7 de enero de 2011

Entremeses literarios (CXXIII)

UNA VICTIMA DE LA PUBLICIDAD
Emile Zola
Francia (1840-1902)

Conocí a un chico, muerto el año pasado, cuya vida fue un prolongado martirio. Desde que tuvo uso de razón, Claude se hizo este razonamiento: "El plan de mi existencia está trazado. No tengo más que aceptar las ventajas de mi tiempo. Para marchar con el progreso y vivir totalmente feliz, me bastará con leer los periódicos y los carteles publicitarios, mañana y tarde, y hacer exactamente lo que esos soberanos guías me aconsejen. En ello radica la verdadera sabiduría, la única felicidad posible". Desde entonces, Claude adoptó los anuncios de los periódicos y de los carteles como código vital. Estos se convirtieron en el guía infalible que le ayudaba a decidirlo todo; no compró nada, no emprendió nada que no le hubiera sido recomendado por la voz de la publicidad. Así fue como el desventurado vivió en un auténtico infierno. Claude adquirió un terreno formado por tierras de aluvión donde sólo pudo construir sobre pilotes. La casa, construida según un sistema novedoso, temblaba cuando hacía viento y se desmoronaba con las lluvias tormentosas. En su interior, las chimeneas, provistas de ingeniosos sistemas fumívoros, humeaban hasta asfixiar a la gente; los timbres eléctricos se obstinaban en guardar silencio; los retretes, instalados según un modelo excelente, se habían convertido en horribles cloacas; los muebles, que debían obedecer a mecanismos particulares, se negaban a abrirse y cerrarse. Tenía sobre todo un piano que no era sino un mal organillo y una caja fuerte inviolable e incombustible que los ladrones se llevaron tranquilamente a la espalda una hermosa noche invernal. El infortunado Claude no sufría sólo en sus propiedades sino también en su persona: la ropa se le rompía en plena calle. La compraba en esos establecimientos que anuncian una rebaja considerable por liquidación total. Un día me lo encontré completamente calvo. Siempre guiado por su amor al progreso, se le había ocurrido cambiar su cabello rubio por otro moreno. El agua que acababa de usar había hecho que se le cayera todo el pelo rubio, y él estaba encantado porque -según decía- ahora podría usar cierta pomada que, con toda seguridad, le proporcionaría un cabello negro dos veces más espeso que su antiguo pelo rubio. No hablaré de todos los potingues que se tomó. Era robusto pero se quedó escuálido y sin aliento. Fue entonces cuando la publicidad empezó a asesinarlo. Se creyó enfermo y se automedicó según las excelentes recetas de los anuncios y, para que la medicación fuera más efectiva, siguió todos los tratamientos a la vez, hallándose confuso ante la idéntica cantidad de elogios que cada producto recibía. La publicidad tampoco respetó su inteligencia. Llenó su biblioteca con libros que los periódicos recomendaban. La clasificación que adoptó fue de lo más ingeniosa: ordenó los volúmenes por orden de mérito, según el mayor o menor lirismo de los artículos pagados por los editores. Allí se amontonaron todas las bobadas y todas las infamias contemporáneas. Jamás se vio un montón de ignominias semejante. Y además, Claude había tenido el detalle de pegar en el lomo de cada volumen el anuncio que se lo había hecho comprar. Así, cuando abría un libro, sabía por adelantado el entusiasmo que debía manifestar; reía o lloraba según la fórmula. Con ese régimen, llegó a ser completamente idiota. El último acto de este drama fue lastimoso. Tras haber leído que había una sonámbula que curaba todos los males, Claude se apresuró a ir a consultarla acerca de las enfermedades que no tenía. La sonámbula le propuso obsequiosamente la posibilidad de rejuvenecerlo indicándole la forma para no tener más de dieciséis años. Se trataba simplemente de darse un baño y de beber determinada agua. Se tragó el agua, se metió en el baño y se rejuveneció en él de tal manera que, al cabo de media hora, lo encontraron asfixiado. Claude fue víctima de la publicidad hasta después de muerto. Según su testamento, había querido ser enterrado en un ataúd de embalsamamiento instantáneo cuya patente acababa de obtener un droguero. En el cementerio, el ataúd se abrió en dos, y el miserable cadáver cayó al barro donde tuvo que ser enterrado revuelto con las planchas rotas de la caja. Su tumba, hecha de cartón piedra y en imitación de mármol, empapada por las lluvias del primer invierno no fue pronto nada más que un montón de podredumbre sin nombre.


BURRA NEGRA
Antonio Gálvez Ronceros
Perú (1932)

Por el callejón de Condorillo pasaba una negra montada en una burra. La negra iba peleando con el animal y, ¡chajuí! ¡chajuá!, le golpeaba las orejas con una rama.
- ¡Arza, bura! -le decía- ¡Arza te digo, bura mardrita!
Más adelante le dijo:
- ¡Bura negra!
Salí de mi huerta a mirar y vi que la burra era blanca.


MIENTRAS MAMA LAVA SU CUERPO
Triunfo Arciniegas
Colombia (1957)

Como todos los domingos, como todas las mañanas a las nueve, el niño patea la pelota de colores en la calle con sus zapatos blancos. La pelota de colores se desliza sobre el cemento mientras mamá hace el amor, sube al andén como una babosa mientras mamá toma la bata y corre a lavarse, se ríe entre las hojas secas mientras el agua envuelve a mamá desnuda y dichosa. El niño la llama, la grita, la mima, y la pelota de colores se niega desde la sombra de los árboles mientras mamá cierra la llave y se embadurna de jabón, entre las hojas secas mientras el agua se lleva el jabón del cuerpo desnudo de mamá. Cuando el niño atraviesa la calle corriendo y mamá sale del baño despacio, el auto ciego lo golpea, mamá deja la bata sobre la cama mientras papá enciende otro cigarrillo, lo avienta descalzo hasta los árboles, mamá escoge su vestido más hermoso para este domingo plácido mientras papá fabrica volutas de humo con dedicación de artesano, hasta un montón de hojas secas que se quiebran a la sombra, mamá peina perezosamente sus sedosos cabellos mientras papá recuerda los senos de otra recién vista en el cine, hasta una pelota de colores que disfruta la sombra de los árboles sobre un montón de hojas secas que se quiebran con el cuerpo muerto sin zapatos blancos, mamá tararea esa linda canción hasta que papá arroja la colilla y la atrapa por la cintura, mamá olvida la canción.


POBREZA
Edmundo Valadés
México (1915-1994)

Los senos de aquella mujer, que sobrepasaban pródigamente a los de una Jane Mansfield, le hacían pensar en la pobreza de tener únicamente dos manos.


IN MEMORIAM DR. KHG
István Örkény
Hungría (1912-1979)

- ¿Conoce usted a Hölderlin? -preguntó el Dr. KHG mientras cavaba el foso para el cadáver de un animal despanzurrado.
- ¿De quién habla? -preguntó el centinela alemán.
-El escribió el Hiperión -explicó el Dr. KHG (le gustaba mucho explicar)-. La figura cumbre del romanticismo alemán. Y a Heine, por ejemplo, ¿lo conoce?
- ¿Quiénes son esos? -preguntó el centinela.
- Poetas -dijo el Dr. KHG-. ¿Tampoco le suena el nombre de Schiller?
- Sí, me suena –dijo el centinela alemán.
- ¿Y el nombre de Rilke?
- También -dijo el centinela alemán poniéndose colorado como un pimiento, y le pegó un tiro, sin más, al Dr. KHG.


DOCE AÑOS
Max Aub
España (1903-1972)

Estábamos al borde de la acera, esperando el paso. Los automóviles se seguían a toda marcha, el uno tras del otro, pegados por sus luces. No tuve más que empujar un poquito. Llevábamos doce años de casados. No valía nada.


EL HOMBRE DE LOS PIES PERDIDOS
Gabriel Jiménez Emán
Venezuela (1950)

Un día un par de pies que habían perdido su dueño entraron a un bar a tomar cerveza.
- Disculpen -dijo el portero-. Aquí no puede entrarse sin zapatos.
- Ah, es verdad -dijeron los pies, y se regresaron a una zapatería. Ahí fueron muy bien atendidos: encontraron a unos zapatos que les calzaron de maravilla. Entonces se dirigieron nuevamente al bar, y el portero se alegró mucho de que los pies estuviesen ahora protegidos y elegantes.
El hombre que había perdido sus pies estaba muy incómodo pues los necesitaba para ir a tomar cerveza; era mediodía y hacía un calor terrible. El hombre se las arregló para llegar hasta un taxi y pedirle lo llevara hasta donde quería ir. Al llegar a la puerta del bar, el portero le dijo:
- Disculpe señor. No se puede entrar sin pies.
- No puede hacerme esto -dijo el hombre-. Es muy difícil encontrar unos pies a esta hora.
- No lo es -respondió el empleado-. Hace poco entraron unos aquí.
- Entonces deben ser los míos. Solemos tomar cerveza a esta misma hora. Déjeme entrar.
- No puedo -replicó el portero-. Mejor se los llamo. Espere aquí.
El portero se alejó a buscarlos, y el hombre pensó que era una gran suerte haber coincidido en aquel bar. Cuando el portero y los pies regresaron, el hombre no pudo reconocerlos pues traían puestos unos extraños zapatos.
- ¿Qué desea? -preguntaron los zapatos.
- Quiero saber si esos son mis pies -respondió el hombre-. Los necesito para entrar al bar.
Entonces los zapatos comenzaron a desamarrar sus trenzas. Al instante, los pies estuvieron descubiertos, y con gran sorpresa el hombre vio que no eran los suyos. Los pies volvieron a calzar sus zapatos y, muy contentos de no pertenecer a nadie, regresaron al bar.
El hombre aún no ha podido tomarse esa cerveza.


TESTAMENTO
Nathaniel Hawthorne
Estados Unidos (1804-1864)

Un hombre rico deja en su testamento su casa a una pareja pobre. Esta se muda allí; encuentran un sirviente sombrío que el testamento les prohíbe expulsar. El sirviente los atormenta; se descubre, al fin, que es el hombre que les ha legado la casa.


HELIOGABALO
Leo Maslíah
Uruguay (1954)

Es una gran ventaja tener una amante que se llame igual que la mujer de uno, porque así, si uno la nombra dormido, su mujer no sospechará nada, y hasta se dará por aludida, estrechando al esposo entre sus brazos bajo las cálidas sábanas conyugales y dirá "qué, mi amor, qué". El problema es que mi esposa se llama Hermelinda, y ni entre las pocas mujeres que además de ella alguna vez me dieron bola, ni entre las muchas que no, hubo nunca ninguna que portara ése como nombre, ni como segundo nombre, y menos como apodo, y por supuesto tampoco como apellido. Pero al promediar la crisis de los treinta años, en uno de esos días en que la compulsión a probar nuevas carnes me parecía cuestión de vida o muerte, cacé la guía telefónica y no paré de leerla hasta encontrar una abonada con el nombre de mi esposa. Empecé a discar su número y estaba dispuesto a sorprenderla con una declaración de amor cuando mi visión periférica detectó, al costado de las cifras sobre las que yo fijaba mi atención, una pequeña anormalidad. Corriendo un poco la mirada observé que, en mi entusiasmo, había leído mal: la abonada no se llamaba Hermelinda, sino Hermenegilda. Mi primera reacción fue colgar el tubo, pero enseguida recapacité, considerando que si yo mientras dormía pronunciaba el nombre "Hermenegilda", mi mujer no podría sospechar nada, y atribuiría la variación en el nombre a los tan comunes procesos de elaboración onírica que uno puede rastrear hasta en los sueños de las mejores familias. Así pues, llamé a esa tal Hermenegilda y tuve la suerte de encontrarla. Inventé una historia acerca de que yo era su admirador secreto, que la había visto muchas veces por su barrio (en la guía telefónica, por supuesto, estaba su dirección) pero que nunca me había animado a hablarle, etcétera. Ella me creyó. Con cierta reticencia de su parte al principio, logré que concertáramos una cita. Nos encontramos al día siguiente en un bar, que quedaba lejos tanto de su casa como de la mía. Por supuesto, yo no tenía -antes de verla- la más remota idea de su apariencia física, pero lo que hice fue llegar temprano al bar, sentarme cerca de la puerta y decir "Hermenegilda" a toda mujer que viera entrar sola. En dos o tres casos lamenté que no se llamaran así, pero también me salvé de unas cuantas. Hubo una cuyo aspecto era tan asqueante que casi me inhibió de pronunciar el nombre, pero tuve que hacerlo porque si ésa llegaba a ser Hermenegilda y yo seguía llamando así a otras que fueran llegando después, se me armaba la gorda. Bastante gordita resultó ser la verdadera Hermenegilda, pero la amplitud de sus caderas y su número de corpiño la hacían todavía deseable pese a estar al borde de la tercera edad. Modestia aparte, tengo que decir que yo le gusté. Nos fuimos pronto del bar y ese día se inició un caluroso romance. Pero al despedirnos ella me informó de cierta circunstancia que dificultaría el vernos con demasiada frecuencia: era casada. Yo le confesé que eso me tomaba por sorpresa, ya que al ver el número del teléfono a su nombre la había dado por soltera, viuda o divorciada.
- Es que la casa es mía. Yo siempre viví ahí -dijo ella-. José, mi marido, es un tipo que nunca tuvo donde caerse muerto.
A través de nuestros sucesivos encuentros me fui enterando de que el marido de Hermenegilda, según ella, sólo la quería por su dinero. La vida sexual de la pareja había durado menos que su luna de miel. Y conmigo ella se desquitaba de lo lindo. Hasta que una vez se abrió la puerta de nuestro cuarto de hotel y entró José con un equipo de fotógrafos y técnicos en grabaciones de video.
- Te pesqué, ramera -dijo-. Ahora tengo las pruebas que necesito para pedir el divorcio y quedarme con la mitad de tus bienes.
- Pero... -balbuceó Hermenegilda- ¿Cómo supiste de... nosotros?
- Entré en sospechas y decidí seguirte, querida -contestó José-. Hace varias noches que cuando duermes pronuncias un nombre que no es el mío.
Efectivamente, yo no me llamo José, como él. Mi nombre es Heliogábalo.


DEL EVANGELIO SEGUN J.B.
Joseph B. Adolph
Alemania (1933-2008)

Aconteció que los escribas y los fariseos le traen una mujer tomada en adulterio y, poniéndola en medio, dicen al Hombre venido de los Cielos: "Maestro, esta mujer ha sido tomada en el mismo lecho, adulterando, y en la ley Moisés nos mandó apedrear a las tales. Tú pues, ¿qué dices?". Jesús, inclinado hacia abajo, escribía en la tierra con el dedo. Y como insistiesen preguntándole, increpóles diciendo: "¿De qué acusáis a esta mujer?". Y ellos respondieron: "De quebrar las leyes, Maestro, entregando su cuerpo y su amor a muchos hombres". Entonces maravillándose, el Hombre del Más Allá tornó a escribir en la tierra y les preguntó: "¿Y eso es pecado en vuestro mundo?". Al no comprenderle, los escribas y fariseos olvidaron esta pregunta y leyeron lo que largamente había escrito en la tierra el extraño; y oyéronle suspirar mientras leían lo que el viento borraría del polvo: "El que de vosotros esté sin pecado, arroje contra ella la piedra el primero". Apesadumbrados en su conciencia, fuéronse yendo los hombres uno a uno, desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio. Y enderezándose Jesús, borró la escritura de la tierra y no viendo a nadie más que a la mujer, díjole dulcemente: "Mujer, ¿dónde los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?". Y ella dijo: "Señor, ninguno". Entonces el viajero del espacio le dijo: "Extraño mundo, donde los que han de amar se esconden, y donde no es el amor el que condenan, puesto que lo practican, sino su conocimiento. ¿Cómo he de condenarte por haber escogido la vida y por hacer tuyos los dones que son de toda criatura? Vive con cuidado entre los hombres de tu tiempo y no peques como ellos".