Paz Monserrat Revillo
España (1962)
Últimamente me ha dado por mirar la casa. La miro con atención, como si se tratara de una casa ajena que veo por primera vez. Me paseo por las habitaciones husmeando, abriendo armarios, calibrando la disposición de los muebles. Todo me parece espantoso. Áspero, rancio y lleno de óxido. Hasta mi marido, sentado en su sillón, huele como si estuviera caducado, como si las polillas estuvieran haciendo galerías en su interior. La semana pasada, un buen día me levanté dispuesta a tirar todo lo que le sobraba a ese horror en el que se había convertido mi hogar. Empecé por los libros del comedor. Los interrogaba uno por uno: ¿Cuánto tiempo hace que nadie te lee? ¿Cuanto polvo eres capaz de acumular? ¿Por qué estás tan amarillo? Si no se sabían defender, directos a la basura. Cinco carros llenos de literatura universal que se fueron hacia la planta de reciclaje. Luego seguí, sorteando al del sillón, que levantaba los ojos del periódico y miraba resignado por encima de las gafas. Una mesita, unas cortinas, los angelitos de porcelana de mi boda. Cuando acabé me fui a las habitaciones: ropa de mis hijos, la mitad de la mía, zapatos llenos de moho y todos los souvenirs de las estanterías. Tiré y tiré. Con cada bolsa de tamaño industrial que bajaba a los contenedores me sentía más ligera, más eufórica. Una de las veces que pasé trajinando por el comedor pensé que mi esposo tenía un aspecto mineral, apenas humano. Como un gran ídolo de bronce. Más denso que antes pero también más pequeño, como si hubiera menguado. Me hizo gracia la idea. Después de vaciar mi hogar de todo lo superfluo, limpié a fondo armarios y estanterías, y pinté dos habitaciones mientras tarareaba remotas canciones de mi juventud. A esas alturas él era ya un personaje tan insignificante en mi cruzada particular contra el desorden que me pareció que podría caberme en la palma de la mano. Compré un sillón cómodo para leer, copas y tazas de café sencillas, agradables, tres pares de pantalones y un chaquetón. Después paré. Yo, en realidad, no soy nada consumista. Todavía hoy tengo la costumbre de observar la casa con atención, con una mirada diferente. Con mi ojo entrenado ya no se me escapa ni un detalle que no armonice con mi nuevo hogar funcional y diáfano. Desde que los del Ayuntamiento me hicieron el favor de llevarse el sillón de eskay donde solía leer mi marido, todo está en orden y una brisa fresca recorre las estancias. No hay que tener piedad con los muebles viejos y menos si están infestados de carcoma. En cuanto salieron por la puerta recogí las gafas del suelo, barrí la montañita de serrín de debajo del sofá y fregué a fondo el terrazo, que desde entonces brilla como un espejo.
HISTORIA
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)
En Buenos Aires, a 28 de setiembre de 1599, el Gobernador y Capitán General de las provincias del Río de la Plata, don Diego Rodríguez de Valdés y de la Vanda, se puso a escribir una carta para Felipe III: "Digo que Don Pedro de Mendoza, que fue el primer gobernador en esta ciudad, trajo aquí caballos y yeguas que se reprodujeron en esta tierra llana, ancha y larga. Son ahora tantos que parecen montes cuando se ven de lejos. Exceden aquel número que, según las Historias, había en las dehesas de los reyes de Persia. Ciento cincuenta mil caballos, los persas; y nosotros, si dijéramos que tiene Vuestra Majestad millón y medio, quedaríamos cortos. Hay más caballos que en toda España, Francia e Italia". En estas letras estaba cuando entró como un ventarrón la inglesa Maureen Leofric. El gobernador levantó la pluma y, resignado, esperó la queja de siempre: que era injusto que la usaran como rehén nada más que porque la habían arrestado en un navío del corsario Edward Fountain... Pero esta vez las palabras de la impulsiva Maureen Leofric fueron inesperadas.
- Acabo de acordarme -dijo, con gran excitación- que soy descendiente de Lady Godiva. Si no me reembarcáis inmediatamente para Inglaterra voy a asombrar a todo Buenos Aires haciendo lo mismo que Lady Godiva...
- ¿Y se puede saber qué cosa tan asombrosa hizo esa señora? -interrumpió el gobernador.
- Salió por las calles de Coventry, desnuda, montada en un caballo.
- ¡Bah! -dijo el gobernador y siguió escribiendo su carta-. Si hay algo de que la gente de aquí no se asombra es de ver un caballo.
UNA NOCHE DE VERANO
Ambrose Bierce
Estados Unidos (1842-1914)
El hecho de que Henry Armstrong estuviera enterrado no era motivo suficientemente convincente como para demostrarle que estaba muerto: siempre había sido un hombre difícil de persuadir. El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba realmente enterrado. Su posición -tendido boca arriba con las manos cruzadas sobre su estómago y atadas, que rompió fácilmente sin que se alterase la situación-, el estricto confinamiento de toda su persona, la negra oscuridad y el profundo silencio, constituían una evidencia imposible de contradecir y Armstrong lo aceptó sin perderse en cavilaciones. Pero, muerto... no. Sólo estaba muy enfermo, aunque, con la apatía del inválido, no se preocupó demasiado por la extraña suerte que le había correspondido. No era un filósofo, sino simplemente una persona vulgar, dotada en aquel momento de una patológica indiferencia; el órgano que le había dado ocasión de inquietarse estaba aletargado. De modo que sin ninguna aprensión por lo que se refiriera a su futuro inmediato, se quedó dormido y todo fue paz para Henry Armstrong. Pero algo se movía en la superficie. Era aquella una oscura noche de verano, rasgada por frecuentes relámpagos que iluminaban unas nubes que avanzaban por el este preñadas de tormenta. Aquellos breves y relampagueantes fulgores proyectaban una fantasmal claridad sobre los monumentos y lápidas del camposanto. No era una noche propicia para que una persona normal anduviera vagabundeando alrededor de un cementerio, de modo que los tres hombres que estaban allí, cavando en la tumba de Henry Armstrong, se sentían razonablemente seguros. Dos de ellos eran jóvenes estudiantes de una facultad de medicina que se hallaba a unas millas de distancia; el tercero era un gigantesco negro llamado Jess. Desde hacía muchos años, Jess estaba empleado en el cementerio en calidad de sepulturero, y su chanza favorita era la de que "conocía todas las ánimas del lugar". Por la naturaleza de lo que ahora estaba haciendo, podía inferirse que el lugar no estaba tan poblado como su libro de registro podía hacer suponer. Al otro lado del muro, apartados de la carretera, podían verse un caballo y un carruaje ligero, esperando. El trabajo de excavación no resultaba difícil; la tierra con la cual había sido rellenada la tumba unas horas antes ofrecía poca resistencia, y no tardó en quedarse amontonada a uno de los lados de la fosa. El levantar la tapadera del ataúd requirió más esfuerzo, pero Jess era práctico en la tarea y terminó por colocar cuidadosamente la tapadera sobre el montón de tierra, dejando al descubierto el cadáver ataviado con pantalones negros y camisa blanca. En aquel preciso instante, un relámpago zigzagueó en el aire, desgarrando la oscuridad, y casi inmediatamente estalló un fragoroso trueno. Arrancado de su sueño, Henry Armstrong incorporó tranquilamente la mitad superior de su cuerpo hasta quedar sentado. Los hombres huyeron profiriendo gritos horribles, poseídos por el terror, cada uno de ellos en una dirección distinta. Dos de los fugitivos no hubieran regresado por nada del mundo. Pero Jess estaba hecho de otra pasta. Con las primeras luces del amanecer, los dos estudiantes, pálidos de ansiedad y con el terror de su aventura latiendo aún tumultuosamente en su sangre, llegaron a la Facultad.
- ¿Lo has visto? -exclamó uno de ellos.
- ¡Dios! Sí... ¿Qué vamos a hacer?
Se encaminaron a la parte de atrás del edificio, donde vieron un carruaje ligero con un caballo uncido por la rienda a una verja, cerca de la sala de disección. Maquinalmente, los dos jóvenes entraron en la sala. Sentado en un banco, a oscuras, vieron al negro Jess. El negro se puso de pie, sonriendo, todo ojos y dientes.
- Estoy esperando mi paga -dijo.
Desnudo sobre una larga mesa, yacía el cadáver de Henry Armstrong. Tenía la cabeza manchada de sangre y arcilla por haber recibido un golpe de azada.
PREOCUPACION
Orlando Van Bredam
Argentina (1952)
- No se preocupe. Todo saldrá bien -dijo el Verdugo.
- Eso es lo que me preocupa -respondió el condenado.
TEATRO
María José Barrios
España (1980)
El director de la obra asegura que se trata de un espectáculo de rabiosa actualidad, capaz de aunar la magia de la representación en directo, la espontaneidad de la improvisación y el morbo de los espectáculos televisivos. Por un módico precio, los espectadores guardan cola entre bastidores y, de uno en uno o en parejas, pasan directamente al escenario donde pueden elegir entre actuar, cantar y bailar o incluso interpretar escenas reales como la vida misma, como a él le gusta decir: se confiesan amores y engaños, se reconcilian o se tiran los trastos, se pide perdón entre lágrimas y se llevan a cabo retorcidos planes de humillación y venganza. Todo ello frente a un público receptivo y entregado que, según la categoría de la entrada, al final te inunda de flores, se emociona, te vitorea, o sencillamente te aplaude.
DETRAS DE LO OBVIO
Idries Shah
India (1924-1996)
Todos los viernes por la mañana Nasrudín llegaba al mercado del pueblo con un burro al que ofrecía en venta. El precio que demandaba era siempre insignificante, muy inferior al valor del animal. Un día se le acercó un rico mercader, quien se dedicaba a la compra y venta de burros.
- No puedo comprender cómo lo hace, Nasrudín. Yo vendo burros al precio más bajo posible. Mis sirvientes obligan a los campesinos a darme forraje gratis. Mis esclavos cuidan de mis animales sin que les pague retribución alguna. Y, sin embargo, no puedo igualar sus precios.
- Muy sencillo -dijo Nasrudín-. Usted roba forraje y mano de obra. Yo robo burros.
PALABRAS DEL DISCIPULO
Luis Loayza
Perú (1934)
El Maestro me enseñó todo lo que sé anudando con la habilidad de un tejedor silogismos inolvidables. Yo anotaba cada una de sus palabras con espesa tinta negra sobre grandes papeles que al final del año cosía. Ved, pues, mis volúmenes. Todo lo que está escrito en ellos lo recuerdo: cada frase, cada refutación perfecta de los falsos sistemas. No soy sino una bóveda que guarda su sonido. Si esto os parece poco, no lo conocíais. Pero hay algo que pienso siempre: mi maestro me dijo que en mí, su devoto discípulo, en mí, nacido para escucharle, su lección sería efímera.
PUNTUALIDAD
Angel Olgoso
España (1961)
Todos los veranos regreso al lugar que un día ocupó mi pueblo, sumergido desde hace treinta años bajo las aguas del pantano. Me siento en la orilla, o en un roquedo, y cada mañana, a las diez en punto, escucho un sonido que sube desde las profundidades, un tintineo sordo, conmovedor, helado como una pena. No, no es tañido de las campanas de la iglesia, me digo siempre, se parece más al timbre de la bicicleta del cartero.
EL HOMBRE DE SATSUMA
Jorge Luis Borges
Argentina (1899-1986)
Entre los peregrinos que acuden, hay un muchacho polvoriento y cansado que debe haber venido de lejos. Se prosterna ante el monumento de Oishi Kuranosuké, el consejero, y dice en voz alta: "Yo te vi tirado en la puerta de un lupanar de Kioto y no pensé que estabas meditando la venganza de tu señor, y te creí un soldado sin fe y te escupí en la cara. He venido a ofrecerte satisfacción". Dijo esto y cometió harakiri. El prior se condolió de su valentía y le dio sepultura en el lugar donde los capitanes reposan. Este es el final de la historia de los cuarenta y siete hombres leales, salvo que no tiene final, porque los otros hombres, que no somos leales tal vez, pero que nunca perderemos del todo la esperanza de serlo, seguiremos honrándolos con palabras.
ROSA
Jan Beltrán
Estonia (1970)
- Mamá, háblame de mi infancia -dijo Santiago en voz baja.
Rosa arregló la almohada bajo la cabeza de su hijo y se arrecostó al lado de Santi. Le acarició la cabeza con tanta ternura y cuidado como cuando aún era un niño.
- En febrero, cuando naciste, hizo mucho frío. Tus ojos eran traviesos y tu boca sonreía nada más habías acabado la leche de tu primer pecho. Nunca gritaste y eras un niño muy bueno y tranquilo. Cuando te vi por primera vez, eras tan pequeño y suave que no me atreví ni a tocarte para no hacerte daño. Eras el mejor y el más guapo del mundo entero. Oye, Santi, ¿Te acuerdas de la nevada?
El viento que entraba por la grieta de la ventana ondeó las cortinas.
- No -contestó Santi.
- Fue en diciembre del 62, creo… Eras tan pequeño todavía, claro que no te acuerdas. El suelo estaba blanco y nosotros dos estuvimos en la ventana mirando como seguía cayendo más y más nieve. Tú gritabas de alegría y estabas muy contento.
Rosa guardó silencio.
- Entonces creciste... -continuó Rosa-. Una vez me diste un buen susto. Fue aquella vez en el parque de atracciones, cuando saltaste del tiovivo en marcha. Casi se me para el corazón, pero por suerte, no te pasó nada. Te levantaste, quitaste el polvo de tus pantalones y viniste corriendo hacia mí. Querías que montara contigo.
Rosa suspiró con pesar y limpió con ternura las gotas de sudor que cubrían la frente de su hijo.
- Por qué no monté contigo… Tenías tres años, creo. ¿Lo recuerdas?
- No -dijo Santi.
- ¿Quieres beber algo?
Santi negó con un leve movimiento de cabeza.
- Entonces nació Montse. ¿Recuerdas cuando volví con Montse del hospital?
- Sí, mamá.
- La pequeña Montse te gustó y querías jugar con ella. La acariciabas y mecías constantemente. A veces hasta te lo prohibí. Uy, ni siquiera sé por qué te lo prohibí, tenías siempre mucho cuidado con ella. Luego te fuiste al colegio. ¿Te acuerdas de aquella vez que measte desde la planta superior de la escalera?
- Sí -contestó Santiago e intentó sonreír.
La habitación estaba en silencio. En las calles nocturnas no sonó ni el más mínimo ruido. Acarició los cabellos de color negro azabache de su hijo de veintiocho años y su mejilla ligeramente barbuda. Los ojos de su hijo estaban cerrados y sus labios secos. Hasta cerrados eran unos ojos bonitos, coronados con largas pestañas negras que temblaron de vez en cuando. Su cara vigorosa y de fracciones delicadas tuvo un efecto tranquilizante, como si escondiera algún mensaje o secreto. Inspiró silenciosamente en un ritmo entrecortado.
- St. Montclar -dijo Santi en voz baja.
Rosa humedeció sus labios con un pañuelo mojado.
- Ni sé qué queda de aquel lugar. Hace años que no he estado allí. ¿Recuerdas? La última vez que estuve fue contigo, cuando tenías dieciséis años. Te gustó el silencio y la tranquilidad que reinaba allí. El verdor y amplitud de este lugar. Tenía que haberte hecho caso para trasladarnos allí. Lo querías tanto. Pero tenemos tiempo todavía.
- Mamá.
- Sí.
- Corre la cortina, por favor.
Rosa se levantó. La luz de la calle invadió la habitación y la iluminó un poco más. Miró a su hijo que llevaba tres meses luchando contra el cáncer de pulmón. Su cara estaba pálida, libre y tranquila. No había ni rastro de miedo o de reproches a la vida. Abrió los ojos. Sus ojos oscuros emitieron calor y atracción absorbiendo para sí la mirada de la madre, su amor, sus latidos de corazón y su dolor.
- Está oscuro.
- No, hijo… no lo está.
Rosa se sentó en el borde de la cama y cogió la mano de su hijo. La apretó con fuerza. Ya no temía hacerle daño. Mantuvo esta mano con fuerza y ternura en la palma de la suya, depositando allí todo su afecto, su dolor y su amor. Depositó allí sus mejores días, sus enamoramientos, sus dolores de parto, sus alegrías y sus penas, sus lágrimas y sus risas. Escondió en este apretón sus miedos, decepciones, agravios y desesperaciones. Grabó en ella el sello del tiempo, marcando la risa y la juventud de su hijo, los mejores días y años, travesuras y súplicas de perdón, abrazos y enamoramientos, toda su vida. Las lágrimas cayeron de los ojos de Rosa convirtiéndose en cristales de hielo en el reverso de la mano de su hijo. Cuando se despertaron los primeros rayos del amanecer, a Rosa le pareció que la noche había sido ligera como la seda. ¿Era la seda de las cortinas? ¿O las sombras sedosas que recorrían las paredes? ¿Era la seda de un ataúd?
- Mamá, ¿estoy muerto?
- No lo sé.
- No siento nada.
- Yo tampoco.
- ¿Somos felices?
- Sin duda, hijo mío…
- Entonces, háblame de mi infancia.
El silencio reinó en la habitación, un silencio ensordecedor. Y dolor. Un dolor que desgarraba el alma convirtiéndose en tristeza almidonada.