Los sesenta y seis años de la vida de Jean Jacques Rousseau se desenvolviron en su totalidad en el siglo XVIII. Cuando falleció, en 1778, faltaba poco para que la ideología del denominado "Siglo de las luces", el de la Ilustración y el Despotismo Ilustrado, diera paso a una forma de ser y de sentir prácticamente nueva: el Romanticismo. Rousseau fue, en lo esencial, un hombre de su siglo, pero se anticipó a la ideología romántica en muchos aspectos, tanto en su actuación como en su obra, por lo que puede considerárselo un auténtico prerromántico.
"Todo para el pueblo, pero sin el pueblo" era el lema de los monarcas del Despotismo Ilustrado, quienes ostentaban el poder como recibido de manos de Dios y, salvo en Inglaterra, todos creían que era a El a quien debían rendir cuentas, no al pueblo. Sin embargo, imbuidos del espíritu de la Ilustración, varios de ellos -específicamente los de Prusia, Austria, Francia, Rusia y España-, en algunos casos acompañados por sus ministros, intentaron realizar reformas, en especial de tipo cultural, en sus respectivos Estados. Los citados monarcas se impusieron el deber de modificar en mayor o menor grado los sistemas educativos de su país con la implantación de la educación estatal y la secularización de la enseñanza, así como con la expulsión de los jesuitas, antes que lo hiciese la Revolución Francesa. La Ilustración tuvo, así, la declarada finalidad de disipar las hasta entonces tenidas por "tinieblas de la humanidad" mediante "las luces de la razón".
El movimiento tuvo también sus repercusiones en América. En Estados Unidos, por ejemplo, militaron en él hombres como George Washington (1732-1799) o Thomas Jefferson (1743-1826), y en Iberoamérica lo hicieron Simón Bolívar (1783-1830), Manuel Belgrano(1770-1820) y Andrés Bello (1781-1865), por nombrar sólo algunos de ellos. Pero la Ilustración (Aufklärung, en alemán; Illuminismo, en italiano; Lumières, en francés; Enlightenment, en inglés), que en Europa fue un movimiento minoritario de la realeza, la nobleza, la burguesía y los intelectuales, en América tuvo un carácter democrático y popular.
Surgida a la luz de las corrientes empiristas y racionalistas del siglo XVII, la Ilustración trajo consigo el espíritu crítico. Todo habría de someterse a un examen minucioso. "Todo ha de ser puesto en duda", afirmaba René Descartes (1596-1650) en su "Le discours de la Méthode"
(Discurso del Método) y a partir de allí se revisaron todos los principios que hasta entonces se creían inalienables y básicos, desde las ciencias profanas a los fundamentos de la revelación, desde la metafísica a las leyes arbitrarias de los príncipes y de los pueblos. La Ilustración reafirmó también el espíritu científico heredado de Francis Bacon (1561-1626), Galileo Galilei (1564-1642) e Isaac Newton (1642-1727) y, por otra parte, las crónicas y los relatos llegados de exóticos países despertaron el interés general por las costumbres y las formas de vida de otros pueblos, poniendo sobre el tapete la teoría del "buen salvaje", aquella que Rousseau hizo suya cuando habló de la "bondad natural del hombre".
En lo político, la vida de Rousseau tuvo como escenario la Regencia, durante la minoría de edad de Luis XV (de 1715 a 1723) y su posterior largo reinado (de 1724 a 1774). La Regencia fue una época de decadencia que heredó la postración producida por las continuas guerras que, en especial durante el reinado de Luis XIV (de 1643 a 1715), pusieron de manifiesto que la miseria y el hambre eran un estado de cosas imposible de cambiar mientras se gastase dinero en soldados y armamentos. A esto se le sumó la fastuosidad de la corte de Versalles y la certeza de que el Estado se reducía al monarca y sus familiares, a la nobleza, a la burguesía acomodada y a los intelectuales, provenientes de esta burguesía. Algunos escritores predijeron el fin de esa política, entre ellos François Fénelon (1651-1715) que en 1699, en su "Les aventures de Télémaque" (Las aventuras de Telémaco), hablaba ya de la sustitución del régimen absoluto por el gobierno de una oligarquía aristocrática.
Durante esta época apareció también el materialismo moderno. Julien Offray de La Mettrie (1709-1751) y Paul Henri Thiry d'Holbach (1723-1789), sus principales representantes, afirmaban que en la naturaleza no había más que materia con su tributo esencial: el movimiento. La materia y el movimiento son eternos, "han existido siempre". El universo es por sí mismo lo que es, "existe necesariamente desde toda la eternidad". El hombre es la obra de la naturaleza, "existe en la naturaleza y está sometido a sus leyes, de las cuales no puede emanciparse ni salir, ni siquiera por el pensamiento". La Ilustración no admitió tampoco una religión concreta positiva. Predicó, en cambio, las virtudes de la "religión natural" y del "deísmo". Reconocía la conveniencia de rendir culto al Ser Supremo, Dios, pero sin distinción de teologías o sectas, algo que la nobleza del siglo XVIII acogió, favoreciendo así el progreso de la irreligiosidad.
La postración de Francia se acentuó durante la Regencia de Felipe de Orleans, tío de Luis XV. Fue este momento una época de libertinaje y desenfreno. El Parlamento recobró la facultad de "protestar" las leyes dictadas por el monarca; los letrados fueron arrinconados y los nobles sustituyeron a los ministros formando una serie de consejos. El economista escocés John Law (1671-1729) pretendió poner fin a la bancarrota, pero como consecuencia de una especulación sin base real, tuvo que declararse en quiebra y la burguesía francesa quedó así arruinada. Al asumir el poder Luis XV en 1723, débil e indeciso, entregó el mando al cardenal Fleury, con el que Francia se rehizo parcialmente gracias a una política que incluyó la estabilización de la moneda, la disminución de la presión fiscal sobre el campesinado, el comercio de esclavos negros, la construcción de carreteras, la expoliación de las colonias de ultramar y la cesión de la explotación de las minas de carbón a compañías privadas. Con el auge comercial y sus beneficios, los grandes financieros y banqueros fueron acumulando escandalosas fortunas, llegando a obtener títulos de nobleza e incluso a casar a sus hijas en la alta aristocracia. Este enriquecimiento resultó provechoso para París: célebres arquitectos construyeron suntuosas residencias, salpicando la capital de numerosos palacetes.
Pero a su muerte en 1743, el indolente Luis XV -influido y manejado por sus cortesanos y sus favoritas- asumió personalmente la dirección del reino. Su intento de desarrollar una reforma fiscal para acrecentar las arcas del Estado fracasó ante la oposición de las clases privilegiadas, y pronto crecieron los enfrentamientos con la aristocracia parlamentaria que pretendía limitar su poder y se arrogaba la representación de la nación. La burguesía protestaba, imbuida por las ideas ilustradas; también lo hacían los campesinos e incluso la propia nobleza. También fue inconstante en política exterior: se alió con Prusia en contra de Austria (Guerra de Sucesión, 1740/1748), para aliarse luego con Austria en contra de Prusia y Gran Bretaña (Guerra de los Siete Años, 1756/1763). El saldo de estas aventuras bélicas fue la destrucción total de la flota de mar, la pérdida de varias colonias, el comienzo de un déficit fiscal que tardaría casi un siglo en regularizarse, y un tremendo legado de hambrunas, pestes y muertes. De nada sirvieron las extremas medidas implementadas por algunos de sus ministros, los gérmenes de la revolución ya estaban echados.
En medio de aquella apatía, Rousseau miraba hacia Inglaterra, en donde el monarca reina pero no gobierna, sino que es el Parlamento el que ejecuta esa función con la alternancia de partidos, y la aristocracia y la burguesía alcanzan el poder por medio de elecciones. John Locke (1632-1704) había sentado las bases de esta forma de gobierno y los ilustrados franceses se disponen a recoger su antorcha. Es en ese contexto que nace la obra suprema de Rousseau: "Du contrat social ou principes du droit politique" (El contrato social o los principios del derecho político), con la que pretendió trazar un tipo de contrato constitutivo de toda sociedad verdadera.
Partiendo del supuesto de que todos los hombres nacen libres e iguales por naturaleza, Rousseau proponía que todos ellos renunciasen por igual y simultáneamente a su libertad; la voluntad de todos pasaría a ser el único soberano al cual todos deberían someterse. La igualdad por consiguiente se mantenía; ¿acaso ha disminuido la libertad? No, ya que la voluntad de cada uno, al enajenar su libertad, era que la voluntad de todos fuera obedecida, y quedar sometido a la voluntad propia era mantenerse libre. Así el individuo se enajenaba por entero y, sin embargo, no era esclavo. Todo el esfuerzo debía tender a no destruir las sociedades existentes, sino a cambiarlas por ese tipo ideal. Según los principios políticos afirmados en "El contrato social", la sociedad tiene por objeto la conservación y la protección de los miembros que la componen: de donde se infiere que ningún gobierno es legítimo si no cifra en el bien público su función y su finalidad. Así todo despotismo, es decir, toda explotación de la colectividad en provecho de algunos o de alguno solo, quedará excluido; pero ninguna forma de gobierno es condenada.
En "El contrato social" Rousseau expuso sus principios independientemente de su experiencia, y de ellos dedujo la organización de una sociedad justa. La obra es, por lo tanto, una concepción puramente teórica, fuera del espacio y el tiempo. A pesar de ello, los orígenes suizos y protestantes del autor salen a relucir una y otra vez cuando, por ejemplo, se refiere al gobierno de su ciudad natal, Ginebra: es indudable que el dogma de la soberanía del pueblo tiene su origen en la doctrina calvinista. Muchos años después, su teoría del estatismo absoluto fue tomada por los gobiernos totalitarios en contradicción con la defensa que el propio Rousseau realizó de los derechos de los individuos. Sin embargo, él sólo lo admitía como un medio para disolver las fuerzas que los oprimían y para mantener en su provecho la igualdad restablecida.
Nadie antes que Rousseau había planteado tan netamente el problema social. Todos los pensadores insistían en la guerra a los privilegios, que eran a sus ojos la forma perfecta de la desigualdad. Rousseau fue el primero que denunció el lujo, la riqueza, el goce sin trabajo y la propiedad, como verdaderos privilegios o, mejor aún, como privilegio fundamental. Rousseau fue más allá que la burguesía francesa, que sólo pretendía la consolidación de la propiedad. El problema, tal como Rousseau lo planteó, social y no ya político, continúa sin resolverse, aunque para muchos historiadores, gran parte de los progresos de la democracia se han producido en el sentido de su obra. Como quiera que sea, revolucionarios de 1789 y de 1793, socialistas utópicos, demócratas, marxistas, anarquistas y fascistas, han de alguna manera abrevado en las páginas de "El contrato social". Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), su contemporáneo, afirmó con razón: "Con Voltaire, termina un mundo; con Rousseau, comienza otro".