Es conocida la función del Surrealismo como fuerza dinámica en la obra de Cortázar, una influencia que puede rastrearse en sus tempranos ensayos "Muerte de Antonin Artaud", "Irracionalismo y eficacia" y "Un cadáver viviente" de 1948 y 1949, y también en su obra posterior donde Cortázar evidencia una gran afinidad, tanto con los artistas surrealistas (Aragon, Breton, Crevel, Eluard) como con sus antecesores (Apollinaire, Jarry, Lautréamont). Así como Salvador Dalí creó el teléfono-langosta, Cortázar hizo lo propio con el cronopio-cabrestante, el pez de flauta o el reloj-alcachofa. Malva Filer, doctora en Filosofía y Letras por la Universidad de Buenos Aires y profesora de Lengua y Literatura en el Brooklyn College de Nueva York, es autora de varios ensayos sobre el autor de "Rayuela". "El lenguaje metafórico que Cortázar ha elegido para caracterizar a sus personajes y para describir situaciones de su universo narrativo -dice- no sólo es prueba de conocimiento y sensibilidad artística, sino también de una búsqueda de cercanía entre la expresión verbal y la imagen visual. El mundo de las artes plásticas, el del surrealismo y su herencia y, más ampliamente, todo aquello que integra el espacio contemporáneo, pasan a primer plano con la apertura hacia lo visual que representa". Para la autora de "Los mundos de Julio Cortázar" y "La isla final. Las ficciones de Julio Cortázar", la obra del escritor argentino ilustra, precisamente, "una forma intensa, exacerbada, de vivir nuestra época, este espacio inquietante creado por la ciencia y la técnica, tanto como por el arte y la literatura. Su búsqueda de un texto que comunique tal vivencia lo lleva, finalmente, a rebasar el ámbito de lo verbal. La palabra va hacia la imagen e intenta romper la barrera entre el tiempo y el espacio, en sus microcósmicos libros-collage".
En "Territorios", por ejemplo, Cortázar -con la ayuda de su amigo, el artista plástico Julio Silva- recurrió a la poesía, el cuento, el monólogo, la reflexión, el ensayo y la crítica para homenajear a dieciocho artistas por él admirados. Cortázar inicia el libro con el capítulo "Explicaciones más bien confusas", en donde dos de los personajes de "62/Modelo para armar" arguyen con el autor acerca de los méritos del libro. Hablando de sí mismo en tercera persona, Cortázar declara que las razones motoras de muchos de sus textos le "vienen de la música y de la pintura antes que de la palabra en un nivel literario" y que "ha sentido el deseo de caminar paralelamente a amigos pintores, imagineros y fotógrafos". Luego se interna en los "territorios" de diversos artistas mediante la utilización de una serie de reproducciones de cuadros y material fotográfico acompañados de textos heterogéneos cuyo común denominador reside en su carácter de prosas paralelas, es decir, textos escritos para convivir con la imagen visual, pero que constituyen, al mismo tiempo, unidades autónomas. "Por qué no intentar una escritura en la que el límite del tiempo ciña por fuerza el espacio... No por equivalencia ni acatamiento a la escritura pictórica; más bien jugando a dibujar estampas de palabras por dentro y por fuera, cuadritos para colgar en los clavos de la memoria".
La selección de las imágenes visuales incluidas en "Territorios" responde -dice la profesora Filer- a "la búsqueda de figuras en las que emerjan los misterios, atisbos y visiones de una realidad profunda a la que la palabra se acerca apenas por via analógica. Cada territorio es, por ello, imagen y palabra en relación de complementariedad, transformándose mutuamente y convergiendo en un nuevo nivel semántico. Se trata, pues, de territorios compartidos, que son tanto del escritor como de los artistas plásticos y fotógrafos a quienes se los dedica". Así, por las páginas de "Territorios" transitan numerosos pintores como el belga Pierre Alechinsky, el austríaco Alois Zötl, el venezolano Jacobo Borges, el cubano Guido Llinás, el español Antonio Saura, el francés Jean Thiercelin, el mexicano Leonardo Nierman y los argentinos Leo Torres Agiiero y Hugo Demarco; escultores como el belga Reinhoud D'Haese, el uruguayo Leopoldo Novoa y los argentinos Julio Silva y Luis Tomasello; fotógrafos como el francés Frédéric Barzilay y las argentinas Sara Facio y Alicia D'Amico; la bailarina francesa Rita Renoir y el dibujante sueco Adolf Wölfli.
"Territorios" fue publicado en México en 1978. Su último capítulo, "Carta del viajero", que acompaña las imágenes del fotógrafo Frédéric Barzilay, lleva por subtítulo "Le escribo desde un país lejano a Henri Michaux". Cortázar sentía una gran admiración por el poeta francés de origen belga y le rindió un homenaje en "Un tal Lucas", libro que apareció un año después y cuya idea central surge de "Un certain Plume" (Un tal Pluma) de Michaux. Así como éste tituló los sucesivos capítulos de su obra "Pluma en el restaurante", "Pluma viaja", "Pluma tiene un dedo adolorido", "Pluma en el techo", "Pluma y los lisiados sin piernas", etc., Cortázar tituló a los de su libro "Lucas, sus pudores", "Lucas, su patriotismo", "Lucas, sus estudios sobre la sociedad de consumo", "Lucas, sus desconciertos", "Lucas, sus métodos de trabajo", etc. Para la poetisa argentina Alejandra Pizarnik esta suerte de tributo al autor de "La vie dans les plis" (La vida en los pliegues) y "Plume" (Pluma) ya es notable en "La vuelta al día en ochenta mundos" de 1967. Allí, dice Pizarnik, "la evidencia de la impostura es excesiva y, no obstante, la magia verbal de Julio más su seguridad de ser el primero que plagia a autores desconocidos en Argentina más su exaltación al adoptar la pose de cronopio exaltado y desordenado, todo eso concede al libro una dignidad inmensa. Olvido lo principal: Julio es, antes que un gran escritor, un gran lector. También como Eliot, es un gran plagiador, un gran calculador. Pero yo lo envidio -algo desde arriba, naturalmente- y lo envidio precisamente por su espíritu lúdico y calculador (nada pueril, como dice cuando plagia a Michaux) y lo envidio por su tenacidad, por su modo de vivir para la literatura sin juzgar su razón ni su vida".
Si bien es cierto que hay semejanzas (transformaciones súbitas y maravillosas, extraños personajes, visiones delirantes, situaciones en que lo usual y lo fantástico se entrecruzan constantemente), también es cierto que hay diferencias. La más notoria es que Cortázar desechó la amargura que invadió a Michaux, creador de un mundo irreal entre trágico e irónico, de continua evasión. En Cortázar es menos evidente la crueldad, sus personajes no se sienten desesperadamente solos, su mundo es más alegre, más inofensivo que el de Michaux, más variado y menos trágico. Al respecto, en una entrevista de 1976, dice Cortázar: "En cuanto a Michaux, claro, leí 'Pluma'; fue el primer libro suyo que leí en la edición de Gallimard en francés, y esos pequeños cuentecitos tienen que haber ejercido una influencia en mis cronopios que iban a nacer muchos años después. Son esas cosas de las que uno se da cuenta más tarde; no sé si algún crítico lo ha visto, pero yo creo que, sin esos textos de Michaux, a mí tal vez no se me hubiera ocurrido escribir a los cronopios".
El texto "Carta del viajero", fue utilizado el mismo año de 1978 por Frédéric Barzilay como introducción a su libro "Tendres parcours" (Tiernos trayectos) y dice lo siguiente:
Sí, pero a la vez nada puede estar más próximo que tanta vertiginosa lejanía, y esta carta que debía contener un informe de viaje, una descripción del país que se me había encomendado visitar, no admite ser escrita y enviada según las formas usuales. Lo usual no existe en este país, el mero estar en él envuelve en una incierta certidumbre, en eso que quizá siente la arena mientras resbala interminable en el cristal del reloj, midiendo las horas de un tiempo que es siempre un final y un comienzo, una lejanía y una contigüidad. Por eso no esperes de mí los mapas y los señalamientos fronterizos que sin duda deseabas; todo lo que alcance a decirte viene de algo que apenas se deja tocar por el lenguaje, algo que cede a la trampa de las palabras con el orgullo de esos animales que no aceptan el cautiverio y mueren calladamente en las jaulas que pretendían exhibirlos y nombrarlos. Más vale decírtelo de entrada: a este país no se llega con armas y bagajes y propósitos. Ni siquiera se entra en él; nunca pude delimitar sus fronteras, en algún momento me ví en su paisaje y escuché el primer rumor de sus fuentes. Fijar imágenes en la memoria o en un papel sensible no lleva a ninguna cartografía; su lenguaje, con el que acaso querría ayudarme, no hace más que multiplicar un misterio incesante. No es interrogándolo que podría trazar sus meridianos o sus altitudes; cuando se ha llegado a él sólo se puede avanzar a lo largo de una lenta, extenuante pregunta que lo abarca por entero y que lo vuelve todavía más inasible.
Queda la analogía, por supuesto, único alimento de este informe que empieza por cualquier parte y que sólo terminará cuando el sueño o la impaciencia lo plieguen y le den su término arbitrario. Trata de imaginar un país que parece regirse por perfumes, murmullos, tactos y colores. Quizá lo primero que me arrancó a eso que llamaré el otro lado o el antes fue su suave orografía que invitaba a perderse en rutas sinuosas, a entregarse sin lástima a sus infinitas repeticiones o alternancias. El signo de toda ruta es siempre una promesa, pero aquí no se busca un oasis de fin de etapa o una ciudad de albergues y sábanas frescas, la promesa es otra cosa, el punto central desde donde el viajero abarcará el país en un conocimiento y una visión totales, y será el país durante un interminable segundo fuera del tiempo. Fuera del tiempo ese segundo porque apenas cumplido ya estará de nuevo esperándose y esperándonos en el próximo término, habrá que recomenzar al alba una nueva ruta, ascender por laderas diferentes y beber en pozas de ambiguas aguas; fuera del tiempo porque el país, escúchalo bien, no tiene tiempo, es un presente que superpone sus valles, sus lagos y sus bosques como un niño superpone una y otra vez el mismo juego, el mismo ritual, el mismo cuento; y la delicia del país y del niño está en que lo mismo sea siempre otra cosa y que cada nueva cosa lleve siempre a lo mismo. He viajado así por suelos nunca enteramente llanos, y viajar aquí es más caricia que paso, más tacto que movimiento. Este país tiene otras leyes; ir y venir, subir y bajar no se dan como en los nuestros. Lo recuerdo: casi en seguida, todavía envuelto en el vértigo del pasaje, me ví al pie de una colina que era necesario superar porque la promesa, eso que llamo la promesa estaba más allá esperándome. Y sin embargo no tuve que subir esa ladera de blanquísima textura, me sentí aspirado desde lo alto, ayudado como por una respiración profunda que nacía del paisaje y me impulsaba a la cima (había allí un pequeño volcán silencioso y perfumado). Y bajar tiene también una pauta diferente; al borde de una poza en cuyo fondo danza lentamente un pez rosado, o vacilando ante un precipicio que tapizan bosques de profunda sombra, cuántas veces me he sentido sostenido por un aire diferente, nadador del espacio descendiendo sin prisa hasta alcanzar el agua o el musgo que me esperaban con su leve temblor de caricia.
Es así, acatarlo representa el olvido de todo lo que sabíamos y sentíamos antes de llegar a este país, y sobre todo ser de alguna manera el país, viajar por algo que nos viaja, ya no las geografías pasivas y los relevamientos que habíamos previsto sino un doble ir y venir, una respiración de los bosques que responde a nuestro aliento, un calor de los valles que nace también de nuestra boca. ¿En qué planeta estamos, cómo hemos podido llegar a este país? Me acuerdo: las primeras etapas fueron casi comparables a las del pasado, casi decibles con estas palabras que tratan de alcanzártelas. El silencio, la tibieza y la inmovilidad parecían los signos de la tierra y de las aguas como en tantos países templados de nuestro globo. Sin transición perceptible, acaso en el negligente intervalo del sueño, otra manera de darse amaneció como una joven palma, como un volcán que brota del mar y mira por primera vez el cielo con su pupila de cíclope. No podría explicarte cómo lo sentí, cómo lo supe en esa zona donde el saber era también sentir pero en un plano despojado de toda referencia, contacto y olor y gusto y colores y murmullos tendiéndose desde una nada que me envolvía al incluirme, al volverme dador y receptor de esa cristalina telaraña suspendida en un presente puro. No podría decírtelo pero quizá fue un deslizamiento, un dejar de andar para seguir andando de otro modo, una sustitución del paso por el roce, algo como una suspensión de la gravedad en un acuario de helechos. Pero lo que me rodeaba también tenía ahora esa textura de metamorfosis incesante, las colinas resbalaban sin que fuera necesario adelantarme, su distante perfil se alejaba y volvía, cambiando a cada diástole y a cada nube, zonas de diminutas tempestades se exaltaban y crecían para sumirse luego en honduras de repentina calma, y más aún, el país se volvía sobre si mismo dulcemente, se lo sentía volcarse boca abajo, girar de lado, ofrecer un tibio itinerario de hondonadas y planicies que en algún momento se volvían cordillera infranqueable, garganta de mármoles y calizas a cuya salida esperaban nuevos lagos y llanuras, peloponesos abriéndose sobre un mar como de leche, lejanos faros de luz negra llamando al término de húmedos líquenes, de puentes suspendidos sobre el vértigo.
Ah, cómo arrancar este espeso limo de figuras y símiles y mostrarte en otro nivel, en otros espejos, en pantallas y calidoscopios y proyecciones diferentes, el doble viaje del viajero y lo viajado, el flujo y reflujo en los que un desierto de arenas doradas y unas sandalias cesaban de ser diferentes o complementarios, cómo darte a respirar el país en el que cada jalón es una fragancia diferente, seca y áspera en los bosques o las crestas rocosas, blanda y musgosa allí donde la sed y las aguas se buscan y confunden antes de un nuevo alto, de un nuevo adormecerse en la fosforescente noche de los párpados cerrados, de la boca perdida en una fuente de temblorosos peces. Sábelo, de alguna manera se cesa de andar en el país, el interminable avance se cumple desde murmullos y lentísimos tactos, ya no se piensa en llegar a esa cima que ofrece sus rampas sedosas porque bastará inclinarse para beber el rocío que duerme en la taza de una hoja, y al alzar los ojos se abrirán desde lo alto los valles más hondos, se habrá subido a la cumbre o la cumbre habrá bajado con un sabor de fruta mojada y un lento viento húmedo; o en lo más profundo de un estanque se escuchará el gemido de un aliento que franquea los pasos de calientes arenas, habrá un movimiento doble y confuso y violeta, un deslizamiento incontenible hacia los desiertos de sal donde cada mordedura es un grito de gacela lejana, un aletazo de ola fragante.
Quisiera volver por un momento a tu lado, explicarte esta espiral vertiginosa de la que soy incapaz de entrar y de salir. Puedo encontrarme todavía con tu razón si te digo que el país juega consigo mismo y con el viajero que desata el juego, pero que su perfecta libertad se cumple dentro de una geometría que acaso alguna vez cederá el contorno de ese mapa que me habías pedido y que hoy no puedo darte. Retén entonces que el país es simétrico, que un eje de ininterrumpido curso lo vuelve espejo de sí mismo. Los perfiles pueden cambiar con el capricho de sus aterciopelados sismos, pero boca arriba o dándose en una espera como de espaldas y de muslos, el país repite sus sabores y sus juncos. Quizá por eso me he obstinado en seguir la ruta del medio, subiendo o bajando desde montañas y lagos, resbalando por cascadas que se dirían trenzas de agua oscura, franqueando desiertos blanquísimos para alcanzar en su ocaso la promesa del pez rojo, el murmullo de la poza de helechos, la queja en el desfiladero que lleva a la caverna dorada, recintos nunca repetidos, ahondados en el pulso central, excepciones del espejismo simétrico que se aleja hacia su doble horizonte irisado. Pero también contra lo binario que acaso lo fatiga o lo exaspera, el país alza el pavorreal de sus colores. Aquí donde el tiempo y el espacio se adelgazan en sus cáscaras secas, llegas a pensar que toda unidad es un engaño, que en ese resbalar continuo del país hacia el viajero que resbala hacia el país, sustituciones furtivas cambian a veces la tonalidad de las hidrografías y los relieves, sustituyen planicies de mica por planicies de cobre, cascadas de oro por cascadas de ébano, como si ya no estuviéramos en el mismo país. No sé, contra esa sospecha vertiginosa se alza en mí la permanencia de los mismos murmullos, las mismas fragancias, las mismas texturas de la arena, el mármol y el musgo. Poco me importa, créeme, si esta sospecha tiene alguna realidad, si mi viaje se ha cumplido o se cumple en territorios que creí uno solo. Sé que estoy en él, que un día entré en su lenta danza recurrente y que su espiral y yo somos el mismo ir y venir de un aliento que aleja y atrae, toma y deja. País de dulce orografía, de sabores naciendo al término de un día que no acaba, país sin palabras. De éstas que te envío haz lo que quieras; yo elijo otra manera de viajar, el silencio del tacto y el perfume. Los labios y la lengua callan contra otra lengua y otros labios; todo vive otra vida en este país.