Ana María Shua (1951) nació en Buenos Aires, Argentina. Se recibió de profesora en Letras en la UNBA y trabajó como publicitaria, periodista y guionista de cine. Publicó cinco novelas: "Soy paciente", "Los amores de Laurita", "El libro de los recuerdos", "La muerte como efecto secundario" y "El peso de la tentación". Sus publicaciones más recientes son "Cabras, mujeres y mulas", una antología de la misoginia en la literatura popular, y, en colaboración con la escritora y traductora argentina Alicia Steimberg (1933), "Antología del amor apasionado". Es autora de varios títulos infantiles entre los que se destacan "La fábrica del terror" y "Cuentos con fantasmas y demonios". Varios de sus libros han sido traducidos y publicados en varios países de Europa y en Estados Unidos. Entre sus nueve libros de cuentos, hay cinco que abordan el género de la microficción: "La sueñera", "Casa de geishas", "Botánica del caos", "Temporada de fantasmas" y "Cazadores de letras". Refiriéndose a los microrrelatos, género del que es una de las escritoras más importantes en Latinoamérica, Shua dice que "hace unos veinte años la crítica empezó a pensar qué hacer con estos cuentos tan cortitos a los que no podían aplicarse exactamente los mismos parámetros que se utilizaban para explicar, para analizar, para estudiar los cuentos comunes y corrientes. Los llamaron minificciones y decidieron que era un género aparte, un género distinto del cuento, no ya un subgénero del cuento, sino un género con sus características propias. La crítica se encontró con un terreno completamente virgen, un terreno desconocido, nuevo, en el que había muchísimo campo para trabajar. El género ha recibido diversos nombres: minificción, microrrelato, minicuento, microcuento. Para algunos críticos este es un subgénero dentro de la minificción, pues se considera que no todas las minificciones responden al género cuento. Pero las minificciones no constituyen un género nuevo: autores como Kafka, Calvino, Borges, Cortázar, Denevi, Bioy Casares; todos ellos escribieron minificciones". Prosigue la escritora argentina: "Una característica de la minificción y de la lectura de la minificción es que necesita aire, necesita espacio, necesita alta concentración de parte del lector y por eso es importante cuando se edita minificción que cada texto esté solo en una sola página. Cuando alguien lee minificción tiene también que separar los textos uno de otro de algún modo. Esa necesidad de concentración hace que esta no sea una lectura fácil. Un libro de minificción no es un libro para leer de un tirón. Es un poco como una caja de bombones". También comenta que "hay una especie de moda literaria en relación con las minificciones. En realidad la minificción, los minicuentos, han sido parte de la literatura popular a lo largo de toda la historia. En América Latina hubo dos grandes polos de difusión de la minificción -realmente en nuestro continente el género tomó un vuelo que no tuvo en ningún otro lado-. Estos dos grandes polos se ubicaron en Buenos Aires y México con el trabajo conjunto de Borges y Bioy Casares y Arreola y Monterroso respectivamente. En 1953 se editó la primera antología de minificción de América Latina, los 'Cuentos breves y extraordinarios' de Borges y Bioy Casares. Ahí aparecen una serie de características particulares del género. Borges y Bioy Casares utilizaron incrustaciones: pequeños textos que pueden leerse como microrrelatos. Los microrrelatos se pueden inventar pero también se pueden descubrir". Y finaliza: "Las minificciones, al volverse literarias, comenzaron a exigir una extrema precisión del lenguaje. Estas tienen relación con la poesía pues es muy importante el ritmo, no solo lo que dicen sino el juego musical; cada palabra tiene un peso particular y único. Como todo está abocado a producir esa brevedad la función del título es muy importante. Hay muchos textos que no se entienden sin el título". En el nº 400 de la revista "Ñ", aparecido el 28 de mayo de 2011, la escritora se extiende al respecto en un breve ensayo al que tituló "El misterio de la brevedad".
Técnica: la de los talladores de diamantes. Misterio: el de la exploración minera. Técnica: se trata de tallar la primera versión como una piedra en bruto, hasta obtener un diamante facetado. Como el material del que se parte es pequeño y frágil, hay riesgo de que se rompa en el proceso y, en ese caso, se hace necesario volver a empezar. Si no es posible librarse incluso de la más mínima imperfección, tirar la piedra a la basura, sin piedad. Dentro de ese mínimo guijarro, cada palabra tiene el peso de una roca. Goce del escritor: la posibilidad de llegar de una sola vez desde la torpe materia prima hasta una joya perfecta. El misterio de la exploración minera. Cómo y adónde reconocer esa piedra preciosa perdida en la montaña de piedrecitas falsas, esa veta en la pared de roca que llevará al oro o al diamante. Prueba de calidad: como las pirañas, las brevedades son pequeñas y feroces. Más peligrosas, quizás, porque no necesitan actuar en cardumen. Si se ha conseguido atrapar una, es que está muerta. Sal, tornasol y espuma es todo lo que nos quedará en las manos. Una minificción viva tiene una peligrosa autonomía, resulta tan inasible y resbaladiza como cualquier pez o cualquier buen testo literario. Y cuando es realmente buena, muerde.
El escritor de microrrelatos, como todos, tiene sus ilusiones. Cree que hay un detalle del universo que lo explica y lo contiene: con su red y su lazo sale a la caza de ese ínfimo detalle esquivo. El universo, sin embargo, no tiene explicación ni tiene límites. De ese fracaso nace el microrrelato. Pero, aunque el misterio sea infinito, la técnica exige límites. El microrrelato puede resumir en una sola línea la historia de la humanidad, pero tiene hasta veinticinco para demorarse en un instante ínfimo, único, clave o banal de una vida. Un sector acotado, artificialmente cósmico, de la caótica realidad. Eso sí: será un universo mínimo. Lo que determina la proporción de caos que uno toma para construirlo. Un cosmos de pocas líneas puede contenerlo todo, pero es preferible que los muebles sean pequeños. Veinticinco líneas, es el límite establecido por la crítica para definir al microrrelato. ¿Y si las excede, qué? Habrá que cortarle los primeros renglones, o los últimos, como a los pies de las hermanas de Cenicienta, y a no protestar después si la hoja se mancha de sangre. No las hubieran hecho tan blancas.
El territorio de la minificción tiene límites políticos bien definidos con los países que lo rodean. Al norte, el país del cuento breve. Al sur, el país del chiste. Al este, las vastas praderas un poco monótonas del aforismo, la reflexión y la sentencia moral, algunas con sus pozos de autoayuda espiritual. Al oeste, el paisaje bello y atroz, siempre cambiante, de la poesía. En el centro de cada país, nadie tiene dudas sobre su nacionalidad. El problema es que los límites políticos son convencionales, arbitrarios, borrosos. A veces uno se distrae siguiendo un río por la selva y de golpe se encuentra sin querer del otro lado. ¿Perú, Brasil, Ecuador, Colombia, Venezuela? Qué importa: todo es la selva del Amazonas. Brevedades: ni al autor ni al lector le preocupan demasiado las clasificaciones. El descubrimiento que la crítica ha hecho del género minificción en los últimos veinte años se parece muchísimo al de Colón. Es francamente geográfico.
En realidad, las minificciones son tan poco novedosas como lo era América para sus pueblos originarios. Nacieron, por buenas razones mnemotécnicas, como literatura oral. El cuento popular, en buena parte, fue espontáneamente brevísimo. Y si se trata de productos literarios, cuando mi generación despertó a la lectura, la minificción ya estaba allí. Por ejemplo, Aloysius Bertrand, con su "Gaspard de la nuit" (publicado en 1842). Por ejemplo Michaux, y antes todavía los franceses rebeldes (Bretón, Artaud, Schwob, Lautreamont, etc.). Por ejemplo, Ramón Gómez de la Serna, con sus "Greguerías". Por ejemplo, Kafka. En la Argentina, habían producidos ya sus obras más importantes en el género todos nuestros maestros del cuento: Borges, Bioy, Cortázar, Denevi... Y en México, Arreola y Monterroso.
Técnica de lectura: no leerás más brevedades que las que seas capaz de disfrutar de una sentada. Consejo: no leerás más de diez minificciones (o como quieras llamarlas) de una vez, a menos que estés muy acostumbrado y/o seas un adicto empedernido. Dificultad de lectura una y otra vez negada, despreciada, como es despreciado el género por muchos lectores y críticos, sólo por ser breve. Una literatura poco comercial, duramente maltratada por el mercado editorial, que los editores publican rara vez, sobre todo por razones de prestigio y que, sin embargo, atrae sobre sí el anatema de lo fácil, como si se condensaran contra de su brevedad las más severas críticas a la sociedad en la que sobrevivimos. El auge de las brevedades, se dice, tiene que ver con nuestro mundo fugaz donde todo se consume deprisa.
Se les asesta la palabra "posmoderno", esgrimida como un insulto, como un sinónimo de "light". Se habla de que responden a la necesidad de satisfacción inmediata de una sociedad que ya no aprecia los placeres de la anticipación y la espera, sin considerar que la velocidad y el consumismo han llevado, precisamente, al extremo opuesto. Es cierto que hay un auge de producción de minificciones, sostenido por su difusión en Internet, pero es un curioso fenómeno de autores sin lectores. Si se observan las listas de "best-sellers", es evidente que nuestro mundo fugaz, donde todo se consume deprisa, aprecia por sobre todo los novelones de quinientas páginas para arriba. Si se observan las cifras de venta de los libros de microrrelato, es evidente que a nuestro mundo fugaz le importan un pimiento.
La circunstancia de que se tenga poco tiempo para leer, más esa real necesidad de satisfacción inmediata provoca, decía, el efecto contrario: la elección de novelones larguísimos, de alta densidad. En buena parte, porque el lector consumista odia las sorpresas. La televisión lo ha acostumbrado a los placeres de la repetición. En un "best-seller" de construcción decimonónica nunca lo va a perturbar ningún hallazgo inesperado. Es un libro tranquilo, que no lo va a morder. Una vez que el lector entró en la novela, puede dejarla en cualquier momento y retomar sin esfuerzo, entrando y saliendo de un mundo que ya conoce. En cambio en un libro de microficciones, como en un libro de cuentos, cada pequeño texto le exige otra vez el esfuerzo de concentración de un pequeño mundo a descubrir.
Técnica: como en las artes marciales en las que se aprovecha la fuerza del adversario, utilizar los conocimientos de lector, que sabe más de lo que cree. Misterio: el punto secreto de donde brota la energía que inicia el movimiento. Para aprovechar los conocimientos del lector, todos los lugares comunes de la cultura son bienvenidos: la biblia, la mitología grecorromana, las canciones y cuentos populares, los refranes. Todos los restos, muebles, columnas, rituales y juegos que arrastra la brusca corriente de la lengua. Técnicas que, por supuesto, no develan el misterio de su eficacia. Es que en el centro de la creación, está el misterio. Y al misterio apenas es posible aproximarse. Sólo la poesía, retrato de lo inexpresable, da en el blanco. Se invita a la razón a dar un paseo por los alrededores.