6 de junio de 2010

Entremeses literarios (CII)

LAS HORMIGAS
Antonio Fernández Molina
España (1927)

...442.413, 442.414, 442.415, 442.416... Cuando salió la primera hormiga no le ...442.417, 442.418, 442.419, 442.420... di importancia y creí que después de la ...442.421, 442.422, 442.423, 442.424... excursión se habría quedado escondida ...442.425, 442.426, 442.427, 442.428... debajo de la uña del dedo gordo del pie ...442.429, 442.430, 442.431, 442.432... pero salió otra y otra. Hace tiempo ...442.433, 442.434, 442.435, 442.436... que me ha desaparecido parte de la pier ...442.437, 442.438, 442.439, 442.440... na. Comienza a nublárseme la vista, las ...442.441, 442.442, 442.443, 442.444... hormigas siguen saliendo, sale otra y ...442.445… otra, otr…


EXTRAVIOS
Jorge Carnevale
Argentina (1938)

De pronto, estamos ahí con Laura, en ese bar con mesas a la calle, y me vienen ganas de orinar. El baño está clausurado. Le digo a Laura que me espere y busco otro boliche. Cuando vuelvo, el bar no tiene más mesas en la vereda y de adentro se escapa una música frenética. Entro y veo una cantidad de tipos bailando. Un bar gay. Un rubio de barba con pinta de marinero sueco me agarra fuerte del brazo y me dice con un acento bien nórdico: "Ven acá, no te vayas". Me voy. Salgo corriendo, sin rumbo. De Laura, nada. Camino por unas calles de tierra irreconocibles. Cruzo por barracones y, de repente, ahí nomás, el mar. Pienso en Laura, dónde encontrarla. Pienso eso y me despierto. A mi lado, Laura duerme de cara a la pared. Un mal sueño. La doy vuelta para contarle y me encuentro con la cara del marinero sueco, que sonríe.


FILOSOFIA DE LA CEBOLLA
Julia Otxoa
España (1953)

Aquel filósofo tenía por cabeza una dorada cebolla y sus escritos naufragaban siempre en un llanto irremediable que inundaba hasta el último rincón de la ciudad. Sin embargo, era venerado como mensajero de los dioses, ya que estando la ciudad levantada en una zona de feroces sequías, los libros del filósofo eran gozosa lluvia de llanto recogida en cubos y cisternas que hacían posible la vida en la ciudad, abasteciéndola con bellísimas perlas de tristeza con las que cocer los alimentos, asearse o regar los inmensos sembrados de cebollas que rodeaban la ciudad.


NAUFRAGIO
Ana María Shua
Argentina (1951)

¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.


LA FOTO
Marcial Fonseca
Venezuela (1948)
 
Un lunes por la noche, en una Caracas amodorrada, iniciaba su primer recorrido luego de largos meses fuera de su hogar. Todo el fin de semana estuvo celebrando, con sus familiares y amigos, la culminación del curso de seis meses en la Escuela de la Policía Metropolitana. En la fresca brisa caraqueña y sin la presión de los instructores de la academia, quería probar lo aprendido. Por eso, cuando la viejita le dice que hay un joven sospechoso apoyado en un lujoso carro, se dirige hacia él y, desde atrás, llama su atención para que se voltee. El joven se gira y al ver al policía sale corriendo. En sacar el revólver con gran destreza, en disparar e inmediatamente informar a sus superiores de que había matado a un presunto ladrón, demostraba que sí había asimilado las lecciones. Iniciadas las averiguaciones, lo que primero sale a la luz pública es que el edificio donde vivía el agente era también residencia, desde hacía cuatro meses, de la víctima. Quizás ésta hoy estuviera viva, si en cada una de sus visitas furtivas hubiesen escondido la foto que estaba en la mesita de noche.
 
 
GUERRA CIVIL
Miguel Ibáñez
España (1960)

El ruido del disparo retumbó en los montes, atravesó el valle, chocó en las paredes de las casas del pueblo y fue a parar, ya exhausto como un pájaro herido, al patio de la escuela donde alguna vez la víctima y el asesino habían jugado juntos.


EXISTE UN HOMBRE QUE TIENE LA COSTUMBRE DE PEGARME CON UN PARAGUAS EN LA CABEZA
Fernado Sorrentino
Argentina (1942)

Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado. No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, algo canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado en un banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánica e indiferentemente pegándome paraguazos. En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación: él siguió aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a un vigilante: imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un puñetazo en el rostro. El hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo, al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba y, en ese momento, tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos por haberlo golpeado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, por completo indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza. Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas tan veloces como yo). El salió en persecución mía, tratando en vano de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo. Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: "Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza". Sería un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por detenerme. Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. El, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento. El se ubicó, de pie, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes. Bajé -bajamos- en el puente del Pacífico. Ibamos por la avenida Santa Fe. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos. Pensé en decirles: "¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza?". Pero también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos empezaron a seguirnos, gritando como energúmenos. Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle bruscamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeó un instante y entró conmigo. Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aún en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo que, sin ellos, me sería imposible dormir. Con todo, nuestras relaciones no siempre han sido buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles,que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y -Dios me perdone- hasta paraguazos. El aceptaba los golpes con mansedumbre, los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de odio. En fin, esa certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior. Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si el tiro debe matarlo a él o matarme a mí. Tampoco sé si, cuando los dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme. Por otra parte, en los últimos tiempos he comprendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, me hostiga cierto presentimiento. Una nueva angustia me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.


LOS FANTASMAS Y YO
René Avilés Fabila
México (1940)

Siempre estuve acosado por el temor a los fantasmas hasta que, distraídamente, pasé de una habitación a otra sin utilizar los medios comunes.


TELEFONOS
Mireia Sentís
España (1947)

En esa ciudad compuesta únicamente de carreteras, todo, absolutamente todo, lo había solucionado a través del teléfono. Llamaba a un sitio e invariablemente respondía una grabación amable y segura ofreciendo un interminable menú con todos los detalles para ajustarse a la petición del cliente. A cada propuesta le correspondía un número. Al apretar el adecuado la misma voz volvía a dividir las posibilidades. Al cabo de varias pulsaciones, sólo quedaba mandar el cheque, recoger los paquetes al pie de la puerta o esperar los papeles por correo. Un día necesitó los horarios de trenes. Esta vez, después del saludo rutinario, no hubo menú sino una pregunta directa: "¿Qué puedo hacer por usted?". Se quedó cortada, se le hizo un nudo en la garganta y colgó. Entonces se puso a llorar.


LA SALVACION
Adolfo Bioy Casares
Argentina (1914-1999)
 
Esta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. "¿Cómo un ser tan ínfimo -sin duda estaba pensando el tirano- es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?". Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. "Por humildes que sean -dijo indicando al pájaro- hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros".