El novelista ruso Fedor Dostoievsky (1821-1881) es uno de los más importantes de la literatura universal, creador de una obra narrativa que ejerció una profunda influencia en todos los ámbitos de la cultura moderna. Autor de novelas tan emblemáticas como "Humillados y ofendidos", "Crimen y castigo", "El jugador" y "Los hermanos Karamazov", durante los últimos años de su vida, tras finalizar la novela "Los demonios", Dostoievsky se hizo cargo de la redacción del semanario "El ciudadano", en el que escribió historias cortas, artículos políticos y de crítica literaria entre los años 1873 y 1877. Muchos de esos artículos -más otros que fue escribiendo después- fueron apareciendo en forma de cuadernillos mensuales con el nombre de "El diario de un escritor" a partir de 1877, los que, con algunas interrupciones, continuaron publicándose hasta su muerte. Entre los artículos publicados hubo dos dedicados a la escritora francesa George Sand. El primero, cronológicamente, es el que escribió al enterarse de la muerte de la escritora en junio de 1876. Titulado "Muerte de George Sand", el texto dice así:
El último número del "Diario", correspondiente a mayo, estaba ya compuesto y en prensa cuando me enteré por los diarios de la muerte de George Sand. De este modo no alcancé a decir siquiera una palabra acerca de esta muerte. Pero había bastado que leyera esa noticia para comprender cuánto significó en mi vida aquel nombre, cuánto correspondió en una época a esa poeta de mi entusiasmo, de mi admiración y todo lo que me dio entonces de alegría, de felicidad. Sin temor escribo cada una de estas palabras, porque así fue literalmente. Ella fue una de nuestras contemporáneas (quiero decir, nuestras) que más plenamente realizó el tipo de idealista de los años treinta y cuarenta. Es uno de los nombres de nuestro poderoso siglo, presuntuoso y al mismo tiempo doloroso, pleno de ideales inexpresados, de los más indefinidos deseos, nombre que surgió allá lejos "en el país de las sagradas maravillas", que nos atraía quitando a lo nuestro, nuestra Rusia siempre en gestación, mucho pensar, mucho amor, la fuerza de santos y nobles impulsos, vivísima vida y caras convicciones. Pero no debemos lamentarlo: exaltando tales nombres y admirándolos, los rusos sirvieron y sirven a su más verdadera misión. Que no se asombren de estas palabras mías, y sobre todo en relación a George Sand, acerca de quien puede hasta hoy discutirse y a quien la mitad de nosotros, si no las nueve décimas partes, ya alcanzaron a olvidar; pero ella a pesar de todo desempeñó un papel entre nosotros en su tiempo, ¿y quién estará más dispuesto a recordarla sobre su tumba que nosotros, sus contemporáneos de todo el mundo? Nosotros, los rusos, tenemos dos patrias: nuestra Rusia y Europa, aún en el caso de llamarnos eslavófilos (que ellos no me guarden enojo por esto). No es preciso disputar sobre ello. La más alta entre las altas misiones que los rusos reconocen como un deber asumir en el futuro es la misión de reunir la humanidad en un sólo haz, es el universal servicio a la humanidad; no sólo a Rusia, no al mundo eslavo, sino a la humanidad toda. Reflexiónenlo, y también ustedes aceptarán que los eslavófilos reconocieron eso mismo -por eso nos exhortaban a ser más estrictamente rusos, a serlo más firme y responsablemente-, comprendiendo precisamente que esa tendencia a unificar la humanidad es el más importante rasgo de la personalidad rusa, así como su misión. Por otra parte, todo esto exige todavía muchas explicaciones, por lo menos la de que el servicio de un ideal universalmente humano y un aturdido vagabundear por Europa, abandonando voluntariamente la patria, son dos cosas diametralmente opuestas, aunque hasta ahora se las confunda. Por el contrario, mucho, mucho de lo que tomamos de Europa y trasplantamos entre nosotros no se limitó a la copia servil, como indispensablemente lo exigen los Potuguin, sino que lo incorporamos a nuestro organismo, a nuestra carne y nuestra sangre; hemos sobrellevado y hasta padecimos con independencia punto por punto, como en el Occidente, otras cosas que allá eran familiares. Esto es lo que los europeos no quieren admitir por nada del mundo; lo que ha sido mejor, por el momento. De ese modo se cumplirá más imperceptible y tranquilamente un proceso indispensable que asombrará al mundo en sus consecuencias, proceso que puede seguirse del modo más claro y palpable en la actitud que observamos con respecto a la literatura de los demás pueblos. Sus poetas son para nosotros, al menos para la mayoría de nuestras gentes cultivadas, igualmente familiares que los suyos en sus países de Occidente. Yo afirmo y repito que todo poeta, pensador, filántropo europeo, aparte de su propia tierra, en ninguna otra parte del mundo es tan íntimamente comprendido y más aceptado como en Rusia. Shakespeare, Byron, Walter Scott, Dickens, nos son más familiares y comprensibles que, por ejemplo, a los alemanes, si bien por supuesto circula entre nosotros sólo la décima parte de los ejemplares, en su traducción rusa, que en la libresca Alemania. La Convención francesa del año '93 al otorgar una credencial de ciudadano al poeta alemán Schiller, "el amigo de la humanidad", a pesar de haber hecho con ello un gesto hermoso, soberbio, profético, no sospechaba siquiera que en el otro extremo de Europa, en la bárbara Rusia, ese mismo Schiller era bastante más nacional y bastante más caro a los bárbaros rusos, no sólo que a Francia, la de aquel tiempo, sino a la de más tarde, en todo nuestro siglo, durante el cual Schiller, ciudadano francés y "amigo de la humanidad", sólo era conocido en Francia por los profesores de literatura y eso no por todos. Entre nosotros en cambio, junto con Yukovsky, se introdujo en el alma rusa, dejó en ella una señal, significó por sí mismo casi un período en la historia de nuestra cultura. Esta actitud rusa respecto a la literatura universal es un fenómeno que casi no se ha repetido en otros pueblos en tal medida a lo largo de toda la historia, y si esta característica es realmente nuestra particularidad nacional rusa, ¿qué susceptible patriotismo, qué chauvinismo tendría derecho a protestar contra este fenómeno y no querría ver por el contrario un hecho pleno de promesas y claramente profético para la adivinación de nuestro porvenir? ¡Oh!, por supuesto, muchos sonreirán, tal vez, al leer más arriba la importancia que yo atribuyo a George Sand; pero los que rían serán injustos: ya ha transcurrido bastante tiempo de estos hechos pasados y hasta la misma George Sand ha muerto viejita, a los setenta años, habiendo tal vez sobrevivido en mucho a su gloria. Pero todo aquello que en la aparición de esa poeta significó una "nueva palabra", todo lo que tuvo de valor universal, todo eso suscitó en el mismo instante en nuestra Rusia una fuerte y profunda impresión, no pasó inadvertido, demostrándose con ello que todo poeta que surgiera en Europa, que se levantara allá para enunciar un pensamiento y manifestar una fuerza nueva, no podía dejar de convertirse de inmediato en un poeta ruso, no podía evadirse al pensamiento ruso, y no convertirse casi en una fuerza rusa. Por lo demás, de ningún modo aspiro a escribir un artículo crítico sobre George Sand, sino simplemente decir unas palabras de adiós a la que se ha ido, ante su tumba todavía fresca.
Más adelante, Dostoievsky escribió otro artículo al que tituló "Algunas palabras sobre George Sand", cuyo texto es el siguiente:
La aparición de George Sand en la literatura coincide con los años de mi primera juventud, y mucho me alegra ahora que fuera hace tanto tiempo, porque pasados más de treinta años puede hablarse casi con entera franqueza. Es preciso señalar que entonces la única forma permitida era la novela, y todo el resto, poco menos que todo cuanto fuera pensamiento, y especialmente si venía de Francia, estaba severamente prohibido. Por supuesto, a menudo ocurría que no sabían vigilar -¿y de dónde habrían de aprenderlo?-. El mismo Metternich lo hacía mal, con más razón sus imitadores entre nosotros. Y por eso es que dejaban pasar "cosas terribles" (por ejemplo, logró pasar todo Bielinsky). Pero por ello mismo para no equivocarse, resolvieron prohibirlo casi todo sin excepción, de modo que se terminó, como se sabe, con las "transparencias". Pero las novelas, sin embargo, se permitieron desde un comienzo, después y hasta en el final, y justamente con George Sand los guardianes se engañaron en grande. Recuérdense los versos: "Los tomos de Thiers y Rabó/ él se sabe de memoria,/ y como un furibundo Mirabeau/ glorifica la libertad". Estos versos son notables, de un raro talento, y quedarán para siempre porque son históricos y tanto más valiosos porque fueron escritos por Denis Davidov, poeta tan puramente ruso. Pero cuando Davidov, que a Thiers (por su "Historia de la Revolución", bien entendido) consideraba entonces peligroso y le ubicaba en sus versos junto a cierto Rabo (quien no sé por cierto si existió), se comprende que era muy poco lo que estaba oficialmente permitido. ¿Y que resultó?: que lo que nos invadió entonces bajo la forma de novelas no solo sirvió igualmente para el caso, sino que fue tal vez por el contrario la forma más "peligrosa", según aquellos tiempos, porque para Rabo no se encontraron tantos cazadores, pero los hubo por millares para George Sand. Aquí es preciso señalar también que entre nosotros, a pesar de todos los Magnitski y Liprandi, ya desde el pasado siglo se seguía de cerca todo el movimiento intelectual de Europa, y de inmediato, de las capas superiores de nuestra "inteligentsia" pasaba a la masa, que apenas comenzaba a interesarse por los hombres de pensamiento. Exactamente es lo que sucedió con el movimiento europeo del año treinta. Muy pronto se comprendió entre nosotros el gran movimiento literario producido en Europa en el comienzo mismo de la cuarta década. Ya eran conocidos entre nosotros los nombres de muchos oradores, historiadores, profesores, que acababan de hacer su aparición. Y siquiera en parte, se hizo notorio hacia dónde tenía todo ese movimiento, que se manifestó con especial impulso en el arte, en la novela, y sobre todo, en George Sand. Es cierto que Senkovsky y Bulgarin pusieron en guardia al público contra George Sand aún antes de la aparición de sus novelas en idioma ruso. Asustaron especialmente a las damas rusas con que ella usaba pantalones, quisieron atemorizar con la depravación y procuraron ridiculizarla. Senkovsky, disponiéndose él mismo a traducir a George Sand para su revista "Biblioteca para la Lectura", comenzó a llamarle en letras de molde Señor Egor Sand, y al parecer quedó seriamente satisfecho de su ingenio. Ulteriormente, en el año '48, Bulgarin escribió en "La Abeja del Norte" que ella se emborrachaba diariamente con Pierre Leroux en los arrabales y que participaba en las noches atenienses en el Ministerio del Interior, que daba el ministro, ese bandido de Ledru Rollin. Yo mismo lo he leído y lo recuerdo muy bien. Pero entonces, en el año '48, George Sand ya era conocida por todo el público lector y nadie creía a Bulgarin. Ella apareció en idioma ruso aproximadamente por la mitad del año treinta; lástima que no recuerdo cuál fue la primera de sus obras ni en qué fecha se tradujo entre nosotros; pero la admiración que produjo fue de todos modos considerable. Creo que como a mí, todavía en la adolescencia, a todos sorprendió la castidad, la elevada pureza manifestada en sus tipos y los ideales que sustentaba y el encanto sobrio, el tono contenido del relato. ¡Y esa mujer era la que llevaba pantalones y exhibía su depravación! Tenía, yo creo, unos dieciséis años, cuando leí por primera vez su novela "El corsario", una de las más encantadoras entre sus primeras producciones. Recuerdo que después pasé la noche en estado febril. Creo no equivocarme si digo que George Sand, por lo menos, según mis recuerdos, ocupó de inmediato el primer lugar entre una pléyade de nuevos escritores de pronto destacados ruidosamente en toda Europa. Hasta Dickens, que apareció entre nosotros casi simultáneamente, debió tal vez ceder ante ella en la atención de nuestro público. Ya no hablo de Balzac, que apareció antes que ella y que dio por el año treinta obras tales como "Eugenia Grandet" y "Papá Goriot" (y con quien fue tan injusto Bielisnky que no advirtió en absoluto su importancia en la literatura francesa). Por lo demás, yo digo todo esto no desde el punto de vista de alguna estimación crítica, sino que lo recuerdo simplemente a propósito del gusto de la masa de lectores rusos de entonces, de la impresión inmediata que le causaban sus lecturas. Lo principal era que el lector sabía extraer hasta de las novelas todo aquello contra lo que se le quería preservar. Por lo menos entre nosotros, hacia mediados del año cuarenta no ignoraba la mayoría de los lectores que George Sand era una de las representantes más brillantes, más austeras, más probas, de aquella nueva clase de escritores de Occidente que aparecieron comenzando por negar formalmente las conquistas "positivas" con las que terminó su actividad la sangrienta Revolución Francesa (más exactamente, europea) de fines del pasado siglo. A su término (después de Napoleón I), aparecieron nuevas tentativas para expresar los nuevos anhelos y los nuevos ideales. Las inteligencias avanzadas bien pronto comprendieron que sólo se había cambiado de despotismo, que los nuevos triunfadores del mundo (los burgueses) se mostraron peores, de ser posible, que los pasados déspotas (los nobles) y que "libertad, igualdad y fraternidad" resultaron sólo frases sonoras y nada más. Además, aparecieron tales doctrinas por las cuales las frases sonoras se revelaron frases irrealizables. Los triunfadores pronunciaban, o mejor recordaban, esas tres palabras sacramentales sólo para ridiculizarlas; hasta apareció una ciencia (la de los economistas) cuyos brillantes representantes, que entonces parecían llegar con una palabra nueva, ayudaban a la burla y la condenación del significado utópico de esas tres palabras, por las cuales tanta sangre se había derramado. De este modo junto a los vencedores llenos de entusiasmo, comenzaron a aparecer rostros desalentados y tristes que asustaban a los triunfadores. Y fue en esta época que de pronto surgió realmente una nueva palabra y nacieron nuevas esperanzas: aparecieron gentes que proclamaban directamente que se había procedido mal al no llevar las cosas hasta el fin, que nada se había logrado con el cambio político de los vencedores, que era necesario proseguir, que la regeneración de la humanidad debía ser radical, social. Por supuesto aparecieron junto a esos llamamientos las conclusiones más funestas y monstruosas, pero lo importante fue que se encendió de nuevo la esperanza y de nuevo comenzó a renacer la fe. La historia de ese movimiento es conocida, hasta ahora continúa y no parece que esté dispuesto a detenerse. Yo no quiero hablar aquí en favor o en contra: sólo deseaba señalar el lugar de George Sand en ese movimiento. Su lugar hay que buscarlo en el comienzo mismo de aquél. Entonces, encontrándola en Europa, decían que ella predicaba sobre la nueva situación de la mujer y que profetizaba acerca "de los derechos de la mujer libre" (expresión que acerca de ella usó Senkovsky); pero esto no era cierto porque no predicaba únicamente acerca de la mujer y no había inventado ninguna "mujer libre". George Sand pertenecía a todo el movimiento y no sólo a la predicación de los derechos de la mujer. Cierto, como mujer ella prefería, naturalmente, crear heroínas a héroes, y las mujeres de todo el mundo deben ahora llevar luto por ella, pues ha muerto una de sus más altas y espléndidas representantes, y aparte de eso, mujer como casi no existió otra por la fuerza de su talento y su inteligencia, y cuyo nombre en adelante histórico, nombre que no está destinado al olvido, no desaparecerá de la humanidad europea. En cuanto a sus heroínas, de nuevo lo repito, desde la primera vez cuando sólo tenía dieciseis años me sorprendió la extraña contradicción entre todo cuanto sobre ella se escribía y decía y lo que yo realmente estaba viendo. En el hecho, muchas o por lo menos algunas de sus heroínas representaban un tipo de tan elevada pureza moral, que ni hubiera sido posible concebir sin un enorme anhelo de pureza en el alma misma del poeta, sin el culto estricto del deber, sin comprender y reconocer como más elevada la belleza de la misericordia, la paciencia y la justicia. Cierto que entre la misericordia, la paciencia, y el reconocimiento de las obligaciones aparecía el extraordinario orgullo de sus reivindicaciones, pero también este orgullo tenía un valor porque procedía de aquella alta verdad sin la cual nunca hubiera podido mantener la humanidad su nivel moral. Ese orgullo no es la hostilidad todavía fundada en que yo, por así decir, soy mejor que tú, y tú eres peor que yo, sino sólo en el sentimiento de la absoluta incapacidad de reconciliarse con la falsedad, el vicio, aunque lo repito, este sentimiento no excluye ni el perdón ni la misericordia; además este orgullo impone voluntariamente una responsabilidad proporcionalmente grande. Esas heroínas suyas ansiaban el sacrificio, la proeza. Especialmente me gustaban entonces, en sus primeras obras, algunos tipos de muchachas, las de sus llamadas novelas venecianas (a las que pertenecen "El corsario" y "La última Aldini"), tipos completados después con la novela "Jeanne", obra ya genial, que ofrece la más clara, y tal vez indiscutible, solución del problema histórico sobre Juana de Arco. En la pequeña campesina moderna ella de pronto resucita ante nosotros la figura histórica de Juana de Arco y claramente justifica la real posibilidad de este fenómeno grande y milagroso, a través de ella misma, porque nadie fuera de George Sand entre los poetas contemporáneos llevaba en su alma el puro ideal de la inocente muchacha, pura y tan poderosa en su inocencia. Todos esos tipos de muchachas, de las que hablé más arriba, repiten en varias obras consecutivas un único problema, un sólo tema (por otra parte no son sólo las muchachas: el tema se repite después en su magnífica novela "La marquesa", también de las principales). Describe el recto, honrado pero inexperto carácter de una mujer joven, con esa orgullosa castidad que no teme y no puede ser enlodada ni por la proximidad del vicio, aunque de pronto ese ser se encontrara por azar en la guarida misma del vicio. La necesidad de un sacrificio (como si justamente de ella se lo aguardara) impresiona el corazón de la muchacha y sin pensarlo y sin ahorrárselo, desinteresadamente, abnegadamente, realiza de pronto el paso más peligroso y fatal. Aquello que ella ve y encuentra no la turba después ni la asusta; por el contrario, al instante eleva la valentía en el joven corazón que entonces por primera vez conoce todas sus fuerzas -fuerzas de la inocencia, la honestidad, la pureza-, duplica sus energías y muestra nuevos caminos, nuevos horizontes no conocidos hasta entonces por ella, pero sí por su valeroso y fresco espíritu no contaminado por las transigencias de la vida. Agregúese la más irreprochable y espléndida forma poemática. George Sand gustaba especialmente entonces terminar sus poemas felizmente, con el triunfo de la inocencia, la franqueza y la juventud, la ingenua intrepidez. ¿Semejantes figuras podrán perturbar la sociedad, despertar dudas y espanto? Por el contrario, los padres y las madres más severas permitieron en sus familias la lectura de George Sand; sólo que se asombraban: "¿por qué todos hablan tanto de ella?". Pero aquí se levantaron voces de advertencia: "en el orgullo de esta requisitoria femenina, en esa castidad irreconciliable con el vicio, en esta osadía con que la inocencia se lanza a la lucha y mira claramente a los ojos, se encierra un veneno, el futuro veneno de la protesta femenina, de la emancipación de la mujer". ¡Y qué! Pudiera ser que con respecto al veneno dijeran lo justo; realmente se ha dado origen al veneno, pero qué es lo que va a destruir, qué puede hacer perecer ese veneno y qué puede salvarse -todo esto es lo que integraba el problema-, pero por largo tiempo no se había resuelto. Ahora hace mucho que todos estos problemas están ya resueltos (creo que así es). Es preciso señalar que hacia el año cuarenta la gloria de George Sand y la fe en sus fuerzas y su genio estaba tan alto, que nosotros, sus contemporáneos, esperábamos todos de ella algo incomparablemente más grande para el futuro, una todavía no oída palabra nueva, algo ya concluyente y definitivo. Tales esperanzas no se cumplieron: resultó que en aquel tiempo, esto es, hacia fines del año '40, ella había ya dicho todo cuanto le estaba destinado expresar, y ahora ante su tumba aún fresca puede decirse la última palabra acerca de ella. George Sand no es una pensadora, pero sí una de las más videntes "presentidoras" (si es que me está permitido expresarme con tan amanerada frase) de ese futuro feliz que espera a la humanidad, en el logro de cuyos ideales creyó animosa y generosamente toda la vida, precisamente porque en su propia alma fue capaz de alentar un ideal. La conservación de esta fe hasta el fin constituye el privilegio de todas las almas elevadas, de todos los que verdaderamente aman al género humano. George Sand ha muerto deísta, creyendo firmemente en Dios y en su propia inmortalidad, pero tratándose de ella, poco es decir esto: por encima de todo fue quizá la más cristiana de todos los escritores franceses contemporáneos suyos, aunque formalmente (como católica) no confesaba a Cristo. Por supuesto, como francesa que era, de acuerdo con las concepciones de sus compatriotas, George Sand no podía en conciencia reconocer que "en todo el universo no hay otro nombre que el Suyo, por el cual se puede ser salvado", idea principal de la ortodoxia; no obstante esa contradicción aparente y formal, lo repito, George Sand se cuenta tal vez entre quienes más perfectamente confesaron a Cristo, sin que ella lo supiera. Ella basó su socialismo, sus convicciones, sus esperanzas, sus ideales, en el sentido moral, en la sed espiritual del hombre, en su aspiración a la perfección y la pureza, y no en las necesidades que tienen las hormigas. Ella creía incondicionalmente en la personalidad humana (hasta su inmortalidad), y ha exaltado y objetivado su concepción, durante toda su vida, en cada una de sus obras, y así coincidía, en su pensamiento y sentimiento, con una de las ideas fundamentales del cristianismo, esto es, con el reconocimiento de la personalidad humana y su libertad (y por consiguiente, su responsabilidad). De ahí que reconociera el deber y las exigencias morales, y de ahí su completo reconocimiento de la responsabilidad del hombre. Y pudiera ser que no hubo pensador o escritor de su tiempo en Francia que con tanta fuerza comprendiera "que no sólo de pan vive el hombre". ¿Qué importa así el orgullo de sus reivindicaciones y su protesta, si este orgullo, lo repito, nunca excluyó la misericordia, el perdón de las ofensas, y hasta una ilimitada paciencia fundada en la piedad hacia el mismo ofensor? Por el contrario, George Sand en sus obras más de una vez se dejó seducir por la belleza de esas verdades y más de una vez encarnó tipos que profesaban aquel sincero perdón y amor. Escriben de ella que murió como madre admirable, esforzándose hasta el fin de su vida, manteniendo relaciones cordiales con los campesinos de los alrededores y adorada por sus amigos. Parece que ella se inclinaba a dar importancia a su origen aristocrático (descendía por la madre de la casa real de Saxe), pero se puede sostener firmemente que si ella valoraba la aristocracia en las gentes, sólo la consideraba fundada en la perfección del espíritu, del alma humana: ella no podía dejar de amar todo cuanto fuera grande, reconciliarse con lo bajo, transigir con las ideas... y tal vez en este sentido fuera excesivamente orgullosa. Cierto, tampoco le gustaba presentar en sus novelas personajes humildes, justos pero forzados a ceder, ridículos y castigados, como los hay en las novelas de ese gran cristiano que es Dickens; por el contrario, pintaba orgullosas a sus heroínas, las hacía igual que reinas. De esto es de lo que ella gustaba, y tal particularidad, debe señalarse, es bastante característica.