Ha firmado algunas de sus obras con los seudónimos Edgar Box, Cameron Kay o Katherine Everard; es un polemista contumaz y un ensayista pródigo, crítico mordaz del sistema de vida norteamericano; es un tipo rarísimo, un hombre irónico, extremo, punzante, tenaz censor del imperialismo y de la política antiterrorista de Estados Unidos. Para algunos, sus novelas, guiones de cine y obras de teatro son muchas y flojas u horribles; para otros, es uno de los escritores norteamericanos más importantes del siglo XX. Sus ideas políticas de reformista radical le granjearon la antipatía de buena parte de la sociedad de su país, ese país del que es un incomparable observador de su reverenciado pasado, de su desvalorizado presente y de su poco prometedor futuro. Quien cosecha opiniones tan dispares como contundentes es autor de una respetable carrera literaria conformada por algo más de veinte novelas, una docena de guiones cinematográficos y televisivos, otras tantas obras teatrales y una treintena de ensayos. Se trata de Gore Vidal (1925), escritor nacido en West Point, Nueva York, en el seno de una familia aristocrática del sur de Estados Unidos. Pasó gran parte de su niñez en Washington, donde estudió en las exclusivas Sidwell Friends School y St. Albans School. Pasó luego por la Phillips Exeter Academy de New Hampshire y posteriormente se alistó en el cuerpo de reservistas del ejército durante la Segunda Guerra Mundial. Publicó su primera novela, "Williwaw" cuando tenía diecinueve años, pero sería tras la aparición de "The city and the pillar" (La ciudad y el pilar de sal) -calificada por los sectores más conservadores como "basura obscena y perversa" (dada la condición de homosexual de su protagonista) pero alabada por los críticos- que Vidal obtuvo su primer suceso editorial. La publicación en 1950 de la novela "Dark green, bright red" (Verde oscuro, rojo brillante), supuso el comienzo una larga serie de trabajos cuyo trasfondo es el poder de ciertos grupos y las maquinaciones de las instituciones políticas de su país. Esto se vio reflejado, por ejemplo, en los ensayos "Decline and fall of the american empire" (Decadencia y caída del imperio americano), "Perpetual war for perpetual peace" (Guerra perpetua para una paz perpetua) e "Imperial America. Reflections on the United States of Amnesia" (América imperial. Reflexiones sobre los Estados Unidos de la Amnesia). Aunque centró principalmente su actividad en la ensayística, escribió una serie de siete novelas históricas -una crónica sustancial sobre los Estados Unidos- compuesta por "Burr", "1876", "Lincoln", "Empire" (Imperio), "Hollywood", "Washington D.C." y "The Golden Age" (La Edad de Oro); y otras de carácter despiadadamente satírico como "Myra Breckinridge", "Kalki", "Duluth", "Myron" y "The Smithsonian Institution" (La Institución Smithsoniana). Gore Vidal ha sostenido que la precipitación y la superficialidad son las enfermedades psíquicas del siglo XX: "en este mundo todo aquello que proporciona placer es automáticamente tildado de pecado y merecedor de la condena". Tal vez pecando de inmodestia, escribió sobre el orgullo para la serie del "The New York Times Book Review" sobre los pecados capitales.
ORGULLO
El orgullo, ¿es pecado? El Diccionario de Oxford lo define con su estirada formalidad inglesa: "Opinión superior y altanera que tiene una persona de sus propias cualidades, logros o posesiones". Ser tachado de orgulloso resulta, por lejos, la mayor humillación en esas brillantes y áridas islas donde la ignorancia debe ser exhibida con discreción. Al parecer, los romanos y los griegos tenían otras palabras para referirse al orgullo, de ninguna manera peyorativas. Odiseo, el griego arquetípico, se jactaba de ser el más inteligente de todos. Por supuesto, ni los griegos ni los romanos tenían una palabra para designar al pecado, concepto judeo-cristiano para el cual los alemanes sí tenían una palabra, "sunde", que el inglés antiguo incorporó como "syn". Es obvio que una persona altanera resulta pesada en cualquier tiempo y lugar, pero de seguro la risa es el mejor tónico para devolver a cualquiera a su nivel común. No es necesario rezar por él, ni castigarlo, por pecador. No obstante, el orgullo se incluye como el primero de los siete pecados capitales, y hace muy poco -por accidente, no por decisión- me di cuenta de por qué.
Siempre me... me enorgullecí de no leer extractos de mi propia obra en público, ni de aparecer con otros escritores en actos públicos, ni de afiliarme a organizaciones, excepto los sindicatos. En 1976, cuando me nombraron miembro del Instituto Nacional de Artes y Letras, de inmediato decliné tal honor aduciendo que ya era miembro de Diners Club. John Cheever se puso furioso conmigo: "Por lo menos, podrías haber dicho que eras miembro de Carte Blanche. Diners Club es vulgar". Hace un par de meses decliné a la elección como miembro de la Sociedad de Historiadores de los Estados Unidos; espero haberlo hecho de manera cortés.
El lema de James Joyce, "silencio, exilio y astuta destreza" es la culminación del orgullo artístico. Sin embargo, para quien tiene proclividad política, eso no sería posible. Aun siendo escritor, uno se sentiría muy solo si no fuera un ciudadano comprometido. Hace poco, Norman Mailer me preguntó si quería unirme a él y a otros dos escritores para la lectura de "Don Juan en los infiernos" de Ceorge Bernard Shaw. Lo recaudado iría al Actors Studio. Yo leería la parte del diablo, que es la que tiene las mejores líneas. De modo que, por caridad -¿o vanidad?- hice a un lado mi orgullosa regla y compartí el podio con tres escritores y el pálido fantasma de otro gran escritor. Pálido porque Shaw sólo atrae a quienes piensan que la sociedad humana puede ser mejorada a fuerza de voluntad e inteligencia humanas. Yo pertenezco al partido de Shaw, y también al del diablo, según descubrí cuando empecé a imbuirme de mi parte.
En un discurso muy largo, el diablo se justifica de manera harto atractiva; explica, también, que la mala prensa que ha recibido proviene de las hordas celestiales y sus admiradores terrenales. El diablo cree que la mala opinión de la que goza en Inglaterra es el resultado de un italiano y un inglés. El italiano, por supuesto, es Dante, y el inglés es John Milton. De manera algo gratuita, el diablo de Shaw observa que, como todo el mundo, nunca ha logrado terminar de leer "El paraíso perdido" ni "El paraíso recobrado". Si bien yo tuve mis problemas con el segundo, el primero es una obra maestra de nuestro idioma, y Lucifer, el Hijo de la Mañana, brilla de manera muy a trayente, mientras que Dios parece más arbitrario y más lleno de amor propio que nunca, ansioso, con orgullo solipsista, por oír sólo alabanzas de los coros angélicos y de esas dos tortas de barro, Adán y Eva, con las que a El le gustaba jugar.
La idea fantástica de Milton es que el orgulloso Lucifer, ángel aburrido, tienta a Adán y Eva con la única cosa que un gobernante totalitario debe ocultar a sus esclavos: el conocimiento. De manera más bien sorprendente, la primera pareja elige el conocimiento, o, mejor dicho, es ella quien lo elige. Perdamos el Paraíso; vayamos a procrear y a morir. Mientras tanto, Lucifer y su bando, expulsados del cielo, caen y caen y caen a través del Caos y la Noche Eterna hasta llegar al fondo, que es el infierno. Aquí podremos reinar seguros, y en mi decisión por reinar, aunque sea en el infierno, vale la ambición: mejor reinar en el infierno que servir en el cielo. Oí por primera vez estas palabras en 1941, pronunciadas por Edward G. Robinson en la película "El lobo del mar", basada en un relato de Jack London. Fue como una descarga eléctrica. La gran alternativa. No puedo hacer otra cosa. Optar por el brillante mundo. Reinar y no servir. Decir "no". Tal fue mi introducción a Milton y al orgullo de Lucifer.
Me crié en una familia sureña librepensadora en la que el orgullo por el clan podía conducir a toda suerte de locuras, al mismo tiempo que a sacrificios ejemplares. Mi bisabuelo estuvo sentado un día entero en la escalinata de los tribunales de Walthall, en el estado de Mississippi, debatiendo si luchar con el resto del clan en una guerra civil que sabía muy bien no podría ganarse, y por una causa que despreciaba. El orgullo requería que luchara con su clan; cayó en Shiloh. Cincuenta años después, en el Senado, su hijo desafió al líder de su partido, el presidente Woodrow Wilson, en la cuestión de si los Estados Unidos debían o no entrar en la Primera Guerra Mundial. La Cámara de Comercio de Oklahoma City le envió un telegrama en que le decía que si no apoyaba la guerra se convertiría en ex senador. El les envió otro telegrama: "¿Cuántos de sus miembros están en edad de ser reclutados?". Se quedó sin cargo, tal cual le habían prometido.
Hay un olorcillo a sulfuro aquí, quizá, pero también está la idea de que cada uno es el juez final y definitivo de lo que debe hacerse, a pesar de las seductoras tentaciones y severos edictos de los dioses. En ausencia de un dios celestial o un gobernante terrenal totalitario, siempre existe la molesta dictadura de la mayoría estadounidense, que Tocqueville vio como oscuro reverso de nuestra "democracia".
Muy de acuerdo con la tradición familiar, en 1948 me encontré en contra de la corriente de las locas supersticiones de la mayoría con respecto al sexo, lo que me costó una buena caída: el crítico permanente del "The New York Times" no sólo no hizo una reseña bibliográfico-crítica de mi transgresora novela "La ciudad y el pilar de sal", sino que además le informó a mi editor que nunca volvería a leer, y mucho menos a comentar, un libro mío; mis seis libros siguientes fueron ignorados por ese diario. Pero el orgullo requería que yo me mantuviera en mis trece, y si la masa supersticiosa -o el gran Zeus mismo- desaprobaba, yo tomaría una actitud más rebelde aún y seguiría cayendo. Comprensiblemente, para la amedrentada mayoría, el orgullo es el "pecado" más enervante, porque el orgullo los desprecia tanto como Lucifer despreciara a Dios.
Es significativo que una historia que aparece en cultura tras cultura sea la del hombre que roba el fuego del cielo para beneficiar a la raza humana. Después que Prometeo robó el fuego para nosotros, terminó encadenado a una roca, mientras que un águila le roía eternamente el hígado. La venganza de Zeus es terrible, pero el Prometeo de Esquilo no se doblega; de hecho, maldice a Zeus y predice: "Que ejecute su orden, que reine durante su corto tiempo, tal cual sea su voluntad, porque no reinará mucho tiempo sobre los dioses".
Por eso, exaltemos al orgullo cuando desafía aquellos dominios y poderes que nos esclavizan. En mi propio caso, durante un cuarto de siglo me he rehusado a leer el "The New York Times", y mucho menos escribir para él; pero, como también observa, en forma algo críptica, Prometeo: "El tiempo, que se vuelve siempre más viejo, enseña a todas las cosas". O, como comenta el Dr. Johnson al reflexionar sobre el Evangelio según San Mateo: "El orgullo debe tener su caída". Lo que prueba que era lo legítimo y no una mera imitación.
27 de febrero de 2012
26 de febrero de 2012
Pecados capitales (7). William Trevor: la gula
William Trevor (1928) es artífice de una sólida obra literaria en la que se alternan la novela, el relato y la dramaturgia. Nació en Mitchelstown, County Cork, Irlanda, en cuya zona rural creció. Proveniente de una familia protestante de clase media, se educó en el Saint Columba's College antes de ingresar el Trinity College de Dublín, en el obtuvo un grado en Historia. Comenzó trabajando como profesor y escultor, tareas que abandonaría en 1960. En 1954 se instaló en Londres, donde se destacó como publicista antes de poder dedicarse por completo a la literatura en 1965. Su primera novela, "A standard of behaviour" (Un modelo de comportamiento), fue publicada en 1958, pero tuvo poco éxito entre la crítica. No obstante ello, siguió publicando novelas, relatos y cuentos cortos con un tono y una estrategia narrativa particulares: contar sucesos nimios como si fuesen de una importancia vital, y dejar que los pequeños gestos, las palabras apenas dichas, los amagos, las sospechas y las intenciones sirviesen para llevar adelante la insinuada acción. A partir de 1964, con la aparición de las novelas "The old boys" (Viejos muchachos) y "The boarding house" (La pensión), en las que exploró lugares comunes con una prosa elegante y una perfecta administración del "tempo" dramático, Trevor comenzó una larga trayectoria que lo llevaría a convertirse en un excepcional novelista, maestro de maestros en el arte de la insinuación, y a ser considerado el mejor escritor viviente de relatos en lengua inglesa. Aquella característica suya, la de describir los anhelos de hombres y mujeres atados a sus raíces tras un manto de tristeza y melancolía, laten en toda su obra posterior: las novelas "The distant past" (El pasado distante), "The silence in the garden" (El silencio en el jardín), "Two lives" (Dos vidas), "Felicia's journey" (El viaje de Felicia), "Death in summer" (Muerte en verano), "The story of Lucy Gault" (La historia de Lucy Gault) y "Love and summer" (Verano y amor). Lo mismo ocurre en su veintena de libros de relatos y obras teatrales. Trevor es autor también de varios libros de ensayos y de memorias, y es miembro de la Academia Irlandesa de Letras. En el artículo que escribió para el "The New York Times Book Review", Trevor ruega indulgencia a medida que paladea los excesos de la gula.
GULA
Algunos de nosotros nos reunimos de vez en cuando, aunque no muy seguido estos días, en el Gran Paradiso o en el Café Pelican. Antes era en el subsuelo de Bianchi, pero, como sucede siempre en Londres, Bianchi ya no existe. Ya no somos jóvenes ni del todo viejos. A nuestra edad comemos menos que antes, y también bebemos un poco menos, aunque no demasiado menos. Tenemos el pasado en común y por casualidad, en una oportunidad éramos clientes de Mr. Pinkerton, un contador que nos recomendamos entre nosotros en la década de 1960, pues considerábamos que obraba milagros. En el Gran Paradiso o en el Café Pelican siempre terminamos hablando de Mr. Pinkerton, acerca de sus pequeñas idiosincrasias y de la manera en que se diferenciaba de los contadores que conocimos después. Nos referimos al tema de la gula, pues fue la gula lo que terminó con él, o eso es lo que pensamos nosotros. Nos preguntamos acerca de su naturaleza y de la forma que adopta, y discutimos si Santo Tomás de Aquino estaba en lo cierto al considerarlo un pecado cuando, de manera más caritativa, podría ser llamado un desorden del comer. Recordamos otros ejemplos de excesos, y otros glotones que hemos conocido.
Recuerdo a aquellos serviciales compañeros de escuela dispuestos a comer nuestro budín o los sandwiches de salchicha, fríos y rancios, que habían sobrado del té del domingo, o los platos de avena cocida que, de lo contrario, terminaban detrás de los radiadores de la calefacción. Un hombre, a quien una vez acompañé en un viaje en tren, después de comer en el vagón comedor y de quejarse de la calidad de la comida, volvía a pedir el mismo menú otra vez. Pero el más memorable de todos era Mr. Pinkerton. Tenía cincuenta y tantos años cuando conocimos a este hombre jovial, de pelo color arena, de unos ciento cincuenta kilos de peso, con unos ojitos que parecían cabecitas de alfiler por la hinchazón de la carne que los rodeaba. Tenía una esposa, que nunca conocimos, ni siquiera vimos, pero a la que imaginábamos pequeña y nervuda, siempre con un delantal de cocina. Vivían en una casa de altos en Wimbledon, en el sudoeste de Londres. El matrimonio era un florecimiento tardío para ambos, y no tenía más de un mes de existencia cuando entregué mis modestos asuntos financieros en las manos de Mr. Pinkerton. Este fue uno de los primeros datos que me comunicó, y yo tuve la impresión, como pasó luego con el resto de mis amigos, de que la casa donde vivían pertenecía a Mrs. Pinkerton, y que el hecho de que ella fuera su propietaria había incidido en la decisión de que él renunciara a su condición de soltero.
Mr. Pinkerton ejercía su profesión en el comedor, una habitación pequeña y atestada de adornos. Maniobraba muy bien su corpulencia alrededor de la mesa, cubierta de libros mayores de páginas en blanco, lápices, gomas de borrar, un sacapuntas, un tintero y una lapicera. Minutos después regresaba con dos platos con sandwiches -de carne de vaca, jamón, pickles y queso, sardina, tomate, pepino- con el pan cortado grueso. En todas mis visitas a su comedor, el procedimiento nunca varió. No nos abocábamos a nuestra contabilidad antes de que llegaran los sandwiches, y cuando terminaba la sesión de trabajo aparecían los escones con manteca, para que el estómago no se quejara esa noche. Mr. Pinkerton pertenecía a una época muy anteriora la de la computación; de hecho, podría decirse que era anterior a la máquina de escribir, pues presentaba a Rentas sus informes con números escritos a mano con pequeños caracteres prolijos. Al transcribir los gastos -comidas fuera de casa, una proporción de calefacción y de la cuenta de luz, viajes fuera del Reino Unido con propósitos profesionales-, él estimaba antes de anotar. En sus cálculos no figuraban recibos ni ninguna otra evidencia de gastos. "¿Unas seiscientas libras, viejo? ¿O digamos setecientas, ochocientas?". Había un encabezado titulado "Copias sobrantes", que tenía algo que ver con la compra de los libros de uno con propósitos de promoción. Esto era lo que suponíamos los clientes literarios de Mr. Pinkerton: nosotros nunca hacíamos preguntas, nos limitábamos a aceptar las sumas que nos proponía. Pero entre las figurillas de porcelana del comedor, en las que abundaban los pastores y las pastoras, el ganado y los gansos, el término "Copias sobrantes" hizo su entrada en el idioma y hasta hoy aparece en las cuentas que se presentan a Rentas en Inglaterra. "¿El sueldo de su esposa, viejo?", preguntaba Mr. Pinkerton, lapicera en mano, sugiriendo una cantidad.
Algunas veces era él quien me visitaba a mí. Llegaba por la noche, invitado a cenar, pues había que retribuirle su hospitalidad. Siempre venía a pie, con su gran bastón ("por protección, viejo"), cruzando los dos parques que separaban nuestros barrios, acompañado por un labrador adecuado a su gran tamaño. La primera vez que vino, cuando nos sentamos a comer, pidió un "par de rebanadas de pan" para acompañar las papas, las verduras y la carne, y durante la comida repitió su pedido varias veces. Las veces siguientes mi mujer se anticipó a sus exigencias colocando a su alcance un pan entero, que él siempre terminaba junto con lo demás que consumía. "En realidad, no debería referirme a otros clientes, por supuesto", decía entre bocado y bocado, y luego procedía a darnos detalles de un caso del que se estaba ocupando en alguna ciudad del Norte, que resultaba importante porque pensaba establecer un precedente. "Esto pondrá en dificultades al inspector de réditos", predecía confidencialmente, acompañando sus palabras con una expresión de alegría. "Un ejemplo de astucia amigable", también solía decir, siempre listo para defender a su cliente en asuntos de impuestos.
Como tercera variante de entrevista, Mr. Pinkerton en ocasiones sugería un encuentro en un pub, el antiguo establecimiento de Henekey en Holborn donde, instalados en un reservado, lo veíamos engullir una cantidad de huevos escoceses y un par de platos de ensalada de papas. Una vez me dijo que eso era lo único que comía en un pub, pues lo consideraba "seguro". Yo no sabía qué quería decir con exactitud, ni tampoco los clientes entre quienes sus hábitos de glotonería eran un tema de conversación. Nos referíamos a sus predilecciones cuando él mismo las revelaba a alguno de nosotros: un gusto especial por zanahorias asadas, por los bizcochos helados que hacían en Wimbledon (jamás dejaba de llenarse los bolsillos con una buena provisión), por el té con budín inglés a media mañana, o por las salchichas (en una oportunidad llegó a comer cuarenta y una). Al parecer la gula se incluye entre los pecados capitales con los que vivimos porque ejemplifica una falta de moderación, cualidad que dignifica la condición humana. Como sus seis compañeros, carece de atractivos. Los muchachos que engullían los budines acumulados eran populares en el comedor, pero despreciados fuera de él. El hombre del vagón comedor que repetía el menú, causaba revulsión a los camareros, como se veía en su expresión. Todos apartamos los ojos cuando Mr. Pinkerton extendió la mano para engullir la salchicha número cuarenta y uno.
Aun así, no lo censurábamos. Llevaba nuestros asuntos con eficiencia, y, además, era divertido. Nos caía bien porque era misterioso y excéntrico, porque al trabajo rutinario que hacía para nosotros le infundía vida con los frutos de su memoria prodigiosa, almacenando hasta la información más insignificante. A veces, parecía saber aun más que nosotros. "Agosto 26 de 1952. El día que usted se casó, viejo. Un día martes, si mal no recuerdo". Siempre recordaba bien. Si alguno de nosotros debía cancelar una entrevista debido a una cita con el dentista, ese día y hora quedaban registrados para siempre. "La mañana del 4 de julio, viejo. Molar superior izquierdo, extraído". Para nosotros todo esto aligeraba el peso de los números y tasas y exigencias. Pinkerton era un hombre grande; comía para llenar su corpulencia. Jamás se nos ocurrió que su apetito amenazara el corazón de su existencia, como un tumor cruel. Sólo en forma retrospectiva nos parece que esa figura abotagada puede haber sentido la soledad, y que la pasión que lo hacía tan peculiar fuera, de alguna manera, siniestra. Sólo en forma retrospectiva es posible especular con cierta claridad acerca de la caída de Mr. Pinkerton, que para mí se inició de una manera imprevista un domingo por la mañana de 1967 cuando me pidió prestadas 500 libras. El inesperado pedido llegó por teléfono, y tal era mi fe en la respetabilidad y capacidad profesional de Mr. Pinkerton que le dije que sí, por supuesto. No sabía entonces que se había aproximado a varios otros clientes para requerir una suma similar. Algunos lo complacieron; otros, más prudentes, se negaron.
A medida que transcurrían los meses, él no satisfacía sus deudas. Lo que era peor, los últimos avisos de Rentas ahora eran seguidos por amenazas de juicio inmediato o embargo de bienes. Hasta llegaron hombres de sombrero hongo a nuestra puerta. "No hay que preocuparse, viejo", era la reacción repetida de Mr. Pinkerton, seguida de tranquilizadoras promesas de que ese mismo día él hablaría con el inspector a cargo, que era quien nos había metido en dificultades. Pero ahora no se dirigía con su perro, su bastón y su viejo maletín a la oficina local de Rentas. Los clientes de todo Londres de Mr. Pinkerton estaban en dificultades: todos recibíamos citaciones y debíamos presentarnos ante la Corte, donde recibíamos reprimendas, éramos objeto de una investigación y debíamos pagar multas. El teléfono de Mr. Pinkerton fue cortado; ya no contestaba las cartas. A instancias de un nuevo contador, fui a verlo a Wimbledon una fría mañana de invierno con la esperanza de recoger algunos de mis papeles. Mr. Pinkerton vestía harapos. Me explicó que estaba preparando la leña para el fuego y me condujo al comedor, donde no vi señales de ello. "Entraron ladrones, viejo", me dijo cuando le pregunté acerca de mis papeles, y cuando le sugerí que no creía que un ladrón se interesara en algo tan poco valioso como hojas de balance, me explicó que, además, habían tenido un incendio. Tenía ganas de preguntarle qué sucedía, por qué mentía acerca de sucesos que, como era evidente, no habían ocurrido, pero algo en sus ojitos me advirtió que se trataba de territorio privado, de manera que desistí.
No lo volví a ver, pero en aquellos días (nos reuníamos en Bianchi) de vez en cuando me llegaba un informe fragmentario acerca de su carrera subsiguiente. La compañía de hipotecas incautó la casa de Wimbledon; a él le quitaron el registro de contador; el matrimonio Pinkerton vivía ahora en un hospicio. Existía la teoría de que había destruido todos los papeles confiados a su cargo: una forma de suicidio simbólico. Un año después llegó la muerte real: cayó muerto en la calle. Nuestras especulaciones son un lamento en su memoria. Sus palabras nos llegan como un eco de sus días de apogeo. Latas de arvejas, porotos y albóndigas, remolachas en vinagre, pastelitos de manzana, nos aseguran que no pasará hambre de noche. Y más tarde, en sueños, volvemos a ver su mesa otra vez cubierta de vituallas: carne, sopa y apio con salsa de perejil, colifor y puerros y zanahorias asadas, puré de papas, papas fritas, crema pastelera, crema caramel, pellizcos de merengue con coñac, bocaditos de menta y confite gelatinoso.
Si algunos son elegidos para recibir los dones que elevan a la humanidad a su nivel más alto, ¿puede ser que otros sean elegidos para soportar las cargas y así se alcance alguna suerte de equilibrio? Y nos preguntamos si la gula de la que fuimos testigos no sería una forma de compensación por un vacío interior, si esa carga que se considera pecado no sería más complicada de lo que parecía. Meditamos acerca de todo esto, a pesar de que lo conocíamos bien. Al cabo dejamos la pregunta sin responder, como si, de alguna manera, así tuviera que ser. Cortés, ataviado con su traje azul, el obeso contador marchó, agradecido, a la tumba. En el Gran Paradiso o el Café Pelican, con su fantasma entre nosotros, él parece asegurarnos que así fue.
GULA
Algunos de nosotros nos reunimos de vez en cuando, aunque no muy seguido estos días, en el Gran Paradiso o en el Café Pelican. Antes era en el subsuelo de Bianchi, pero, como sucede siempre en Londres, Bianchi ya no existe. Ya no somos jóvenes ni del todo viejos. A nuestra edad comemos menos que antes, y también bebemos un poco menos, aunque no demasiado menos. Tenemos el pasado en común y por casualidad, en una oportunidad éramos clientes de Mr. Pinkerton, un contador que nos recomendamos entre nosotros en la década de 1960, pues considerábamos que obraba milagros. En el Gran Paradiso o en el Café Pelican siempre terminamos hablando de Mr. Pinkerton, acerca de sus pequeñas idiosincrasias y de la manera en que se diferenciaba de los contadores que conocimos después. Nos referimos al tema de la gula, pues fue la gula lo que terminó con él, o eso es lo que pensamos nosotros. Nos preguntamos acerca de su naturaleza y de la forma que adopta, y discutimos si Santo Tomás de Aquino estaba en lo cierto al considerarlo un pecado cuando, de manera más caritativa, podría ser llamado un desorden del comer. Recordamos otros ejemplos de excesos, y otros glotones que hemos conocido.
Recuerdo a aquellos serviciales compañeros de escuela dispuestos a comer nuestro budín o los sandwiches de salchicha, fríos y rancios, que habían sobrado del té del domingo, o los platos de avena cocida que, de lo contrario, terminaban detrás de los radiadores de la calefacción. Un hombre, a quien una vez acompañé en un viaje en tren, después de comer en el vagón comedor y de quejarse de la calidad de la comida, volvía a pedir el mismo menú otra vez. Pero el más memorable de todos era Mr. Pinkerton. Tenía cincuenta y tantos años cuando conocimos a este hombre jovial, de pelo color arena, de unos ciento cincuenta kilos de peso, con unos ojitos que parecían cabecitas de alfiler por la hinchazón de la carne que los rodeaba. Tenía una esposa, que nunca conocimos, ni siquiera vimos, pero a la que imaginábamos pequeña y nervuda, siempre con un delantal de cocina. Vivían en una casa de altos en Wimbledon, en el sudoeste de Londres. El matrimonio era un florecimiento tardío para ambos, y no tenía más de un mes de existencia cuando entregué mis modestos asuntos financieros en las manos de Mr. Pinkerton. Este fue uno de los primeros datos que me comunicó, y yo tuve la impresión, como pasó luego con el resto de mis amigos, de que la casa donde vivían pertenecía a Mrs. Pinkerton, y que el hecho de que ella fuera su propietaria había incidido en la decisión de que él renunciara a su condición de soltero.
Mr. Pinkerton ejercía su profesión en el comedor, una habitación pequeña y atestada de adornos. Maniobraba muy bien su corpulencia alrededor de la mesa, cubierta de libros mayores de páginas en blanco, lápices, gomas de borrar, un sacapuntas, un tintero y una lapicera. Minutos después regresaba con dos platos con sandwiches -de carne de vaca, jamón, pickles y queso, sardina, tomate, pepino- con el pan cortado grueso. En todas mis visitas a su comedor, el procedimiento nunca varió. No nos abocábamos a nuestra contabilidad antes de que llegaran los sandwiches, y cuando terminaba la sesión de trabajo aparecían los escones con manteca, para que el estómago no se quejara esa noche. Mr. Pinkerton pertenecía a una época muy anteriora la de la computación; de hecho, podría decirse que era anterior a la máquina de escribir, pues presentaba a Rentas sus informes con números escritos a mano con pequeños caracteres prolijos. Al transcribir los gastos -comidas fuera de casa, una proporción de calefacción y de la cuenta de luz, viajes fuera del Reino Unido con propósitos profesionales-, él estimaba antes de anotar. En sus cálculos no figuraban recibos ni ninguna otra evidencia de gastos. "¿Unas seiscientas libras, viejo? ¿O digamos setecientas, ochocientas?". Había un encabezado titulado "Copias sobrantes", que tenía algo que ver con la compra de los libros de uno con propósitos de promoción. Esto era lo que suponíamos los clientes literarios de Mr. Pinkerton: nosotros nunca hacíamos preguntas, nos limitábamos a aceptar las sumas que nos proponía. Pero entre las figurillas de porcelana del comedor, en las que abundaban los pastores y las pastoras, el ganado y los gansos, el término "Copias sobrantes" hizo su entrada en el idioma y hasta hoy aparece en las cuentas que se presentan a Rentas en Inglaterra. "¿El sueldo de su esposa, viejo?", preguntaba Mr. Pinkerton, lapicera en mano, sugiriendo una cantidad.
Algunas veces era él quien me visitaba a mí. Llegaba por la noche, invitado a cenar, pues había que retribuirle su hospitalidad. Siempre venía a pie, con su gran bastón ("por protección, viejo"), cruzando los dos parques que separaban nuestros barrios, acompañado por un labrador adecuado a su gran tamaño. La primera vez que vino, cuando nos sentamos a comer, pidió un "par de rebanadas de pan" para acompañar las papas, las verduras y la carne, y durante la comida repitió su pedido varias veces. Las veces siguientes mi mujer se anticipó a sus exigencias colocando a su alcance un pan entero, que él siempre terminaba junto con lo demás que consumía. "En realidad, no debería referirme a otros clientes, por supuesto", decía entre bocado y bocado, y luego procedía a darnos detalles de un caso del que se estaba ocupando en alguna ciudad del Norte, que resultaba importante porque pensaba establecer un precedente. "Esto pondrá en dificultades al inspector de réditos", predecía confidencialmente, acompañando sus palabras con una expresión de alegría. "Un ejemplo de astucia amigable", también solía decir, siempre listo para defender a su cliente en asuntos de impuestos.
Como tercera variante de entrevista, Mr. Pinkerton en ocasiones sugería un encuentro en un pub, el antiguo establecimiento de Henekey en Holborn donde, instalados en un reservado, lo veíamos engullir una cantidad de huevos escoceses y un par de platos de ensalada de papas. Una vez me dijo que eso era lo único que comía en un pub, pues lo consideraba "seguro". Yo no sabía qué quería decir con exactitud, ni tampoco los clientes entre quienes sus hábitos de glotonería eran un tema de conversación. Nos referíamos a sus predilecciones cuando él mismo las revelaba a alguno de nosotros: un gusto especial por zanahorias asadas, por los bizcochos helados que hacían en Wimbledon (jamás dejaba de llenarse los bolsillos con una buena provisión), por el té con budín inglés a media mañana, o por las salchichas (en una oportunidad llegó a comer cuarenta y una). Al parecer la gula se incluye entre los pecados capitales con los que vivimos porque ejemplifica una falta de moderación, cualidad que dignifica la condición humana. Como sus seis compañeros, carece de atractivos. Los muchachos que engullían los budines acumulados eran populares en el comedor, pero despreciados fuera de él. El hombre del vagón comedor que repetía el menú, causaba revulsión a los camareros, como se veía en su expresión. Todos apartamos los ojos cuando Mr. Pinkerton extendió la mano para engullir la salchicha número cuarenta y uno.
Aun así, no lo censurábamos. Llevaba nuestros asuntos con eficiencia, y, además, era divertido. Nos caía bien porque era misterioso y excéntrico, porque al trabajo rutinario que hacía para nosotros le infundía vida con los frutos de su memoria prodigiosa, almacenando hasta la información más insignificante. A veces, parecía saber aun más que nosotros. "Agosto 26 de 1952. El día que usted se casó, viejo. Un día martes, si mal no recuerdo". Siempre recordaba bien. Si alguno de nosotros debía cancelar una entrevista debido a una cita con el dentista, ese día y hora quedaban registrados para siempre. "La mañana del 4 de julio, viejo. Molar superior izquierdo, extraído". Para nosotros todo esto aligeraba el peso de los números y tasas y exigencias. Pinkerton era un hombre grande; comía para llenar su corpulencia. Jamás se nos ocurrió que su apetito amenazara el corazón de su existencia, como un tumor cruel. Sólo en forma retrospectiva nos parece que esa figura abotagada puede haber sentido la soledad, y que la pasión que lo hacía tan peculiar fuera, de alguna manera, siniestra. Sólo en forma retrospectiva es posible especular con cierta claridad acerca de la caída de Mr. Pinkerton, que para mí se inició de una manera imprevista un domingo por la mañana de 1967 cuando me pidió prestadas 500 libras. El inesperado pedido llegó por teléfono, y tal era mi fe en la respetabilidad y capacidad profesional de Mr. Pinkerton que le dije que sí, por supuesto. No sabía entonces que se había aproximado a varios otros clientes para requerir una suma similar. Algunos lo complacieron; otros, más prudentes, se negaron.
A medida que transcurrían los meses, él no satisfacía sus deudas. Lo que era peor, los últimos avisos de Rentas ahora eran seguidos por amenazas de juicio inmediato o embargo de bienes. Hasta llegaron hombres de sombrero hongo a nuestra puerta. "No hay que preocuparse, viejo", era la reacción repetida de Mr. Pinkerton, seguida de tranquilizadoras promesas de que ese mismo día él hablaría con el inspector a cargo, que era quien nos había metido en dificultades. Pero ahora no se dirigía con su perro, su bastón y su viejo maletín a la oficina local de Rentas. Los clientes de todo Londres de Mr. Pinkerton estaban en dificultades: todos recibíamos citaciones y debíamos presentarnos ante la Corte, donde recibíamos reprimendas, éramos objeto de una investigación y debíamos pagar multas. El teléfono de Mr. Pinkerton fue cortado; ya no contestaba las cartas. A instancias de un nuevo contador, fui a verlo a Wimbledon una fría mañana de invierno con la esperanza de recoger algunos de mis papeles. Mr. Pinkerton vestía harapos. Me explicó que estaba preparando la leña para el fuego y me condujo al comedor, donde no vi señales de ello. "Entraron ladrones, viejo", me dijo cuando le pregunté acerca de mis papeles, y cuando le sugerí que no creía que un ladrón se interesara en algo tan poco valioso como hojas de balance, me explicó que, además, habían tenido un incendio. Tenía ganas de preguntarle qué sucedía, por qué mentía acerca de sucesos que, como era evidente, no habían ocurrido, pero algo en sus ojitos me advirtió que se trataba de territorio privado, de manera que desistí.
No lo volví a ver, pero en aquellos días (nos reuníamos en Bianchi) de vez en cuando me llegaba un informe fragmentario acerca de su carrera subsiguiente. La compañía de hipotecas incautó la casa de Wimbledon; a él le quitaron el registro de contador; el matrimonio Pinkerton vivía ahora en un hospicio. Existía la teoría de que había destruido todos los papeles confiados a su cargo: una forma de suicidio simbólico. Un año después llegó la muerte real: cayó muerto en la calle. Nuestras especulaciones son un lamento en su memoria. Sus palabras nos llegan como un eco de sus días de apogeo. Latas de arvejas, porotos y albóndigas, remolachas en vinagre, pastelitos de manzana, nos aseguran que no pasará hambre de noche. Y más tarde, en sueños, volvemos a ver su mesa otra vez cubierta de vituallas: carne, sopa y apio con salsa de perejil, colifor y puerros y zanahorias asadas, puré de papas, papas fritas, crema pastelera, crema caramel, pellizcos de merengue con coñac, bocaditos de menta y confite gelatinoso.
Si algunos son elegidos para recibir los dones que elevan a la humanidad a su nivel más alto, ¿puede ser que otros sean elegidos para soportar las cargas y así se alcance alguna suerte de equilibrio? Y nos preguntamos si la gula de la que fuimos testigos no sería una forma de compensación por un vacío interior, si esa carga que se considera pecado no sería más complicada de lo que parecía. Meditamos acerca de todo esto, a pesar de que lo conocíamos bien. Al cabo dejamos la pregunta sin responder, como si, de alguna manera, así tuviera que ser. Cortés, ataviado con su traje azul, el obeso contador marchó, agradecido, a la tumba. En el Gran Paradiso o el Café Pelican, con su fantasma entre nosotros, él parece asegurarnos que así fue.
25 de febrero de 2012
Pecados capitales (6). John Updike: la lujuria
El escritor estadounidense John Updike (1932-2009) es conocido principalmente por retratar con talento incuestionable y una prosa de una fría perfección a la clase media norteamericana. Con un estilo punzante, sarcástico y sin una pizca de frivolidad, describió los vicios y virtudes de la vida cotidiana de ésta en los suburbios. Fue un observador minucioso de la realidad y, a través de sus personajes -modélicos de aquella nación- expresó sus opiniones sobre los problemas de la sociedad contemporánea de su país, una comunidad ingenua que "encuentra en el cine y la religión dos vías de escape" y que "no comprende su drama individual ni colectivo", e ilustró el declive de Estados Unidos con una solidez de planteamiento y una unidad de visión inigualables. Nacido en Shillington, Pennsylvania, estudió en la Escuela Superior de esa ciudad y en las universidades de Harvard y Oxford. Entre 1955 y 1957 fue reportero de la revista "The New Yorker"; luego se mudó a Ipswich, Massachusetts, y se dedicó por entero a la literatura. Escritor sumamente prolífico, practicó su oficio de manera rigurosa y amena, y, a lo largo de cinco décadas, no dejó ningún género literario sin tocar. Su abundante producción abarca alrededor de sesenta volúmenes entre novelas, poesía, teatro, libros de cuentos y ensayos sobre todos los temas imaginables, desde el golf a los dinosaurios. Publicó su primer libro, "The carpentered hen" (La gallina de la carpintería), una colección de poemas, en 1958. Ese mismo año apareció su primera novela, "The poorhouse fair" (La feria del asilo) y al siguiente su primer libro de cuentos: "The same door" (La misma puerta), que tienen en común el tono de ironía y de nostalgia. Luego llegaría su famosísima serie de Harold Angstrom, apodado "Conejo", personaje que apareció en las novelas "Rabbit, run" (Corre, Conejo), "Rabbit redux" (El regreso de Conejo), "Rabbit is rich" (Conejo es rico), "Rabbit at rest" (Conejo en paz) y "Rabbit remembered" (Conejo en el recuerdo). Otras de sus obras son las novelas "Of the farm" (En torno a la granja), "The centaur" (El centauro), "The witches of Eastwick" (Las brujas de Eastwick) y la serie de Henry Bech: "Bech, a book" (El Libro de Bech), "Bech is back" (El regreso de Bech) y "Bech at bay" (Bech en la bahía). También destacan las colecciones de relatos "The music school" (La escuela de música) y "The afterlife" (Lo que queda por vivir), y los libros de ensayos "Hugging the shore" (Alcanzando la orilla), "Just looking" (Solo mirando) y "Due considerations. Essays and criticism" (Consideraciones debidas. Ensayos y críticas). Para la serie de pecados capitales del "The New York Times Book Review", Updike asumió el rol de abogado del diablo para tratar el tema de la lujuria.
LUJURIA
La palabra originariamente significaba placer, luego fue modulada para querer decir deseo y, de manera específica, deseo sexual. ¿Cómo puede ser un pecado el deseo sexual? ¿Acaso Dios no instruyó a Adán y Eva a que fueran fructíferos y se multiplicaran? Al crear a la mujer de la costilla de Adán, ¿no dijo acaso que "por lo tanto el hombre dejará a su padre y a su madre, y será leal a su mujer, y ellos serán una sola carne"? La unidad de la carne, en sí, es metáfora vívida de la copulación. El mundo orgánico está empapado de sexo. Lucrecio, en su épica "Sobre la naturaleza de las cosas", comienza saludando a Venus: "Sí, a través de mares y montañas y violentos ríos y frondosas guaridas de aves y verdes llanuras, tú infundes de amor los corazones de todos y haces que, en caliente deseo, renueven su raza, cada uno en su especie". Venus misma, según la vehemente traducción de Cyril Bailey, es "piloto de la naturaleza de las cosas"; sin su ayuda, nada "se origina en las brillantes riberas de la luz, ni crece alegre o hermoso". Dos milenios después de Lucrecio y sus colegas latinos, esos celebradores del amor todopoderoso, Freud y sus discípulos reconfirman la naturaleza inescapablemente sexual de la humanidad, anunciando el perjicio, para no decir la futilidad, de la represión sexual. ¡Qué entraño suena en los oídos modernos el concepto de que la lujuria -el deseo sexual que crece en nosotros de manera tan involuntaria como la saliva- sea algo malo! Fue con nerviosa hilaridad que recibimos la famosa confesión de Jimmy Carter: "He mirado a muchas mujeres con lujuria. He cometido adulterio en mi corazón muchas veces". Carter era canditado a presidente en ese entonces; su rival, el entonces presidente Gerald Ford, era un hombre más típicamente postfreudiano. Cuando le preguntaron cuántas veces hacía el amor, respondió sanamente: "Todas las veces que puedo". La impotencia, la frigidez, la falta de atractivo: tales son los pecados de que nos avergonzamos.
Sin embargo, para los primeros moralistas cristianos, entre quienes los más grandes son San Pablo y Agustín, el cuerpo era una bestia que debía ser domesticada, no un amo a quien servir. En aquel decadente y brutal mundo romano del siglo primero, es probable que a Pablo el sexo no le pareciera algo demasiado importante; el mundo estaba condenado a ser destruido por el Segundo Advenimiento de Cristo, y la procreación, fundamental en el Antiguo Testamento, ya no resultaba pertinente. El capítulo séptimo de la primera epístola de Pablo a los corintios considera en forma enérgica el tópico que éstos proponían: "Es bueno que el hombre no toque a la mujer". Pablo está de acuerdo, con una famosa salvedad: "Digo por ello a los solteros y a los viudos que es bueno para ellos si pueden tolerarlo como yo. Pero si no pueden contenerse, que se casen, porque es preferible casarse a arder". Agustín había tenido más experiencia que Pablo; en el "caldero de amores disolutos" de Cartago, según leemos en las "Confesiones", se "enamoró de hacer el amor". En algunos capítulos, después de bosquejar su vida cuando joven y a su concubina, le confiesa a Dios: "Te recé pidiéndote castidad, diciéndote que me dieras castidad y continencia, aunque todavía no. Pues temía que respondieras de inmediato a mi plegaria y me curaras demasiado pronto de la enfermedad de la lujuria, que quería satisfacer, no sofocar". Pasó su juventud, y lo peor de los ardores, y como obispo africano acosado por donatistas y pelagianos, desarrolló una teología pesimista que virtualmente identificaba la sexualidad humana con el pecado original. Si bien las insistencias más violentas de Agustín (como por ejemplo acerca de la condenación de los infantes y la predestinación) recordaban a los demás cristianos del maniqueísmo al que se había convertido durante un tiempo, su teología paso a ser una de las bases sobre la cual la Iglesia instituyó una guerra de mil años contra la carne: para los santos, la mortificación, para los laicos, la regulación.
Pone a prueba la paciencia de un protestante el tener que leer el artículo de la "Enciclopedia católica" sobre la lujuria, con su remilgada obstinación y prolijidad burocráticas. Repetidas veces se invoca un supuesto orden, descripto como natural y racional: "Una acción lujuriosa es una actividad que hace un uso desordenado del placer sexual, no sólo porque es contraria al propósito biológico, social o moral de la actividad sexual, sino también porque somete a lo espiritual del hombre a los valores de un grosero orden material, actuando como fuerza desintegradora de la personalidad humana". La lujuria conduce a "ceguera mental, precipitación, irreflexión, inconstancia, narcisismo y un apego excesivo al mundo material". El peligro latente de la enfermedad venérea reside en placeres ''meramente sensibles'' como "el deleite de acariciar un objeto suave", y mucho más en un beso humano. "La Iglesia condena la propuesta que sostiene que el beso que se da por placer carnal y que no involucra el peligro de un consentimiento adicional sea sólo un pecado venial". Es decir que un beso es pecado mortal. La actividad sexual tiene sólo dos objetivos legítimos: "la procreación de los hijos y el fomento del amor mutuo entre marido y mujer". Estrecha y pedante es la manera: se nos invita a considerar a dos pecadores contra el orden sexual, "una prostituta que ejerce su comercio por ganancia material sin goce físico, y... a un hombre casado que goza de una intimidad conyugal normal sin otro motivo que el del placer físico". La primera peca "contra el orden sexual sin cometer el pecado de lujuria", mientras que el segundo "comete el pecado de lujuria sin un pecado contra el orden sexual". Con placer, sin placer: todo está maldito. ¿Qué hombre o mujer en su sano juicio dudaría en abandonar de inmediato un campo minado tan traicionero y buscar refugio en el monasterio y el convento?
Sin embargo, ha triunfado el evangelio de Freud. Los conventos van desapareciendo, y a los sacerdotes los llevan a juicio por sus numerosas ofensas contra la castidad. El sexo es el gran desorganizador de la sociedad; los ascetas de antaño no se equivocaban en esc sentido. Las prohibiciones religiosas, embarazosamente detalladas, que al liberal moderno le parecen excesivas y ridículas -contra la masturbación, la anticoncepción, la homosexualidad y la sodomía, así llamada- eran intentos fragmentarios para emparedar los torrentes de lo polimórfico perverso que, en nuestro tiempo, han socavado de manera conspicua esas instituciones confinantes y todavía no reemplazadas: el matrimonio y la familia patriarcal. La pornografía y esa prima ligeramente más recatada, la publicidad, presentan un mundo ideal, y las pretensiones de lo ideal tensionan y fatigan la imperfecta realidad. Las expectativas sexuales privadas de los ciudadanos se derraman sobre la sociedad, produciendo divorcios, embarazos fuera del matrimonio y un aumento en una enfermedad venérea que es mortal de manera literal. Los conscientes amantes medievales que en medio de la pasión del sexo debían considerar si sus sensaciones concupiscentes se mantenían en línea con la "justa razón", encuentran su equivalente en los amantes modernos que no dejan de preguntarse cuáles fluidos corporales podrían infectar cuáles membranas susceptibles con el virus del HIV. Los que en el pasado propugnaban el "no" estaban en lo cierto por lo menos en esto: el sexo tiene consecuencias; no es una vacación que se toma del mundo.
Santo Tomás definió el pecado de lujuria como un desalineamiento con los propósitos procreativos de Dios. Otro sereno sistematizador, Spinoza, escribió en su "Etica": "La avaricia, la ambición, la lujuria, etc., no son más que una especie de locura". La locura debe evitarse por ser una desviación de la norma aristotélica de la sana moderación. De los siete pecados capitales, la gula y la pereza son pecados de exceso, de cantidad, más bien que de calidad, pues el animal humano debe tanto comer como descansar. También debe tener apetito carnal, podríamos decir, o de lo contrario, sublimarlo. Sin embargo, la lujuria, ¿es realmente tan simple y marginal a nuestro ser espiritual y mental como el comer y el dormir? Como concuerdan Freud y Agustín, ¿no es central a nuestra prometeica naturaleza humana? La lujuria, que comienza con una mirada, es una búsqueda, y su consumación, paso a paso, una forma del conocimiento. Nuestro apetito sexual no sólo nos une a ''las bestias del campo" y a nuestra madre del mundo de los espíritus -"la madre de toda la existencia", según Robert Graves, "el antiguo poder del temor y la lujuria"- sino que además pone en juego nuestras facultades más elegantes: de ostentación, relación social e idealización interior. Nos sentimos atraídos, no sólo al cuerpo de otra persona, sino a su psiquis, a esa brillante identidad no material que solía denominarse alma.
El amor romántico, que Denis de Rougemont ha descripto, de manera convincente, como una herejía perniciosa, enrarece la lujuria y la convierte en alejamiento angelical, estéril anhelo sin el cual este mundo nuestro de sueños que nos rodea y energiza, hecho de canciones, películas y obras de ficción, perdería su tópico principal. Esta interminable celebración del amor y sus frustraciones es una religión popular, que otorga dignidad y significación a lo efímero. El amor es supuestamente eterno, mientras que la lujuria es un proceso físico que tiene fin. Se relaciona con el "polvo". Andrew Marvell le ruega a su "esquiva dama" que sucumba antes de que "tu raro honor se troque en polvo,/ y se vuelva cenizas mi lujuria". Fue Shakespeare quien escribió el tratado definitivo en su soneto 129, que comienza: "El derroche del espíritu en un desierto de vergüenza/es lujuria en acción". La lujuria, dice, es "una carnada ingerida" y "una dicha a prueba, y probada, verdadera aflicción./ Antes, una felicidad propuesta, después, un sueño". Sin embargo, concluye, nadie "sabe bien/cómo evitar el cielo que conduce a los hombres a este infierno".
La Biblia, de hecho, no es muy severa con la lujuria. La disculpa de la mujer adúltera que hace Jesús, y su gusto por la compañía femenina de todas clases, dan un matiz templado a su ministerio (un lector de "The New York Times Book Review" escribió para señalar que Jesús también dijo, en el Sermón de la Montaña, tal cual es transcripto por San Mateo: "Quien mira a una mujer con lujuria ya ha cometido adulterio en su corazón. Y si tu ojo derecho te ofende, arráncatelo, y tíralo lejos de ti; pues es provechoso para ti que uno de los dos perezca, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno"). Como en todo San Mateo, Jesús se muestra severo y feroz, lo que no es característico de él. En el cuento de Hemingway "Que Dios les dé descanso, caballeros", un muchacho de dieciséis años, atormentado por la "horrenda lujuria", se toma en serio esas palabras y se corta el pene. La mayoría de los muchachos, como por ejemplo Jimmy Carter, no llegan a tanto.
El Antiguo Testamento contiene poesía erótica y una cantidad de episodios eróticos. La lujuria que siente el rey David por Betsabé lo lleva a espiarla en el baño desde un tejado; esto conduce al adulterio y al asesinato del marido, Uriah el hitita, pero no a la pérdida permanente de la condición de favorito de Dios que goza David. "Lo que ha hecho David desagrada a Dios", y Dios mata al primogénito de la pareja ilícita, pero luego Betsabé engendra a Salomón. De la lujuria proviene la sabiduría. Si Dios creó el mundo, entonces también creó el sexo, y una forma de interpretar este inextinguible interés sexual es como alabanza a la Creación. Dice la "Canción de Salomón": "La unión de tus muslos es como una joya, la obra de las manos de un diestro artífice".
Al admirar a otra persona, y al querer unir nuestra carne con la de esa persona, nos salimos de nuestra piel de una manera desinteresada y generosa, y entramos a compartir una sensación de belleza. Sin lujuria en el planeta, ¿qué crecería con felicidad y encanto? Hoy en día resulta fácil escribir perogrulladas liberales sobre el júbilo e inclusive la absoluta virtud de la actividad sexual. Lo que podemos perder con esta desenvoltura es el sentido del poder majestuoso que sentían los ascetas religiosos, el sentido del poder de la lujaria, capaz de unir a las almas a este mundo transitorio y traicionero, y de llevar a hombres y mujeres a extremos de obsesión. El sexo pierde algo cuando negamos su trágica contracara. Dice T.S. Eliot, al escribir sobre Baudelaire: "Por lo menos, él fue capaz de entender que el acto sexual como mal es más digno, menos aburrido, que el automatismo natural, animado y 'vital' del mundo moderno. Por lo menos para Baudelaire, la actividad sexual no es análoga a las sales de Kruschen". Es humano que cierto sentido de lo prohibido -lo que Freud llamaba "un obstáculo necesario para engrasar la marea de la libido y llevarla a su punto culminante"- otorgue a la lujuria su sabor y entusiasmo. Tal es la confusión de este mundo caído, donde los pecados yacen confundidos con la simiente del ser.
LUJURIA
La palabra originariamente significaba placer, luego fue modulada para querer decir deseo y, de manera específica, deseo sexual. ¿Cómo puede ser un pecado el deseo sexual? ¿Acaso Dios no instruyó a Adán y Eva a que fueran fructíferos y se multiplicaran? Al crear a la mujer de la costilla de Adán, ¿no dijo acaso que "por lo tanto el hombre dejará a su padre y a su madre, y será leal a su mujer, y ellos serán una sola carne"? La unidad de la carne, en sí, es metáfora vívida de la copulación. El mundo orgánico está empapado de sexo. Lucrecio, en su épica "Sobre la naturaleza de las cosas", comienza saludando a Venus: "Sí, a través de mares y montañas y violentos ríos y frondosas guaridas de aves y verdes llanuras, tú infundes de amor los corazones de todos y haces que, en caliente deseo, renueven su raza, cada uno en su especie". Venus misma, según la vehemente traducción de Cyril Bailey, es "piloto de la naturaleza de las cosas"; sin su ayuda, nada "se origina en las brillantes riberas de la luz, ni crece alegre o hermoso". Dos milenios después de Lucrecio y sus colegas latinos, esos celebradores del amor todopoderoso, Freud y sus discípulos reconfirman la naturaleza inescapablemente sexual de la humanidad, anunciando el perjicio, para no decir la futilidad, de la represión sexual. ¡Qué entraño suena en los oídos modernos el concepto de que la lujuria -el deseo sexual que crece en nosotros de manera tan involuntaria como la saliva- sea algo malo! Fue con nerviosa hilaridad que recibimos la famosa confesión de Jimmy Carter: "He mirado a muchas mujeres con lujuria. He cometido adulterio en mi corazón muchas veces". Carter era canditado a presidente en ese entonces; su rival, el entonces presidente Gerald Ford, era un hombre más típicamente postfreudiano. Cuando le preguntaron cuántas veces hacía el amor, respondió sanamente: "Todas las veces que puedo". La impotencia, la frigidez, la falta de atractivo: tales son los pecados de que nos avergonzamos.
Sin embargo, para los primeros moralistas cristianos, entre quienes los más grandes son San Pablo y Agustín, el cuerpo era una bestia que debía ser domesticada, no un amo a quien servir. En aquel decadente y brutal mundo romano del siglo primero, es probable que a Pablo el sexo no le pareciera algo demasiado importante; el mundo estaba condenado a ser destruido por el Segundo Advenimiento de Cristo, y la procreación, fundamental en el Antiguo Testamento, ya no resultaba pertinente. El capítulo séptimo de la primera epístola de Pablo a los corintios considera en forma enérgica el tópico que éstos proponían: "Es bueno que el hombre no toque a la mujer". Pablo está de acuerdo, con una famosa salvedad: "Digo por ello a los solteros y a los viudos que es bueno para ellos si pueden tolerarlo como yo. Pero si no pueden contenerse, que se casen, porque es preferible casarse a arder". Agustín había tenido más experiencia que Pablo; en el "caldero de amores disolutos" de Cartago, según leemos en las "Confesiones", se "enamoró de hacer el amor". En algunos capítulos, después de bosquejar su vida cuando joven y a su concubina, le confiesa a Dios: "Te recé pidiéndote castidad, diciéndote que me dieras castidad y continencia, aunque todavía no. Pues temía que respondieras de inmediato a mi plegaria y me curaras demasiado pronto de la enfermedad de la lujuria, que quería satisfacer, no sofocar". Pasó su juventud, y lo peor de los ardores, y como obispo africano acosado por donatistas y pelagianos, desarrolló una teología pesimista que virtualmente identificaba la sexualidad humana con el pecado original. Si bien las insistencias más violentas de Agustín (como por ejemplo acerca de la condenación de los infantes y la predestinación) recordaban a los demás cristianos del maniqueísmo al que se había convertido durante un tiempo, su teología paso a ser una de las bases sobre la cual la Iglesia instituyó una guerra de mil años contra la carne: para los santos, la mortificación, para los laicos, la regulación.
Pone a prueba la paciencia de un protestante el tener que leer el artículo de la "Enciclopedia católica" sobre la lujuria, con su remilgada obstinación y prolijidad burocráticas. Repetidas veces se invoca un supuesto orden, descripto como natural y racional: "Una acción lujuriosa es una actividad que hace un uso desordenado del placer sexual, no sólo porque es contraria al propósito biológico, social o moral de la actividad sexual, sino también porque somete a lo espiritual del hombre a los valores de un grosero orden material, actuando como fuerza desintegradora de la personalidad humana". La lujuria conduce a "ceguera mental, precipitación, irreflexión, inconstancia, narcisismo y un apego excesivo al mundo material". El peligro latente de la enfermedad venérea reside en placeres ''meramente sensibles'' como "el deleite de acariciar un objeto suave", y mucho más en un beso humano. "La Iglesia condena la propuesta que sostiene que el beso que se da por placer carnal y que no involucra el peligro de un consentimiento adicional sea sólo un pecado venial". Es decir que un beso es pecado mortal. La actividad sexual tiene sólo dos objetivos legítimos: "la procreación de los hijos y el fomento del amor mutuo entre marido y mujer". Estrecha y pedante es la manera: se nos invita a considerar a dos pecadores contra el orden sexual, "una prostituta que ejerce su comercio por ganancia material sin goce físico, y... a un hombre casado que goza de una intimidad conyugal normal sin otro motivo que el del placer físico". La primera peca "contra el orden sexual sin cometer el pecado de lujuria", mientras que el segundo "comete el pecado de lujuria sin un pecado contra el orden sexual". Con placer, sin placer: todo está maldito. ¿Qué hombre o mujer en su sano juicio dudaría en abandonar de inmediato un campo minado tan traicionero y buscar refugio en el monasterio y el convento?
Sin embargo, ha triunfado el evangelio de Freud. Los conventos van desapareciendo, y a los sacerdotes los llevan a juicio por sus numerosas ofensas contra la castidad. El sexo es el gran desorganizador de la sociedad; los ascetas de antaño no se equivocaban en esc sentido. Las prohibiciones religiosas, embarazosamente detalladas, que al liberal moderno le parecen excesivas y ridículas -contra la masturbación, la anticoncepción, la homosexualidad y la sodomía, así llamada- eran intentos fragmentarios para emparedar los torrentes de lo polimórfico perverso que, en nuestro tiempo, han socavado de manera conspicua esas instituciones confinantes y todavía no reemplazadas: el matrimonio y la familia patriarcal. La pornografía y esa prima ligeramente más recatada, la publicidad, presentan un mundo ideal, y las pretensiones de lo ideal tensionan y fatigan la imperfecta realidad. Las expectativas sexuales privadas de los ciudadanos se derraman sobre la sociedad, produciendo divorcios, embarazos fuera del matrimonio y un aumento en una enfermedad venérea que es mortal de manera literal. Los conscientes amantes medievales que en medio de la pasión del sexo debían considerar si sus sensaciones concupiscentes se mantenían en línea con la "justa razón", encuentran su equivalente en los amantes modernos que no dejan de preguntarse cuáles fluidos corporales podrían infectar cuáles membranas susceptibles con el virus del HIV. Los que en el pasado propugnaban el "no" estaban en lo cierto por lo menos en esto: el sexo tiene consecuencias; no es una vacación que se toma del mundo.
Santo Tomás definió el pecado de lujuria como un desalineamiento con los propósitos procreativos de Dios. Otro sereno sistematizador, Spinoza, escribió en su "Etica": "La avaricia, la ambición, la lujuria, etc., no son más que una especie de locura". La locura debe evitarse por ser una desviación de la norma aristotélica de la sana moderación. De los siete pecados capitales, la gula y la pereza son pecados de exceso, de cantidad, más bien que de calidad, pues el animal humano debe tanto comer como descansar. También debe tener apetito carnal, podríamos decir, o de lo contrario, sublimarlo. Sin embargo, la lujuria, ¿es realmente tan simple y marginal a nuestro ser espiritual y mental como el comer y el dormir? Como concuerdan Freud y Agustín, ¿no es central a nuestra prometeica naturaleza humana? La lujuria, que comienza con una mirada, es una búsqueda, y su consumación, paso a paso, una forma del conocimiento. Nuestro apetito sexual no sólo nos une a ''las bestias del campo" y a nuestra madre del mundo de los espíritus -"la madre de toda la existencia", según Robert Graves, "el antiguo poder del temor y la lujuria"- sino que además pone en juego nuestras facultades más elegantes: de ostentación, relación social e idealización interior. Nos sentimos atraídos, no sólo al cuerpo de otra persona, sino a su psiquis, a esa brillante identidad no material que solía denominarse alma.
El amor romántico, que Denis de Rougemont ha descripto, de manera convincente, como una herejía perniciosa, enrarece la lujuria y la convierte en alejamiento angelical, estéril anhelo sin el cual este mundo nuestro de sueños que nos rodea y energiza, hecho de canciones, películas y obras de ficción, perdería su tópico principal. Esta interminable celebración del amor y sus frustraciones es una religión popular, que otorga dignidad y significación a lo efímero. El amor es supuestamente eterno, mientras que la lujuria es un proceso físico que tiene fin. Se relaciona con el "polvo". Andrew Marvell le ruega a su "esquiva dama" que sucumba antes de que "tu raro honor se troque en polvo,/ y se vuelva cenizas mi lujuria". Fue Shakespeare quien escribió el tratado definitivo en su soneto 129, que comienza: "El derroche del espíritu en un desierto de vergüenza/es lujuria en acción". La lujuria, dice, es "una carnada ingerida" y "una dicha a prueba, y probada, verdadera aflicción./ Antes, una felicidad propuesta, después, un sueño". Sin embargo, concluye, nadie "sabe bien/cómo evitar el cielo que conduce a los hombres a este infierno".
La Biblia, de hecho, no es muy severa con la lujuria. La disculpa de la mujer adúltera que hace Jesús, y su gusto por la compañía femenina de todas clases, dan un matiz templado a su ministerio (un lector de "The New York Times Book Review" escribió para señalar que Jesús también dijo, en el Sermón de la Montaña, tal cual es transcripto por San Mateo: "Quien mira a una mujer con lujuria ya ha cometido adulterio en su corazón. Y si tu ojo derecho te ofende, arráncatelo, y tíralo lejos de ti; pues es provechoso para ti que uno de los dos perezca, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno"). Como en todo San Mateo, Jesús se muestra severo y feroz, lo que no es característico de él. En el cuento de Hemingway "Que Dios les dé descanso, caballeros", un muchacho de dieciséis años, atormentado por la "horrenda lujuria", se toma en serio esas palabras y se corta el pene. La mayoría de los muchachos, como por ejemplo Jimmy Carter, no llegan a tanto.
El Antiguo Testamento contiene poesía erótica y una cantidad de episodios eróticos. La lujuria que siente el rey David por Betsabé lo lleva a espiarla en el baño desde un tejado; esto conduce al adulterio y al asesinato del marido, Uriah el hitita, pero no a la pérdida permanente de la condición de favorito de Dios que goza David. "Lo que ha hecho David desagrada a Dios", y Dios mata al primogénito de la pareja ilícita, pero luego Betsabé engendra a Salomón. De la lujuria proviene la sabiduría. Si Dios creó el mundo, entonces también creó el sexo, y una forma de interpretar este inextinguible interés sexual es como alabanza a la Creación. Dice la "Canción de Salomón": "La unión de tus muslos es como una joya, la obra de las manos de un diestro artífice".
Al admirar a otra persona, y al querer unir nuestra carne con la de esa persona, nos salimos de nuestra piel de una manera desinteresada y generosa, y entramos a compartir una sensación de belleza. Sin lujuria en el planeta, ¿qué crecería con felicidad y encanto? Hoy en día resulta fácil escribir perogrulladas liberales sobre el júbilo e inclusive la absoluta virtud de la actividad sexual. Lo que podemos perder con esta desenvoltura es el sentido del poder majestuoso que sentían los ascetas religiosos, el sentido del poder de la lujaria, capaz de unir a las almas a este mundo transitorio y traicionero, y de llevar a hombres y mujeres a extremos de obsesión. El sexo pierde algo cuando negamos su trágica contracara. Dice T.S. Eliot, al escribir sobre Baudelaire: "Por lo menos, él fue capaz de entender que el acto sexual como mal es más digno, menos aburrido, que el automatismo natural, animado y 'vital' del mundo moderno. Por lo menos para Baudelaire, la actividad sexual no es análoga a las sales de Kruschen". Es humano que cierto sentido de lo prohibido -lo que Freud llamaba "un obstáculo necesario para engrasar la marea de la libido y llevarla a su punto culminante"- otorgue a la lujuria su sabor y entusiasmo. Tal es la confusión de este mundo caído, donde los pecados yacen confundidos con la simiente del ser.
24 de febrero de 2012
Pecados capitales (5). Mary Gordon: la ira
La escritora y profesora de Literatura del Barnard College Mary Gordon (1949), nacida en Far Rockaway, Nueva York, eligió discutir los placeres de la ira para la convocatoria del "The New York Times Book Review". En 1979 publicó su primera novela, "Final payments" (Cuentas saldadas), con un gran éxito de crítica, a la que luego le siguieron "The company of women" (La compañía de las mujeres), "Men and angels" (Hombres y ángeles), "The other side" (El otro lado), "Spending" (El gasto), "Pearl" (Redención) y "The love of my youth" (El amor de mi juventud). Ha publicado también una colección de cuentos cortos, "Temporary shelter" (Refugio temporal) y otra de novelas cortas: "The rest of life" (Mujeres: tres relatos). Gordon, autora además de varios libros de memorias, ensayos y crítica literaria, suele abordar en sus obras -haciendo hincapié en pequeños detalles cotidianos- la moral cristiana, la responsabilidad doméstica, el deseo sexual femenino, los estragos y virtudes de la educación católica y las vicisitudes de las mujeres que luchan con su propia imagen y buscan encontrarse a sí mismas. Sus personajes -mayoritariamente femeninos- son, por lo general, gentes silenciosas que se esfuerzan por encontrar respuestas a la vida; aquellas que, tradicionalmente, se resolvían por la religión y que ahora sienten caducas. Encasillada por la crítica como una escritora católica feminista, su obra de ficción aborda, en definitiva, la evolución del papel de la religión en la vida moderna. En 2007 fue elegida como miembro de la American Academy of Arts and Letters.
IRA
El pecado no tendría sentido si no fuera el corredor del placer, pero el corredor de la ira tiene una vuelta particularmente seductora y engañosa. Más que los demás pecados, la ira puede verse como buena, inclusive, puede comenzar siéndolo. El mismo Jesucristo se mostró enojado, blandiendo su látigo y dando vuelta mesas de manera estremecedora: volaron monedas y palomas, y los malvados tramposos cayeron de rodillas para salvar su botín. Al parecer, es hereditaria: el personaje más airado del Antiguo Testamento es, por una gran diferencia, Dios. De todos los pecados, sólo la ira está relacionada en el idioma común con su doble virtud entrelazada: la justicia. "Ira justa", decimos. Es imposible siquiera empezar a imaginar una frase semejante con los demás pecados: por más que tratemos, no podemos decir "justa pereza" o "justa envidia", y mucho menos ese pecado mortal que es tan sustancioso y nutritivo como el mejor cereal para el desayuno, la "justa lujuria".
La ira es eléctrica, estimulante. La persona iracunda sabe, sin ninguna duda, que está viva. La condición de falta de vitalidad, o la vitalidad parcial, es tan frecuente y atemorizante, y la inercia tan común como el polvillo, que no sorprende que la ira parezca un tesoro. Atraviesa el cuerpo como un chorro de agua helada; llena las venas con un sentido de propósito; alerta al ojo y al oído indolente; las extremidades perezosas claman movimiento; los pulmones aletargados se enriquecen con la respiración fluida. La ira fluye por todo el cuerpo, de proa a popa, pero su fuente y centro es la boca. Su gusto proviene de esos sabores que atraen al paladar maduro y refinado: la mezcla de ácido, amargo, dulce y salado, y algo más, algo levemente atemorizante, algo químico o al menos inorgánico, algo insalubre, algo que sospechamos no debería estar allí, un sabor que nos desafía porque podría ser veneno. De lo contrario, basta pensar en todo lo que hemos aprendido a soportar primero, y luego a anhelar: gin con Campari, la avinagrada salsa de menta junto al cordero de Pascua, un helado de pomelo para limpiar el paladar entre platos pesados, la ensalada de rúcula y berro, la sal en el borde de la copa de margarita, todos los cuales parecen prometer la sabiduría y una salud bronca y ascética.
La alegría de la ira es la alegría -inolvidable en la niñez- de morder con un diente flojo. La pequeña espina (¡nuestra!) que se hunde en el tierno rosado de la encía, la exploración labial, la aspereza que podemos imponer a la espesa y tonta lengua (¿un castigo por las veces que nos falló al no producir la palabra correcta?) y el delicioso respingo cuando hemos ido demasiado lejos. La boca como un oráculo que lo contiene todo y que se autocontiene. La verdad: el dolor es posible. La libertad: soy capaz de infligirlo y de soportarlo. La dura competencia atlética, satisfactoria en última instancia debido al alarmante pero sin embargo tranquilizador sabor de la sangre. Inclusive las palabras subordinadas, los nombres de los compinches de la ira son placenteros a la lengua. El rencor, la venganza, la furia. Basta oír sus sonidos, sus vocales largas. No hay nada amordazado, nada se oculta ni protege al débil. Vivir furioso es olvidar que alguna vez fuimos débiles, creer que lo que los otros llaman debilidad es una impostura, algo fingido que uno exhibe y luego retira, como la inmolación sanitaria de una casa acosada por la plaga. La crueldad esencial para la salud de la nación entera, porque, después de todo, los débiles arrastran a los fuertes. El iracundo se regodea con su fortaleza y, tremendo como el ángel de la espada llameante, expulsa a los transgresores del jardín que mancillarían.
La mortal ira es un hambre, un apetito capaz de crecer como el de un glotón o un león, en busca de quién devorar. Una vez que la criatura se alimenta, se autohipnotiza. El brillante Ford Madox Ford creó un personaje inolvidable a quien sólo pone en movimiento la ira: Sylvia Tietjens, la bella y sádica esposa del héroe de la tetralogía "El final del desfile". La madre de Sylvia explica la ira de su hija usándose a sí misma como ejemplo: "Te digo que caminé detrás del hombre y casi grité, de fuerte que era mi deseo de hundirle las uñas en las venas del cuello. Era una fascinación". La fascinación comienza en la boca, luego viaja a la sangre, de allí a la mente, donde crea a un conocedor, a un perito. Uno empieza a notar el intrincado funcionamiento de su propia ira, y pronto la idolatra, se dedica a preservarla, como una gran obra de arte. La simple ira, que es superficial y no crea acostumbramiento, empieza con una acción única, y provoca una respuesta única y definida. Tú me has hecho esto, y yo te haré esto otro. Ojo por ojo y diente por diente. En este trato hay esperanza de un fin; con el tiempo ya no habrá más ojos ni más dientes. Pero la ira mortal es infinita; sus espirales, que emanan de sí mismos, se van haciendo cada vez más pequeños, pero no existe la posibilidad de que vuelvan hacia dentro, en una fecundación interior. La ira mortal es fanática del embellecimiento. La persona iracunda, como un príncipe renacentista con innumerables arcas, recorre el mundo en busca de la gema genuina, del pedacito de seda con el matiz más exquisito, un ápice de marfil perfecto, la hebra de oro más incandescente, las plumas del mirlo blanco.
La causa original de la ira, como el vil metal debajo del adorno, bien puede haber sido oscurecida hace mucho por la incrustación fantástica. Hasta el simple deseo de herir puede llegar a perderse en el detalle de la justificación de la herida o el perfeccionamiento del castigo. La ira cobra existencia propia, o se divorcia de la vida por asestar la muerte, negar la vida, o por la compulsión de hacerle imposible la vida a otro por el solo hecho de hacerlo, porque la vida del iracundo toma su forma del deseo del castigo. El hábito del castigo se adquiere con facilidad y se nutre a sí mismo. Tiene un alimento, abundante y fácil de obtener: la necesidad de culpar. En esto, es una tentativa realmente muy comprensible por hacer que un universo sin sentido cobre sentido. Todo lo que existe, sobre todo lo que uno desea que fuese diferente, debe tener su causa y, por ende, su causante. Quizá la persona dominada por la ira mortal sea, en el fondo, por esta razón, digna de lástima, como el gran inquisidor de Dostoyevski que exigía la muerte en gran escala para reducir el sufrimiento. Destruimos la aldea para poder salvarla. Yo te destruyo a ti porque todo lo que está mal es por tu causa. Lo accidental es un concepto inventado por los débiles: todo lo malo es por tu culpa. Y debo castigarte. Además, exijo que comprendas que mi castigo es justo.
Esta es la diferencia entre la ira buena y necesaria, la ira vivificante, y la ira mortal. La primera se relaciona con la justicia, la segunda con el castigo. Esta es la razón por la cual los griegos, que suponían que sus dioses eran irracionales, que mataban a los hombres como moscas para su propia diversión, escribieran sobre la ira de manera tan diferente a los del Antiguo Testamento, que suponían que Dios era un socio en su alianza. Los celos irracionales de Saúl, que lo acucian a buscar la muerte de David, son castigados por el Señor. La ira superior de Moisés, que hace que los levitas maten a miles de los hijos de Israel que adoraban al becerro de oro, es causada por el quebrantamiento de la ley. Pero Aquiles, al arrastrar el cadáver de Héctor alrededor de las murallas de Troya, no actúa por ningún impulso de justicia o de ley, sino por una exhibición de poderío, que mancilla su objeto. Al pensar que se ha arraigado en su objeto, la ira mortal lo abandona, y levanta vuelo en la nube negra de su propio dominio. El territorio de la ira mortal, con su propia cultura, sus propias leyes. Un territorio gobernado por un tirano tan obsesionado con el logro de su deseo que todo lo demás se pierde.
Recuerdo una historia que me relató una vez el escritor polaco Ryszard Kapuscinski acerca de Idi Amin. Como hacía con tanta frecuencia, Amin ordenó que uno de sus ministros fuera ejecutado en el acto. El hombre fue colgado. Al día siguiente, Amin preguntó por su amigo el ministro, tan divertido, y pidió que lo llevaran a él, pues quería verlo. Cuando le dijeron que el hombre había sido ejecutado, ordenó que se ejecutara a quienes habían obedecido su orden de matarlo. Al alimentarse a sí misma, la ira crea alrededor de sí misma la carne sobrealimentada de su indulgencia ilimitada. Al mismo tiempo emana un aliento ácido que marchita la esperanza, la juventud y la belleza. De manera que la persona iracunda es dos criaturas a la vez: grosera y bestial en la satisfacción de sus apetitos, y disecada, descarnada, casi esquelética por el esfuerzo de mantener activo el diminuto carbón que abastece su pasión.
Si la palabra "pecado" sigue teniendo sentido en una época en la que no hay posibilidad de redención, el sentido debe referirse a una distorsión tan severa que el yo reconocible se borra o se pierde. Muchos pensadores actuales desean abandonar la idea de un yo permanente y continuo; los novelistas siempre han sabido que el yo es transitorio, maleable, poroso. No obstante, algo reconocible, algo lo suficientemente constante para tener un nombre fijo parece perdurar, desde el nacimiento hasta la muerte. El pecado hace que el pecador sea irreconocible. Yo misma lo experimenté una vez, y lo recuerdo porque me asustó. Me convertí en un animal. Esta experiencia pecaminosa ocurrió -como tantas otras- en la ocasión de una cena. Era una tarde calurosa de agosto. Yo había invitado a cenar a diez personas. Nadie me ayudaba. Me sentía una víctima, por supuesto, como cualquiera en una cocina calurosa en la mitad del verano (es importante recordar que el hábito de autojustificación de la persona iracunda se relaciona, con frecuencia, con el hábito de considerarse una víctima). Había estado picando, revolviendo, inclinada sobre la hornalla, y ¡sola, sola! El calor del horno era mi purgatorio, mi prueba severa. Mi madre y mis hijos tuvieron la ocurrencia de pensar que era una buena ocasión para intentar la desobediencia civil. Tomaron ubicación en el auto y se rehusaron a moverse si no los llevaba a nadar. Mis hijos eran de una tierna edad entonces: cuatro y siete años. Mi madre tenía setenta y ocho y, excepto por su costumbre diaria de esgrima verbal, era una persona de salud endeble. Hacían sonar la bocina y gritaban mi nombre por la ventanilla, recordándome la promesa de llevarlos al lago. Los vecinos oían el alboroto.
Hay momentos en que un clisé popular se desprende del aburrido contexto del uso excesivo y cobra vida; éste fue uno de esos momentos. Perdí el sentido. Salté sobre el capó. Golpeé en el parabrisas. Les dije a mi madre y a mis hijos que nunca, jamás, los llevaría a ninguna parte, que ninguno de ellos iba a recibir a un amigo en la casa hasta la hora de su muerte, lo que esperaba que sucediera pronto. No podía dejar de golpear el parabrisas. Entonces sucedió lo que me atemorizó. Me convertí en un pájaro enorme. Un cuervo. Las piernas se me convirtieron en patas duras; los ojos se me agudizaron, llenos de malignidad. Me salió un pico asesino. Grasosas plumas negras tomaron el lugar de mis brazos. Y me puse a aletear y aletear, escondiendo la luz del sol. Cada vez que hundía el pico cerca de mis víctimas (parecían mis puños contra el parabrisas, pero en realidad era mi pico en sus cuellos) volvía para darles otro picotazo. El sabor a la sangre me extasiaba. Quería seguir picoteando para siempre. Quería llevarlos en mi pico sangriento y dejarlos caer sobre una roca, donde me alimentaría de sus cadáveres golpeados hasta que se me llenara mi estómago de ave de rapiña. No hablo en sentido figurado: me convertí en ese pájaro. Tuvieron que bajarme del auto por la fuerza, para que dejara de golpear el parabrisas. Aun entonces, no volví en mí. Cuando lo hice, me quedé espantada. Me di cuenta de que había asustado a mis hijos de verdad. Sobre todo, porque no me podían reconocer. Mi hijo me dijo: "Me asusté porque no sabía quién eras". Comprendo que no es éste un pecado grave. Sé que es así porque tiene su aspecto cómico, y el pecado mortal se caracteriza por su falta de humor, y el humor siempre se relaciona con la vida. Pero debido a esta experiencia (y a otras que no relataré) he llegado a entender el pecado mortal de la ira. Fui irreconocible para mí misma y, por un tiempo, para mi hijo, pero creo que hubiera sido reconocible para la mayoría del resto del mundo como humana. El pecado mortal hace que la gente se pregunte: "¿Cómo puede esta persona hacer algo así y seguir siendo humana?".
Los acontecimientos ocurridos en la ex Yugoslavia me parecen caracterizar a la perfección los resultados de la ira mortal. Nosotros, desde afuera, nos atormentamos y espantamos ante un comportamiento inimaginable en personas que creíamos tan parecidas a nosotros. No respondían a la imagen común que tenemos del otro: leían a los mismos filósofos y pasábamos las vacaciones junto a ellos, disfrutando de su comida, de su música, de su gracia. Y, sin embargo, ha surgido una suerte de horror incomprensible precisamente debido a una ira que ha perdido el control y se ha alimentado de sí misma hasta ocultar la mirada humana tras ojos abotagados por la ira. Personas que hace cinco años comían juntas, estudiaban juntas, e inclusive se casaban entre ellas, han jurado exterminarse las unas a las otras de una manera sangrienta y horripilante. Cientos de años de injusticias mutuas, atesoradas como textos sagrados, han sido resucitados, alimentados, de tal manera que ha surgido a la vida una criatura totalmente nueva, una criatura que conoce la ira y desconoce la visión. Una venganza hipnótica y enviciada, una acción irreflexiva lo domina todo, como una enfermedad. Miles de miles de mujeres han sido violadas: la fecundación ha pasado a ser una maldición, un castigo. Los viejos se mueren de hambre. Hermosas ciudades antiguas han quedado en ruinas. La causa original de la ira importa menos ahora que el ímpetu que ha tomado. Tal es el poder mortal de la ira: rueda y rueda montaña abajo como una enorme roca envuelta en llamas, aumentando en volumen y velocidad hasta que ya no hay esperanzas de que pueda detenerse. No se trata de que no exista una causa para la ira: la gruesa capa de injusticias reprimidas es la causa más generalizada. Pero debido al impulso mismo de la ira y su insaciable compulsión de destruirlo todo, las causas se olvidan para que se puedan alimentar las abiertas fauces.
La única forma de detener esta ira irracional es mediante un acto igualmente irracional de perdón. Es difícil de lograr, porque la ira es excitante y vivificante, y el perdón es tranquilo y, como la agricultura en pequeña escala o las tareas domésticas, su labor es intensiva y produce frutos pequeños. La ira tiene el encanto del sexo ilícito; el perdón los requerimientos siempre flexibles de un largo matrimonio. La ira alimenta una sensación de poder; el perdón nos recuerda nuestra humildad, esa mercancía tan poco popular, tan malinterpretada (Uriah Heep, en "David Copperfield" de Charles Dickens, no es humilde; Felicité, en "Un corazón sencillo" de Flaubert, lo es). Perdonar es renunciar al alborozo de creernos inexpugnables, de creer que estamos en lo cierto. "No hay causa, no hay causa", dice Cordelia al final de "El rey Lear", permitiendo que su quebrantado padre se convierta en "un tonto anciano afectuoso". "La gran ira... ha muerto en él", dice el médico. Pero las palabras de Cordelia trocan un lugar muerto en un jardín donde pueden sentarse a esperar lo que todos esperamos, la muerte que no podemos detener.
Sólo el silencio y el vacío que siguen a un momento de perdón pueden detener el monstruo de la ira mortal, la grotesca criatura alimentada y engordada con sangre inocente (y, ¿hay sangre que, en sí, no sea inocente?). El fin de la ira requiere una oscuridad, la oscuridad viviente en el centro de la nada que llega a conocer Lear, el negro de los últimos paneles de Mark Rothko, un negro que contiene en sí mismo, invisibles, los gérmenes de los cuales puede retejerse la vida y saltar. Su música es el silencio que está más allá hasta de la justicia, de la paz que supera al entendimiento, algo raro en toda una vida o una época, siempre un milagro inmerecido, superior a nuestras palabras.
IRA
El pecado no tendría sentido si no fuera el corredor del placer, pero el corredor de la ira tiene una vuelta particularmente seductora y engañosa. Más que los demás pecados, la ira puede verse como buena, inclusive, puede comenzar siéndolo. El mismo Jesucristo se mostró enojado, blandiendo su látigo y dando vuelta mesas de manera estremecedora: volaron monedas y palomas, y los malvados tramposos cayeron de rodillas para salvar su botín. Al parecer, es hereditaria: el personaje más airado del Antiguo Testamento es, por una gran diferencia, Dios. De todos los pecados, sólo la ira está relacionada en el idioma común con su doble virtud entrelazada: la justicia. "Ira justa", decimos. Es imposible siquiera empezar a imaginar una frase semejante con los demás pecados: por más que tratemos, no podemos decir "justa pereza" o "justa envidia", y mucho menos ese pecado mortal que es tan sustancioso y nutritivo como el mejor cereal para el desayuno, la "justa lujuria".
La ira es eléctrica, estimulante. La persona iracunda sabe, sin ninguna duda, que está viva. La condición de falta de vitalidad, o la vitalidad parcial, es tan frecuente y atemorizante, y la inercia tan común como el polvillo, que no sorprende que la ira parezca un tesoro. Atraviesa el cuerpo como un chorro de agua helada; llena las venas con un sentido de propósito; alerta al ojo y al oído indolente; las extremidades perezosas claman movimiento; los pulmones aletargados se enriquecen con la respiración fluida. La ira fluye por todo el cuerpo, de proa a popa, pero su fuente y centro es la boca. Su gusto proviene de esos sabores que atraen al paladar maduro y refinado: la mezcla de ácido, amargo, dulce y salado, y algo más, algo levemente atemorizante, algo químico o al menos inorgánico, algo insalubre, algo que sospechamos no debería estar allí, un sabor que nos desafía porque podría ser veneno. De lo contrario, basta pensar en todo lo que hemos aprendido a soportar primero, y luego a anhelar: gin con Campari, la avinagrada salsa de menta junto al cordero de Pascua, un helado de pomelo para limpiar el paladar entre platos pesados, la ensalada de rúcula y berro, la sal en el borde de la copa de margarita, todos los cuales parecen prometer la sabiduría y una salud bronca y ascética.
La alegría de la ira es la alegría -inolvidable en la niñez- de morder con un diente flojo. La pequeña espina (¡nuestra!) que se hunde en el tierno rosado de la encía, la exploración labial, la aspereza que podemos imponer a la espesa y tonta lengua (¿un castigo por las veces que nos falló al no producir la palabra correcta?) y el delicioso respingo cuando hemos ido demasiado lejos. La boca como un oráculo que lo contiene todo y que se autocontiene. La verdad: el dolor es posible. La libertad: soy capaz de infligirlo y de soportarlo. La dura competencia atlética, satisfactoria en última instancia debido al alarmante pero sin embargo tranquilizador sabor de la sangre. Inclusive las palabras subordinadas, los nombres de los compinches de la ira son placenteros a la lengua. El rencor, la venganza, la furia. Basta oír sus sonidos, sus vocales largas. No hay nada amordazado, nada se oculta ni protege al débil. Vivir furioso es olvidar que alguna vez fuimos débiles, creer que lo que los otros llaman debilidad es una impostura, algo fingido que uno exhibe y luego retira, como la inmolación sanitaria de una casa acosada por la plaga. La crueldad esencial para la salud de la nación entera, porque, después de todo, los débiles arrastran a los fuertes. El iracundo se regodea con su fortaleza y, tremendo como el ángel de la espada llameante, expulsa a los transgresores del jardín que mancillarían.
La mortal ira es un hambre, un apetito capaz de crecer como el de un glotón o un león, en busca de quién devorar. Una vez que la criatura se alimenta, se autohipnotiza. El brillante Ford Madox Ford creó un personaje inolvidable a quien sólo pone en movimiento la ira: Sylvia Tietjens, la bella y sádica esposa del héroe de la tetralogía "El final del desfile". La madre de Sylvia explica la ira de su hija usándose a sí misma como ejemplo: "Te digo que caminé detrás del hombre y casi grité, de fuerte que era mi deseo de hundirle las uñas en las venas del cuello. Era una fascinación". La fascinación comienza en la boca, luego viaja a la sangre, de allí a la mente, donde crea a un conocedor, a un perito. Uno empieza a notar el intrincado funcionamiento de su propia ira, y pronto la idolatra, se dedica a preservarla, como una gran obra de arte. La simple ira, que es superficial y no crea acostumbramiento, empieza con una acción única, y provoca una respuesta única y definida. Tú me has hecho esto, y yo te haré esto otro. Ojo por ojo y diente por diente. En este trato hay esperanza de un fin; con el tiempo ya no habrá más ojos ni más dientes. Pero la ira mortal es infinita; sus espirales, que emanan de sí mismos, se van haciendo cada vez más pequeños, pero no existe la posibilidad de que vuelvan hacia dentro, en una fecundación interior. La ira mortal es fanática del embellecimiento. La persona iracunda, como un príncipe renacentista con innumerables arcas, recorre el mundo en busca de la gema genuina, del pedacito de seda con el matiz más exquisito, un ápice de marfil perfecto, la hebra de oro más incandescente, las plumas del mirlo blanco.
La causa original de la ira, como el vil metal debajo del adorno, bien puede haber sido oscurecida hace mucho por la incrustación fantástica. Hasta el simple deseo de herir puede llegar a perderse en el detalle de la justificación de la herida o el perfeccionamiento del castigo. La ira cobra existencia propia, o se divorcia de la vida por asestar la muerte, negar la vida, o por la compulsión de hacerle imposible la vida a otro por el solo hecho de hacerlo, porque la vida del iracundo toma su forma del deseo del castigo. El hábito del castigo se adquiere con facilidad y se nutre a sí mismo. Tiene un alimento, abundante y fácil de obtener: la necesidad de culpar. En esto, es una tentativa realmente muy comprensible por hacer que un universo sin sentido cobre sentido. Todo lo que existe, sobre todo lo que uno desea que fuese diferente, debe tener su causa y, por ende, su causante. Quizá la persona dominada por la ira mortal sea, en el fondo, por esta razón, digna de lástima, como el gran inquisidor de Dostoyevski que exigía la muerte en gran escala para reducir el sufrimiento. Destruimos la aldea para poder salvarla. Yo te destruyo a ti porque todo lo que está mal es por tu causa. Lo accidental es un concepto inventado por los débiles: todo lo malo es por tu culpa. Y debo castigarte. Además, exijo que comprendas que mi castigo es justo.
Recuerdo una historia que me relató una vez el escritor polaco Ryszard Kapuscinski acerca de Idi Amin. Como hacía con tanta frecuencia, Amin ordenó que uno de sus ministros fuera ejecutado en el acto. El hombre fue colgado. Al día siguiente, Amin preguntó por su amigo el ministro, tan divertido, y pidió que lo llevaran a él, pues quería verlo. Cuando le dijeron que el hombre había sido ejecutado, ordenó que se ejecutara a quienes habían obedecido su orden de matarlo. Al alimentarse a sí misma, la ira crea alrededor de sí misma la carne sobrealimentada de su indulgencia ilimitada. Al mismo tiempo emana un aliento ácido que marchita la esperanza, la juventud y la belleza. De manera que la persona iracunda es dos criaturas a la vez: grosera y bestial en la satisfacción de sus apetitos, y disecada, descarnada, casi esquelética por el esfuerzo de mantener activo el diminuto carbón que abastece su pasión.
Si la palabra "pecado" sigue teniendo sentido en una época en la que no hay posibilidad de redención, el sentido debe referirse a una distorsión tan severa que el yo reconocible se borra o se pierde. Muchos pensadores actuales desean abandonar la idea de un yo permanente y continuo; los novelistas siempre han sabido que el yo es transitorio, maleable, poroso. No obstante, algo reconocible, algo lo suficientemente constante para tener un nombre fijo parece perdurar, desde el nacimiento hasta la muerte. El pecado hace que el pecador sea irreconocible. Yo misma lo experimenté una vez, y lo recuerdo porque me asustó. Me convertí en un animal. Esta experiencia pecaminosa ocurrió -como tantas otras- en la ocasión de una cena. Era una tarde calurosa de agosto. Yo había invitado a cenar a diez personas. Nadie me ayudaba. Me sentía una víctima, por supuesto, como cualquiera en una cocina calurosa en la mitad del verano (es importante recordar que el hábito de autojustificación de la persona iracunda se relaciona, con frecuencia, con el hábito de considerarse una víctima). Había estado picando, revolviendo, inclinada sobre la hornalla, y ¡sola, sola! El calor del horno era mi purgatorio, mi prueba severa. Mi madre y mis hijos tuvieron la ocurrencia de pensar que era una buena ocasión para intentar la desobediencia civil. Tomaron ubicación en el auto y se rehusaron a moverse si no los llevaba a nadar. Mis hijos eran de una tierna edad entonces: cuatro y siete años. Mi madre tenía setenta y ocho y, excepto por su costumbre diaria de esgrima verbal, era una persona de salud endeble. Hacían sonar la bocina y gritaban mi nombre por la ventanilla, recordándome la promesa de llevarlos al lago. Los vecinos oían el alboroto.
Hay momentos en que un clisé popular se desprende del aburrido contexto del uso excesivo y cobra vida; éste fue uno de esos momentos. Perdí el sentido. Salté sobre el capó. Golpeé en el parabrisas. Les dije a mi madre y a mis hijos que nunca, jamás, los llevaría a ninguna parte, que ninguno de ellos iba a recibir a un amigo en la casa hasta la hora de su muerte, lo que esperaba que sucediera pronto. No podía dejar de golpear el parabrisas. Entonces sucedió lo que me atemorizó. Me convertí en un pájaro enorme. Un cuervo. Las piernas se me convirtieron en patas duras; los ojos se me agudizaron, llenos de malignidad. Me salió un pico asesino. Grasosas plumas negras tomaron el lugar de mis brazos. Y me puse a aletear y aletear, escondiendo la luz del sol. Cada vez que hundía el pico cerca de mis víctimas (parecían mis puños contra el parabrisas, pero en realidad era mi pico en sus cuellos) volvía para darles otro picotazo. El sabor a la sangre me extasiaba. Quería seguir picoteando para siempre. Quería llevarlos en mi pico sangriento y dejarlos caer sobre una roca, donde me alimentaría de sus cadáveres golpeados hasta que se me llenara mi estómago de ave de rapiña. No hablo en sentido figurado: me convertí en ese pájaro. Tuvieron que bajarme del auto por la fuerza, para que dejara de golpear el parabrisas. Aun entonces, no volví en mí. Cuando lo hice, me quedé espantada. Me di cuenta de que había asustado a mis hijos de verdad. Sobre todo, porque no me podían reconocer. Mi hijo me dijo: "Me asusté porque no sabía quién eras". Comprendo que no es éste un pecado grave. Sé que es así porque tiene su aspecto cómico, y el pecado mortal se caracteriza por su falta de humor, y el humor siempre se relaciona con la vida. Pero debido a esta experiencia (y a otras que no relataré) he llegado a entender el pecado mortal de la ira. Fui irreconocible para mí misma y, por un tiempo, para mi hijo, pero creo que hubiera sido reconocible para la mayoría del resto del mundo como humana. El pecado mortal hace que la gente se pregunte: "¿Cómo puede esta persona hacer algo así y seguir siendo humana?".
Los acontecimientos ocurridos en la ex Yugoslavia me parecen caracterizar a la perfección los resultados de la ira mortal. Nosotros, desde afuera, nos atormentamos y espantamos ante un comportamiento inimaginable en personas que creíamos tan parecidas a nosotros. No respondían a la imagen común que tenemos del otro: leían a los mismos filósofos y pasábamos las vacaciones junto a ellos, disfrutando de su comida, de su música, de su gracia. Y, sin embargo, ha surgido una suerte de horror incomprensible precisamente debido a una ira que ha perdido el control y se ha alimentado de sí misma hasta ocultar la mirada humana tras ojos abotagados por la ira. Personas que hace cinco años comían juntas, estudiaban juntas, e inclusive se casaban entre ellas, han jurado exterminarse las unas a las otras de una manera sangrienta y horripilante. Cientos de años de injusticias mutuas, atesoradas como textos sagrados, han sido resucitados, alimentados, de tal manera que ha surgido a la vida una criatura totalmente nueva, una criatura que conoce la ira y desconoce la visión. Una venganza hipnótica y enviciada, una acción irreflexiva lo domina todo, como una enfermedad. Miles de miles de mujeres han sido violadas: la fecundación ha pasado a ser una maldición, un castigo. Los viejos se mueren de hambre. Hermosas ciudades antiguas han quedado en ruinas. La causa original de la ira importa menos ahora que el ímpetu que ha tomado. Tal es el poder mortal de la ira: rueda y rueda montaña abajo como una enorme roca envuelta en llamas, aumentando en volumen y velocidad hasta que ya no hay esperanzas de que pueda detenerse. No se trata de que no exista una causa para la ira: la gruesa capa de injusticias reprimidas es la causa más generalizada. Pero debido al impulso mismo de la ira y su insaciable compulsión de destruirlo todo, las causas se olvidan para que se puedan alimentar las abiertas fauces.
La única forma de detener esta ira irracional es mediante un acto igualmente irracional de perdón. Es difícil de lograr, porque la ira es excitante y vivificante, y el perdón es tranquilo y, como la agricultura en pequeña escala o las tareas domésticas, su labor es intensiva y produce frutos pequeños. La ira tiene el encanto del sexo ilícito; el perdón los requerimientos siempre flexibles de un largo matrimonio. La ira alimenta una sensación de poder; el perdón nos recuerda nuestra humildad, esa mercancía tan poco popular, tan malinterpretada (Uriah Heep, en "David Copperfield" de Charles Dickens, no es humilde; Felicité, en "Un corazón sencillo" de Flaubert, lo es). Perdonar es renunciar al alborozo de creernos inexpugnables, de creer que estamos en lo cierto. "No hay causa, no hay causa", dice Cordelia al final de "El rey Lear", permitiendo que su quebrantado padre se convierta en "un tonto anciano afectuoso". "La gran ira... ha muerto en él", dice el médico. Pero las palabras de Cordelia trocan un lugar muerto en un jardín donde pueden sentarse a esperar lo que todos esperamos, la muerte que no podemos detener.
Sólo el silencio y el vacío que siguen a un momento de perdón pueden detener el monstruo de la ira mortal, la grotesca criatura alimentada y engordada con sangre inocente (y, ¿hay sangre que, en sí, no sea inocente?). El fin de la ira requiere una oscuridad, la oscuridad viviente en el centro de la nada que llega a conocer Lear, el negro de los últimos paneles de Mark Rothko, un negro que contiene en sí mismo, invisibles, los gérmenes de los cuales puede retejerse la vida y saltar. Su música es el silencio que está más allá hasta de la justicia, de la paz que supera al entendimiento, algo raro en toda una vida o una época, siempre un milagro inmerecido, superior a nuestras palabras.
23 de febrero de 2012
Pecados capitales (4). Thomas Pynchon: la pereza
PEREZA
En su clásica discusión sobre el tema en la "Summa theologiae", Tomás de Aquino califica a la pereza, o acedia, como uno de los siete pecados capitales. Sostiene que "capital" significa "primario" o "a la cabeza", porque tales pecados dan origen a otros, pero debajo de su argumento, aunque sin perjudicar el poder del mismo, resuena un sentido adicional, y más oscuro, pues el término también quiere decir "merecedor del castigo capital". De allí el término equivalente: "mortal". Pero, vamos, ¿no es un tanto extremo condenar a muerte por algo de tan poco peso como la pereza? Imaginemos un diálogo entre dos condenados a muerte que esperan su fin en una mazmorra medieval. Uno le pregunta al otro: "Mira, sin afán de ofender, ¿por qué te liquidan, después de todo?". "Ah, la historia de siempre. Vinieron en el momento equivocado, y yo terminé bajando a la mitad de los hombres del alguacil con mi ballesta de dos codos; las saetas, de tres cuartos de pulgada, se dispararon con avance automático. Por ira, supongo... ¿Y tú?". "Ah... bien... no fue por ira en mi caso...". "¡Ah! ¿Otro de esos casos de pereza, verdad?". "... de hecho, ni siquiera fui yo". "Uno nunca es, amigo. Mira, es casi la hora del almuerzo. ¿No serás escritor, por casualidad?".
Los escritores, por supuesto, son considerados expertos en materia de pereza. Se los consulta todo el tiempo sobre el tema, no sólo en busca de asesoramiento gratis, sino para que hablen en los simposios sobre la pereza, encabecen fuerzas contra la pereza enviadas en una misión especial, o declaren como testigos expertos en audiencias sobre la pereza. El estereotipo surge en parte debido a nuestra presencia conspicua en empleos donde la paga es por palabra y donde los límites de tiempo son apretados y definitivos. Se supone que sabemos mucho acerca del trabajo a destajo y la convertibilidad del tiempo y el dinero. Además, está todo ese sugestivo folklore alrededor del bloqueo del escritor, enfermedad que a veces se resuelve sola de manera dramática y sin previa advertencia, como la constipación, razón por la cual goza de amplia simpatía entre los lectores. El bloqueo del escritor, no obstante, es un viaje al parque de temas de su propia elección, junto con el pecado mortal que lo produce. Como cada uno de los otros siete, la pereza era considerada progenitora de toda una familia de pecados menores, o veniales, entre ellos el ocio, la modorra, el desasosiego corporal, la inestabilidad y la locuacidad. Acedia en latín significa tristeza, deliberadamente autodirigida, desviada de Dios; una pérdida de determinación espiritual que luego, en el proceso, se autoalimenta, que pronto produce lo que se conoce como culpa y depresión, y que, con el tiempo, nos lleva a un estado en el que haremos cualquier cosa, en forma de pecado venial y mal razonamiento, para evitar esa incomodidad.
Pero la progenie de la pereza -para parafrasear a los Shangri-Las- no siempre es mala. Por ejemplo, está lo que Aquino denomina "desasosiego de la mente" o "el precipitarse tras varias cosas sin rima ni razón", lo que, "si pertenece al poder imaginativo... se llama curiosidad". Es, por supuesto, precisamente en tales episodios de viajes mentales en los que los escritores realizan un buen trabajo, a veces el mejor de todos, donde resuelven problemas formales, reciben consejos del Más Allá, y tienen aventuras hipnagógicas que con suerte podrán ser recuperadas más tarde. En esencia, nuestra tarea tiene que ver, con frecuencia, con el ensueño ocioso. Vendemos nuestros sueños. De manera que el verdadero dinero procede, en realidad, de la pereza, aunque tal transformación al parecer resulta más sorprendente en el sector del entretenimiento, donde los ociosos ejercicios de locuacidad alrededor de la piscina no con poca frecuencia han generado millones y millones de dólares de renta. Como tópico para la narrativa, la pereza ha tenido algunos grandes éxitos en los pocos siglos posteriores a Aquino, entre ellos notablemente "Hamlet", pero no fue sino hasta que llegó a las costas de los Estados Unidos cuando dio el siguiente paso importante en su evolución. Entre el excitado aforista de Franklin, el Pobre Ricardo, y el condenado escribiente de Melville, Bartleby, se extiende casi un siglo de la historia de los comienzos estadounidenses hasta la consolidación del país como un estado capitalista cristiano, cuando la acedia estaba en las últimas etapas en su transformación de condición espiritual a secular.
En los tiempos de Franklin, Filadelfia respondía cada vez menos a la visión religiosa con que la había iniciado William Penn. La ciudad se iba convirtiendo en una especie de máquina de alta producción: por una parte entraban los materiales y el trabajo, y por la otra salían las mercaderías y servicios, mientras que el tráfico fluía activamente por el circuito cuadricular de las calles de la ciudad. El laberinto urbano de Londres, que conducía a toda clase de ambigüedades y, por cierto, de males, había sido rectificado en Filadelfia, y todo allí era recto, ortogonal. Dickens, que la visitó en 1842, comentó: "Después de caminar por ella por un par de horas, me sentí dispuesto a dar cualquier cosa por una calle sinuosa". Las cuestiones espirituales no eran tan inmediatas como las materiales, por ejemplo, la productividad. La pereza ya no era tanto un pecado contra Dios o algún bien espiritual, sino contra una clase particular de tiempo, uniforme, en un solo sentido, por lo general no reversible, es decir, contra la hora del reloj, que hacía que todo el mundo fuera a la cama temprano y se levantara temprano. El Pobre Ricardo no fue tímido al expresar su desaprobación de la pereza. Cuando no repetía los muy conocidos proverbios británicos referidos al tema, agregaba estallidos de su propia autoría, propios del "gran despertar" religioso: "¡Ay, holgazán! ¿Crees tú que Dios te habría dado brazos y piernas si no era su voluntad que los utilizaras?". Bajo el rubato del día latía un pulso severo, ineluctable, implacable, por el cual todo lo que se evadiera o pospusiera hoy debía ser compensado luego, con un ritmo mayor de intensidad. "Tú puedes demorar, pero el tiempo no se demora". Y la pereza, por el hecho de ser una evasión continua, no hacía más que aumentar y apilarse como el déficit de un presupuesto, mientras que las dimensiones del inevitable pago se hacían cada vez menos misericordiosas.
En la concepción del tiempo que empezó a dominar la vida ciudadana en la época del Pobre Ricardo, donde cada segundo era de la misma extensión e irrevocabilidad, no había gran parte del curso de su fluir que pudiera denominarse no lineal, a menos que se contara la ingobernable urdimbre de los sueños, de la que el Pobre Ricardo poco se ocupaba. En la concordancia de sus dichos, preparada por Frances M. Barbour en 1874, no se encuentra ni siquiera una cita bajo el título de "Sueños", pues en ese entonces los sueños eran tan mal vistos como su compañero frecuente, el dormir, que era considerado tiempo que se perdía para acumular riqueza, tiempo que debía ser diezmado y compensado con veinte horas de vigilia productiva. Durante los años del "Almanaque del Pobre Ricardo", Franklin, según su "Autobiografía", se permitía dormir entre la 1 y las 5 de la mañana. El otro bloque importante de tiempo no dedicado al trabajo, también de cuatro horas, era entre las 21 y la 1, y estaba dedicado a la "pregunta vespertina": "¿Qué bien he hecho hoy?". Esta debe de haber sido la única ocasión diaria para caer en el ensueño, ya que no había otra oportunidad para especulaciones, sueños, fantasías o ficción. Se suponía que en esa máquina ortogonal la vida era no ficción.
Para la época de "Bartleby, el escribiente. Un relato de Wall Street" (1853), la acedia había perdido ya el útimo vestigio de reverberación religiosa para convertirse en una ofensa contra la economía. En el corazón mismo del capitalismo de los "ladrones barones de la industria", el personaje que da nombre al relato contrae lo que resulta ser una acedia terminal. Es algo parecido a esos "westerns" donde el malhechor no hace más que tomar decisiones que lo llevan más y más cerca a un final desagradable. Bartleby se limita a permanecer sentado en una oficina de Wall Street repitiendo: "Preferiría no hacerlo". A medida que van disminuyendo sus opciones, su empleador, un hombre de negocios y de sustancia, se ve obligado a cuestionar las premisas de su propia vida debido a este miserable escribiente (¡este escritor!) quien, si bien pertenece a la más baja estofa del capitalismo, aun así se niega a seguir interactuando con el orden cotidiano, ocasionando así una pregunta muy interesante: ¿quién es más culpable de pereza, la persona que colabora con la raíz del mal y que acepta las cosas tal cual son a cambio de una paga y una vida libre de problemas, o el que llega a no hacer nada excepto persistir en su dolor? Bartleby es la primera gran épica de la pereza moderna, que luego sería seguida de obras por autores como Kafka, Hemingway, Proust, Sartre, Musil y otros. Cada uno puede preparar una lista de autores favoritos después de Melville, y tarde o temprano dará con un personaje cuyo dolor es reconocible como característico de nuestra propia época.
En este siglo hemos terminado por considerar a la pereza como algo básicamente político, un fracaso del público, que permite la introducción de malas políticas y el surgimiento de malos regímenes: el nacimiento del fascismo en el mundo en las décadas de 1920 y 1930 quizá sea la mejor hora de la pereza, aunque la era de Vietnam y los años de Reagan-Bush no le van en zaga. Tanto la ficción como la no ficción abunda en personajes que dejan de hacer lo que deberían hacer debido al esfuerzo que ello implicaría. ¿Cómo es posible que no reconozcamos a nuestro mundo? Las ocasiones para la decisión correcta se nos presentan todos los días, en lo público y lo privado, y las desechamos. La acedia es el vernáculo de la vida moral de cada día. Si bien no ha perdido su nota más profunda de angustia mortal, nunca es tan dolorosa como la desesperación declarada ni tan real, pues es desesperación adquirida con un descuento, un rechazo deliberado de la fe en algo debido a los inconvenientes que presenta la fe para la lujuria o la ira de todo momento. La pereza es la última defensa del pesimista compulsivo: permanece inmóvil y la hoja de la guadaña, de alguna manera, le pasará por alto. La pereza es nuestro trasfondo de radiación, la estación fácil de escuchar, está en todas partes, y ya no la notamos.
Toda discusión sobre la pereza en nuestros días es incompleta, por supuesto, si no consideramos la televisión, con sus dones de parálisis, junto con su criatura simbiótica, las notorias "papas fritas del sofá". Los cuentos narrados en horas de ocio nos encuentran frente al aparato, supinos, como pienso quiropráctico, absorbiéndolo todo, representando en sentido contrario la transacción entre el sueño y la renta que fue la que inició estas sombras coloreadas para que nosotros pudiéramos alimentarnos sin una actitud crítica, cometiendo los otros seis pecados capitales en forma paralela: comer demasiado, envidiar a las personas célebres, codiciar productos, desear con lujuria las imágenes, sentir ira ante las noticias y creernos perversamente orgullosos por la distancia que logremos interponer entre nuestro sofá y lo que aparece en la pantalla. Triste pero cierto. Sin embargo, sobre todo por la invención oportuna -¡ni un minuto demasiado pronto!- del control remoto y la videograbadora, quizás haya esperanzas, después de todo. El tiempo de la televisión ya no es el artículo lineal y uniforme de antes. No cuando tenemos selección instantánea de canales, rebobinado, avance veloz, etc. El tiempo del video puede ser moldeado al antojo de uno. Lo que antes parecía tiempo perdido e irrecuperable, ahora quizá no esté estructurado de manera tan simple. Si, según la tradición estadounidense de ocupación de tierras y de despojo de las mismas, la pereza puede definirse como la creencia falsa de que el tiempo es otro recurso no finito que podrá ser explotado siempre, entonces, al menos por ahora, quizás hayamos encontrado la ilusión, el efecto, de controlar, revertir, retardar, acelerar y repetir el tiempo, e inclusive de imaginar que podemos escapar de él.
A menos que el estado de nuestra alma vuelva a ser un tema de seria preocupación, no hay duda de que la pereza seguirá evolucionando, alejándose de sus orígenes en la era distante de la fe y el milagro, cuando el Espíritu Santo obraba visiblemente en la vida diaria y el tiempo era un relato con principio, medio y fin. La creencia era intensa, la obligación profunda y fatal. El Dios cristiano estaba cerca. Se sentía. La pereza -la tristeza desafiante frente a las buenas intenciones de Dios- era un pecado capital. Quizás el futuro de la pereza esté en pecar contra lo que ahora parece definirnos cada vez más: la tecnología. Si se persiste con tristeza ludita, a pesar de las buenas intenciones de la tecnología, terminaremos con la cabeza sumida en la realidad virtual, rehusando melancólicamente a dejarnos absorber por sus ociosas fantasías desechables, inclusive las que tienen que ver con superhéroes de la pereza en los antiguos días de la pereza, con sus numerosas desventuras placenteras pero letales con los despiadados villanos del Escuadrón de la Acedia.
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