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El último número del "Diario", correspondiente a mayo, estaba ya compuesto y en prensa cuando me enteré por los diarios de la muerte de George Sand. De este modo no alcancé a decir siquiera una palabra acerca de esta muerte. Pero había bastado que leyera esa noticia para comprender cuánto significó en mi vida aquel nombre, cuánto correspondió en una época a esa poeta de mi entusiasmo, de mi admiración y todo lo que me dio entonces de alegría, de felicidad. Sin temor escribo cada una de estas palabras, porque así fue literalmente. Ella fue una de nuestras contemporáneas (quiero decir, nuestras) que más plenamente realizó el tipo de idealista de los años treinta y cuarenta. Es uno de los nombres de nuestro poderoso siglo, presuntuoso y al mismo tiempo doloroso, pleno de ideales inexpresados, de los más indefinidos deseos, nombre que surgió allá lejos "en el país de las sagradas maravillas", que nos atraía quitando a lo nuestro, nuestra Rusia siempre en gestación, mucho pensar, mucho amor, la fuerza de santos y nobles impulsos, vivísima vida y caras convicciones. Pero no debemos lamentarlo: exaltando tales nombres y admirándolos, los rusos sirvieron y sirven a su más verdadera misión. Que no se asombren de estas palabras mías, y sobre todo en relación a George Sand, acerca de quien puede hasta hoy discutirse y a quien la mitad de nosotros, si no las nueve décimas partes, ya alcanzaron a olvidar; pero ella a pesar de todo desempeñó un papel entre nosotros en su tiempo, ¿y quién estará más dispuesto a recordarla sobre su tumba que nosotros, sus contemporáneos de todo el mundo? Nosotros, los rusos, tenemos dos patrias: nuestra Rusia y Europa, aún en el caso de llamarnos eslavófilos (que ellos no me guarden enojo por esto). No es preciso disputar sobre ello. La más alta entre las altas misiones que los rusos reconocen como un deber asumir en el futuro es la misión de reunir la humanidad en un sólo haz, es el universal servicio a la humanidad; no sólo a Rusia, no al mundo eslavo, sino a la humanidad toda. Reflexiónenlo, y también ustedes aceptarán que los eslavófilos reconocieron eso mismo -por eso nos exhortaban a ser más estrictamente rusos, a serlo más firme y responsablemente-, comprendiendo precisamente que esa tendencia a unificar la humanidad es el más importante rasgo de la personalidad rusa, así como su misión. Por otra parte, todo esto exige todavía muchas explicaciones, por lo menos la de que el servicio de un ideal universalmente humano y un aturdido vagabundear por Europa, abandonando voluntariamente la patria, son dos cosas diametralmente opuestas, aunque hasta ahora se las confunda. Por el contrario, mucho, mucho de lo que tomamos de Europa y trasplantamos entre nosotros no se limitó a la copia servil, como indispensablemente lo exigen los Potuguin, sino que lo incorporamos a nuestro organismo, a nuestra carne y nuestra sangre; hemos sobrellevado y hasta padecimos con independencia punto por punto, como en el Occidente, otras cosas que allá eran familiares. Esto es lo que los europeos no quieren admitir por nada del mundo; lo que ha sido mejor, por el momento. De ese modo se cumplirá más imperceptible y tranquilamente un proceso indispensable que asombrará al mundo en sus consecuencias, proceso que puede seguirse del modo más claro y palpable en la actitud que observamos con respecto a la literatura de los demás pueblos. Sus poetas son para nosotros, al menos para la mayoría de nuestras gentes cultivadas, igualmente familiares que los suyos en sus países de Occidente. Yo afirmo y repito que todo poeta, pensador, filántropo europeo, aparte de su propia tierra, en ninguna otra parte del mundo es tan íntimamente comprendido y más aceptado como en Rusia. Shakespeare, Byron, Walter Scott, Dickens, nos son más familiares y comprensibles que, por ejemplo, a los alemanes, si bien por supuesto circula entre nosotros sólo la décima parte de los ejemplares, en su traducción rusa, que en la libresca Alemania. La Convención francesa del año '93 al otorgar una credencial de ciudadano al poeta alemán Schiller, "el amigo de la humanidad", a pesar de haber hecho con ello un gesto hermoso, soberbio, profético, no sospechaba siquiera que en el otro extremo de Europa, en la bárbara Rusia, ese mismo Schiller era bastante más nacional y bastante más caro a los bárbaros rusos, no sólo que a Francia, la de aquel tiempo, sino a la de más tarde, en todo nuestro siglo, durante el cual Schiller, ciudadano francés y "amigo de la humanidad", sólo era conocido en Francia por los profesores de literatura y eso no por todos. Entre nosotros en cambio, junto con Yukovsky, se introdujo en el alma rusa, dejó en ella una señal, significó por sí mismo casi un período en la historia de nuestra cultura. Esta actitud rusa respecto a la literatura universal es un fenómeno que casi no se ha repetido en otros pueblos en tal medida a lo largo de toda la historia, y si esta característica es realmente nuestra particularidad nacional rusa, ¿qué susceptible patriotismo, qué chauvinismo tendría derecho a protestar contra este fenómeno y no querría ver por el contrario un hecho pleno de promesas y claramente profético para la adivinación de nuestro porvenir? ¡Oh!, por supuesto, muchos sonreirán, tal vez, al leer más arriba la importancia que yo atribuyo a George Sand; pero los que rían serán injustos: ya ha transcurrido bastante tiempo de estos hechos pasados y hasta la misma George Sand ha muerto viejita, a los setenta años, habiendo tal vez sobrevivido en mucho a su gloria. Pero todo aquello que en la aparición de esa poeta significó una "nueva palabra", todo lo que tuvo de valor universal, todo eso suscitó en el mismo instante en nuestra Rusia una fuerte y profunda impresión, no pasó inadvertido, demostrándose con ello que todo poeta que surgiera en Europa, que se levantara allá para enunciar un pensamiento y manifestar una fuerza nueva, no podía dejar de convertirse de inmediato en un poeta ruso, no podía evadirse al pensamiento ruso, y no convertirse casi en una fuerza rusa. Por lo demás, de ningún modo aspiro a escribir un artículo crítico sobre George Sand, sino simplemente decir unas palabras de adiós a la que se ha ido, ante su tumba todavía fresca.
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Más adelante, Dostoievsky escribió otro artículo al que tituló "Algunas palabras sobre George Sand", cuyo texto es el siguiente:
La aparición de George Sand en la literatura coincide con los años de mi primera juventud, y mucho me alegra ahora que fuera hace tanto tiempo, porque pasados más de treinta años puede hablarse casi con entera franqueza. Es preciso señalar que entonces la única forma permitida era la novela, y todo el resto, poco menos que todo cuanto fuera pensamiento, y especialmente si venía de Francia, estaba severamente prohibido. Por supuesto, a menudo ocurría que no sabían vigilar -¿y de dónde habrían de aprenderlo?-. El mismo Metternich lo hacía mal, con más razón sus imitadores entre nosotros. Y por eso es que dejaban pasar "cosas terribles" (por ejemplo, logró pasar todo Bielinsky). Pero por ello mismo para no equivocarse, resolvieron prohibirlo casi todo sin excepción, de modo que se terminó, como se sabe, con las "transparencias". Pero las novelas, sin embargo, se permitieron desde un comienzo, después y hasta en el final, y justamente con George Sand los guardianes se engañaron en grande. Recuérdense los versos: "Los tomos de Thiers y Rabó/ él se sabe de memoria,/ y como un furibundo Mirabeau/ glorifica la libertad". Estos versos son notables, de un raro talento, y quedarán para siempre porque son históricos y tanto más valiosos porque fueron escritos por Denis Davidov, poeta tan puramente ruso. Pero cuando Davidov, que a Thiers (por su "Historia de la Revolución", bien entendido) consideraba entonces peligroso y le ubicaba en sus versos junto a cierto Rabo (quien no sé por cierto si existió), se comprende que era muy poco lo que estaba oficialmente permitido. ¿Y que resultó?: que lo que nos invadió entonces bajo la forma de novelas no solo sirvió igualmente para el caso, sino que fue tal vez por el contrario la forma más "peligrosa", según aquellos tiempos, porque para Rabo no se encontraron tantos cazadores, pero los hubo por millares para George Sand. Aquí es preciso señalar también que entre nosotros, a pesar de todos los Magnitski y Liprandi, ya desde el pasado siglo se seguía de cerca todo el movimiento intelectual de Europa, y de inmediato, de las capas superiores de nuestra "inteligentsia" pasaba a la masa, que apenas comenzaba a interesarse por los hombres de pensamiento. Exactamente es lo que sucedió con el movimiento europeo del año treinta. Muy pronto se comprendió entre nosotros el gran movimiento literario producido en Europa en el comienzo mismo de la cuarta década. Ya eran conocidos entre nosotros los nombres de muchos oradores, historiadores, profesores, que acababan de hacer su aparición. Y siquiera en parte, se hizo notorio hacia dónde tenía todo ese movimiento, que se manifestó con especial impulso en el arte, en la novela, y sobre todo, en George Sand. Es cierto que Senkovsky y Bulgarin pusieron en guardia al público contra George Sand aún antes de la aparición de sus novelas en idioma ruso. Asustaron especialmente a las damas rusas con que ella usaba pantalones, quisieron atemorizar con la depravación y procuraron ridiculizarla. Senkovsky, disponiéndose él mismo a traducir a George Sand para su revista "Biblioteca para la Lectura", comenzó a llamarle en letras de molde Señor Egor Sand, y al parecer quedó seriamente satisfecho de su ingenio. Ulteriormente, en el año '48, Bulgarin escribió en "La Abeja del Norte" que ella se emborrachaba diariamente con Pierre Leroux en los arrabales y que participaba en las noches atenienses en el Ministerio del Interior, que daba el ministro, ese bandido de Ledru Rollin. Yo mismo lo he leído y lo recuerdo muy bien. Pero entonces, en el año '48, George Sand ya era conocida por todo el público lector y nadie creía a Bulgarin. Ella apareció en idioma ruso aproximadamente por la mitad del año treinta; lástima que no recuerdo cuál fue la primera de sus obras ni en qué fecha se tradujo entre nosotros; pero la admiración que produjo fue de todos modos considerable. Creo que como a mí, todavía en la adolescencia, a todos sorprendió la castidad, la elevada pureza manifestada en sus tipos y los ideales que sustentaba y el encanto sobrio, el tono contenido del relato. ¡Y esa mujer era la que llevaba pantalones y exhibía su depravación! Tenía, yo creo, unos dieciséis años, cuando leí por primera vez su novela "El corsario", una de las más encantadoras entre sus primeras producciones. Recuerdo que después pasé la noche en estado febril. Creo no equivocarme si digo que George Sand, por lo menos, según mis recuerdos, ocupó de inmediato el primer lugar entre una pléyade de nuevos escritores de pronto destacados ruidosamente en toda Europa. Hasta Dickens, que apareció entre nosotros casi simultáneamente, debió tal vez ceder ante ella en la atención de nuestro público. Ya no hablo de Balzac, que apareció antes que ella y que dio por el año treinta obras tales como "Eugenia Grandet" y "Papá Goriot" (y con quien fue tan injusto Bielisnky que no advirtió en absoluto su importancia en la literatura francesa). Por lo demás, yo digo todo esto no desde el punto de vista de alguna estimación crítica, sino que lo recuerdo simplemente a propósito del gusto de la masa de lectores rusos de entonces, de la impresión inmediata que le causaban sus lecturas. Lo principal era que el lector sabía extraer hasta de las novelas todo aquello contra lo que se le quería preservar. Por lo menos entre nosotros, hacia mediados del año cuarenta no ignoraba la mayoría de los lectores que George Sand era una de las representantes más brillantes, más austeras, más probas, de aquella nueva clase de escritores de Occidente que aparecieron comenzando por negar formalmente las conquistas "positivas" con las que terminó su actividad la sangrienta Revolución Francesa (más exactamente, europea) de fines del pasado siglo. A su término (después de Napoleón I), aparecieron nuevas tentativas para expresar los nuevos anhelos y los nuevos ideales. Las inteligencias avanzadas bien pronto comprendieron que sólo se había cambiado de despotismo, que los nuevos triunfadores del mundo (los burgueses) se mostraron peores, de ser posible, que los pasados déspotas (los nobles) y que "libertad, igualdad y fraternidad" resultaron sólo frases sonoras y nada más. Además, aparecieron tales doctrinas por las cuales las frases sonoras se revelaron frases irrealizables. Los triunfadores pronunciaban, o mejor recordaban, esas tres palabras sacramentales sólo para ridiculizarlas; hasta apareció una ciencia (la de los economistas) cuyos brillantes representantes, que entonces parecían llegar con una palabra nueva, ayudaban a la burla y la condenación del significado utópico de esas tres palabras, por las cuales tanta sangre se había derramado. De este modo junto a los vencedores llenos de entusiasmo, comenzaron a aparecer rostros desalentados y tristes que asustaban a los triunfadores.
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