficaz. Ese primer verano yo me pasaba la mañana en la playa y el resto del día en la sala de lectura del segundo piso (¿o era el primero?) y cuando la biblioteca cerraba me iba a mi casa con dos o tres libros y me pasaba la noche leyendo. Leí más en esos meses que en toda mi vida, quiero decir que después ya casi no volví a leer de ese modo (con la pasión deslumbrada de quien cree descubrir toda la literatura concentrada en un solo lugar, como quien tiene en un escondite en la ciudad, un sitio mágico en el que lo espera todo lo que puede desear)”.
Doctorado en Letras en la Universidad Nacional de La Plata, el escritor, crítico literario y periodista cultural Adrián Ferrero (1970), publicó el 10 octubre de 2019 en la sección “Zona literaria” del portal “El ortiba” el artículo titulado “Ricardo Piglia: el primer lector (1941-2017)”. En él rindió una suerte de homenaje a Piglia, a quien consideraba “uno de los escritores, críticos y teóricos literarios más deslumbrantes de Argentina y del mundo”. El mismo se reproduce a continuación.

Había nacido en Adrogué, crecido parcialmente en Mar del Plata y estudiado en la Universidad Nacional de La Plata. Reticente a una carrera de Letras que -como decía- lo habría confinado al estudio del estilo, las lenguas clásicas y, a lo sumo, la lectura de algunos pocos buenos libros de crítica que él podría acometer por su cuenta, eligió la de Historia. La cursó, la concluyó e impartió clases en esa Universidad. No obstante, no estaba llamado a ejercer esa vocación. O, para ser más precisos, no sólo esa. Y no sólo en este país.
Su vida intelectual fue como un volcán o como un cometa. Quién sabe. En un punto ambas cosas se parecen tanto ¿no? No porque no hubiera habido méritos en ella ni una impecable y hasta descollante formación. Incesante. Persistente. Sino por el modo en que una inteligencia formidable afortunadamente fue encontrando el modo de encajar en espacios, lugares, ámbitos, instituciones y alcanzar el logro superlativo de una escritura exigente de sí como disciplinada que resplandecía y ya resultaba sorprendente a los ojos del mundo. Hubo un instante -nunca sabremos cuándo- en el que su obra pasó a formar parte del patrimonio de la Historia literaria de todos los tiempos. Ese momento deslumbrante siempre resulta desconocido y magnífico. Pero tiene lugar. Él, al fin y al cabo, había consagrado su vida a la literatura como otros lo hacen, con el mismo fuego, a una familia u otra misión no menos noble. Y la literatura parecía ser, al mismo tiempo, lo único que le interesaba. Lo que por otra parte no es poco. Y, en palabras nada menos que de Diamela Eltit, “lo que es, obviamente, una locura”. Estas palabras fueron pronunciadas en un discurso que Diamela Eltit leyó con motivo de entregársele a Piglia un premio importante en Chile.
Esa apuesta absoluta, tuvo una recompensa que se vio coronada con muchos libros publicados, traducciones, premios, becas, un puesto -notable y de muchos años- en la Universidad de Princeton (EE.UU.), adaptaciones de una de sus novelas a una ópera y a películas, conferencias, viajes, entrevistas… Fundamentalmente fue escritor de narrativa. Pero también de ensayos, de guiones de cine y del guión de esa misma ópera (“La ciudad ausente”), cuya puesta estuvo bajo la dirección de su amigo Gerardo Gandini. Asimismo, fue responsable de la dirección de colecciones de libros (sobre todo de policiales negros, pero también de otras de rescate hacia el final de su vida) y participó de muchas publicaciones periódicas y de diarios. Realizó ediciones críticas de la obra de otros autores, entre otras, la de Walsh. Se hizo cargo de la escritura de muchos estudios y prólogos, al igual que lo había hecho Borges, pero con un perfil muy distinto.
Lo entrevisté en dos oportunidades. En una de ellas le pregunté qué libros consideraba imprescindibles debían ser leídos. Primero dijo una humorada. Luego accedió, condescendiente. Y mencionó cuatro: los “Diarios” de Kafka, “El museo de la novela de la eterna” de Macedonio Fernández, “El oficio de vivir”, de Cesare Pavese y “En nuestro tiempo” (“In our time”) de Ernest Heminway. Ya ven. Todo el tiempo estuvo obsesionado por lo que significaba el acto de la escritura. El escribir. El ser escritor. El estilo de vida que suponía esa opción.
Demos por descontado que su existencia fue una experiencia infinitamente rica, que abrió nuevas sendas para muchos y lo seguirá haciendo. Demos por descontado que su vida tuvo y tendrá, a sus ojos y a los de quienes fuimos (somos) sus lectores, un sentido indefinido e inobjetable. Hagamos lo propio al imaginar que sintió que había conquistado lo que se había propuesto desde sus comienzos, quizás con algunos matices interrogó como nadie el mapa de la literatura argentina, su arquitectura, sus vínculos con la Historia, sus tramas urdidas con la política y con el poder. Hubo también zonas de la teoría y la crítica literarias que, diluyendo fronteras y géneros, incorporó en especial a su novelística. Artífice, renovador, creador, tenía claro su programa y, me parece, no se abandonó jamás a la improvisación ni al azar, por más que su mente fuera una suerte de enorme laboratorio capaz de segregar nuevos significados y otorgarles a ellos nuevos sentidos. La literatura norteamericana fue otro de sus núcleos de indagación porque la admiraba apasionadamente. Por cierto, todo el tiempo estaba cavilando, desvelado, acerca de en qué consiste el escurridizo arte de escribir. Muy en especial el de narrar, en lo que está por debajo y por detrás. Revalorizó a Roberto Arlt, ubicándolo en un lugar de privilegio en las poéticas de la Nación. Otro tanto con Macedonio Fernández, lo que ya había hecho Borges. Finalmente, recuperó la figura de Witold Gombrowicz. Y por supuesto lo que él consideró las tres vanguardias: Saer, Puig y Rodolfo Walsh.
Acometió la publicación de sus diarios hacia sus últimos años (tres volúmenes llegaron a editarse), entre varios otros libros de entrevistas y seminarios, cuando estaba demasiado enfermo para consagrarse a esa tarea que era para él, ya a esta altura, un mandato. El mérito a su trabajo es de naturaleza geométrica entonces, y también constituyó una empresa titánica. Trabajó contra reloj. Y trabajó, en definitiva, como siempre había trabajado, esa es mi hipótesis, con el sonido y la furia de quien sabe que la vida es corta y la literatura infinita. Que no alcanza la vida, literalmente, para leer aún los mejores libros.
Ahora, quién sabe. Para algunos de nosotros descansará a solas, para siempre, en un lugar que probablemente él ha elegido. Para otros, quién sabe lo hará en otro lugar, en el que quizás se le hayan encomendado tareas acordes a sus talentos. Cada quien lo pensará a su modo. Menos importante que ese destino que todo mortal ignora y conoce a la vez, persisten y persistirán sus libros. Espléndidos. Desafiantes. Precursores.