2 de marzo de 2012

Pecados capitales (10). A.S. Byatt: la envidia

Nacida con el nombre de Antonia Susan Drabble en Sheffield, Inglaterra, la novelista y filóloga A.S. Byatt (1936) es una de las escritoras británicas más celebradas de nuestro tiempo. Fue educada en el Mount School de York y el Newnham College de Cambridge. Luego viajó a Estados Unidos donde estudió en el Bryn Mawr College de Filadelfia y en el Sommerville College de Oxford. Durante algo más de veinte años fue profesora de Historia del Arte en el Central Saint Martins College of Arts and Design, primero, y de Literatura Inglesa en el University College de Londres, después. Su novela inaugural, "The shadow of the sun" (La sombra del sol) apareció en 1964. A continuación publicó "The game" (El juego), "The virgin in the garden" (La virgen en el jardín) y "Still life" (Naturaleza muerta). Tras el éxito obtenido con la publicación de "Possession" (Posesión) en 1990, con la que obtuvo el premio Booker, Byatt abandonó la docencia para dedicarse exclusivamente a la literatura. Dueña de una prosa lúcida, ágil e ingeniosa; un poder narrativo que alterna erudición e interés argumental en una misma historia, y un estilo pleno de referencias cultas, cuidadas ambientaciones históricas y con personajes pertenecientes al ambiente académico o artístico, la autora británica desarrolló en sus siguientes obras sus temas predilectos: la decadente aristocracia victoriana, la ética del progreso y de la religión, la política en función del dominio social y, sobre todo, su interés epistemológico por las ciencias, especialmente la biología. Así, a continuación publicó "Angels & insects" (Angeles e insectos), "Babel tower" (La torre de Babel), "The biographer's tale" (El cuento del biógrafo), "A whistling woman" (La mujer que silba), "The children's book" (El libro de los niños) y "Ragnarok. The end of the gods" (Ragnarok. El fin de los dioses). También ha publicado varios libros de relatos, entre ellos, "The Matisse stories" (Las historias de Matisse) y "Little black book of stories" (El libro negro de los cuentos). Byatt es considerada una autoridad en el análisis de los dos últimos siglos de la literatura anglosajona por sus notables estudios críticos sobre Robert Browning, Samuel Taylor Coleridge, George Eliot, Iris Murdoch y William Wordsworth, además de varios ensayos y antologías sobre el cuento corto inglés. Incluida ininterrumpidamente desde 1945 por el diario "The Times" en su lista de los cincuenta mejores escritores británicos, Byatt se define como una darwinista anti cristiana y considera que la escritura -en términos de placer- es la cosa más importante de su vida. Para la serie sobre los pecados capitales del "The New York Times Book Review", Byatt eligió la envidia.

ENVIDIA

"Por la envidia del diablo", dice la sabiduría de Salomón, vino la muerte al mundo. Y la envidia fue la causa del primer asesinato y la primera muerte en el relato bíblico, cuando "el Señor tenía respeto por Abel y su ofrenda, pero por Caín y su ofrenda no tenía respeto". La envidia es el pecado que encona a las jerarquías y a las familias en las sociedades estructuradas de toda clase. La tragedia, personal y nacional, de "El rey Lear" es impulsada por la rivalidad filial. "El siempre amó más a nuestra hermana -dice Goneril-, y la manera en que acaba de desheredarla es prueba evidente del poco juicio que ahora posee". Y Edmund, el atractivo villano de la pieza, no puede decidirse si su maldad se debe al resentimiento que siente por el lugar que ocupa en la familia o por su posición en la sociedad. Es hijo bastardo y, a la vez, ha venido "unas doce o catorce lunas a la zaga de un hermano". Encuentra intolerables ambas cosas. La envidia crece en los carecientes y en quienes se consideran carecientes. En nuestra época la frase "la política de la envidia" es usada por las derechas y por las élites en peligro. Todos los pecados tienen sus virtudes opuestas, con las cuales a veces se los confunde: el amor y la lujuria, la prudencia y la avaricia, el respeto por uno mismo y el orgullo, la justa indignación y la ira, la cautela y la pereza, la buena compañía y la gula. Lo contrario a la envidia es la justicia. Los niños pequeños, enojados con sus hermanos y compañeros de juegos, protestan: "¡No es justo!". La idea de justicia es algo que adquieren antes que el reconocimiento de la envidia, y es algo bueno. Los pobres, los desvalidos, los que carecen de amor, también protestan cuando algo no es justo, y tienen razón en hacerlo. Sin embargo, la política de la envidia también existe en las familias y en los Estados. Hay un equilibrio moral en una clase en la que nadie puede llevar las tareas a su casa porque algunos niños provienen de hogares en los que no pueden esperar ayuda de sus padres.
Los psicoanalistas son especialistas en envidia. Freud inventó la envidia del pene para explicar la disconformidad femenina, y llegó a la conclusión de que era el síntoma más difícil de tratar. En "Análisis terminable e interminable" escribe acerca de las mujeres que no puede curar porque sienten "la convicción interior de que el análisis no les ayudará en nada y no mejorarán en absoluto". Agrega: ''Nos vemos obligados a estar de acuerdo con ellas cuando descubrimos que el principal motivo por el que vinieron a hacerse tratar era la esperanza de poder obtener, de alguna manera, un órgano masculino, pues su carencia les resulta dolorosa". La palabra "envidia" se relaciona con la francesa "envie", que significa deseo; en alemán la inexorable "penisneid" quiere decir envidia, rencor. Melanie Klein, en uno de sus últimas obras, "Envidia y gratitud", diagnostica la envidia del infante por la "creatividad" del buen pecho nutritivo, dador de vida. El infante, que depende del pecho, resiente tal dependencia y fantasea con ingerirlo o destruirlo. Tanto Freud como Klein gozan de la sublime posesión de la parte envidiada, pene y pecho, respectivamente, y se sienten dioses al desechar a sus pacientes envidiosos. Klein equipara las buenas interpretaciones del analista con la nutritiva leche que es rechazada o ignorada por el paciente recalcitrante. Ella es casi la diosa madre cuyos hijos, como Caín o Satán, cuestionan su razonamiento. Y en este sentido es posible sostener que el término de Freud, "penisneid", ha adquirido una serpentina personalidad alegórica propia.
La alegoría es un método artístico arcaico, y los pecados capitales ocupan un lugar preponderante en los desfiles personificados de la Edad Media y el Renacimiento. En aquel tiempo la gente creía en el misticismo de los números, y en esencias y facultades. Las formas que serpentean y miran con ojos fulminantes y amenazan desde las paredes de las iglesias y en los sermones, envueltas en sangre y limo y humo, no son tan vigorosas hoy como son los fantasmas o los demonios, ni tan interesantes como las fuerzas en que ahora creemos, como el complejo de Edipo o el racismo. En una oportunidad empecé a escribir una tesis sobre la alegoría porque me interesaban los relatos que dividían las vidas humanas en abstracciones de la carne en estado de guerra, tan distintas a las novelas psicológicas de Proust o a los tropismos psicobiológicos añorados por Nathalie Sarraute. En "La reina de las hadas", de Spenser, hay distintos niveles de realidad, desde los relatos de los tapices hasta los cocodrilos soñados en los templos. El Caballero de la Cruz Roja en la Casa del Orgullo encuentra a todos los pecados capitales, dirigidos por Lucifera, la ramera de Babilonia, alias el Orgullo, alias la Iglesia Católica Romana, y probablemente alias María Estuardo. Lucifera cabalga sobre el Dragón apocalíptico. En este desfile, la Envidia cabalga sobre un lobo, masticando un sapo venenoso, y también, secretamente, sus propias entrañas. Lleva un vestido descolorido, que le cubre los ojos, y una "abominable serpiente" enrollada en el pecho, oculta. "Envidiaba" la felicidad de su propia compañía, y odia los buenos escritores: "Calumnia a todos y un rencoroso veneno emana como vómito de su leprosa boca para derramarse sobre todo lo que ha sido escrito". Es menos real que el Caballero, o que las verdaderas y falsas damas con quienes se sincera, y su vigor metafórico produce menos placer sensorial. Acompañan a la envidia lobos, víboras, sapos y la autodestrucción, de igual manera que los cerdos, las hojas de parra y el sudor van con la gula. Es curioso que, a pesar de los cambios de forma que ha tomado la figura, la iconografía se mantenga constante.
Una de las primeras representaciones más poderosas de la envidia ocurre en "La metamorfosis" de Ovidio. El relato de Ovidio es, además, acerca de la rivalidad entre hermanos, sobre las humanas Herse y Aglauros, los dioses Minerva y Mercurio, y la Envidia. La bella Herse es amada por Mercurio. La envidiosa Aglauros ha profanado los secretos de Minerva y no quiere permitir que Mercurio entre en el palacio de su padre. Minerva convoca a la Envidia para que se encargue de ella. La Envidia, una criatura simple, ni diosa ni humana, es una abstracción personificada. Vive en una caverna, en medio de una espesa neblina, y se alimenta de carne de víbora: "Tiene los ojos oblicuos, los dientes fétidos y cubiertos de moho; una ponzoñosa bilis verde rebosa de su pecho y su lengua destila veneno. Nunca sonríe, excepto ante la vista de alguien en dificultades; jamás duerme, preocupada por insomnes inquietudes; le desagradan los éxitos de los hombres y desfallece ante ellos; tortura y es torturada, y ella misma es su propio castigo". Como sucede con todas las personas alegóricas, el significado está en la intensa solidez de la presencia corporal. Obedeciendo el mandato de Minerva, la Envidia vuela hacia Aglauros, marchitando los sembrados, los árboles y ciudades enteras con su aliento fétido. Convierte a Aglauros en una imagen de la Envidia misma. El hálito de su alienlo, como llamas secretas de una fogata de maleza húmeda, hace que la muchacha se consuma de envidia por sus herman, hasta que Hermes por fin la solidifica en una actitud congelada ante la puerta del palacio: 'Y allí se quedó, inmóvil como una estatua inanimada. Tampoco era la piedra de color blanco: su alma la había manchado de negro". Aglauros es hermana de todas las hermanas feas de los cuentos de hadas, que envidian a sus hacendosas hermanas, que visitan a las hadas y, cuando regresan, les salen monedas de oro de la boca al hablar. Las hermanas feas son holgazanas y desidiosas; no ayudan a las ancianas ni a los animales atrapados, cuando hablan les salen sapos y culebras de la boca, y son convertidas en piedra. La alegoría y los cuentos de hadas son fábulas morales y psicología solidificadas, y en el caso de la envidia funcionan muy bien, porque la envidia causa la parálisis y la autodestrucción, y los envidiosos se convierten en la Envidia misma.
Personalmente me apena la mala imagen generalizada de los sapos y las víboras, criaturas tanto enérgicas como pacíficas, pero tienen en su contra siglos de simbolismo humano. Una de mis víboras mitológicas favoritas es la serpiente Nidhogg, que habita en las oscuras cavernas debajo del fresno-mundo escandinavo y perpetuamente consume sus raíces. Yo tenía esperanzas de que Nidhogg fuera también la personificación de la envidia prístina, y que "Nid" fuera un consanguíneo del "neid" alemán, de manera que Nidhogg tuviera una relación con "penisneid", y fuera así una forma de rechazo primitivo. "Nid" quiere decir envidia en danés, por cierto, aunque mi traductor danés me dice que en su mayoría los expertos creen que Nidhogg representa la luna menguante, "el período más oscuro". En noruego, "nid" significa menguante, y "hoggr" es el que asesta un golpe o derriba un árbol. Cuando empecé a pensar en la envidia, los ejemplos que se me ocurrían eran del siglo XIX. La energía de la destructora del aliento fétido de Ovidio parece emerger otra vez en algunas de las proliferantes criaturas simplificadas que habitan el mundo de "La comedia humana" de Balzac y las novelas de Dickens. Quizás el ejemplo más condensado y perfecto de la energía de la negación y autodestrucción se encuentre en el poema de Robert Browning titulado "Soliloquio del claustro español". Es muy cómico y grotesco. En su soliloquio, el monje dirige todo su ingenio, todo su pensamiento, y su vida misma, a la destrucción del inocente y santo hermano Lorenzo, tejiendo tramas fantásticas para atraparlo cometiendo una herejía en su lecho de muerte que lo condene para la eternidad; mientras tanto, secretamente arranca los brotes de las plantas de melones: "¡Ve, entonces, aborrecimiento de mi corazón! ¡Riega tus malditas macetas!/ Si el odio matara a los hombres, hermano Lorenzo, sangre de Cristo, mi sangre te aniquilaría". Es característico del odio inspirado por la envidia que su inocente objeto ignore la existencia del odio. El hermano Lorenzo no ha hecho nada; lleva una vida atareada, plena. La envidia destruye al envidioso, pero puede convertirse en parte de un plan de destrucción complicado y, en cierta manera, carente de sentido.
La prima Bette, de Balzac, es un ejemplo perfecto de esta clase de estructura moral. Es un personaje que rebosa de tal manera la fuerza secreta del odio y la maldad que se dice que Bette Davis (cuyo nombre verdadero era Ruth Elizabeth) escogió su nombre artístico en honor del personaje. La prima Bette es parte de la sección de "Parientes pobres" de la gran serie de novelas y cuentos de Balzac. Así como Shakespeare cargó los dados contra Edmund al hacerlo bastardo y hermano menor a la vez, Balzac hace a Bette una persona careciente en dos (o tres) sentidos: es fea, pobre y está corroída por la envidia hacia su hermosa prima Adeline, que ha hecho un casamiento afortunado con el barón Hulot. Igual que Jesucristo demostró poseer gran penetración psicológica al hacer que el sirviente que tenía una sola moneda la enterrara y no ganara nada, Balzac demuestra el odio de Bette como la energía limitada de los carecientes. Como se ha dicho, la envidia es el pecado de las familias y las sociedades jerárquicas. Cuando Balzac nos admite por primera vez en la mente de Bette, nos dice que ella había abandonado la esperanza de competir con su prima: "Pero la envidia permanecía oculta en su corazón, como el germen de una plaga puede cobrar vida y devastar una ciudad si alguna vez se abre el fatal fardo de lana en que está escondido". Y unas páginas después dice: "Seguía siendo la niña que quiso arrancarle la nariz a su prirna, la que, de no haber aprendido un comportamiento racional, quizá la habría matado en un paroxismo de celos". Bette es como un salvaje, dice Balzac. "El salvaje sólo tiene emociones -escribe-. El hombre civilizado tiene emociones más ideas. Podemos sostener que en el salvaje, el cerebro recibe pocas impresiones, de modo que está a merced de una emoción preponderante... La prima Bette, una campesina primitiva de Lorena, aunque no sin una traza de perfidia, tenía la naturaleza de un salvaje, algo más común entre el populacho de lo que se cree, y que puede explicar su conducta durante las revoluciones". Vuelven a combinarse aquí la envidia personal y la política, o un deseo obsesivo de justicia. Bette, de hecho, ayuda a tramar la destrucción de la familia y fortuna de su prima, y arruina el casamiento de la hija de su prima al alentar los galanteos del barón Hulot y las maquinaciones de la cortesana Valérie Marneffe, mientras que ella sigue siendo un miembro desagradable, "honesto" y descéntrico del círculo familiar. Si bien el barón Hulot es una de las grandes encarnaciones literarias de la lujuria compulsiva, Balzac da como título a la novela el nombre de la solterona envidiosa, la prima Bette. Y es notable que ninguna de sus víctimas llegue a enterarse de su traición ni a sospechar la emoción que la corroe. La envidia trabaja en el interior; el disimulo es parte de su naturaleza.
El personaje magistral de Dickens en la representación de la envidia es probablemente Uriah Heep, aunque Orlick en "Grandes ilusiones", cuya existencia se centra en torno a un resentimiento inexpresado que culmina en violencia asesina, también sea un ejemplo excelente del mismo vicio. Como Heep, Orlick pertenece a la familia pero es inferior, una especie de sirviente, un ser periférico, celoso de privilegios imaginarios, rencoroso por desprecios también imaginarios. Orlick, sin embargo, es sólido y amenazador, mientras que Heep es barroco, tenue, casi un vicio o pecado alegórico que retoza en un espectáculo teatral o en un fresco. Se insinúa como una víbora en la familia de su empleador, Mr. Wickfield, al que ostensiblemente ayuda, pero a quien en realidad destruye. Como Bette, como Yago, como Edmund, se describe a sí mismo como uno de los pobres de espíritu. Heep y su temerosa madre conocen su "lugar" en la jerarquía, y no hacen más que repetir que son humildes, muy humildes. Heep lleva la imagen de la víbora en su propio cuerpo. Se retuerce, se contorsiona como una serpiente. Copperfield lo observa con sospecha impotente: "No decía nada en absoluto. Revolvía su café una y otra vez; se tocaba el mentón suavemente con su espeluznante mano; paseaba la mirada por el cuarto; me miraba, no con una sonrisa, sino con la boca abierta; se contorsionaba, ondulante, de un lado para otro, con su deferente servilismo; volvía a revolver el café y tomaba un sorbo, pero dejaba a mi cargo el que reanudara la conversación". La noche en que Heep se las arregla para quedarse a dormir en los aposentos de David Copperfield es maravillosamente cómica, aunque también siniestra. "Le presté un gorro de dormir, que él se puso de inmediato, y que le dio un aspecto tan horrible que no lo he vuelto a usar, después de lo cual lo dejé para que descansara", dice David. Copperfield no puede dormir, sólo dormita. "Cuando desperté, el hecho de que Uriah estuviera en el cuarto contiguo pesaba sobre mí como una pesadilla, oprimiéndome con plúmbeo espanto, como si tuviera por invitado a una especie inferior de demonio. El atizador entró en mis pensamientos adormilados, también, y no quería alejarse. Entre el sueño y la vigilia pensé que estaba al rojo vivo, que yo lo arrancaba de entre las llamas y luego le atravesaba el cuerpo con él. La idea me obsesionaba de tal manera, a pesar de que sabía que no tenía visos de verdad, que me encaminé de manera subrepticia hacia el cuarto de al lado para echar una mirada. Allí lo vi, acostado de espaldas, con las piernas extendidas en todo lo que daban, haciendo un gorgoteo gutural, la nariz tapada y la boca abierta como un buzón. Era mucho peor en la realidad que en mi destemplada imaginación, por lo que luego me sentí atraído hacia él por la repulsión misma, sin poder dejar de ir a verlo cada media hora. La larga, larga noche me pareció más pesada y desesperada que nunca, sin promesa de claridad en el lóbrego cielo". Es magistral. Heep, "esa clase inferior de demonio" crea un infierno a su alrededor, completo con atizador, plúmbeo espanto y lóbrego cielo. Es la versión victoriana de un demonio medieval. Desde niña pensaba en él como personificación de la Envidia, pero hace poco empecé a preguntarme si no sería la Avaricia, la Hipocresía o la Lujuria, en cambio. Heep roba fortunas; desea a Agnes Wickfield por esposa. Y luego, al final, cuando es desenmascarado por los virtuosos inocentes Traddles y Micawber, se revela la razón de sus actos. Dice Traddles: "Una circunstancia notable es que en realidad yo no pienso que se haya apoderado de esta suma tanto para gratificar su avaricia, que era excesiva, como por el odio que sentía hacia Copperfield. Me lo dijo claramente. Me dijo que hasta habría gastado esa misma suma para molestar o herir a Copperfield". Tanto Copperfield como Heep son adiciones a la familia Wickfield, pero mientras que el caballero Copperfield es aceptado como hijo y hermano adoptivo, Heep es un sirviente, un ser inferior. Es humilde y vengativo, un hijo rechazado y un subordinado. Odia a David como Bette odia a su prima. Es la encarnación de la envidia.
Bette y Uriah son caricaturas, seres monomaníacos al borde de la personificación. El mejor ejemplo de la envidia en la literatura es Yago, el honesto Yago, manipulador y destructor de un amor intenso que no puede tener ni entender, el subordinado cuya promoción se desestima, prefiriéndose a Cassio en cambio. Es superior a Bette y a Heep, porque en él no hay ningún elemento caricaturesco, ningún elemento de personificación. Es un ser horriblemente común y corriente, real, limitado, terriblemente atareado. En el acto I de "Otelo" dice, al explicar su complot: "Odio al moro. Y se dice por ahí que entre mis sábanas he hecho mi oficio; no sé si esto es verdad. Pero yo, por una simple sospecha de esa clase, obraré como si fuera cierta; él opina bien de mí, lo que me ayudará para mi propósito. Cassio es un hombre apuesto. Veamos cómo puedo ocupar su lugar y complacer mi voluntad y gusto con una canallada doble". El análisis que hace Coleridge de este pasaje es brillante. Dice: "La búsqueda de las causas de una malignidad sin motivo es espantosa. En sí, es demoníaca; a él se le perinite seguir ostentando la imagen divina, demasiado demoníaca para si propia opinión. Un ser cercano al diablo, sólo que no es del todo el diablo, y esto es algo que Shakespeare ha ejecutado sin aversión, sin escándalo". Los estudiosos más recientes han querido cuestionar esta opinión, diciendo que el honesto Yago estaba honestamente celoso, pues Otelo ha seducido a su mujer, por lo que no hay misterio con respecto a la razón de su maldad. Pero Coleridge estaba en lo cierto. Melanie Klein discute la diferencia entre la envidia y los celos citando del libro de sinónimos ingleses de Crabb, en la que Crabb dice: "Los celos temen perder lo que tienen; la envidia sufre al ver en otro lo que quiere para sí". Los celos, según Klein, son menos odiados por la generalidad que la envidia porque los celos pueden incluir un amor genuino, por lo que es bueno. Ella se inclina a ver los celos y la envidia íntimamente relacionados, y cita a alguien a quien no identifica: "Pero a las almas celosas no se les responde así; no están celosas por una causa, sino que están celosas por estar celosas; se trata de un monstruo que se engendra a sí mismo, que nace de sí mismo".
La persona que habla aquí no es Yago, sino Emilia, su mujer, dirigiéndose a Desdémona, quien le replica: "¡Que el Cielo mantenga alejado a ese monstruo de la mente de Otelo!". Es Yago quien ha puesto el monstruo allí, y la mente de Otelo provee la causa. Antes de matar a su mujer, exclama: "¡Es la causa, es la causa, alma mía!". Otelo está celoso, furioso porque ama, no de una manera prudente pero bien, porque es un hombre confiado que ha sido traicionado y engañado. Yago está simplemente celoso, y la envidia es más fría y cortante, más insidiosa y destructiva que los celos. Al escribir este ensayo empecé a ver a "Otelo", entre otras cosas, como un estudio en que se contrasta la fuerza de los celos con la mezquindad de la envidia. Cuando Yago empieza a poner en movimiento la maquinaria que causará la muerte de Cassio, observa: "No debe ser; si Cassio vive, la belleza que hay en su vida hará fea la mía". Esto es envidia pura, perfectamente descripta. Cuando Yago es desenmascarado, demasiado tarde, se lo rodea con las imágenes de sierpes y demonios que caracterizan a la Envidia. Dice Ludovico: "¿Dónde está esta vívora? Traed al villano...". Y agrega Otelo: "Os ruego que preguntéis a este semidiablo por qué ha atrapado en una red a mi alma y a mi cuerpo". A lo que Yago responde: "No me exijáis nada. Sabéis lo que sabéis, y desde ahora no diré ni una palabra más". Es característico del tipo de envidia que encarna Yago que se haga un retroceso a una inercia obcecada, a una pétrea pasividad, al silencio, en oposición a la violencia y temor de perdición de Otelo. La caracterización final que hace Ludovico del ahora silente Yago es una de las líneas más sorprendentes y maravillosas de Shakespeare. Traslada la maldad de Yago del reino personal al mundo de las fuerzas abstractas, naturales y terribles, donde adquiere su verdadero terror. La envidia es mezquina, Yago es "más cruel que la angustia, que el hambre, o el mar".
En la tradición judeo cristiana, la envidia de Satanás por los nuevos y favorecidos hijos de Dios, Adán y Eva, trajo la rivalidad fraternal y la muerte al mundo. El Satanás de Milton es malvado y parece un sapo cuando siente envidia; es romántico y heroico cuando exhibe su orgullo. Nietzsche, con esa mezcla de inteligencia aguda y desenfrenada extravagancia que lo caracteriza, interpreta a la idea del mal, y del Maligno, como una creación del resentimiento de los esclavos y los pobres. Su descripción del "hombre del resentimiento" es aplicable a mis semidiablos menores, Heep y Yago, Aglauros y Bette: "Mientras que el hombre noble vive confiado y es sincero consigo mismo... el hombre del resentimiento no es cándido ni franco ni directo consigo mismo. Su alma es oblicua: su espíritu ama los escondites, los senderos secretos y las puertas traseras; todo lo oculto y disimulado lo atrae como su mundo, su seguridad, su refrigerio; sabe cómo permanecer callado, cómo no olvidar, cómo esperar, cómo mostrarse, de manera provisoria, modesto y humilde". Concluye Nietzsche que el hombre del resentimiento concibe el mal como aquello que lo oprime, y crea una visión contraria del "enemigo malvado", el Maligno. Nietzsche sostiene que este enemigo es, por necesidad, lo opuesto al hombre humilde; es el "hombre noble" presentado como fuente de todo daño. Sin seguirlo hasta el final, podemos ver la manera en que su psicología se adecua tanto a las descripciones psicoanalíticas de las proyecciones de rechazo de la envidia como al peligroso odio de hermanos e inferiores. El envidioso se convierte en la Envidia. Por la envidia de Satanás vino la muerte al mundo. Por la envidia de las criaturas y de los débiles vino Satanás al mundo, más cruel que la angustia, el hambre o el mar.