ENFERMOS DE SALUD
Leila Guerriero
Argentina (1967)
Era un canalla. Un medicucho. Las manos húmedas, aferradas a los bordes del escritorio. La voz preocupada, la vista clavada en las hojas blancas -letras negras, términos severos- de los exámenes: "Bueno...", dijo. Una barrena de miedo en la garganta. No estamos ahí para escuchar eso. Estamos ahí, pobres niños, para que nos digan que todo marcha bien. Como siempre: bien. Palmadita en la espalda: bien. Pero hoy algo se ha torcido. Aquí, mire: esto. Este punto. Tenemos que investigar. Hemos investigado. No ha ido bien. Nada bien. El cerebro se encoge. El mundo contiene la respiración. Por qué a mí. Por qué no a mi madre. Por qué no a mi mejor amiga. Por qué no a esa mujer que pasa por la calle. Horror: el mundo seguirá allí cuando ya no estemos. Sobre todo cuando ya no estemos. Nunca veremos el final de la historia: sólo tenemos derecho a ver el final de la nuestra. Un mes más tarde otro médico -severo, antiguo, tranquilizador- dirá error de laboratorio, nunca hubo nada, qué barbaridad, disculpe, todos cometemos errores, tómese vacaciones, no ha sido nada. Pero ya está hecho: la pérdida de la invulnerabilidad. Saber que, hagamos lo que hagamos, antes o después, por eso o por otra cosa, perderemos la salud. Seremos aniquilados. El secreto es simple y lacera: todos los hombres son mortales. Un tránsito hacia el fin alfombrado de verduras orgánicas -un tránsito más o menos aburrido pero saludable- sigue siendo un tránsito hacia el fin. No es lo que nutre lo que nos destruye. Nos destruye esa rara mutación llamada tiempo.
LAS DAMAS DEL VERANO
Charles Bukowski
Estados Unidos (1920-1994)
Las damas del verano morirán como las rosas y la mentira. Las damas del verano podrían amar a cualquiera. Ellas podrían incluso amarte a tí mientras dure el verano. Sin embargo, el invierno también les llegará. La nieve blanca y un frío congelante y rostros tan feos como la misma muerte desviarán su curso y fruncirán el ceño antes de llevárselas.
MELANCOLIA DEL PECETO
Juan Sasturain
Argentina (1945)
Una tarde de otoño el peceto subió con pasos cortos y esforzados por Plaza Francia arriba desde Libertador y entró en la Biblioteca Nacional. Pidió en el primer piso el Diccionario de la Real Academia Española, después en el segundo una enciclopedia en veinte gordos tomos y se buscó como cualquier nombre propio o común con pretensiones de estar: culo, Sarmiento, azotillo, felicidad o castañuelas. Tal vez el tonto peceto buscó mal, dudaba en la grafía con "c" sola o "sc" como Discépolo -que aparecía: Armando, Enrique Santo-, pero lo cierto es que él no estaba. No sólo no figuraba entre los cortes españoles más vistosos sino que simplemente el peceto no existía en general. Hay quienes conjeturan, acaso con criterio, que de entonces data la extraña conducta del peceto, una carne poco demostratativa, insegura de sí, tímida y sólo comparable en perfil bajo a la aguja y las entrañas, e incluso más callado que el mondongo. Otros no. Son aquellos que sostienen hipótesis de premisas más flagrantes, y lo ven atrapado en una lucha amarga y despareja: no es fácil, argumentan, competir con cortes parrilleros pletóricos de buena y aceitada prensa nacional aunque no sean -argentinos al fin-sino groseros, entreverados de grasa o puro hueso de descarte. El melancólico peceto navega así, en salsa anodina y plato de vieja, sin un destino jugoso ni otra aventura a la vista que un agridulce mechado violador. Anomia, marginación y monotonía lo han confinado al horno con papas, el corte regular y el aderezo burocrático. A la hora del elogio, cocineros hipócritas suelen felicitarlo por prolijo mientras comentan por lo bajo: "¡qué boludo!".
MANZANAS ENVENENADAS
Paz Monserrat Revillo
España (1962)
Se está celebrando en Hanau, Alemania, el Primer Congreso Internacional de Madrastras. Con especialistas procedentes de todos los ámbitos, el Congreso está teniendo una gran afluencia de público y de conferenciantes. Ayer se profundizó sobre el tema: "¿Somos las madrastras tan malas como nos pintan los hermanos Grimm?". Una invitada de excepción inauguró el ciclo de conferencias. Se trata de Noelia Dickerhoff, la tataranieta de la madrastra de Blancanieves (descendiente de una hija de su primer matrimonio). La ponente defendió, en una brillante exposición, la inocencia de su antepasada. Basándose en datos científicos y filológicos demostró que si la reina le preguntaba constantemente al espejo quien era la más bella, era simplemente para saber en qué momento podría llevar a su hijastra a una agencia de modelos con garantías de éxito. También argumentó que la joven se escapó al campo a vivir con unos amiguetes en una comuna, por su propia voluntad. Y que no es que viviera con enanos, sino que ella era muy alta, de ahí lo de la agencia de modelos. La señora Dickerhoff continuó el desagravio explicando que la cesta de manzanas que le llevó la madrastra cuando se disfrazó de viejecita -por pura discreción, no quería importunarla- tenía la finalidad de que la chica volviera a alimentarse bien, pues corría el rumor de que estaba cayendo en una anorexia nerviosa preocupante. La ponente aportó datos sobre los análisis que eminentes científicos han realizado a la manzana incorrupta que se encuentra en el museo de los hermanos Grimm. Parece que se han detectado trazas de pesticidas en la piel de la manzana, lo cual manifiesta que la supuesta muerte se debió, si acaso, a un descuido higiénico de Blancanieves al no lavarla, nunca a una intención asesina por parte de la reina. En la mesa redonda posterior a la conferencia se discutió la posibilidad de analizar los restos fósiles de la otra famosa manzana envenenada, la del origen de todo. "A ver si resulta que lo hemos entendido todo mal desde el principio", dijo Wilhelm Wassermann, presidente de la Sociedad Europea de Cuentos, Mitos y Leyendas Tradicionales. Se aguarda con expectación la conferencia que mañana dictará la biznieta de la hermanastra más fea de Cenicienta.
EL SEXO DE LOS ANGELES
Juan Pablo Noroña
Cuba (1973)
Sobre el asunto del sexo de los ángeles, se cuenta un ejemplo de la vida del beato Timoteo. Discutían cierta vez el hermano Heraclio y el eremita Ciriaco esa espinosa cuestión. El monje afirmaba la masculinidad de las criaturas celestes, en tanto el cenobita sostenía la condición hembril. Presente estaba Timoteo, ciego ya por aquellos años. La voz popular atribuía su carencia de visión al deseo del Señor de impedir que su vasta sabiduría creciera aún más, y así evitarle las tentaciones de la vanidad. Tras horas sin ponerse de acuerdo, los polemistas pidieron opinión al sabio Timoteo. El suspiró, y dijo:
- Conozco el sexo de los ángeles. Pero no debo decirlo a nadie.
Heraclio y Ciriaco le suplicaron tanto, que el sabio explicó sus razones:
- Hace poco tiempo presencié un hecho que no me dejó dudas acerca del sexo de los ángeles. Pero ese conocimiento es un secreto vedado a los hombres, por tanto mi sentido de la vista pecó al proporcionármelo. Y fui castigado con la ceguera. Temo que si revelo esa verdad ahora, ustedes quedarán sordos. Un pecado tal, Dios lo castiga con la pérdida de la parte pecadora.
El monje y el eremita, ansiosos por ampliar su conocimiento sobre las cosas divinas, insistieron aún más. Después de mucho implorar, persuadieron al erudito de que les revelara media verdad, pues la mitad de la verdad les bastaba para deducir el resto utilizando la razón y el entendimiento que Dios les había dado. Y como media verdad no era verdad entera, no perderían el sentido del oído, o quizás sólo de un lado. Timoteo sonrió, y les dijo:
- Está bien. Pero escuchen bien porque sólo diré una vez que el sexo de los ángeles es el opuesto al de los demonios.
Se dice que poco después Heraclio y Ciriaco enloquecieron.
LOS SIETE PECADOS CAPITALES
Eduardo Galeano
Uruguay (1940)
De rodillas en el confesionario, un arrepentido admitió que era culpable de avaricia, gula, lujuria, pereza, envidia, soberbia e ira: "Jamás me confesé. Yo no quería que ustedes, los curas, gozaran más que yo con mis pecados, y por avaricia me los guardé. ¿Gula? Desde la primera vez que la ví, confieso, el canibalismo no me pareció tan mal. ¿Se llama lujuria eso de entrar en alguien y perderse allí adentro y nunca más salir? Esa mujer era lo único en el mundo que no me daba pereza. Yo sentía envidia. Envidia de mí. Lo confieso. Y confieso que después cometí la soberbia de creer que ella era yo. Y quise romper ese espejo, loco de ira, cuando no me vi".
EL HOMBRE DESPAREJO
Antonio Serrano Cueto
España (1965)
Hora punta en los andenes del metro. Un hombre corre precedido por su sombra, que camufla sus perfiles humanos entre el gentío atropellado. El hombre ignora que ha salido de casa desparejo. Llega al trabajo y saluda, pero su saludo suena geminado, porque ya saludó antes su sombra. Es mediodía. El hombre se dispone a almorzar donde suele. En la mesa quedan restos del almuerzo reciente de su sombra. Cumplida la jornada, atardecida la hora, el hombre vuelve a casa. Por su habitación camina descalzada su sombra. A pesar del cansancio, inicia en la cama el ritual del deseo con el cuerpo de la amada, pero ella duerme ya gozosamente satisfecha.
MAÑANA SERA OTRO DIA
Juan Carlos Onetti
Uruguay (1909-1994)
La lluvia había dejado las Ramblas casi vacías y sólo quedaba gente agrupada en el café encristalado donde, desde meses atrás, no la dejaban entrar. La Sonia, de pie en el portal de la casa vacía, vio que la lluvia pasaba fatigada. Amansa llovizna, la vio cesar mientras crecía el frío del viento, y pensó que aquello era un signo de buena suerte. Un poco más lejos, del otro lado del ancho paseo, las luces de la ciudad comenzaban a encenderse. Empezaba la noche y respirando el aroma tristón de su abrigo mojado, la Sonia pensó que también empezaba la esperanza. Sonrió, sin creer de verdad, como una niña a la que le recitaban un cuento ya oído e inverosímil. Volvió a tantear la rizada peluca rubia y con gran cuidado -tenía las uñas muy largas- fue estirando las medias caladas que sostenía el portaligas. Volvió a sentir hambre y recordó que tenía un sándwich de jamón en el bolso. Pero no podía estropear el dibujo de boca que se había hecho con el rouge y con tanto cuidado. También recordó que hasta fin de mes estaba en orden con la policía y se obligó a caminar, acercándose al borde de las aceras para sonreír a los coches, mover las caderas y detenerse fingiendo buscar algo en la enorme cartera. Pero nada, nadie, y sin dinero para probar suerte en los bares donde todavía le dejaban entrar. Era la noche y después fue la madrugada en el barrio sucio de la gran ciudad. Y Sonia, ya sin hambre, casi sin esperanzas continuaba caminando sobre el dolor de los tacones de aguja. Se repitieron los diálogos breves con los hombres que pasaban.
- Vamos. ¿Vienes?
- Que te den por saco.
- Eso quiero. También yo te puedo dar si quieres enterarte.
Hombres y hombres y su asco por ellos. La luz limpia amenazaba llegar desde el puerto y las otras se iban apagando. Subió las escaleras pisando con las caras medias de seda. Abrió la puerta manchada y encendió la luz del techo. El muchacho, que se sentó en la cama preguntó con miedo:
- ¿Cómo te fue?
- Como la mierda, nena. Estoy hambriento. Creo que teníamos una lata de sardinas y quedó pan del desayuno.
El chico, moreno y flaco se levantó de la cama y se puso a revolver el armario; dijo con voz de mimo y queja:
- Todavía no me besaste.
- Ahora.
Frente al espejo la Sonia se quitó la peluca y se acarició las mejillas.
- Otra vez barbuda.
Después se desnudó y estuvo mirando los pechos hinchados con parafina y el sexo que le colgaría tembloroso e inútil hasta después de las sardinas.
EL NARRADOR
Olga Orozco
Argentina (1920-1999)
En paz es un relato descriptivo el que repite paso a paso el cuerpo, una enumeración de llanuras y ocasos, de barcas y colinas, que no tiene comienzo ni final, lo mismo que un fragmento entresacado del texto de otra historia. ¿Pero quién permanece como un lagarto inmóvil bajo el sol? En cuanto cunde el miedo, la penuria o la peste, la narración se altera en esos puntos donde se quiebra el orden, y entonces aparecen crónicas de invasiones y derrotas, episodios oscuros donde hay fieras ocultas y algún otro es el rey y uno es un fugitivo debajo de la piel, tal como si habitara en el párrafo intruso de una leyenda negra. Igual hay que perder hasta concluir sin conocer jamás el verdadero desenlace. Pero llega el amor, su séquito de estrellas y el ala inalcanzable del deseo, sobrepasando siempre los límites de toda separación, de todo abrazo, y el cuerpo se hace altura, precipicio, vértigo, desvarío, dispuesto a transgredir y a ser atajo hacia lugares en los que nunca estuvo, él, el protagonista de una fábula única, el que se prueba por primera vez el corazón, los ojos y las manos, y es la respuesta exacta y el espejo donde alguien recupera el paraíso. Aunque al final apenas permita traslucir la puñalada del destino: así agoniza cada vez el mundo, con un cuerpo que sobra y con una novela interrumpida. No habrá tregua después ni siquiera en el sueño, ni siquiera tratando de dormir sobre el costado ileso, porque ya no lo hay -nada más que capítulos deshechos, vidrios rotos, el inventario de la soledad, hueso por hueso-, porque no hay aridez como la que se narra con un cuerpo que termina en sí mismo, un cuerpo que se lee lo mismo que un adiós borroneado en la arena. Y no hablemos ahora de temblores ni de perplejidades ni de alertas con los que ilustra el cuerpo sus cuentos fantasmales, episodios ambiguos donde las sombres crujen y no hay nadie o se siente avanzar el porvenir a través de la escarcha de otro mundo, como si no supiéramos que el cuerpo no es de aquí, que viene de muy lejos y se va, sin aclararnos nunca si es reverso del alma, una opaca versión de lo invisible, una trampa superflua, ¿o un nudo, sólo un espeso nudo en la gran transparencia?¿Y a qué modelo alude con su muerte final este intérprete ciego, el mártir, el incauto, el que no sabe, el que apaga las luces y cierra el escenario de este lado?
LA LLAMADA
Rosa Elvira Peláez
Cuba (1956)
Usted está pasando una noche muy aburrida, vacía. Más que aburrida y vacía, mal parida: usted esperaba la llamada de alguien especial que se olvidó que debía llamar, lo cual indica lisa y llanamente que no tiene el menor interés. Insistentemente, ha estado esperando largo tiempo que ese alguien acepte una cita en su casa -la de usted-, y para aceptar la cita tiene, desde luego, que hacer la llamada. Por eso ha esperado con esperanza que el teléfono suene. Si suena significaría que va a venir. Sólo de pensar que, al fin, esto sea así, usted se siente mejor: una nueva vida podría comenzar. Esto piensa usted, y cierra los ojos, y sueña. Pero el teléfono persiste en una mudez insoportable. El disgusto y el aburrimiento hacen estragos. Usted se siente mal y deja que sus dedos jugueteen con las teclas del teléfono y, de pronto, recuerda aquel cuento y se deja llevar por la memoria y el aburrimiento… Y marca un número. Un número que conoce bien: el de su casa. Usted sonríe por el infantilismo, sin embargo, escucha el timbre. Piensa que marcó mal -el ring marca una dimensión opresiva-, pero cuando va a colgar una voz le responde. Una voz que le recuerda a la suya propia. Usted, lógicamente, quiere saber, y pregunta. Esa voz dice vivir donde usted vive, dice llamarse como usted se llama y dice que no bromea. Con cierta sombra de reproche, dice que pensaba que usted ya no iba a llamar nunca, agradece la llamada y le asegura que la noche será distinta… Definitivamente.