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Pronto comenzó a escribir para la revista "Cornhill Magazine" y Leslie Stephen (1832-1904), famoso editor y escritor de libros de viajes, le presentó a William Ernest Henley (1849-1903), editor, dramaturgo y poeta, de quien se hizo muy amigo y con el cual colaboraría en cuatro obras de teatro. En 1876, junto con un amigo, realizó un viaje en canoa desde Amberes hasta Pontoise cuya crónica, "An inland voyage" (Un viaje al continente), fue su primer libro publicado. A éste siguió, tres años después, "Travels with a donkey in the Cévennes" (Viajes en burro por las Cevannes). Por entonces aparecieron en distintas revistas -"New Quarterly Magazine", "Fraser's Magazine", "London", "Pall Mall Gazette"- las historias fantásticas de "New arabian nights" (Las nuevas noches árabes) y otros cuentos y ensayos que incluiría más adelante en "The merry men and other tales and fables" (Los hombres alegres y otros cuentos y fábulas) y en "Familiar studies of men and books" (Estudios familiares sobre el hombre y los libros).
En la obra de Stevenson los críticos han detectado, a pesar de su humor e ironía, un trasfondo de aprensión, pecado y sufrimiento. El tema del dualismo y la doble personalidad también es un tema recurrente en sus escritos, así como la admiración por la moral de sus ambiguos héroes o heroínas. Por otra parte, para muchos de estos críticos Stevenson fue solamente una figura pasajera que acertó en atraer las miradas y hasta influir en la moda, y que una vez que ésta fuese olvidada, ocurriría lo mismo con el escritor. Al respecto son muy interesantes los textos escritos por Alberto Manguel, G.K. Chesterton, Marcel Schwob, J.L. Borges y Cesare Pavese, entre muchos otros autores que reconocieron su admiración por el escritor escocés.
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El hombre que narra es un misterio. Para desentrañarlo, sus lectores recurren a la confesión, la correspondencia privada, las fotos y retratos, el análisis psicológico, el recuerdo de quienes lo frecuentaron, como si conocer al mago les permitiera entender su magia. En el caso de Stevenson, incontables biografías intentan definir al hombre desde un sinfín de presupuestos; ninguna lo abarca del todo y por cierto ninguna explica el misterio. Sabemos que Robert Louis Stevenson nació en 1850 en Edimburgo, ciudad cuya arquitectura puebla gran parte de sus relatos y cuyo acento ritma todo su verso y su prosa. Desde niño, sufrió una tuberculosis que acabó matándolo en 1894, y durante las largas noches de dolor e insomnio su fiel nodriza, Cummie, le contaba historias de miedo para alejar el miedo físico que el pequeño Stevenson llamaba "la bruja de la noche", para no darle su verdadero nombre. En busca de alivio para sus pulmones y después de vagos estudios de Derecho, se lanzó a viajar por el mundo, desde las montañas de Europa a los mares del Sur. En Francia se enamoró de Fanny Osborne, una norteamericana madre de dos niños, varios años mayor que él; cuando Fanny volvió a su patria, Stevenson fue en su búsqueda, cruzando el Atlántico y los Estados Unidos hasta California, para pedirle que se casase con él. Fanny aceptó. En 1890, con su madre viuda, su mujer y sus dos hijastros, Stevenson emigró a Samoa, donde los indígenas le dieron el nombre de Tusitala, que quiere decir "hombre que cuenta cuentos". Cuando murió, un batallón de samoanos llevó su cajón a hombros hasta la cima de la montaña más alta, donde fue enterrado entre palmeras. Su tumba lleva el epitafio que él mismo escribiera años antes y que acaba con estas palabras: "Aquí yace donde deseaba estar;/ El marinero ha vuelto del mar/ Y el cazador ha vuelto del monte".
Mi amistad con Stevenson comenzó temprano. Leí sus poesías para niños ("Jardín de versos para niños") a los seis o siete años y aprendí varias de memoria, que todavía recuerdo. Vino luego "La isla del tesoro" en la espléndida edición de May Lamberton Becker cuya introducción contaba cómo Stevenson había imaginado el libro a petición de su hijastro adolescente, a partir de un mapa esbozado durante una tarde lluviosa. "El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde" y los cuentos de "Las nuevas mil y una noches" los descubrí años más tarde: el primero sigue siendo uno de mis libros de cabecera, el segundo me hace reír aún hoy con sus descabelladas y trágicas aventuras. Adolfo Bioy Casares me hizo leer sus colecciones de ensayos y me habló largamente de su afinidad intelectual con el autor de "Estudios familiares sobre hombres y libros" y "Virginibus Puerisque y otros ensayos", sin duda uno de los dioses tutelares de "El sueño de los héroes" y "Aventuras de un fotógrafo en La Plata". Bioy (como también Borges, otro de sus grandes admiradores) no entendía por qué Stevenson no era más leído hoy en día.
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"Tuve la desdicha de empezar un libro con la palabra 'yo' y de inmediato se supuso que, en lugar de intentar descubrir leyes universales, estaba analizándome a mí mismo, en el sentido mezquino y detestable de la palabra", se quejaba Proust a finales de su vida. Igual queja hubiese podido hacer Stevenson, cuyos piratas y aventureros hacen pensar que su autor era sobre todo un sanguinario maleante y apenas un hombre de letras. En una carta dirigida a Henry James, escrita en 1885 cuando Stevenson frisaba los treinticinco años, se queja de la impresión que tienen de él sus lectores: "un atlético esteta de rosadas agallas". Y aclara: "el verdadero R.L.S. es un espectro enclenque y reservado". Lo cierto es que ninguna de las dos definiciones le hace justicia.
Stevenson fue, sobre todo, escritor, es decir, un artesano del lenguaje. Para él, el mundo y las palabras que lo narran tienen igual importancia. No es que las unas puedan reemplazar al otro ("Los libros tienen su valor, pero son un sustitutivo de la vida completamente inerte", dijo en "Apología de la pereza") pero pueden ser el instrumento que permita explorarlo íntimamente, un instrumento que debe ser refinado, pulido, aguzado. Estilo, arte y artificio le importaron toda su vida. Si eligió ser escritor en lugar de ingeniero como sus antepasados, y construir historias en lugar de faros, no abandonó nunca la ancestral devoción a los métodos y técnicas profesionales, cualquiera fuera la profesión. La maestría del álgebra y de los logaritmos sobre la cual los primeros Stevenson basaron sus trabajos fue reemplazada en el lejano nieto por un profundo conocimiento del diccionario y de la gramática inglesas; para él tuvo tanta importancia el equilibrio de una cierta frase como para ellos el de un cierto puente. "El amor por las palabras y no el deseo de publicar nuevos hallazgos, el amor por la forma y no una nueva lectura de hechos históricos, marcan la vocación del escritor", declaró en "Fontainebleau".
El estilo que resulta es impecable, puro. Leer el primer párrafo de su cuento "El diablo de la botella" o cualquiera de los textos de "Ensayos de viajes" es descubrir lo preciso y claro que puede ser un idioma en manos de un maestro. Su confianza en el poder de la lengua escrita le hace buscar siempre la palabra justa que, como su contemporáneo Flaubert, sabe a ciencia cierta que se halla en esa casi infinita combinación de veinticuatro letras, y ningún texto le parece acabado hasta encontrarlo. Es por eso por lo que después de su muerte, y a pesar de que su viuda quemó centenares de sus papeles, fueron encontrados un buen número de textos inconclusos, muchos de una perfección admirable, pero que no debieron satisfacer del todo a su exigente autor.
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"El estilo es la invariable marca de un maestro", advierte en "Una nota sobre el realismo", "y para el aprendiz que no aspira a ser contado entre los gigantes, es, a pesar de todo, la cualidad en la que puede adiestrarse a voluntad. La pasión, la sabiduría, la fuerza creativa, el talento para el misterio y el colorido, nos son otorgados a la hora de nacer, y no pueden ser ni aprendidos ni estimulados".