UNA ESTRELLA EN MI JARDIN
Susana Fuentes Román
España (1972)
La veía cada noche al llegar a casa y, aunque sólo era por unos instantes, era suficiente para olvidarme de cualquier preocupación. Cada noche me parecía más bella y radiante. Era la estrella más hermosa que jamás había contemplado. Lo que más me asombraba y atraía de ella es que no se trataba de un simple punto en el firmamento sino de una perfectísima forma geométrica de cinco puntas. La deseaba a mi lado, para disfrutar de su presencia a mi antojo y, sobre todo, para no tener que compartirla con cualquier hijo de vecino que con tan sólo alzar la mirada pudiera tenerla a su alcance sin saber apreciarla en toda su esencia. Y algún hado maligno debió escuchar mi deseo y decidió hacer realidad mis anhelos. Dejó caer esa estrella desde el cielo y ahora cada noche al llegar a casa salgo a mi jardín y allí está, allí tengo esa enorme roca negra, amorfa y sin brillo para mí solo.
SUICIDIO, O MORIR DE ERROR
Dulce Chacón
España (1954-2003)
Antes de estrellarse contra el suelo, la miró con asombro. Saltaremos juntos -le había asegurado la bella bellísima-. Una. Dos. Y tres. Y él se precipitó. Y la bella bellísima le soltó la mano. Y desde lo alto, asomada bellísima en azul, le juró que le amaría hasta la muerte.
LA DISPUTA
Bertolt Brecht
Alemania (1898-1956)
Los vi en la cumbre de cuatro cerros. Dos gritaban y dos callaban. Los cuatro estaban rodeados de siervos, animales y mercancías. Todos los siervos, los de los cuatro cerros, estaban pálidos y flacos. Ellos, los cuatro, parecían iracundos. Dos habían desenvainado un puñal y dos tenían el puñal en la vaina.
- ¡Entréguennos lo que nos han robado u ocurrirá una desgracia! -gritaban dos, y dos callaban y contemplaban el cielo como distraídos.
- Tenemos hambre, pero estamos armados -gritaban dos.
Entonces comenzaron a hablar los otros dos.
- Lo que les quitamos carecía de valor, era poco y no bastaba para resolver sus problemas -dijeron con tono digno.
- Entonces devuélvanlo. Devuélvanlo si carece de valor -gritaron los otros dos.
- No nos gustan los puñales -replicaron los Dignos-. Háganlos desaparecer y se les dará algo.
- Promesas huecas -gritaron los Hambrientos-. Cuando no teníamos puñales ni siquiera se dignaban a hacernos promesas.
- ¿Por qué no fabrican artículos útiles? -preguntaron los Dignos.
- Porque ustedes no nos dejan venderlos -replicaron los Hambrientos, con enojo-. Por eso hemos fabricado puñales.
Pero los que gritaban no estaban hambrientos, por eso señalaban a sus siervos. Ellos sí tenían hambre. Y los Dignos se decían entre sí:
- Nuestros siervos también tienen hambre.
Y descendieron de sus alturas para negociar la paz, para que concluyeran aquellos gritos, porque había demasiados hambrientos. Y los otros dos también descendieron de sus alturas y las conversaciones se hicieron en voz baja.
- Entre nosotros -dijeron dos-, él y yo vivimos de nuestros siervos.
Y los otros dos hicieron un gesto afirmativo y dijeron:
- Nosotros hacemos lo mismo.
- Si no se nos devuelve nada -dijeron los Belicosos-, lanzaremos a nuestros siervos contra los de ustedes y los derrotaremos.
- Quizá sean ustedes los derrotados -comentaron sonrientes los Pacíficos.
- Sí, quizá seamos nosotros los derrotados -dijeron los Belicosos-; en ese caso nuestros siervos se volverán contra nosotros y nos voltearán y nos ultimarán, y hablarán con sus siervos para ver cómo se los puede ultimar a ustedes. Porque cuando los señores no hablan entre ellos, entonces hablan los siervos entre sí.
- ¿Qué necesitan? -preguntaron los Pacíficos, alarmados.
Y los Belicosos extrajeron una larga lista del bolsillo. Los cuatro se pusieron de pie, como un solo hombre, se volvieron hacia donde estaban sus siervos y dijeron en voz alta:
- Estamos tratando de mantener la paz.
Y se sentaron y leyeron la lista, pero era muy larga.
- Por lo visto, lo que quieren es vivir ustedes también de nuestros siervos -exclamaron los Pacíficos, rojos de ira.
Y regresaron a sus alturas. Entonces los Belicosos también volvieron a sus alturas. Los vi en la cumbre de cuatro cerros y los cuatro gritaban. Los cuatro tenían puñales desenvainados y decían a sus siervos:
- ¡Aquellos quieren que trabajen para ellos! ¡Eso tendrá que decidirlo la guerra!
LA ORGIA
Aymer Waldir
Colombia (1967)
La Reina, arrinconada, sabe con certeza que dentro de poco le caerán encima los peones. En la oscuridad uno a uno invadirán su majestuosa figura, la tocarán, la palparán, la tentarán y gozarán de ella en persistente aquelarre. Alguien debe poner orden en ese tablero de ajedrez recién cerrado.
LA BOLSITA DE TE
José María Cumbreño
España (1972)
Todas las tardes, Paula, a las cinco en punto (imagino que ésa fue una de las muchas manías que se trajo de Londres), iba a la cafetería que estaba junto al portal de su casa y pedía una taza de agua hirviendo. Al principio, el camarero la miraba con desconfianza. Pero, cuando ella le aclaró que le pagaría el doble de lo que costase el té más caro, dejó de preguntar nada. Una vez que tenía sobre la mesa la taza humeante, sacaba del monedero una bolsita, a simple vista igual a la de cualquiera de las muchas variedades que se servían allí, y la introducía en el agua parsimoniosamente. Y sí, es cierto que Arthur Bush siempre pidió que lo incinerasen. Lo que ya no estaba tan claro, al menos nadie creía habérselo oído decir, era que deseara que su viuda usase sus cenizas para hacerse, todas las tardes, por muy a las cinco en punto que fuesen, una infusión con ellas.
CUESTION DE CONCIENCIA
Cristian Mitelman
Argentina (1971)
El hombre se baja del auto para auxiliar a la persona que acaba de atrepellar. No hay nadie en la calle; la noche pareciera girar en derredor de esos dos cuerpos: el caído a un costado y el que mira con desesperación. Se dice a sí mismo que lo mejor será colocarlo en el asiento de atrás del coche, pero para eso debe levantarlo con suavidad infinita. Reconoce entonces a un viejo compañero de escuela al que una vez odió por haberle quitado su primera proyección amorosa. ¿Será posible? Es él. No puede ser otro. Los años pasaron, pero lo esencial de aquel rostro se mantiene. Entonces piensa... ¿Fue en verdad un accidente? ¿Acaso, en medio de la noche, no pudo haber reconocido a su antiguo contendiente y atrepellarlo por su viejo rencor? Hay un hombre caído y otro que mira. Segundos después, el auto arranca.
EL AMANTE
Gonzalo Hernández Sanjorge
Uruguay (1968)
Nunca antes una mujer me había llamado tanto la atención. Pretendí que no era cierto, pero antes de que me diera cuenta me encontré regresando sobre mis pasos hasta que estuve de nuevo frente a ella. Había algo en su rostro, algo que me sedujo, algo como el silencioso reflejo de una pena. No supe por qué se encontraba allí. No anduve hurgando en su interior para saber razones. Sin poder resistir el trazo suave con que dejaba que el frío le ganara el cuerpo, la subí a mi auto. Nos dirigimos rumbo a mi casa y durante el trayecto su peso se recostó contra mi hombro. Sus ojos color miel permanecieron fijos en algún lugar del techo mientras preparé la cena. Le conté del barrio donde nací, de mis estudios -tan inútiles como mis sueños- y también de mi gusto por coleccionar latas de cerveza. Le mostré mi última adquisición: un envase traído del Asia. Le conté los detalles con tanto entusiasmo que hice variados ademanes hasta que mis dedos le acariciaron el rostro y le obligaron una sonrisa. Cautivo de sus labios, la besé. Apreté su cuerpo contra el mío hasta que sus pezones endurecidos se clavaron en mi pecho. Terminé haciéndole el amor furiosamente, como un lobo encadenado y sin consuelo. A la madrugada, ellos nos interrumpieron el descanso. Fue horrible. Los policías patearon la puerta y traían sus armas en la mano. Quise detenerlos pero era tarde. Sabían mi nombre y al parecer alguien me había visto cuando la subí a ella al auto. Me tiraron al suelo y me amenazaron. Afirmaron que ella estaba muerta. La miré nuevamente y volví a sentir que era bella como un ángel.
- Los ángeles no mueren, sólo duermen profundamente -grité entristecido, sabiendo que no entenderían.
Cuando tomaron su cuerpo para subirlo a una ambulancia me alteré y me golpearon. Han pasado los años y no la olvido. No puedo entender qué pasó. Era la primera vez que me ocurría una cosa así en todos los años que trabajé en la morgue.
SOBREVIVIR
Teresa Serván
España (1974)
En enero, la muerte lo atropella. En febrero, agoniza. Durante marzo se asoma al mundo de nuevo. Las heridas se cierran a lo largo de abril y mayo. Con el sol de verano vence los últimos dolores y los primeros miedos. En septiembre lo alimenta la certeza de poder con todas las sombras que lo acosan, pero en las tardes cerradas de octubre vuelve a sentirse herido. En noviembre descubre que aún le faltan apoyos por recuperar. Y a finales de año se tumba, derrocado por el esfuerzo de intentar vivir, con capacidad, solamente, para desear estar muerto.
DIVERTIMENTO
Víctor Vegas
Venezuela (1967)
Los bostezos son diestros trapecistas. Suelen volar de boca en boca porque allí yace su pasatiempo favorito. No tienen preferencia en boca particular alguna: ahora puedes verlos retozar en una pequeña, incolora y sin sabor, y, un segundo después, en una gorda, roja y muy apetitosa. Carecen de tácticas y estrategias. Sólo se dejan llevar por la brújula de las emociones. A simple vista parecen una orquesta sinfónica rigurosamente ensamblada, pero no pasan de ser un cuarteto alocado, alegre y absolutamente contagioso.
ASI ES LA VIDA
Ana María Shua
Argentina (1951)
Más que epidemia, una verdadera pandemia. Ataca, entre otros, a los obesos, a los mineros que respiran sílice, a las mujeres que usan trenzas atadas con cintas de colores: todos participamos en algún grupo de riesgo. La sintomatología aleatoria confunde el diagnóstico: una dermatitis, la lividez crónica o repentina, la pasión por los programas de entretenimiento, la alopecia genética, el insomnio, los espasmos intestinales, incluso la ausencia de todo síntoma. La enfermedad se extiende a través de los continentes. Es inútil aislarse en el aire (a bordo de un avión) o en la mitad del mar. Puede atacar (y lo hace) en el mismo vientre materno, desde el momento en que comienza la división del óvulo fecundado, destruyendo al cigoto o al embrión o al feto. A veces sucede todo lo contrario: la crisis se difiere durante años, en algunos casos más de noventa. El desenlace es siempre fatal.