17 de marzo de 2010

Entremeses literarios (XCIII)

CIEGO EN LA RESOLANA
Héctor Tizón
Argentina (1929)

Ahora está el ciego otra vez sentado al sol al promediar la mañana. De él se dice que no siempre fue ciego y era fama también que, al no alternar sus ojos las sombras y la luz, dormía menos que un pájaro. Cualquiera que subiese al viejo y abandonado campanario de la iglesia podría contemplarlo allí, en medio del parque que rodea la casa. En eso consistía, precisamente, el gran desquite de su cónyuge, mujer obesa y rubia, de blancura impresionante, en cuyos brazos bailoteaban innumerables pulseras. Ella, canturreando muy quedo un aria en su lengua materna, empujaba la silla rodante del ciego hasta detenerla en un lugar no muy distante, donde crecían unos mimbres agobiados por plantas trepadoras. Así quedaba el ciego, aislado, en la suave y luminosa resolana, mudo, aterrorizado por las serpientes que pudieran deslizarse en el jardín; temor subyacente aún en los instantes en que ella, asomada al gran ventanal y ensayando unos gorgoritos alentadores lo azuzaba para que cantase la dulce tonada que él nunca llegó a saber cuándo había aprendido. Enseguida del almuerzo el ciego volvía a su mecedora, en la galería, aguardando la llegada del otro, cuando su mujer se ocultaba en la interminable pausa de la siesta. Allí no hacía más que esperar alguna señal, sin que se le escapara el mínimo ruido porque todo el poder de sus ojos se había trasladado a sus oídos. Luego armaba cuidadosamente el ingenioso aparato que reproducía el vaivén de su cuerpo en la silla: una piedra de peso adecuado puesta en el extremo del arco de la mecedora y en el otro una cuerda elástica amarrada a una estaca entre los trípodes de los innumerables maceteros, que se ocupaba en disimular. Con tal mecanismo la mecedora no interrumpía su balanceo cuando él se incorporaba cautelosamente para pegar su mejilla contra la puerta de la habitación. Entonces transcurrían momentos tensos para el ciego -horas, a veces-, tiempo controlado por él mismo con su vieja maestría para calcularlo, de acuerdo al ritmo de sus pulsaciones (seiscientas pulsaciones divididas en grupos de veinte). Era testigo así de jadeos, voces ahogadas, quejidos, pequeñas risas silenciadas de pronto por inaudibles advertencias; a veces, por ciertos estrépitos sofocados, parecían rodar cuerpos en el suelo; o surgía el silencio y sólo se escuchaba el crepitar del reseco maderamen de la mecedora en la galería, moviéndose, vacía, en perpetuo vaivén. Pero cuando eso ocurría ya el ciego estaba impaciente y, sintiendo el frío del picaporte en sus mejillas mojadas por las lágrimas, gritaba dando feroces golpes en la puerta. Desde el interior la mujer gorda trataba de calmarlo, gritando a su vez con voz dulce:
- ¿Qué pasa? ¡Ya voy, chiquitín!
Al oírla, el ciego cesaba de golpear y rápidamente regresaba a su mecedora, desanudaba el cordón elástico, ocultaba la piedra y permanecía en espera, distraídamente, con la mirada de sus ojos hueros en dirección de las montañas.


ECOSISTEMA
José María Merino
España (1941)

El día de mi cumpleaños, mi sobrina me regaló un bonsái y un libro de instrucciones para cuidarlo. Coloqué el bonsái en la galería, con los demás tiestos, y conseguí que floreciese. En otoño aparecieron entre la tierra unos diminutos insectos blancos, pero no parecían perjudicar al bonsái. En primavera, una mañana, a la hora de regar, me pareció vislumbrar algo que revoloteaba entre las hojitas. Con paciencia y una lupa, acabé descubriendo que se trataba de un pájaro minúsculo. En poco tiempo el bonsái se llenó de pájaros que se alimentaban de los insectos. A finales de verano, escondida entre las raíces del bonsái, encontré una mujercita desnuda. Espiándola con sigilo, supe que comía los huevos de los nidos. Ahora vivo con ella, y hemos ideado el modo de cazar a los pájaros. Al parecer, nadie en casa sabe donde estoy. Mi sobrina, muy triste por mi ausencia, cuida mis plantas como un homenaje al desaparecido. En uno de los otros tiestos, a lo lejos, hoy me ha parecido ver la figura de un mamut.


LA VERDAD ES LA UNICA REALIDAD
Paco Urondo
Argentina (1930-1976)

Del otro lado de la reja está la realidad, de este lado de la reja también está la realidad; la única irreal es la reja; la libertad es real aunque no se sabe bien si pertenece al mundo de los vivos, al mundo de los muertos, al mundo de las fantasías o al mundo de la vigilia, al de la explotación o de la producción. Los sueños, sueños son; los recuerdos, aquel cuerpo, ese vaso de vino, el amor y las flaquezas del amor, por supuesto, forman parte de la realidad; un disparo en la noche, en la frente de estos hermanos, de estos hijos, aquellos gritos irreales de dolor real de los torturados en el angelus eterno y siniestro en una brigada de policía cualquiera son parte de la memoria, no suponen necesariamente el presente, pero pertenecen a la realidad. La única aparente es la reja cuadriculando el cielo, el canto perdido de un preso, ladrón o combatiente, la voz fusilada, resucitada al tercer día en un vuelo inmenso cubriendo la Patagonia porque las masacres, las redenciones, pertenecen a la realidad, como la esperanza rescatada de la pólvora, de la inocencia estival: son la realidad, como el coraje y la convalecencia del miedo, ese aire que se resiste a volver después del peligro como los designios de todo un pueblo que marcha hacia la victoria o hacia la muerte, que tropieza, que aprende a defenderse, a rescatar lo suyo, su realidad. Aunque parezca a veces una mentira, la única mentira no es siquiera la traición, es simplemente una reja que no pertenece a la realidad.


BARRIO PANTALETAS
Efrén Barazarte
Venezuela (1964)

Las mujeres lavaban sus pantaletas el día sábado. Decíamos que esas telas finas suspedidas en los alambres hasta el atardecer eran el cielo. Jamás el cura supo nada, eso fue un secreto de niños. Ahora, años después, vivo en el mismo sitio. Cuando mi mujer guinda sus pantaletas, siento una levitación como si viniera del espíritu santo.


LA CONVERSACION DE LOS SANTOS
Alicia Steimberg
Argentina (1933)

- ¿No vio un peine grande color violeta? -le pregunté a Juanita.
- ¿Un peine grande color violeta? -repitió ella, que con seguridad lo tenía en su poder desde el día anterior-. No, señora, no lo he visto.
Busqué y busqué, mientras Juanita también buscaba o fingía buscar conmigo. Finalmente se me hizo tarde y salí sin el peine.
- Cuando se pierde algo en la casa hay que pedirles que lo encuentren a San Cosme y San Damián -dijo Juanita desde la puerta mientras yo esperaba el ascensor -. Si está en la casa va a aparecer. Tomé a Juanita porque no se presentó ninguna otra candidata, y a pesar de su aspecto de trotacalles. Era un poco regordeta, de piel oscura y pelo teñido de rubio, boca pintada de rojo bermellón, los ojos invisibles tras los anteojos oscuros, oblicuos, con cristales como espejos. Cuando se sentó frente a mí se alzó los anteojos y los dejó apoyados en lo alto de la cabeza. Tenía ojos pardos, muy brillantes y curiosos. Era de la provincia de Corrientes, de un lugar cerca de Goya. No sabía quién era su padre, y dijo que su madre le pegaba con una escoba. No sabía cuantos hermanos tenía. Sus abundantes pechos casi le hacían estallar la remera blanca que decía "Kansas City".
- Si me hubiera visto cuando llegué a Buenos Aires, señora. Flaca como un palo y con las zapatillas rotas, y la valija de cartón atada con un piolín. Pero tuve la suerte de encontrarme con el Tuerto, que tenía una agencia. Me dijo que me iba a conseguir trabajo enseguida, y me llevó a su casa.
- ¿Una agencia? -pregunté con inquietud.
- Cuando una acaba de llegar -replicó Juanita -, ¿quién la va a tomar sin referencias?
- ¿Las referencias las daba el Tuerto?
- No, las daba una amiga del Tuerto que sabía hablar como una señora. El Tuerto le pagaba para que diera las referencias, no mucho, pero ella igual sacaba bastante con las propinas que le daban en el baño de damas del cine Metropolitan.
Yo estaba cada vez más inquieta, porque ni siquiera le había pedido referencias a Juanita, pero sí a muchas otras que vinieron antes, y quien sabe cuántas veces me las habrían dado las amigas del Tuerto. El día de su llegada a Buenos Aires, cuando Juanita se encontró con el Tuerto, él la llevó a tomar un licuado de banana con leche en un barcito cerca de la estación.
- Me quedé una semana en la casa del Tuerto, y el sábado me llevó al baile. Allí oí decir que el Tuerto explotaba a las mujeres, pero no es cierto, señora. A mí nunca me mandó con un hombre. Me daba bien de comer, me regaló ropa. No quería que fuera a pedir trabajo así, flaca y mal vestida como había venido de Corrientes. Juanita levantó la tapa de la pulida cacerola donde se cocinaba el guiso, dejando salir una nube de vapor con un aroma delicioso, pinchó algo adentro con un tenedor y volvió a taparla. Sonrió, descubriendo su perfecta dentadura. ¿Era verosímil que el Tuerto la hubiera tenido una semana en su casa, engordándola, vistiéndola, pintándola, nada más que para ponerla a trabajar de sirvienta? Francisco y yo nos sentamos a la mesa impecablemente tendida. El había sacado un Cabernet muy bueno, demasiado para el guiso que íbamos a comer.
- Es que no pude encontrar otro que teníamos -explicó-. Juanita, ¿usted no vio una botella...?
Absurdo preguntarle a Juanita si no había visto una botella que jamás pudo haber salido sola del barcito a dar un paseo por la casa, puesto que el único que abría el barcito era Francisco. Yo no bebo otra cosa que agua.
- Hoy se le perdió la billetera -le dijo San Cosme a San Damián.
- También el cepillo de pelo con mango de plata -dijo San Damián.
- Ayer no encontraba la lapicera de oro -dijo San Cosme.
- Y hoy buscaba una prenda interior de encaje -prosiguió San Damián.
- ¿Dónde estará el segundo tomo de su Diccionario de la Mitología Griega? -preguntó San Cosme. - Está en el cuarto de Juanita -respondió San Damián.
- ¿Quién es Juanita?
- La joven correntina que trabaja para ella.
- Tal vez se lo escondió por puro gusto.
- No. Lo estaba leyendo Francisco cuando Juanita apareció en ropa interior en la puerta del living, y él la siguió a su cuarto.
- No me digas que viste eso, Damián.
- Si no viera lo que pasa en los hogares, ¿cómo podría encontrar los objetos perdidos?
- No está bien que un santo vea ciertas cosas.
- Para ti es fácil hablar así por la forma en que nos hemos dividido el trabajo: tú tomas los pedidos y yo me dedico a buscar.
- ¿Y encuentras algo de lo que pierde la señora?
- A veces sí. Un reloj pulsera en el cajón de los cubiertos, un perfume francés en la heladera. Juanita los deja unos días en esos lugares, y si la señora no los reclama los roba definitivamente. La señora cree que es ella misma la que pone las cosas en lugares insólitos porque sufre de stress.
- ¿No habría que hacer una denuncia?
- Eso no nos corresponde a nosotros, Cosme. Sólo tenemos que encontrar lo perdido. Ahora debo ocuparme de esa vieja señora de Temperley que perdió otra vez los anteojos.
Los sábados a la noche, mientras Juanita bailaba con un hombre, siempre había otro que le mostraba un cuchillo. Me lo contó Juanita en la cocina mientras revolvía el guiso. Y agregó:
- Usted también habrá sido joven, señora. A usted también le habrá gustado ir a bailar.
Entonces yo tenía treinta y cinco años, y nunca había oído hablar de mi juventud en pasado, y mucho menos como dudando de que esa juventud hubiera existido alguna vez. Fingiendo indiferencia le contesté:
- Por supuesto, mija, cómo no me voy a acordar.
Unos días después de la desaparición del peine volví a casa más temprano que de costumbre y Juanita no estaba en la cocina. La encontré en su cuarto, con la puerta abierta y en ropa interior, sentada en la cama deshecha y con la respiración anhelante. Estaba tratando de recuperar el habla cuando se abrió la puerta del placard, y tuve miedo de ver salir de allí al hombre del cuchillo, o al que bailaba con Juanita y también tendría un cuchillo, pero el que salió trabajosamente del placard fue Francisco. A Juanita la eché esa misma tarde, pero el incidente no precipitó el divorcio. Al contrario, reavivó fugazmente las llamas de la pasión entre Francisco y yo. Tiempo después nos separamos, en buenos términos. Sin embargo, nunca puedo evocar a Francisco sin verlo salir de ese placard, triste y ofendido, como si yo tuviera que pedirle disculpas a él.


CANDADO
Karl Krispin
Venezuela (1960)

Candado era un animal alegre, que se colaba en los jardines ajenos a cavar escondrijos y ensuciarse. Al vecino Ortega, así a secas, porque no merece anteponerse el señor, el perro nunca le simpatizó como tampoco los otros tres que nos envenenó con la premeditación del asesino serial. La mañana que lo encontramos helado y pétreo, lo envolvimos y enterramos con solemnidad. Hasta una cruz hubiese tenido merecida, pero la teología no comparte paraísos con cuadrúpedos. Dicen que Ortega terminó como un arrepentido evangélico. Ojalá su iglesia haya logrado el perdón para sus numerosos venenos que también nos intoxicaron.


LA VIRGEN DE HIERRO
Alejandra Pizarnik
Argentina (1936-1972)

Había en Nüremberg un famoso autómata llamado la "Virgen de Hierro". La condesa Báthory adquirió una réplica para la sala de torturas de su castillo de Csejthe. Esta dama metálica era del tamaño y del color de la criatura humana. Desnuda, maquillada, enjoyada, con rubios cabellos que llegaban al suelo, un mecanismo permitía que sus labios se abrieran en una sonrisa, que los ojos se movieran. La condesa, sentada en su trono, contempla. Para que la "Virgen" entre en acción es preciso tocar algunas piedras preciosas de su collar. Responde inmediantamente con horribles sonidos mecánicos y muy lentamente alza los blancos brazos para que se cierren en perfecto abrazo sobre lo que esté cerca de ella -en este caso una muchacha-. La autómata la abraza y ya nadie podrá desanudar el cuerpo vivo del cuerpo de hierro, ambos iguales en belleza. De pronto, los senos maquillados de la dama de hierro se abren y aparecen cinco puñales que atraviesan a su viviente compañera de largos cabellos sueltos como los suyos. Ya consumado el sacrificio, se toca otra piedra del collar: los brazos caen, la sonrisa se cierra así como los ojos, y la asesina vuelve a ser la "Virgen" inmóvil en su féretro.


CUANDO ALGUIEN QUIERE ALGO, TIENE QUE QUITARSELO A OTRO
Bertolt Brecht

Alemania (1898-1956)

El hijo de un hombre muy pobre obtuvo, gracias a mis gestiones, un puesto de telegrafista en el interior. Cuando se hubo hecho cargo del puesto, con toda felicidad, me escribió diciéndome que quería ser trasladado a Copenhague. Yo escribí cartas a diestro y siniestro y fue trasladado a Copenhague. Allí estuvo un tiempo, luego se presentó y me dijo que prefería trabajar en Svendborg. Yo malgasté nuevamente mis relaciones y fue a Svendborg. Cuando estuvo en Svendborg, quiso regresar a Copenhague. Por supuesto, yo no puedo pasarme escribiendo cartas por ese asunto y quizá tampoco por otros. Ese tipo es hoy grande, gordo y envanecido. No es nada. A no ser por mí, probablemente habría sido explotado durante toda su vida; pero él me explotó a mí. Por lo visto era incapaz de obtener las cosas por otro medio que no fuera quitándoselas a otro. Eso no está bien.


TEOLOGA
Ana María Shua

Argentina (1951)

En el siglo VII después de Cristo, un grupo de teólogos bávaros discute sobre el sexo de los ángeles. Obviamente, no se admite que las mujeres (por entonces ni siquiera era seguro que tuvieran alma) sean capaces de discutir materias teologales. Sin embargo uno de ellos es una mujer hábilmente disfrazada. Afirma con mucha energía que los ángeles sólo pueden pertenecer al sexo masculino. Sabe, pero no lo dice, que entre ellos habrá mujeres disfrazadas.


MAGO
Wilfredo Machado
Venezuela (1956)

El niño con el pote de pega cruzaba la calle, somnoliento, cuando un autobús lo embistió con violencia, dejándolo muerto sobre la acera. Todos quedaron conmovidos frente al cadáver del infante. Nadie supo de dónde salió el mago, quien cubrió el cuerpecito con una sábana blanca. El mago comenzó a realizar una serie de pases mágicos sobre la sábana que brillaba bajo el sol. Un grupo enfurecido de los que allí estaba se acercó al mago e, insultándolo, lo golpeó con violencia. "¡Qué te has creído, cabrón! ¿No respetas el dolor de la gente?". El mago desapareció del lugar antes de ser linchado. Cuando al fin llegaron los paramédicos en una ambulancia, levantaron la sábana con cuidado. Algunos curiosos que llegaron tarde sólo vieron la bandada de palomas que elevaba su vuelo desde la sábana manchada de sangre hacia los edificios grises. Todos aplaudían con lágrimas en los ojos.