1 de junio de 2011

Entremeses literarios (CXXXII)

ESPANTAPAJAROS N° 11
Oliverio Girondo
Argentina (1891-1967)

Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido. Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia. ¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir! Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se producen a cada instante. Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente. Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano, y no contento de enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio. De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente. Aunque parezca mentira -esas humillaciones- ese continuo estruendo resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio. Por lo común, éstos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una asperosidad a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor ruidito -una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende- retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya se va a extinguir y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre. ¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir...!


DIBUJOS DE CIEGO
Luis Cardoza y Aragón
Guatemala (1901-1992)

El tarro de confitura y la muerte de la abuelita. Mientras yacía entre cuatro cirios disputabas a las primas la confitura. Con la cara chorreando miel, la más pequeña irrumpió gritando en la estancia mortuoria. Una de las tías la sacó de la mano y los encontró de pielesrojas, embadurnados de frambuesas. Cuando comes frambuesas quisieras jugar a los pieles rojas con tus preciosas primas. Sepultaste a la abuelita en el tarro de confitura. ¿La recordarías sin las frambuesas?


UNA GALLINA CON ALAS AZULES
Ana María Shua
Argentina (1951)

La alucinación se repite idéntica en todos los pacientes: una gallina de alas azules con una pepita de oro en el pico. El Halopidol sólo sirve para que los movimientos del ave se vuelvan rígidos. Los opiáceos la duermen. El caldo de pollo tiene un efecto tóxico: el animal enfurecido arroja la pepita de oro y ataca a picotazos. Las autopsias han mostrado el cerebro agujereado, esponjiforme, de las víctimas.


EL COMBATE
Harold Kremer
Colombia (1955)

Fue en la guerra de los Mil Días. Raúl Sánchez, con una bala en el estómago, caminó durante tres días y tres noches. Se arrastró por montes y selvas hasta llegar a Buga. Entró a su casa, besó a su madre, a sus hermanas y se desmayó. A los dos días despertó. Vio a sus compañeros de guerra y preguntó por su madre y sus hermanas. Nadie le respondió. Preguntó por qué estaba allí, en el campo de batalla. Le respondieron la verdad: iba a morir. Le dieron un calmante y volvió a dormir. Al despertar se encontró en su casa. Preguntó por sus compañeros. "Cuando ibas a partir a la guerra caíste enfermo", le dijo su madre. Raúl cerró los ojos y murió.


FELINOS
Raúl Brasca
Argentina (1948)

Algo sucede entre el gato y yo. Estaba mirándolo desde mi sillón cuando se puso tenso, irguió las orejas y clavó la vista en un punto muy preciso del ligustro.Yo me concentré en él tanto como él en lo que miraba. De pronto sentí su instinto, un torbellino que me arrasó. Saltamos los dos a la vez. Ahora ha vuelto al mismo lugar de antes, se ha relajado y me echa una mirada lenta como para controlar que todo está bien. Ovillado en mi sillón, aguardo expectante su veredicto. Tengo la boca llena de plumas.


ARROGANCIA
Javier Puche
España (1974)

Un mal día, el hombre invulnerable tuvo un ataque de arrogancia y, tras prescindir por vez primera de su calzado habitual, marcadamente juvenil e innovador, decidió ponerse los zapatos de su difunto bisabuelo, sin contar en absoluto con que el pasado y la decrepitud, que esperaban al acecho la ocasión propicia, le invadieran de golpe a través de una imperceptible herida que tenía abierta en el dedo meñique del pie izquierdo, provocando su muerte instantánea.


BOLETERÍA DE LA GRATUIDAD
Macedonio Fernández
Argentina (1874-1952)

No obstante lo muy concurrida que está siempre esta deliciosa boletería, he podido abrirme paso y he comprado, gratuitamente, la siguiente información que os doy a precio de costo: en todas las ciudades, aunque nadie lo haya gestionado, hay un abogado más alto de estatura que los otros; pero en Buenos Aires, donde el suelo muy bajo favorece las estaturas, hay el abogado más alto del mundo, gran amigo mío y muy buen compañero, es decir, hasta la altura de los hombros, que es hasta donde lo conozco y soy su amigo. Es un caballero y debe ser bueno, aunque yo no lo acompañe en la demasía hacia arriba. Es tan alto que podría su cabeza tropezar con su propio sombrero puesto. Pero no se dude por esto de que con los pies llega hasta el suelo, como me lo han preguntado algunos; es allí donde comienza nuestra amistad y la posibilidad de entendernos. Pues bien, en Córdoba, donde, por la elevación sobre el nivel del mar, a los viajeros de Buenos Aires el piso les llega hasta las rodillas, por falta de costumbre, no tenéis idea de la preocupación que pesaba sobre Buenos Aires cuando este abogado crecía (fue él quien me mandó a Córdoba en 1900, con una misión por dos días, los que yo le di a elegir, a mi vuelta, entre los treinta y dos que me había quedado) y no comprenderéis la emoción de alivio que corrió en nuestra capital cuando los telegramas de los diarios serios anunciaron que "el doctor N. ha cesado desde esta mañana de crecer". Esta noticia fue confirmada hasta la seguridad, y llegó a mí en Córdoba cuando yo me hallaba casi a punto de aprender a usar el suelo cerca de las suelas. Como yo vivía en la preocupación de que llegaría un momento en que se haría imposible escalar la amistad y el trato con mi amigo, mi alegría fue tan fuerte que cambié por séptima vez de hotel en Córdoba y me olvidé de diversos pagos prescriptibles. La línea de hoteles que yo había escogido para acreditar con sucesivas traslaciones mi propósito de regreso, partía del centro hacia la estación ferroviaria, pero como todos ellos estaban en Córdoba yo telegrafiaba: "No puedo regresar porque todavía estoy en Córdoba". Así que cuando me encontré con el doctor N. en Buenos Aires no necesité darle ninguna explicación. Por otra parte, al encontrarme de nuevo con un suelo tan bajo, mi fatiga para recobrar pie me hubiera impedido especificar explicaciones. Durante un mes no podía estar conversando con nadie sin hundirme en la conversación empezada a nivel; y la tarea de bajarme las rodillas para no quedarme en el aire me imposibilitaba toda atención y cortesía. Han dicho algunos que sólo una cabeza tan cerca de las nubes como la del doctor N. pudo concebir la idea de mandar abogados a Córdoba. Otros insinuaron aquí que yo tuve la habilidad de que mi último hotel fuera el más próximo a la estación y al agotamiento de mis recursos pecuniarios, coincidencia no casual. Así se alteran las cosas con el tiempo; otro día tendremos para rebatir esto.


105
Esteban Dublin
Colombia (1983)

Mi vecina del 105 tiene un trastorno mental. Desconozco cómo se llama o a qué se debe, pero con frecuencia, llega a mi apartamento, toca a la puerta y pregunta por ella misma. "¿Está Cecilita?", dice hurgando con la mirada en la sala. Las primeras veces sencillamente optaba por decirle que estaba equivocada, pero con las repeticiones, hace poco decidí una respuesta contundente: "Señora, Cecilita murió hace años. Un vecino que no la soportaba la mató". Desde ese momento, en lugar de ahuyentarla, ahora vuelve cada día a preguntarme cómo ocurrió el asesinato. Cada vez que viene, le adelanto un detalle de su futuro.


SOBRE EL FIN DEL MUNDO
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)

¿No lo han adivinado aún? El fin del mundo es la muerte. Un apocalipsis trizado en infinitos y sucesivos apocalipsis individuales, porque a Dios le disgustan la megalomanía, la exageración y el barullo.


DESPISTADA
Mónica Lavín
México (1955)

Tardaban en abrir la puerta. Verificó que el número del departamento fuera el correcto. Tantas veces había estado frente a una casa equivocada o acudido a una cita el día después que más le valía confirmar. Sonrió acordándose de los tropiezos de su mente. De niña olvidaba los suéteres en la banca del colegio, de jovencita las gafas, los nombres de los maestros y los cumpleaños de los novios. El despiste había crecido con la edad. Un día regresó a casa en autobús, su marido sorprendido por la tardanza le preguntó por el auto: lo había dejado estacionado frente al trabajo. Repetidas veces trató de subirse a un coche ajeno y forcejeó con la cerradura hasta que el dueño la sorprendió. Nadie abría la puerta. Se asomó por las ventanas. Las persianas cerradas sólo enseñaban la capa de polvo sobre el esmalte. Se hizo de noche. Las campanadas de la iglesia a los lejos la aclararon. Había olvidado su propia muerte.