"En cierta mañana de octubre de 192., casi a mediodía, seis hombres nos internábamos en el Cementerio del Oeste, llevando a pulso un atúd de modesta factura (cuatro tablitas frágiles) cuya levedad era tanta, que nos parecía llevar en su interior, no la vencida carne de un hombre muerto, sino la materia sutil de un poema concluido". Así comienza "Adán Buenosayres", la obra maestra que su autor, Leopoldo Marechal (1900-1970), comenzó a escribir en París en 1930 y terminó en Buenos Aires diecisiete años después.
La primera edición -de 3.000 ejemplares- se realizó en 1948, casi no fue exhibida en las librerías y tardó otros diecisiete años en agotarse. En la novela, en la que el protagonista realiza en los días previos a su muerte un viaje metafísico, la ciudad de Buenos Aires, sus arrabales y la pampa desfilan con sus inmigrantes y sus miserias, con fuertes elementos autobiográficos y un alto nivel de experimentación que sólo alcanzaría la narrativa latinoamericana dos décadas más tarde. La crítica de entonces fue impiadosa. Sólo escritores como el argentino Julio Cortázar (1914-1984) o los cubanos Alejo Carpentier (1904-1980) y José Lezama Lima (1910-1976) la rescataron y la entronizaron en la cumbre de las letras hispánicas de Latinoamérica.
Marechal comenzó a ser reconocido tras la publicación de su segunda novela -"El banquete de Severo Arcángelo"- en 1965 y, tras su muerte, todavía fue necesario que transcurrieran algunos años para que "Adán Buenosayres" fuese considerada una de las novelas fundamentales de la literatura argentina. Así se desprende, por ejemplo, del texto que el crítico literario Jorge Lafforgue escribió a modo del prólogo al volumen III de las "Obras completas" de Marechal publicadas en 1998.
JORGE LAFFORGUE (1935). Profesor de Filosofía. Dedicado a la enseñanza de la literatura latinoamericana y al periodismo cultural, también ha trabajado como director de colecciones y asesor literario en varias editoriales a la par de su labor como ensayista. De su obra se destacan "Nueva novela latinoamericana", "Florencio Sánchez", "Asesinos de papel", "El teatro del siglo XX", "Proyecciones de la narrativa argentina contemporánea", "Explicar la Argentina" e "Historias de caudillos argentinos". Asimismo, ha compilado, seleccionado o prologado obras de Florencio Sánchez, José María Arguedas, Baldomero Fernández Moreno, Horacio Quiroga, Antonio Skármeta, Juan José Saer y Rodolfo Walsh entre otros. El texto que sigue se titula "Hacia el Adán Buenosayres".
Buenos Aires: ciudad de Dios; ciudad del mismísimo diablo. Los simples mortales nos deslizamos por esta urbe sin pensar en escalas tan altas. A lo sumo cuando pisamos una baldosa floja y ha llovido fuerte podemos exclamar "¡al diablo!" o ante el paso de una muchacha que nos distrae más de la cuenta "¡mi dios!". Claro que con mucha furia algunos pueden llegar bastante más lejos: nadie está exento de ser un asesino, y halar así al demonio sobre los adoquines porteños. Pero lo de Dios resulta más arduo; aunque los poetas suelen caer en la tentación... Leopoldo Marechal cayó en ella, pues fue un gran poeta, uno de los mayores nacidos en estas tierras, concretamente en el porteño barrio de Almagro, junto con el siglo. El amó profundamente a su ciudad natal e impiadoso, también la maltrató en "Cacodelphia". Dios y el diablo convivieron en sus entrañas o el poeta los vio tras las fachadas y los rostros de la gente. Sin Buenos Aires el canto de Marechal no hubiese sido -o, al menos, no hubiese sido el que fue-, pero tampoco la recíproca tendría el sentido que hoy tiene: el canto marechaliano fue fundador ¿o acaso no fue su "Adán Buenosayres"? Porque los poetas son artífices, más que el cemento y los ladrillos, más que las casas y las calles, del destino de sus ciudades. Ellos delinean su secreto trazado. Habitantes exaltados, recorren sus vericuetos subterráneos, asedian los viejos portales, demoran sus barrios, se distraen en sus parques. Descendientes de Platón, persiguen la Belleza tras el humo y la neblina de sus calles. Así fue escrito este libro, este "Adán Buenosayres", por un poeta de nuestra lengua, para exorcisar sus propios demonios, sí; pero también los de la joven ciudad que habitara.
Mentamos este siglo, nuestra lengua y esta ciudad hecha de barro y de sueños. Se afirma que ella fue fundada por sucesivos adelantados españoles en diversos lugares a orillas del ancho río más de cuatro siglos atrás, pero comienza a ser escuchada mucho después, cuando se convierte en capital del Virreinato del Río de la Plata. Pasan los años y las gestas: el aceite hirviendo detiene a los ingleses; los españoles ceden sus fueros a los criollos; federales y unitarios se ensañan mutuamente; los inmigrantes desplazan a los nativos. La ciudad se transforma: de gran aldea pasa a poderosa cosmópolis. Y entonces, no por azar, un gran poeta nicaragüense llegado de allende los Andes aviva ese fuego, que él llamará raro y profano. Las huellas de Rubén Darío se advierten en Lugones y Carriego, en Fernández Moreno y Güiraldes; su voz, su canto traza la primera inflexión profunda de la literatura latinoamericana toda: su entrada en la modernidad. La segunda inflexión fuerte se produce durante los años veinte y sus protagonistas no serán otros que los escritores de vanguardia: en el continente, Vallejo, Neruda, Carpentier, a orillas del Plata, Girondo, Borges, González Tuñón. La tercera se despliega después del medio siglo y recibe una denominación ruidosa e inexacta: el boom. Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, José Donoso, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes, entre otros, la han de nutrir. En la encrucijada de estas tres inflexiones, que marcan a fuego el derrotero de nuestra literatura, se sitúa protagónicamente Leopoldo Marechal. Se inicia con aprontes modernistas, es un vanguardista convicto y confeso, y su obra está en el arranque de las innovaciones narrativas que definen a la nueva novela latinoamericana.
Maestro desde 1921, "francotirador literario de Villa Crespo", bohemio y poeta, Marechal no tarda en vincularse a los jóvenes vanguardistas porteños, con quienes compartirá fervores y búsquedas. Colaborador asiduo de las revistas "Proa" y "Martín Fierro", amigo de Borges, de Scalabrini Ortiz, de Paco Bernárdez, de José Fioravanti, de Xul Solar, llega a fines de esa década con tres libros de poemas en su haber: "Los aguiluchos" (1922), de inspiración victorhuguiana, que él mismo arrumbaría luego en su "prehistoria" bibliográfica; "Días como flechas" (1926), máxima expresión poética del vanguardismo marechaliano y un hito más en ese año clave de la literatura argentina: "Don Segundo Sombra", de Güiraldes; "Los desterrados", de Quiroga; "El juguete rabioso", de Arlt; "El tamaño de mi esperanza", de Borges...; "Odas para el Hombre y la Mujer" (1929), como los dos libros anteriores de Marechal, también es editado por Manuel Gleizer y con él obtiene el Primer Premio Municipal de Poesía, que festeja alegremente durante su segundo viaje a Europa. Estas "Odas..." establecen un giro en la escritura de Marechal, que más allá de variantes circunstanciales, marcará su rumbo definitivo: esa notable amalgama entre las formas clásicas y las trasgresiones vanguardistas, entre resonancias ancestrales y destellos futuristas, entre la gravedad y el humor, entre el rigor conceptual y el desparpajo. Sus siguientes poemarios ("Laberinto de amor", "Poemas australes", "El Centauro" y "Sonetos a Sophia", Primer Premio Nacional de Poesía) y sus ensayos de esos tiempos (como su "Historia de la calle Corrientes", editada en 1937 con motivo del cuarto centenario de la fundación de Buenos Aires por Pedro de Mendoza; la aún angosta Corrientes fue una suerte de "escenario de familia donde mi adolescencia y mi juventud habían cumplido algunos de sus gestos más vitales") ratifican esa doble adscripción -escritura de raíces clásicas pero a la vez muy moderna, connotada por una creciente búsqueda simbólica- que habrá de hacerse patente en un texto esbozado ya en su segunda residencia parisina -Montparnasse, 1930- pero que se publicará casi dos décadas más tarde: "'Adán Buenosayres', cuya realización debía ser paralela a la realización espiritual de su autor. Releía entonces las epopeyas clásicas y estudiaba las líneas filosóficas Platón-San Agustín y Aristóteles-Santo Tomás de Aquino, todo lo cual influyó en las planificaciones de 'Adán Buenosayres' que yo creaba paralelamente (...) A principios de 1931 regresé a Buenos Aires y a mis ocupaciones docentes. Los dos primeros capítulos de mi novela, escritos en París, me parecieron de una puerilidad alarmante. Abandoné entonces el proyecto y volví a la poesía". Durante los años treinta, Leopoldo Marechal sufre una honda crisis espiritual que lo retrotrae al catolicismo, a la "religiosidad de la infancia"; en 1934 se casa y de ese matrimonio nacerán sus dos hijas; producido el golpe militar de 1943, pasa a ocupar importantes puestos en el escalafón ministerial, en las áreas de educación y de cultura; luego adhiere al movimiento peronista: "Decidí, con mis hechos y palabras, declarar públicamente mi adhesión al movimiento y respaldarla con mi prestigio intelectual, que ya era mucho en el país. Resuelto Perón a llegar al poder sólo mediante el sufragio popular, fue necesario trabajar en pro de su candidatura. (...) Un diluvio de votos nos llevó al poder. Sin embargo no hubo ningún cambio en mi posición". Finalmente, en 1948, y poco antes de su (tercer) viaje a Europa, en calidad de "enviado intelectual" del peronismo, la Editorial Sudamericana da a conocer "Adán Buenosayres".
Vanguardista, católico, peronista: ninguna de estas elecciones o tomas de posición, hechas a plena conciencia por Marechal, dejaron de gravitar tanto en la ardua redacción de su primera novela como en la recepción crítica que se le deparó a lo largo de los cincuenta años transcurridos desde su aparición. En primer lugar, retornemos un tópico al que ya antes apuntamos: este poeta protagónico de las gestas vanguardistas -como otros compañeros de iguales lides, Borges en particular- irá elaborando, a través de un muy acendrado trabajo escritural, las bases de los cambios radicales que se concretan en la ficción latinoamericana hacia mediados de este siglo: "Al filo del agua" (1947), del mexicano Agustín Yañez; "El Aleph" (1949), de Borges; "El reino de este mundo" (1949), del cubano Alejo Carpentier; "La vida breve" (1950), del uruguayo Juan Carlos Onetti; "Bestiario" (1951), de Julio Cortázar. El profundo viraje que tales textos imprimen puede ser leído como el pasaje de la narrativa rural al relato ciudadano en nuestra literatura (entre otras lecturas posibles). La complejidad urbana se corporiza definitivamente en textos que ya no sólo tematizan los lugares, personajes y circunstancias de la gran ciudad (y que tienen en la Argentina un antecedente memorable: Roberto Arlt), sino que incorporan en el entramado mismo del relato, en su lenguaje y estructura, el caleidoscópico ritmo de ese mundo, el mundo de una ciudad, que en esta novela es Buenos Aires.
No en vano, a pocos meses de su publicación, Julio Cortázar afirmará -en el número 14 de la revista "Realidad"- que "la aparición de este libro me parece un acontecimiento extraordinario en las letras argentinas, y su diversa desmesura un signo merecedor de atención y expectativa. Para Marechal quizá sea un arribo y una suma; a los más jóvenes toca ver si actúa como fuerza viva, como enérgico empujón hacia lo de veras nuestro. Estoy entre los que creen esto último, y se obligan a no desconocerlo". Tanto no lo desconoció Cortázar que quince años después publicará "Rayuela" (escribió Ricardo Piglia en enero de 1997: "La literatura produce lectores y las grandes obras cambian el modo de leer. "Rayuela" de Cortázar, hizo leer de otro modo el "Adán Buenosayres" de Leopoldo Marechal y ayudó a sacarlo del olvido y a ubicarlo en el canon"). Pero, en aquel momento, el de Cortázar fue un gesto solitario: "Salvo algún brulote sin gracia, una consigna de silencio pareció gravitar sobre mi novela". Con lo primero, muy posiblemente Leopoldo Marechal se refería a la resentida y grotesca reseña que Eduardo González Lanuza realiza en el número 169 de "Sur", noviembre de 1948; menos probablemente a la de Emir Rodríguez Monegal en el semanario uruguayo "Marcha", poco después; seguramente no a la de Enrique Anderson Imbert: "Bodrio con fealdades y aún obscenidades que no se justificarían de ninguna manera aunque el autor se parapetase detrás del nombre de Joyce" (que en posteriores ediciones de su "Historia de la literatura hispanoamericana" habría de atemperar).
Antes que su confesado credo católico (que certifican sus colaboraciones en revistas como "Libra", "Sol y Luna" u "Ortodoxia") será sobre todo su proclamada militancia peronista ("funcionario" del régimen zahiere González Lanuza; Cortázar fue acusado de "pasarse al peronismo" por su reseña) aquello que taimadamente se cobran sus cofrades de ayer, en su gran mayoría antiperonistas furibundos. Por eso, con la caída de Perón y la instauración de la Libertadora (o Libertadura) el cono de sombra se volvió pura negrura para Marechal ("consigna de silencio"), pues ni siquiera lo alumbraría cada tanto algún tibio rayito oficialista. Sin embargo, ese mismo año de 1955, un artículo de Noé Jitrik en el número de "Contorno" dedicado a la revisión de la narrativa argentina abriría el fuego de las lecturas críticas -con verdadero afán valorativo, amplias e interrogativas- que comenzarán a producirse algunos años más tarde. En esta tarea se destacarán Adolfo Prieto, Graciela Maturo (antes Graciela de Sola), Gaspar Pío del Corro, Angel Núñez, Graciela Coulson, Pedro Luis Barcia y Ana María Zubieta, entre otros; también fuera del país se ha puesto atención en años recientes sobre la obra de Marechal y en particular sobre su "Adán Buenosayres", como lo demuestran los cuidadosos trabajos del español Javier de Navascués, del francés Jean Francois Podeur y de la alemana Ulrike Kröpfl, asimismo de los argentinos residentes en Estados Unidos, en particular Héctor M. Cavallari, o en Europa, como Teresa Orecchia Havas o Fernando Colla. Además, cabe mencionar la traducción francesa del "Adán..." (París, Unesco/Grasset, 1995; trad. P. Toulat) y dos ediciones críticas anotadas que han publicado en España la Editorial Castalia y la colección Archivos (en 1969 hubo una edición cubana de Casa de las Américas, con prólogo de Oscar Collazos). Aquella velada polémica, que es una marca histórica significativa de nuestras letras -y de nuestra cultura toda-, quizá la haya cerrado el propio Marechal al retirar en la segunda edición de su novela (Sudamericana, 1966, en la colección Piragua) la dedicatoria que aparecía en la edición de 1948: "A mis camaradas 'martinfierristas', vivos y muertos, cada uno de los cuales bien pudo ser un héroe de esta limpia y entusiasmada historia".
Los avatares de la vida de Leopoldo Marechal posteriores a la publicación del "Adán Buenosayres" son muchos y diversos y han de culminar con su muerte a mediados de 1970. No haremos aquí un seguimiento de los mismos; sólo apuntemos que si bien continúa publicando poesía y ensayos (su "Cuaderno de navegación" contiene unas interesantes "claves" de aquella primera novela, que pueden leerse en este mismo volumen) su labor literaria más intensa durante estas dos últimas décadas se ha de desplazar al teatro (a partir del estreno de "Antígona Vélez", dirigida en el Cervantes por Enrique Santos Discépolo) y a la novela: "El banquete de Severo Arcángelo" (1965) que, en palabras del autor, produce "un muy agradable deshielo", y "Megafón o la guerra" (1970), que aparecerá en forma póstuma.
Con calles centenarias, salones dorados, aulas y casas de cultura que llevan su nombre; con una parafernalia crítica que apenas hemos apuntado; con renovadas ediciones de sus obras (que ahora, gracias al emprendimiento de Libros Perfil, serán completas), resulta difícil imaginar el ominoso silencio o el agravio tilingo de aquellos años. De sus coetáneos, sólo Jorge Luis Borges y Roberto Arlt compiten con Leopoldo Marechal en cuanto a difusión y consideración de su obra escrita. Su lugar en el canon es hoy indiscutido. Pondré término a estas pocas palabras introductorias transcribiendo uno de "Los puntos fundamentales de mi vida", un texto de Marechal aparecido en el Suplemento Cultura y Nación del diario "Clarín" el 29 de marzo de 1973: "Al escribir mi 'Adán Buenosayres' no entendí salirme de la poesía. Desde muy temprano, y basándome en la "Poética" de Aristóteles, me pareció que todos los géneros literarios eran y deben ser géneros de la poesía, tanto en lo épico, lo dramático y lo lírico. Para mí, la clasificación aristotélica seguía vigente, y si el curso de los siglos había dado fin a ciertas especies literarias, no lo había hecho sin crear 'sucedáneos' de las mismas. Entonces fue cuando me pareció que la novela, género relativamente moderno, no podía ser otra cosa que el 'sucedáneo legítimo' de la antigua epopeya. Con tal intención escribí 'Adán Buenosayres' y lo ajusté a las normas que Aristóteles ha dado al género épico".