EL GRILLO MAESTRO
Augusto Monterroso
Guatemala (1921-2003)
Allá en tiempos muy remotos, un día de los más calurosos del invierno, el Director de la Escuela entró sorpresivamente al aula en que el Grillo daba a los Grillitos su clase sobre el arte de cantar, precisamente en el momento de la exposición en que les explicaba que la voz del Grillo era la mejor y la más bella entre todas las voces, pues se producía mediante el adecuado frotamiento de las alas contra los costados, en tanto que los pájaros cantaban tan mal porque se empeñaban en hacerlo con la garganta, evidentemente el órgano del cuerpo humano menos indicado para emitir sonidos dulces y armoniosos. Al escuchar aquello, el Director, que era un Grillo muy viejo y muy sabio, asintió varias veces con la cabeza y se retiró, satisfecho de que en la Escuela todo siguiera como en sus tiempos.
MISA DE SEMANA SANTA
Isaac Goldemberg
Perú (1945)
Por ese entonces yo tenía seis años y la única comida que me gustaba era la de mi abuela Jesús, una verdadera artista de la cocina. Mano prodigiosa. De bruja. Mi mamá y yo vivíamos en su casa, junto con el abuelo, más mis doce tíos, todos hermanos y hermanas de mi mamá. Así que con tantas bocas que alimentar, más la casi patológica tacañería de mi abuelo, mi abuela tenía que hacer malabares para que no faltara comida en esa casa. Por eso tenía su corral donde criaba gallinas, cuyes, conejos. Yo la ayudaba en la cocina: le molía el ají y el culantro, le espulgaba el arroz, le avivaba el fogón, le traía agua de la tinaja y le hacía los mandados. Y más de una vez la vi degollar, con mano certera y una amplia sonrisa, a una gallina o a un conejo, como si Dios los hubiese puesto en su corral para nuestro sustento. De cualquier cosa hacía un manjar, pero su especialidad era el estofado de pollo. Una verdadera delicia. Embriagador. Lo preparaba sencillo, su arroz y su papa, pero con una sazón que todos en casa atribuían a sus artes de bruja. Todavía recuerdo, al cabo de casi cincuenta años, lo que fue, para mí, su último estofado. Fue un día cualquiera de Semana Santa. A eso de las once de la mañana, mi abuela anunció que iba a preparar estofado para el almuerzo. Yo me apresté a ayudarla, pero ella me ordenó que me fuera a la iglesia y que no regresara, por nada del mundo, hasta la hora de almuerzo. El par de horas que duró la misa yo tenía la boca hecha agua. Toda la iglesia olía a ají, a culantro. Empecé a sentir algo extraño, la cabeza me daba vueltas. Me pareció que al Cristo de la cruz le salían alas y escuché el chillido de un gallo. Me salí corriendo de la iglesia y me regresé a la casa. Todos ya estaban sentados a la mesa. Comían extasiados, como transportados a una especie de paraíso. Yo comí despacio, apachurrando el arroz con la papa, saboreando cada bocado, rezando en mis adentros para que no se vaciara mi plato. En eso oí un chasquido. Era el abuelo, que, relamiéndose los labios, exclamó suspirando: "¡Carajo, qué bueno que había estado el cojo!". La comida regresó desde mi estómago al plato. Clavé mis ojos en los de mi abuela y ella me devolvió una mirada de piedra, ordenándome que contuviera las lágrimas. El cojo era mi pollo. Mi mascota. Mi pata del alma. Casi mi hermano. Todos le decían el cojo porque rengueaba de la pata derecha, pero se llamaba Jesús. El nombre se lo puse yo, en honor a mi abuela. Y justo, por pura coincidencia, nos lo comimos en Semana Santa. Años más tarde, a mi abuela Jesús le amputaron la pierna derecha.
CAJA
Luís Filipe Cristóväo
Portugal (1979)
Sólo pasados algunos siglos el hombre comprendió que las promesas pueden darse vacías. Una caja sin nada adentro. Pero incluso así se les da el mismo nombre: promesas. En fin, dice el hombre para sí mismo, todavía me queda una caja. El hombre, ya muy viejo, guardaba en la caja todo su dinero. Un día una mujer tocó a su puerta y lo atrajo hasta un descampado. Ahí dos hombres lo atacaron y lo amarraron de pies y manos. Cuando se soltó ya era de mañana. Al regresar a casa, se dio cuenta de que se habían llevado la caja. El hombre comprendió que incluso sin la caja las promesas son algo que se mantiene, promesas de días mejores, por ejemplo. No siempre creemos en ellas, pero las promesas sobreviven.
ES UN ESPEJO
Gilda Manso
Argentina (1983)
Descargué el tercer golpe sobre la cara de Alicia.
- Me estás haciendo perder la paciencia, piba. ¿Cómo se pasa a través del espejo?
La chica lloraba; no se limpiaba las lágrimas porque no podía: tenía las manos atadas detrás de la silla en la que, una hora antes, yo la había sentado.
- Por favor, ya le dije que no sé. Simplemente pasé. No sé cómo se hace. Yo me acerqué al espejo y al instante estaba del otro lado.
Me limpié la transpiración de la frente. Esa chica resultó ser más dura de lo que había pensado.
- ¿Qué hay exactamente al otro lado del espejo? -le pregunté, reprimiendo mis ganas de golpearla de manera definitiva e irreversible. No me gustan los juegos.
- Hay flores que hablan, y un ajedrez del que puedo ser reina, y una reina de verdad, la Reina Roja, y el Rey Rojo, y muchas cosas así. Pero por favor, no me pegue más.
A ver, las flores no hablan. Y nadie puede ser reina, caballo o peón en un ajedrez, porque el ajedrez es un puto juego de mesa. Y los reyes no existen, al menos no en Sudamérica. Y sin embargo, la piba parecía decirme la verdad. Que atravesó el espejo, que no sabe cómo lo hizo, y que allí se encontró con las flores, el ajedrez latente, y "muchas cosas así". Una de dos: o Alicia estaba completamente chiflada o había algo que se me estaba escapando. Respiré hondo, le desaté las manos y le di un vaso con agua.
- Tomá agua. Tranquilizate, no te voy a pegar más. Te voy a hacer unas preguntas y quiero que las respondas de acuerdo a tus conocimientos y a tu percepción, ¿está bien?
Alicia asintió; cualquier cosa era mejor que golpes, lágrimas y manos atadas.
- ¿Cuánto es dos más dos? -pregunté.
- Tormenta -contestó.
La miré fijo.
- ¿Decís que dos más dos da como resultado tormenta?
Alicia volvió a asentir. La mirada le temblaba; temía otro cachetazo.
- ¿Qué hay en el fondo del mar? -pregunté.
- Algas, peces y una ciudad de oro. Una vez fui y me nombraron Ciudadana Ilustre. Todo es oro, todo, menos la comida, que es comida de verdad: alfajores, torta de chocolate y café con leche.
Volví a mirarla fijo, pero no cuestioné su respuesta.
- ¿Cómo soy yo? ¿Cómo es mi apariencia? -inquirí.
Alicia sintió pánico, no quería responder esa pregunta.
- Te prometo que, digas lo que digas, no te voy a pegar. Ahora contestame: ¿cómo soy?
Alicia cerró los ojos y contestó.
- Usted mide cinco metros de altura, tiene tentáculos (ocho), cuatro colmillos afilados, de su mirada salen cuchillos ensangrentados, huele a perro muerto, su piel es de color gris y está toda llena de clavos (como la cama de un faquir), su cabellera no es de pelo sino de culebras y su voz es de tormenta, como la suma de dos más dos. ¡Ah! Y tiene cinco pies; uno le sale de la espalda, debajo de las alas desplumadas.
Yo me quedé atónita. Otra vez parecía decir la verdad. Me acerqué al espejo. Al espejo de Alicia. Me paré frente a él, me miré, y comprobé que seguía siendo lo que fui todo el tiempo: una mujer corriente, de un metro sesenta de altura, ojos normales (sin cuchillos), cabellera normal, olor normal, pies y espalda normales (dos y sin alas, respectivamente), piel blanca, voz normal tirando a grave, pero carente de rayos y truenos. Puse mi mano izquierda sobre el espejo y nada pasó. Siempre permanecí de este lado. Miré a Alicia, pensé en sus respuestas; volví a mirarme al espejo, y finalmente entendí.
- Podés irte -le dije.
Alicia no me obligó a repetirlo; salió corriendo de la habitación y jamás volví a verla.
SIN SALIDA
Carlos Rengifo
Perú (1964)
Desde lo alto del tejado, Casandra se sintió tan pequeña, tan frágil y temblorosa, que cerró los ojos para tapar la realidad. Pero el viento soplando contra su cuerpo le hizo reparar que era víctima de una equivocación. Volvió a mirarse, indignada, y quiso gritar al cielo su enérgica protesta; pero sólo abrió la boca sin que del fondo de la garganta surgiera la voz que esperaba. Con angustia, con íntima desesperación, se detuvo sobre la cornisa, sabiendo de antemano que debía repetir aquel acto que apagó su última forma de vida. Si, como sospechaba, era cierto lo que decían acerca de los de su especie, ella tendría que hacerlo siete veces para enterarse por fin qué otro perfil le deparaba el destino. Sin embargo, esto no la contuvo; era como dar vueltas interminablemente a un manubrio, algo que siempre había hecho y que haría también en la fase ulterior. Entonces, ya resignada, inclinó lentamente la cabeza y mientras caía apenas si pudo soltar un apagado maullido.
PEOR QUE EL INFIERNO
Ramón Gómez de la Serna
España (1888-1963)
¡Oh, la crueldad incomprensible, inadmisible! Le sentenció Dios a muchos miles de siglos de purgatorio porque si los hombres al que no matan, al que absuelven de la última pena lo sentencian casi a lo mismo con sus treinta años, Dios, al que perdona del Infierno, le condena, a veces, a toda la eternidad menos un día, y aunque ese día mata por completo toda la eternidad, ¡cuán vieja y cuan postrada no estará el alma el día en que cumpla la condena! Estará idiota como el alma de la ramera Elisa, de Goncourt, cuando sale del presidio silencioso. "¡Cuántas hojas de almanaque, cuántos lunes, cuántos domingos, cuántos primeros de año esperando un primero de año separado por tantísimos años!", pensaba el sentenciado, y no pudiendo resistir aquello, le pidió al Dios tan abusivamente cruel, que le desterrase al infierno definitivamente, porque allí no hay ninguna impaciencia. "¡Matadme la esperanza! ¡Matad a esa esperanza que piensa en la fecha final, en la fecha inmensamente lejana!", gritaba aquel hombre que por fin fue enviado al Infierno, donde se le alivió la desesperación.
CADA COSA EN SU LUGAR
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)
Hay dramas más aterradores que otros. El de Juan, por ejemplo, que por culpa de su pésima memoria cada tanto optaba por guardar silencio y después se veía en la obligación de hablar y hablar y hablar hasta agotarse porque el silencio no podía recordar dónde lo había metido.
PRECUELA
Víctor Coral
Perú (1968)
La primera vez despertó en una vía abandonada del viejo tranvía. Era invierno, la madrugada apenas se había ido. Nadie lo vio. Se levantó consternado. De inmediato, pensó en hacer una denuncia, pero más pudo la inquietud de regresar a su cuarto y ver qué había pasado. Lo encontró intacto, suyo. Un día después despertó a orillas del bosquecillo que rodeaba la parte este de la ciudad. La noche terminaba de irse: miles de pájaros gritaban encima de su cabeza. Ofuscado, se internó en el bosque esperando hallar a los culpables. Se perdió; volvió a encontrarse. Nada. Regresó a su cuarto; estaba como lo dejó. Hacía frío, el sol apenas incendiaba los bordes superiores de una montaña, el tercer día. Apareció en una playa desolada del río. Se irguió, lloroso, y miró a su alrededor. Nadie. Asustado, regresó a la ciudad y quiso contarle todo a la gente; lo tomaron por loco. Acudió a su familia. La tía Sofía lo devolvió a casa con unas pastillas. Por un momento, pensó que tenía una enfermedad mental. Es que nadie podía explicarle por qué se acostaba tranquilo en su cama y se despertaba, en zozobra, en otro lado. En los días posteriores despertó dentro de una fábrica de papel abandonada, en una colectora de desechos industriales, en la cima de un cerro de carbón recién extraído. Siempre entre la madrugada y el día, aterido, alarmado. Hasta que el sétimo día despertó en su pequeña y fría habitación de Praga. Nunca más volvieron a pasarle cosas como esa. Semanas después, estaba pensando en su próximo libro. Haré una historia -se dijo-, absurda y cruel como lo que me pasó. La historia de un hombre que despierta convertido en un monstruoso insecto. Se puso a escribir.
TRENES
Jorge Galán
El Salvador (1973)
Sólo algunos ancianos quedan en la mañana. Ellos conversan sobre trenes, recuerdan ciertos viajes hasta ciertos lugares que hace mucho no existen. Visitan los cafés, las esquinas, las albas, los jardines. Se detienen para escuchar el murmullo de las lechuzas, para recoger una almendra del suelo humedecido, para mostrar una fotografía que siempre ha sido antigua, para mirar unas montañas que ya no recordaban. Para ellos el viento siempre será un cabello largo y el aroma de los jardines ya no será algo más que una muchacha. El calor para otros es una camiseta que baja lentamente, pero ellos están fríos a la orilla de un río todavía diáfano. No morirán esta mañana, eso lo saben, por eso están felices, por eso están hablando que se han vuelto siluetas, que se han tornado oscuros como sus propias voces, que su piel macilenta se ha vuelto viento. Sólo algunos ancianos permanecen, conversan… Los trenes que recuerdan son cada vez más lentos.
PROYECTIVA DE FACUNDO BURATOVICH
Fabián Casas
Argentina (1965)
Facundo Buratovich es un niño de nueve años. Vive en los monoblocks del Barrio Juan el Bueno de Berazategui, junto a sus padres y su hermana mayor. Por supuesto, ninguno de sus familiares tiene la mínima idea del destino que le espera al joven. Dentro de unos años, un investigador rosarino descubrirá una vacuna genética contra la vejez. Encima, el virus portador será tan contagioso que en un lapso de diez años, toda la humanidad será inmortal. Habrá unos pocos inmunes, pero se irán muriendo hasta que quede uno solo. Facundo Buratovich tendrá ciento noventa y siete años de edad en ese momento. La ciencia lo habrá ayudado en todo lo posible, pero su cuerpo resistirá indómito la milagrosa vacuna. Sus últimos días los pasará en un geriátrico de Nueva Ituzaingo. Su tataranieto lo visitará durante la mañana. Facundo Buratovich le regalará al joven Poseidón Lee Luna Park, su última posesión personal, un viejo generador de nano-vestido con forma de anillo de sello. Luego, el viejo almorzará solo, degustando un pan auténtico de trigo. La antigua y casi olvidada muerte lo sorprenderá durante su paseo vespertino por el domo, mientras mire por última vez la puesta del sol tras las laderas nevadas del monte Ra Patera, en el cinturón ecuatorial de Marte. Una agencia de noticias emitirá un cable que será leído hasta en el rincón más olvidado de los satélites del sistema solar. La humanidad por fin se habrá quitado de encima su pasado más molesto. Todo esto sucederá. Está escrito. Ayer, el joven Facundo Buratovich, de nueve años de edad, volvió de la escuela con el boletín de calificaciones. Se sacó dos aplazos: uno en matemática y otro en geografía. Sus padres lo castigaron por no estudiar lo suficiente y andar callejeando todo el día con sus amiguitos. Le prohibieron la play hasta que no levante las notas. De alguna manera, hay que enmendar a ese mocoso.