Desde la publicación en 1913 de "Betrachtung"
(Meditaciones) hasta comienzos de los años '20 en que se produce el empeoramiento de su estado de salud, Franz Kafka (1883-1924) tuvo su etapa creativa más prolífica. De ese período son "In der strafkolonie" (En la colonia penitenciaria), "Das urteil" (La condena), "Die verwandlung" (La metamorfosis), "Ein landarzt" (Un médico rural), "Amerika" (América), "Der prozess" (El proceso) y "Das schloss" (El castillo), que quedaría inconclusa. Su obra, una de las más influyentes e innovadoras del siglo XX, se caracteriza por una marcada vocación metafísica y una síntesis de absurdo, pesimismo irónico y lucidez. En ella se manifiesta claramente el existencialismo sartreano, aquella angustia del hombre moderno ante el poder omnipotente. Kafka tenía una particular sensibilidad para el sufrimiento, una agudeza poco común para percibir las modulaciones del silencio y de la soledad y para expresar, con una intensidad casi intolerable, la situación del hombre-víctima, del hombre-número, del hombre-nada. La ensayista Carmen Gándara -en su "Kafka o el pájaro y la jaula"- afirmaba que al entrar en el mundo de Kafka, "ya sea que penetremos en él por 'El castillo' o 'El proceso', sus dos novelas ejemplares, lo primero que salta a nuestra vista es que nos hallamos ante una nueva disposición del paisaje, ante una estructura panorámica a la que no estábamos, literariamente, habituados. Advertimos, a poco andar, que hemos entrado en un aire vertical, en un ámbito en el cual la dimensión vertical es el centro, la espina dorsal del paisaje". Así era su mundo, y los personajes que colocó en el centro de ese mundo vertical fueron casi autómatas, seres mínimos atrapados dentro de un mecanismo inexplicable y perfecto. El método empleado por Kafka para expresar la tragedia del hombre moderno -su propia tragedia al fin-, la del hombre reducido a no ser ya hombre, a no ser persona, consistía en colocar a un hombre cualquiera en una situación cualquiera: "cuanto más anodinos, comunes y mediocres sean el hombre y su circunstancia, mejor -analiza Gándara-; ese pedazo de realidad, ese conjunto de datos, ese espectáculo geométrico y gris, será descrito con suma minuciosidad y paciencia, con una paciencia casi enloquecedora; todo será exhibido con tranquilidad, con orden, implacable e impasiblemente. Las palabras serán meros cristales, lisos, de una lisura y frialdad tan inhumanas como el cuadro que describen. Los diálogos no dirán nunca nada: serán maquinales, inconclusos y en ningún caso establecerán una comunicación entre quienes se hablan. Todo ello configurará un clima que en el comienzo parecerá natural, transparente, normalísimo, demasiado normal; pero poco a poco ese clima irá convirtiéndose en un sistema de opresiones, en una suerte de maquinaria invisible, misteriosamente animada, morbosa: en un refinado tormento". Toda su obra es una sistemática investigación acerca de lo que le pasa y no le pasa al protagonista, un ser sin rostro, sin nombre, sin carácter, que tampoco sabe qué es lo que le pasa. Ese protagonista es siempre un antihéroe corroído por la angustia, una angustia que es el resultado de la falta de conflicto con los otros porque el personaje no logra establecer una relación humana, real, con nadie, no logra establecer una pugna concreta con sus invisibles adversarios; no tiene comunicación ni con su infortunio, pues no llega a saber jamás en qué consiste, de quién procede, cuáles son sus razones y sus límites. Todo es, por consiguiente, radicalmente absurdo. Nadie se comunica con nadie, pero el lenguaje y los diálogos son cristalinos, habituales, corrientes. La estructura social que rodea al personaje anónimo es también espectral, irreal, pero cada uno ocupa su lugar en esa estructura, y las correspondencias entre unos y otros son lógicas y funcionan adecuadamente. Todo está, nada ha sido olvidado, pero nada de todo ello es, nada existe, nada tiene consistencia, nada tiene realidad. El mundo que Kafka nos muestra no tiene ni brillo ni frescura ni libertad; es, por el contrario, un mundo que cae incesantemente ante nuestros ojos en la nada de que salió; más aún: su mundo es la representación de esa nada. Hay además -añade Gándara- un elemento inquietante que Kafka introduce en gran número de situaciones y especialmente en "El proceso", algunas escenas de "El castillo" y "La metamorfosis": la comicidad, o mejor, el espectro de la comicidad. "Se trata, como podrá suponerse, de una comicidad sin alegría, negativa, enemiga. Dicen que cuando él leía en alta voz el primer capítulo de 'El proceso', interrumpía una y otra vez la lectura para reír a carcajadas (lo cual es bastante asombroso). En la última escena de la obra el humorismo y el horror se suman para perfeccionar un mismo efecto: la falta de sentido llevada por el tribunal invisible hasta convertir la muerte irrisoria del culpable sin culpa en una burla siniestra". "El destino de Kafka -afirmaba Borges-, fue transmutar las circunstancias y las agonías en fábulas". Heidegger decía que todos vivimos, de un modo u otro, "en esa clara noche que es la nada de la angustia". Las historias de Kafka están dentro de esa noche, se desenvuelven, se construyen a sí mismas, dentro de esa noche; los límites de esa noche son los límites de su mundo. "Noche, en verdad, clara, pues todo lo que hay en ella se ve y todo lo que se ve es alimento y estímulo para la angustia, todo converge en la lúcida sensación de la nada radical. Sus personajes son todos, en alguna medida, sonámbulos, están ausentes de sí mismos o no conservan más vínculo con la propia realidad que esa angustia, ese hilo pálido, esa estrecha desesperación. La desesperación es como el recuerdo roto de la esperanza, es la esperanza vuelta contra sí misma. La desesperación de Kafka es tenaz en querer llegar a lo que anhela, pero está vencida de antemano", concluye Carmen Gándara. Este sentimiento de la nada, el absurdo vislumbrado por Kafka, es descrito por Camus en "L'étranger" (El extranjero), "Le mythe de Sisyphe" (El mito de Sísifo), "Caligula" (Calígula) y "Le malentendu" (El malentendido), obras que tienen en común la desesperación ante una vida inútil, solitaria, sin ninguna esperanza de poder participar en aquella sociedad de la que denuncian su absurdidad. "Quiero librar a mi universo de sus fantasmas -escribió Camus en 'El mito de Sísifo'- y poblarlo solamente con las verdades de la carne cuya presencia no puedo negar. Puedo hacer una obra absurda, elegir la actitud creadora más bien que otra. Pero para que una actitud absurda siga siéndolo debe conservar la conciencia de su gratuidad. Lo mismo sucede con la obra. Si en ella no se respetan los mandamientos de lo absurdo, si no ilustra el divorcio y la rebelión, si consagra las ilusiones y suscita la esperanza, ya no es gratuita. Ya no puedo separarme de ella. Mi vida puede encontrar en ella un sentido, y eso es irrisorio. No es ya ese ejercicio de desapego y de pasión que consume el esplendor y la inutilidad de una vida de hombre". Para el poeta inglés W.H. Auden (1907-1973), la obra y la sensibilidad de Kafka "son a nuestra época lo que Shakespeare y Dante a las suyas". También lo fueron para Camus, quien dedicó el epílogo de "El mito de Sísifo" -cuya última parte se transcribe a continuación- a analizar la obra del atormentado escritor checo.
La mayoría de quienes han hablado de Kafka han definido, en efecto, su obra como un grito desesperanzador en el que no se deja al hombre recurso alguno. Pero esto exige una revisión. Hay esperanzas y esperanzas. La obra optimista del señor Henri Bordeaux me parece singularmente desalentadora. Es que en ella nada se permite a los corazones un poco difíciles. El pensamiento de Malraux, por el contrario, es siempre tonificador. Pero en ambos casos no se trata de la misma esperanza ni de la misma desesperación. Veo solamente que la obra absurda misma puede conducir a la infidelidad que quiero evitar. La obra que no era más que una repetición sin alcance de una condición estéril, una exaltación clarividente de lo perecedero, se convierte aquí en una cuna de ilusiones. Explica y da una forma a la esperanza. El creador ya no puede separarse de ella. No es el juego trágico que debía ser. Da un sentido a la vida del autor.
Es singular, en todo caso, que obras de inspiración próxima como las de Kafka, Kierkegaard o Chestov, las de, para decirlo en pocas palabras, los novelistas y filósofos existenciales, completamente orientados hacia lo absurdo y sus consecuencias, desemboquen, a fin de cuentas, en ese inmenso grito de esperanza. Abrazan al Dios que las devora. La esperanza se introduce por medio de la humildad, pues lo absurdo de esta existencia les asegura un poco más de la realidad sobrenatural. Si el camino de esta vida va a parar a Dios hay, pues, una salida. Y la perseverancia, la obstinación con que Kierkegaard, Chestov y los protagonistas de Kafka repiten sus itinerarios constituyen una garantía singular del poder exaltante de esta certidumbre (el único personaje sin esperanza de "El castillo" es Amalia. A ella es a quien el agrimensor se opone con más violencia).
Kafka niega a su dios la grandeza moral, la evidencia, la bondad, la coherencia, pero es para arrojarse mejor a sus brazos. Lo absurdo es reconocido, aceptado, el hombre se resigna a él y desde ese instante sabemos que no es ya lo absurdo. En los límites de la condición humana, ¿qué mayor esperanza que la que permite escapar a esa condición? Veo una vez más que el pensamiento existencial a este respecto, contra la opinión corriente, está lleno de una esperanza desmesurada, la misma que, con el cristianismo primitivo y el anuncio de la buena nueva, sublevó al mundo antiguo. Pero en ese salto que caracteriza a todo el pensamiento existencial, en esa obstinación, en esa agrimensura de una divinidad sin superficie, ¿cómo no ver la señal de una lucidez que se niega? Se quiere solamente que se trate de un orgullo que abdica para salvarse. Ese renunciamiento sería fecundo. Pero lo uno nada tiene que ver con lo otro. En mi opinión, no se disminuye el valor moral de la lucidez diciendo que es estéril como todo orgullo. Pues también una verdad, por su definición misma, es estéril. Todas las evidencias lo son. En un mundo donde todo está dado y nada es explicado, la fecundidad de un valor o de una metafísica es una noción carente de sentido.
En esto se ve, en todo caso, en qué tradición de pensamiento se inscribe la obra de Kafka. En efecto, no sería inteligente considerar como rigurosa la manera de proceder que lleva de "El proceso" a "El castillo". José K. y el agrimensor K. son solamente los dos polos que atraen a Kafka (en el primero dice: "La culpabilidad nunca es dudosa"; en el segundo: "La culpabilidad es difícil de probar"). Yo hablaré como él y diré que su obra no es probablemente absurda. Pero que eso no nos prive de ver su grandeza y su universalidad. Estas proceden de que ha sabido simbolizar con tanta amplitud el paso cotidiano de la esperanza a la angustia y de la sensatez desesperada a la obcecación voluntaria. Su obra es universal (una obra verdaderamente absurda no es universal) en la medida en que en ella se simboliza el rostro conmovedor del nombre que huye de la humanidad, que saca de sus contradicciones razones para creer, razones para esperar en sus desesperaciones fecundas, y que llama vida a su aterrador aprendizaje de la muerte. Es universal porque tiene una inspiración religiosa. Como en todas las religiones, el hombre se libera en ella del peso de su propia vida. Pero si bien sé esto, si bien puedo también admirarla, sé, asimismo, que no busco lo universal, sino lo verdadero. Ambos pueden no coincidir. Se entenderá mejor esta manera de ver si digo que el pensamiento verdaderamente desesperante se define precisamente por los criterios opuestos y que la obra trágica podría ser la que, una vez desterrada toda esperanza futura, describiera la vida de un hombre dichoso. Cuando más exaltante es la vida, tanto más absurda es la idea de perderla. Este es, quizás, el secreto de esa aridez soberbia que se respira en la obra de Nietzsche. En este orden de ideas, Nietzsche parece ser el único artista que haya sacado las consecuencias extremas de una estética de lo absurdo, pues su último mensaje reside en una lucidez estéril y conquistadora y en una negación obstinada de todo consuelo sobrenatural.
Lo que precede habrá bastado, sin embargo, para poner de manifiesto la importancia capital de la obra de Kafka en el marco de este ensayo. Ella nos transporta a los confines del pensamiento humano. Si se da a la palabra su sentido pleno, puede decirse que todo es esencial en esta obra. En todo caso, plantea enteramente el problema de lo absurdo. Por lo tanto, si se quiere comparar estas conclusiones con nuestras observaciones iniciales, el fondo con la forma, el sentido secreto de "El castillo" con el arte natural por el que discurre, la búsqueda apasionada y orgullosa de K. con la apariencia cotidiana por la que camina, se comprenderá lo que puede ser su grandeza. Pues si la nostalgia es la marca de lo humano, nadie ha dado, quizá, tanta carne y tanto relieve a esos fantasmas de la añoranza. Pero se advertirá, al mismo tiempo, cuál es la singular grandeza que exige la obra absurda y que ésta no tiene acaso. Si lo propio del arte es ligar lo general con lo particular, la eternidad perecedera de una gota de agua con los juegos de sus luces, es más natural todavía valorar la grandeza del escritor absurdo por la diferencia que sabe introducir entre esos dos mundos. Su secreto consiste en saber encontrar el punto exacto en que se unen, en su mayor desproporción. Y para decir verdad, los corazones puros saben ver en todas partes ese lugar geométrico del hombre y de lo inhumano. Si "Fausto" y "Don Quijote" son creaciones eminentes del arte, es a causa de las grandezas sin medida que nos muestran con sus manos terrenales. Sin embargo, siempre llega un momento en que el espíritu niega las verdades que pueden tocar sus manos. Llega un momento en que la creación no es tomada ya por lo trágico: sólo es tomada en serio. Entonces el hombre se preocupa por la esperanza. Pero ése no es asunto suyo. Lo que debe hacer es apartarse del subterfugio. Ahora bien, es éste con el que vuelvo a encontrarme al término del vehemente proceso al que Kafka trata de someter al universo entero. Su veredicto increíble absuelve, al fin, a este mundo horrible y trastornado en el que hasta los mismos topos se empeñan en esperar. Esto que acabo de proponer es, evidentemente, una interpretación de la obra de Kafka. Pero es justo añadir que nada impide que se la considere, al margen de toda interpretación, desde el punto de vista puramente estético. Por ejemplo, Bernhard Groethuysen, en su notable prólogo a "El proceso", se limita, con más prudencia que nosotros, a seguir en él las imaginaciones dolorosas de lo que él llama, de una manera sorprendente, un "durmiente despierto". El destino, y quizá la grandeza de esta obra, consiste en que lo ofrece todo sin que confirme nada.