Una vez, de chico, vi a unos hombres de barbas imponentes y empecé a gritar: "¡Los gauchos, los gauchos!". Para qué; ¡pum!, recibí un coscorrón. Me corrigieron: aquellos barbudos eran judíos religiosos, algo así como rabinos. Al poco tiempo volví a ver a unos tipos también con barbas imponentes. Ahí no dudé. Grité: "¡Los rabinos, los rabinos!". ¡Pum!, otro coscorrón. Me retaron: "Esos son gauchos".
Si uno ha de creerle, absorbió a los coscorrones lo esencial de los años primeros...
En la propia escuela solía aprender a golpes de regla. Es que era muy rebelde y peleador; desafiaba a pelear hasta a los maestros. Fui el típico niño-problema de Piaget.
Pronto entregará los originales de su nuevo libro: "Buenos Aires, la novela"...
Si. Es un libro que convoca un poco a todo lo mío: comienza con la fundación de Buenos Aires y con el arribo de un imaginario cronista que no trae una pluma para escribir palabras, pero sí una vihuela para cantarlas. Son las voces de una cultura sumergida.
¿De dónde le viene este impulso de contar historias atravesadas por un cóctel étnico, y por peripecias tan variadas como la vida?
Yo tenía una abuela llamada Victoria del Signo Soria; no sé por qué tantos nombres. Era una criolla amulatada, o así la veía yo; y derramaba modismos como los personajes de Fray Mocho. Por añadidura, vengo de un linaje mixto: antepasados bien criollos haciendo yunta con esos judíos intelectuales que siempre llegaban de Odessa. Aunque la rama judía tampoco lo es del todo: se trataba de un judío que había seducido a una dama zarista muy cristiana. Ya ahí hay un pequeño cóctel, ¿no? Después lo fui ampliando con mis experiencias y obsesiones personales.
Aparte de pelear, ¿de chico hubo alguna influencia literaria?
Sí, mi familia era modesta, pero muy lectora. Además, por el trabajo de mi padre nos mudábamos muy seguido: a cada rato debía sumergirme en un mundo diferente, me inventé mi novela familiar. Y un día me regalaron un libro de Alvaro Yunque. A partir de ese momento lo único que quise para mi vida fue ser escritor. Porque me dije: "Si los chicos que aparecen en estos cuentos son como mis amigos y como yo, entonces yo quiero ser como este señor que escribe estas cosas".
Un relato suyo recrea los años 1907 a 1909, cuando el que iba a ser el famoso dramaturgo Eugene O'Neill vivió en Buenos Aires, y en Suárez y Necochea conoció a un tipo que tocaba la guitarra y la armónica a la vez, un tal Villoldo. Otra ensalada fascinante: aquel Eugene que, de quedarse aquí, hubiera sido un sainetero nacional.
La Boca, en efecto, es para mí en buena medida la fascinación del carnavalismo, una característica de muchos de mis cuentos y novelas. Un día de 1936, en el aniversario de la fundación de Buenos Aires, desde unas carabelas obviamente ficticias bajaron por la Boca unos señores con yelmo y coraza. Alguien me dijo: "Vienen a fundar la ciudad". Y me hice otro lío: ¿cómo van a fundarla, si ya está? Tampoco entendía que la gente hablara en argentino, pero con tonada de otro idioma; ni sabía de algo llamado cocoliche. De joven admiraba a esos compadres de Ruggierito que recorrían cadenciosos las cortadas boquenses; mi familia los odiaba, pero para mí eran los varones del tango. Aunque, según el barrio donde viviera, también admiré a los pitucos que usaban pantalones Oxford, palm-beachs, sombreros Panamá y bigotitos. Aún hoy tengo la sensación de ver, por un lado, un corralón y un hombre muy alto en el pescante; y por otro, un petit hotel en Palermo Chico con terrazas donde mis tías bailan al compás de la orquesta La Continental.
Y capaz que el cantor era Juan Carlos Thorry...
¡Claro que era Thorry! Todo era muy teatral, si bien la teatralidad yo la pongo en mis obras y no en mis novelas.
"Todos teníamos veinte años". Así tituló un texto que recuerda con emoción sus andanzas juveniles y su etapa poética inicial junto al después célebre periodista Jacobo Timerman. ¿Cómo fue eso?
Ni siquiera teníamos veinte años. Ya había publicado mi primer poema con el apoyo de Raúl Gonzalez Tuñón: cuando lo conocí me puse a temblar; lo mismo me pasó con Rulfo. Después fuimos grandes amigos. Bueno, un día me llama alguien: "Estoy muerto de hambre, lo espero en el hall de la Asociación Cristiana de Jóvenes". Era Timerman: largo, melenudo. Mi teléfono se lo había dado una común amiga, Lila Guerrero. ¡Y lo llevé a casa! Yo tenía amigos raros: uno de ellos trabajaba en el program radial "La Caravana del Buen Humor". Así que Jacobo se quedó, comió, se hizo amigo de mis amigos, de mi hermano y mis padres. Cuando dos años más tarde me tocó la conscripción, se quedaba en mi cuarto. El me reveló a Rimbaud, Nerval, Lautréamont. Con él y con un poeta que hoy es epistemólogo, Tomás Moro Simpson, fuimos propagandistas fervorosos de un gran poeta mendocino olvidado: Jorge Enrique Ramponi. Los tres escribieron incesantemente sobre el extraordinario poema de Ramponi "Piedra infinita".
¿Qué otras lecturas le marcaron la vocación?
La biblioteca de mi casa me deparó "El santo de la espada", de Ricardo Rojas. Yo era colegial, y me emocionó saber que San Martín no cruzó los Andes en un caballo blanco, sino en una camilla, devorado por la fiebre. Entonces, cuando me tocó dar la lección dramaticé, exageré, me puse a toser como si fuera San Martín. Me mandaron al rincón con un: "¡Déjese de payasadas!". Me ocurrió lo mismo con "Mis montañas", de Joaquín V. González, con cuyo capítulo sobre el indio Panta aprendí a escribir: lo reescribí jugando con las tres personas del singular y del plural. Una profesora me criticaba por usar mucho la ye; yo le replicaba que eso daba a la frase un énfasis especial. El pobre indio Panta me ayudó a practicar aquella y muchas otras variantes. Pero luego, en los años '60 y '70, a algunos amigos les extrañaba mi pasión por los hechos de la historia y por el libro "Estampas del pasado" del historiador José León Busaniche; con "La Biblia", son los libros que más he leído. Pablo Rojas Paz, González Carbalho, José Portogalo, Raúl González Tuñón, Ezequiel Martínez Estrada fueron mis compañeros de periodismo y de primeras veladas literarias. Estimulado por González Carbalho, encabecé una crónica deportiva con un verso de Mallarmé... Ese trabajo con la palabra me auxilió luego como publicitario y guionista de cine y televisión y también cuando, por los avatares del país, mi libro "Historias imaginarias de la Argentina" fue destruido y tuve que volver a escribirlo.
Durante el exilio en México, de 1974 a 1984, usted escribió -entre otros títulos-, su ciclo de novelas de la memoria, que sólo publicó tras volver a la Argentina. Y en muchas páginas suyas se mezclan los lenguajes, irrumpen los mexicanismos.
Es cierto. Esos años que viví en México me hicieron más latinoamericano y también más argentino. Si yo observo a la Nueva España colonial, entiendo mejor la lengua y costumbres del Virreinato del Río de la Plata. Incluso había un fluido intercambio físico. Como el caso del famoso escritor y cronista conocido como Concolorcorvo, que vino de Perú. El regreso al país, en 1984,
me conmovió de pies a cabeza. Mirando desde el avión los campos de la provincia, me golpearon de pronto los versos de Baldomero Fernández Moreno: "Campos de mi provincia en el estío/ infinitos, monótonos, iguales/ carretadas de parvas naturales/ y a lo lejos la cinta azul de un río". Me llené de lágrimas, hasta sentí una leve taquicardia. Y entonces, aunque suene increíble, al aprestarme a tocar tierra argentina me volvió la música de las palabras de mis "Historias imaginarias...", que se habían perdido y que después reescribí.
¿Nunca se le atrevió a la narración oral, siendo tan buen echador de cuentos?
En México, donde además fundé la revista "Cambio" con Juan Rulfo, Julio Cortázar, el ecuatoriano Miguel Donoso Pareja y otros dos mexicanos, José Revueltas y Eraclio Zepeda, cierta vez Zepeda me preguntó: "¿No tienes que pagar tus impuestos?". "Pues, claro". Y me dijo: "Mira, ¿tú has visto que los pintores pueden arreglar sus deudas con Hacienda entregando cuadros? Bueno, pues, ahora, los contadores de cuentos iremos a contarlos en la casa de los contadores de cuentas". Y escoltados por el maestro de los cuenteros mexicanos, Juan de la Cavada, así lo hicimos... Sucede que uno es absolutamente literario. A mí, la literatura me salva de la abusiva realidad.
¿De dónde le viene este impulso de contar historias atravesadas por un cóctel étnico, y por peripecias tan variadas como la vida?
Yo tenía una abuela llamada Victoria del Signo Soria; no sé por qué tantos nombres. Era una criolla amulatada, o así la veía yo; y derramaba modismos como los personajes de Fray Mocho. Por añadidura, vengo de un linaje mixto: antepasados bien criollos haciendo yunta con esos judíos intelectuales que siempre llegaban de Odessa. Aunque la rama judía tampoco lo es del todo: se trataba de un judío que había seducido a una dama zarista muy cristiana. Ya ahí hay un pequeño cóctel, ¿no? Después lo fui ampliando con mis experiencias y obsesiones personales.
Aparte de pelear, ¿de chico hubo alguna influencia literaria?
Sí, mi familia era modesta, pero muy lectora. Además, por el trabajo de mi padre nos mudábamos muy seguido: a cada rato debía sumergirme en un mundo diferente, me inventé mi novela familiar. Y un día me regalaron un libro de Alvaro Yunque. A partir de ese momento lo único que quise para mi vida fue ser escritor. Porque me dije: "Si los chicos que aparecen en estos cuentos son como mis amigos y como yo, entonces yo quiero ser como este señor que escribe estas cosas".
Un relato suyo recrea los años 1907 a 1909, cuando el que iba a ser el famoso dramaturgo Eugene O'Neill vivió en Buenos Aires, y en Suárez y Necochea conoció a un tipo que tocaba la guitarra y la armónica a la vez, un tal Villoldo. Otra ensalada fascinante: aquel Eugene que, de quedarse aquí, hubiera sido un sainetero nacional.
La Boca, en efecto, es para mí en buena medida la fascinación del carnavalismo, una característica de muchos de mis cuentos y novelas. Un día de 1936, en el aniversario de la fundación de Buenos Aires, desde unas carabelas obviamente ficticias bajaron por la Boca unos señores con yelmo y coraza. Alguien me dijo: "Vienen a fundar la ciudad". Y me hice otro lío: ¿cómo van a fundarla, si ya está? Tampoco entendía que la gente hablara en argentino, pero con tonada de otro idioma; ni sabía de algo llamado cocoliche. De joven admiraba a esos compadres de Ruggierito que recorrían cadenciosos las cortadas boquenses; mi familia los odiaba, pero para mí eran los varones del tango. Aunque, según el barrio donde viviera, también admiré a los pitucos que usaban pantalones Oxford, palm-beachs, sombreros Panamá y bigotitos. Aún hoy tengo la sensación de ver, por un lado, un corralón y un hombre muy alto en el pescante; y por otro, un petit hotel en Palermo Chico con terrazas donde mis tías bailan al compás de la orquesta La Continental.
Y capaz que el cantor era Juan Carlos Thorry...
¡Claro que era Thorry! Todo era muy teatral, si bien la teatralidad yo la pongo en mis obras y no en mis novelas.
"Todos teníamos veinte años". Así tituló un texto que recuerda con emoción sus andanzas juveniles y su etapa poética inicial junto al después célebre periodista Jacobo Timerman. ¿Cómo fue eso?
Ni siquiera teníamos veinte años. Ya había publicado mi primer poema con el apoyo de Raúl Gonzalez Tuñón: cuando lo conocí me puse a temblar; lo mismo me pasó con Rulfo. Después fuimos grandes amigos. Bueno, un día me llama alguien: "Estoy muerto de hambre, lo espero en el hall de la Asociación Cristiana de Jóvenes". Era Timerman: largo, melenudo. Mi teléfono se lo había dado una común amiga, Lila Guerrero. ¡Y lo llevé a casa! Yo tenía amigos raros: uno de ellos trabajaba en el program radial "La Caravana del Buen Humor". Así que Jacobo se quedó, comió, se hizo amigo de mis amigos, de mi hermano y mis padres. Cuando dos años más tarde me tocó la conscripción, se quedaba en mi cuarto. El me reveló a Rimbaud, Nerval, Lautréamont. Con él y con un poeta que hoy es epistemólogo, Tomás Moro Simpson, fuimos propagandistas fervorosos de un gran poeta mendocino olvidado: Jorge Enrique Ramponi. Los tres escribieron incesantemente sobre el extraordinario poema de Ramponi "Piedra infinita".
¿Qué otras lecturas le marcaron la vocación?
La biblioteca de mi casa me deparó "El santo de la espada", de Ricardo Rojas. Yo era colegial, y me emocionó saber que San Martín no cruzó los Andes en un caballo blanco, sino en una camilla, devorado por la fiebre. Entonces, cuando me tocó dar la lección dramaticé, exageré, me puse a toser como si fuera San Martín. Me mandaron al rincón con un: "¡Déjese de payasadas!". Me ocurrió lo mismo con "Mis montañas", de Joaquín V. González, con cuyo capítulo sobre el indio Panta aprendí a escribir: lo reescribí jugando con las tres personas del singular y del plural. Una profesora me criticaba por usar mucho la ye; yo le replicaba que eso daba a la frase un énfasis especial. El pobre indio Panta me ayudó a practicar aquella y muchas otras variantes. Pero luego, en los años '60 y '70, a algunos amigos les extrañaba mi pasión por los hechos de la historia y por el libro "Estampas del pasado" del historiador José León Busaniche; con "La Biblia", son los libros que más he leído. Pablo Rojas Paz, González Carbalho, José Portogalo, Raúl González Tuñón, Ezequiel Martínez Estrada fueron mis compañeros de periodismo y de primeras veladas literarias. Estimulado por González Carbalho, encabecé una crónica deportiva con un verso de Mallarmé... Ese trabajo con la palabra me auxilió luego como publicitario y guionista de cine y televisión y también cuando, por los avatares del país, mi libro "Historias imaginarias de la Argentina" fue destruido y tuve que volver a escribirlo.
Durante el exilio en México, de 1974 a 1984, usted escribió -entre otros títulos-, su ciclo de novelas de la memoria, que sólo publicó tras volver a la Argentina. Y en muchas páginas suyas se mezclan los lenguajes, irrumpen los mexicanismos.
Es cierto. Esos años que viví en México me hicieron más latinoamericano y también más argentino. Si yo observo a la Nueva España colonial, entiendo mejor la lengua y costumbres del Virreinato del Río de la Plata. Incluso había un fluido intercambio físico. Como el caso del famoso escritor y cronista conocido como Concolorcorvo, que vino de Perú. El regreso al país, en 1984,
me conmovió de pies a cabeza. Mirando desde el avión los campos de la provincia, me golpearon de pronto los versos de Baldomero Fernández Moreno: "Campos de mi provincia en el estío/ infinitos, monótonos, iguales/ carretadas de parvas naturales/ y a lo lejos la cinta azul de un río". Me llené de lágrimas, hasta sentí una leve taquicardia. Y entonces, aunque suene increíble, al aprestarme a tocar tierra argentina me volvió la música de las palabras de mis "Historias imaginarias...", que se habían perdido y que después reescribí.
¿Nunca se le atrevió a la narración oral, siendo tan buen echador de cuentos?
En México, donde además fundé la revista "Cambio" con Juan Rulfo, Julio Cortázar, el ecuatoriano Miguel Donoso Pareja y otros dos mexicanos, José Revueltas y Eraclio Zepeda, cierta vez Zepeda me preguntó: "¿No tienes que pagar tus impuestos?". "Pues, claro". Y me dijo: "Mira, ¿tú has visto que los pintores pueden arreglar sus deudas con Hacienda entregando cuadros? Bueno, pues, ahora, los contadores de cuentos iremos a contarlos en la casa de los contadores de cuentas". Y escoltados por el maestro de los cuenteros mexicanos, Juan de la Cavada, así lo hicimos... Sucede que uno es absolutamente literario. A mí, la literatura me salva de la abusiva realidad.