En 1998, al cumplirse cincuenta años de la publicación de la novela, la hija mayor de Marechal, María de los Angeles, contó al diario "La Nación" que su padre "escribía en cuadernos de hojas cuadriculadas, con letra chica; utilizó muchos de ellos para crear 'Adán Buenosayres'. Todos los días, al ir a sus actividades, llevaba consigo aquel en el cual estaba trabajando". Marechal redactaba sólo sobre la cara derecha de las páginas. Sobre la izquierda dibujaba las figuras de los protagonistas, el plano de las habitaciones y el itinerario que seguirían los personajes. En otra entrevista, esta vez con el diario "Clarín", la hija rememora: "Me acuerdo que empezaba a escribir al atardecer, se encerraba en su pieza, ponía música clásica y escribía. Y no importaba que mi hermana y yo subiéramos a su cabeza o camináramos sobre el escritorio; él seguía escribiendo".
Si bien hoy se lo reconoce especialmente por su novela "Adán Buenosayres", en la primera etapa de la vida literaria de Marechal -la de su vinculación a las revistas literarias "Martín Fierro" y "Proa"- predominó la poesía En ella pueden distinguirse claramente dos etapas: la de "Los aguiluchos" (1922), "Días como flechas" (1926) y "Odas para el hombre y la mujer" (1929), que se caracteriza por el abundante uso de metáforas, imágenes ultraístas y una singular destreza verbal, elementos éstos que renovaron al vanguardismo de la época. Estas obras se apoyaron en el equilibrio de las formas clásicas y en las preocupaciones filosóficas relacionadas con el universo platónico, ordenado y armónico. En la etapa posterior aparecieron "Laberinto de amor" (1936) y "Cinco poemas australes" (1937), en los que su poesía se volvió más introspectiva y utilizó versos alejandrinos. Esta etapa continuó con "El centauro" y "Sonetos a Sophia" (ambos de 1940) y concluyó con "El viaje de la primavera" (1945). Dos décadas más tarde, en el "Heptamerón" (1966) Marechal hizo una especie de semblanza de su alma en siete cantos en los que desarrolló los grandes temas de su obra poética: la patria, la estética, la alegría, la vida y la muerte.
Justamente de este aspecto de la obra del autor de "El banquete de Severo Arcángelo" se ocupó el escritor argentino Juan Sasturain tras la aparición del primer tomo de sus Obras Completas. En ese sentido, publicó en la edición del 12 de abril de 1998 del diario "Página/12" el siguiente artículo.
JUAN SASTURAIN (1945). Escritor, periodista y guionista de historietas. Como periodista colaboró en los diarios "Clarín", "La Opinión" y "Página/12", y en las revistas "Humor", "Super Humor", "Feriado Nacional" y "Fierro". Es autor de las novelas "Manual de perdedores", "Arena en los zapatos", "Los sentidos del agua", "La lucha continúa" y "Pagaría por no verte"; los libros de cuentos "Zenitram" y "La mujer ducha", más una cantidad de relatos destinados al público juvenil, ensayos sobre fútbol e historietas como "Versiones", "Abrir puertas" y "Perramus".
Los martinfierristas son una generación bárbara. Esos muchachos nacidos con el siglo o un poquito antes y que empezaron a hacer ruido poético a comienzos de los '20 dejaron, por entonces, aparatosa marca. Lógica, necesariamente, su obra -"mala o buena" dice Borges, que nunca idealizó el sarpullido vanguardista- vendría después. Alrededor del codo de los '30, precisamente, cada uno empezaría a hacer camino propio. De los treinta personales y del treinta del siglo, ese quiebre. Tal vez o sin tal vez, el único que por ser más grande y por tener otra cabeza radicalizó el gesto inicial y tensó la cuerda hasta el final fue Oliverio Girondo: arrancó con el chiste informal, el tomatazo, la bajada de pantalones, el módico escándalo, y terminó en el balbuceo. A esa última altura todas las palabras ya eran pocas y gastadas para él, no le servían para hablar desde la masmédula. Pero Girondo fue el único que agarró para adentro de la ruptura. Los demás pasaron por ella camino o de vuelta a casa.
Uno de aquellos martinfierristas, hombre de Florida, fue Leopoldo Marechal. Porque de ahí hay que partir. Este primer tomo de sus obras completas reúne casi cincuenta años de poemas. Todos los reunidos en su momento en libro y otros que permanecían sueltos. No sé si él hubiera querido reeditar muchos de ellos. Supongo que no. Pero Marechal resulta siempre un poeta interesante. Su caso es raro y ejemplar en muchos sentidos. Sintomático de un tipo de itinerario de dibujo abrupto, hecho de opciones y elecciones, coyunturas y alineamientos en que lo poético se mezcla con lo ideológico-filosófico y lo torpemente político. Es decir: cómo y cuándo escribió qué cosas no es independiente de cuándo y cómo fue leído. Todo se entrevera en Marechal. Arrancó sin voz propia con un libro como "Los aguiluchos", de 1922, donde cabía todo junto y mal, para saltar a "Días como flechas", cuatro años después, donde el registro se afinaba sin hacerse demasiado selectivo: destreza y exterioridad. Es curioso ver en los poemas sueltos de 1925 a 1927 en qué medida producía a medida y paladar de los medios soporte: un tono elegíaco para "La Nación", otro registro para "Caras y Caretas", una joda girondiana en casa, en "Martín Fierro". Con las "Odas para el hombre y la mujer" de 1929 ya estaba parado en un lugar estrictamente suyo. Ya no tenía nada que ver ni con Borges ni con Girondo ni con Molinari. El poema inicial, "Niña de encabritado corazón", es una especie de salvoconducto hacia lo que se vendría.
Y lo que vino porque ya venía fue una especie de conversión (viraje y/o transformación). Porque Marechal es un converso. Y un converso es alguien que cree en las bisagras. En un antes y en un después. Converso poético y reconverso religioso, Marechal se convierte y reconvierte en un tiempo de conversos: los '30. Más allá de viajes iniciáticos, aparatosos congresos eucarísticos o de modelos intelectuales a lo Eliot, una crisis existencial a principios de la década -enfermedad de Francisco Luis Bernárdez, contaba- lo acercó al catolicismo ortodoxo. Y ahí ancló, encontró puerto; como otros -también a ambos lados del Atlántico- lo hallaron, por ejemplo, en la ortodoxia política comunista. El amparo, la contención, el Sentido final. De las "Odas" a "El Centauro" (1940) hay una década larga de cristalización ideológica, pero también formal.
Porque ese Sentido único, esa forma (de vida, de pensar, de creer) unipersonal e intemporal a la que Marechal adhiere tiene su correlato inevitable en una poética que operará con recorte (de léxico y repertorio simbólico y metafórico) y puesta en caja formal: la estrofa regular, la disciplina retórica según moldes clásicos. Tampoco en esto es el único: vale la pena hacer el ejercicio de confrontar poemas coetáneos, sonetos de Miguel Hernández, del Borges posultraísta, de ese Marechal de los "Sonetos a Sophia" (1940) para comprobar cómo todo mundo cabe en los catorce versos de hierro. Precisamente de este período datan algunos de sus mejores y no sin justicia más famosos versos: los "Poemas australes" de 1937 siguen sonando impecables y convincentes, y la figura metafórica del domador, ese inolvidable Celedonio Barral ("porque domar un potro/ es como templar una guitarra"), marca el momento exacto en que la poesía de Marechal dice lo que hace mientras lo descubre. El poeta como domador de palabras -antitético ideológico del medium inconsciente o del oficiante secreto- tiene ahí su más perfecta expresión. El poeta como manipulador de palabras ya amaestradas que lo sucederá largamente no será -muchas veces- sino su reiterada caricatura.
Pero en este itinerario personal hay un hecho que no por conocido suele asumirse en todas sus consecuencias: a partir de 1945, Marechal adhirió activa y "funcionariamente" al peronismo. Y eso es clave. Porque estuvo solo cuando fue poder, porque estuvo solo cuando fue depuesto. El Marechal católico de los '30 y comienzos de los '40 puede utilizar sin censuras canales diversos de expresión. Tribunas liberales como "Sur" -que le publica "Laberinto de amor" en 1936- o "La Nación", junto a reductos de fundamentalismo católico donde convive con filonazis talentosos como Ignacio B. Anzoátegui. A esa altura y hasta entonces, era parte del abanico amplio de la cultura aceptable, no había cruzado el Rubicón criollo, el Riachuelo del 17 de octubre. Y cuando Marechal lo cruzó, se acabó todo. Marechal es "el" peronista de su generación. Y lo pagó carísimo. En vacío y en silencio, en lectura distorsionada por la revancha durante veinte años; en apoteosis tardía y no menos distorsiva cuando a mediados de los '60 volvió del exilio interior como profeta docente enancado en nuevos vientos políticos, nuevos rumbos editoriales.
Ese último Marechal poeta, el del ambicioso "Heptamerón" (1966), suma y programa, tiene momentos memorables y algunos extraordinarios -"La patriótica" toda, las coloquiales "Didácticas": "De la alegría", "De la muerte", "De la patria"- pero el aliento se hace entrecortado a veces, como un manual de demasiados tomos. El viejo y diestro domador ya por entonces no domaba: se sentaba a explicar cómo eran las cosas. En eso, como un personaje de Chesterton que sin duda amaría, era de los que "sabían demasiado". Muestras reiteradas de esa sabiduría de extraño y contradictorio destino están en esta suma de poemas. Vale la pena buscar, entre tantos, los muchos imprescindibles.