Premio Nobel de Literatura en 1957, Albert Camus (1913-1960) se reveló al gran público en 1942 con una novela breve, "L'étranger" (El extranjero), que en poco tiempo adquirió resonancia universal. Considerado, junto con Sartre, como la revelación más importante de la literatura francesa de posguerra y uno de los principales teóricos del existencialismo, si bien difiriendo del de éste, su ideología filosófica, así como sus puntos de vista políticos, éticos y estéticos sobre nuestra sociedad se perfilaron claramente en su libro de ensayos "Le mythe de Sisyphe" (El mito de Sísifo), donde estudió el fenómeno de la sensibilidad absurda que puede encontrarse dispersa a lo largo del siglo XX, la sensación de alienación y desencanto, la "filosofía del absurdo". En su cuaderno de anotaciones, Camus había desarrollado la idea de dividir su obra (novelas, ensayos y obras de teatro) en cinco grupos: "L'absurde" (Lo absurdo), "La révolte" (La rebelión), "Le jugement" (El juicio), "L'amour déchiré" (El amor desgarrado) y, por último, "Le système" (El sistema). Al primer grupo pertenecen las ya citadas "El extranjero" y "El mito de Sísifo", y las obras de teatro "Caligula" (Calígula) y "Le malentendu" (El malentendido) ambas de 1944. Sobre la interrelación de estas obras escribió Sartre un artículo en la revista "Les Temps Modernes", manifestando que "se podría decir que 'El mito de Sísifo' trata de darnos la noción del absurdo y 'El extranjero' quiere inspirarnos este sentimiento". En "La création absurde" (La creación absurda), uno de los capítulos del ensayo antes mencionado, Camus dice que la "verdadera obra de arte tiene siempre la medida humana. Es esencialmente la que dice 'menos'. Hay cierta relación entre la experiencia global de un artista y la obra que la refleja. Esa relación es mala cuando la obra pretende dar toda la experiencia en el papel de encaje de una literatura de explicación. Esa relación es buena cuando la obra no es sino un trozo tallado en la experiencia, una faceta del diamante en que el brillo interior se resume sin limitarse. En el primer caso hay exceso de carga y pretensión a lo eterno. En el segundo, obra fecunda a causa de todo un supuesto de experiencia cuya riqueza se adivina. Para el artista absurdo el problema consiste en adquirir esa mundología que supera a la desenvoltura. Y al final el gran artista, bajo este clima, es ante todo un gran viviente si se entiende que vivir es tanto sentir como reflexionar. La obra encarna, por lo tanto, un drama intelectual. La obra absurda ilustra la renuncia del pensamiento a sus prestigios y su resignación a no ser ya la inteligencia que hace funcionar las apariencias y cubre con imágenes lo que no tiene razón. Si el mundo fuese claro no existiría el arte". Y agrega más adelante: "Pensar es, ante todo, querer crear un mundo (o limitar el propio, lo que equivale a lo mismo). El filósofo es un creador. Tiene sus personajes, sus símbolos y su acción secreta. Tiene sus desenlaces. A la inversa, el adelanto que ha realizado la novela con respecto a la poesía y el ensayo representa únicamente, y a pesar de las apariencias, una mayor intelectualización del arte. La fecundidad y la grandeza de un género se miden con frecuencia por sus desperdicios. El número de malas novelas no debe hacer olvidar la grandeza de las mejores. Estas, justamente, llevan consigo su universo. La novela tiene su lógica, sus razonamientos, su intuición y sus postulados. Tiene también sus exigencias de claridad. En la actualidad ya no se cuentan 'historias'; se crea el universo propio. Los grandes novelistas son novelistas filósofos, es decir, lo contrario de escritores de tesis. Así lo son Balzac, Sade, Melville, Stendhal, Dostoievsky, Proust, Malraux, Kafka, para no citar más que algunos". Justamente sobre Kafka versa el apéndice de "El mito de Sísifo". Bajo el título "L'espoir et l'absurde dans l'oeuvre de Franz Kafka" (La esperanza y lo absurdo en la obra de Franz Kafka), Camus, partiendo de la premisa de que "el absurdo nace de la confrontación entre un mundo que no tiene sentido y el deseo humano de encontrar un significado al universo y por lo tanto a su vida", analiza tres obras del escritor checo: "Der prozess" (El proceso), "Das schloss" (El castillo) y "Die verwandlung" (La metamorfosis). Cuando "El mito de Sísifo" estuvo listo para ser publicado se produjo la ocupación de Francia. Esto hizo que uno de los editores le escribiese a Camus para explicarle que, debido a algunas "dificultades locales", el capítulo sobre Kafka quedaba fuera del libro: no era prudente publicar un estudio acerca de un escritor judío durante la ocupación nazi. De modo que el texto apareció recién después de concluida la guerra. Lo que sigue es la primera parte del estudio sobre el escritor checo en el que Camus intenta demostrar el callejón sin salida que implica cualquier adaptación o aceptación de lo absurdo en la vida.
Todo el arte de Kafka consiste en obligar al lector a releer. Sus desenlaces, o la ausencia de desenlaces, sugieren explicaciones, pero que no se revelan claramente y que exigen, para que parezcan fundadas, una nueva lectura del relato desde otro ángulo. A veces hay una doble posibilidad de interpretación, de donde surge la necesidad de dos lecturas. Eso es lo que buscaba el autor. Pero sería un error querer interpretar todo detalladamente en Kafka. Un símbolo está siempre en lo general, y, por precisa que sea su traducción, un artista no puede restituirle sino el movimiento: no hay traducción literal. Por lo demás, nada es más difícil de entender que una obra simbólica. Un símbolo supera siempre a quien lo emplea y le hace decir en realidad más de lo que cree expresar. A este respecto, el medio más seguro de captarlo consiste en no provocarlo, en leer la obra con un espíritu no prevenido y en no buscar sus corrientes secretas. En cuanto a Kafka en particular, está bien consentir en su juego, y acercarse al drama por la apariencia y a la novela por la forma.
A primera vista, y para un lector desapegado, se trata de aventuras inquietantes que arrastran a personajes temblorosos y obstinados en la persecución de problemas que no formulan nunca. En "El proceso" es acusado José K.. Pero no sabe de qué. Quiere, sin duda, defenderse, pero ignora por qué. Los abogados encuentran difícil su causa. Entre tanto, no deja de amar, de alimentarse o de leer su diario. Luego le juzgan, pero la sala del tribunal está muy oscura y no comprende gran cosa. Supone únicamente que lo condenan, pero apenas se pregunta a qué. A veces duda de ello y también sigue viviendo. Mucho tiempo después, dos señores bien vestidos y corteses van a buscarle y le invitan a que les siga. Con la mayor cortesía le llevan a un arrabal desesperado, le ponen la cabeza sobre una piedra y lo degüellan. Antes de morir, el condenado dice solamente: "Como un perro". Es difícil, como se ve, hablar de símbolo en un relato en el que la calidad más sensible es, precisamente, lo natural. Pero lo natural es una categoría difícil de comprender. Hay obras en las cuales el acontecimiento parece natural al lector. Pero hay otras (más raras, es cierto) en las que es el personaje quien encuentra natural lo que le sucede. En virtud de una paradoja singular pero evidente, cuanto más extraordinarias sean las aventuras del personaje tanto más sensible se hará la naturalidad del relato; está en proporción con la diferencia que se puede sentir entre la rareza de una vida de hombre y la sencillez con que ese hombre la acepta. Parece que Kafka tiene esa naturalidad. Y, justamente, se advierte bien lo que quiere decir "El proceso". Se ha hablado de una imagen de la condición humana. Sin duda. Pero se trata de algo a la vez más sencillo y más complicado. Quiero decir que el sentido de la novela es más particular y mas personal de Kafka. En cierta medida, es él quien habla, si bien nos confiesa a nosotros. Vive y le condenan. Se entera de ello en las primeras páginas de la novela, que él vive en este mundo, y aunque trata de remediarlo, lo hace, no obstante, sin sorpresa. Nunca se asombrará bastante de esa falta de asombro. En estas contradicciones se reconocen los primeros signos de la obra absurda. El espíritu proyecta en lo concreto su tragedia espiritual. Y no puede hacerlo sino mediante una paradoja perpetua que da a los colores el poder de expresar el vacío y a los gestos cotidianos la fuerza para traducir las ambiciones eternas.
Del mismo modo, "El castillo" es, quizás, una teología en acción, pero también y ante todo la aventura individual de un alma en busca de su gracia, de un hombre que reclama a los objetos de este mundo su secreto real y a las mujeres los signos del dios que duerme en ellas. "La metamorfosis", a su vez, simboliza ciertamente la horrible imaginería de una ética de la lucidez. Pero es también el producto de ese incalculable asombro que experimenta el hombre al sentir la bestia en la que se convierte sin esfuerzo. El secreto de Kafka reside en esta ambigüedad fundamental. Estas oscilaciones perpetuas entre lo natural y lo extraordinario, el individuo y lo universal, lo trágico y lo cotidiano, lo absurdo y lo lógico, vuelven a encontrarse en toda su obra y le dan a su vez su resonancia y su significación. Hay que enumerar estas paradojas y reforzar estas contradicciones para comprender la obra absurda. En efecto, un símbolo supone dos planos, dos mundos de ideas y de sensaciones, y un diccionario de correspondencia entre uno y otro. Ese léxico es el más difícil de establecer. Pero tomar conciencia de los dos mundos puestos en presencia es ponerse en el camino de sus relaciones secretas. En Kafka esos dos mundos son el de la vida cotidiana, por una parte, y el de la inquietud sobrenatural, por la otra (hay que advertir que de una manera igualmente legítima se pueden interpretar las obras de Kafka en el sentido de una crítica social -por ejemplo, en "El proceso"-. Es probable, además, que no haya que elegir. Las dos interpretaciones son buenas. En términos absurdos, como hemos visto, la rebelión contra los hombres se dirige también a Dios. Las grandes revoluciones son siempre metafísicas). Se asiste aquí, al parecer, a una interminable explotación de la frase de Nietzsche: "Los grandes problemas están en la calle".
Hay en la condición humana, y éste es el lugar común de todas las literaturas, una absurdidad fundamental al mismo tiempo que una grandeza implacable. Las dos coinciden, como es natural. Ambas se configuran, repitámoslo, en el divorcio ridículo que separa a nuestras intemperancias de alma de los goces perecederos del cuerpo. Lo absurdo es que sea el alma de ese cuerpo quien le sobrepase tan desmesuradamente. Quien quiera simbolizar esa absurdidad tendrá que darle vida mediante un juego de contrastes paralelos. Por eso Kafka expresa la tragedia mediante lo cotidiano y lo absurdo mediante lo lógico. Un actor da más fuerza a un personaje trágico si se abstiene de exagerarlo. Si es mesurado, el horror que él cause será desmesurado. La tragedia griega abunda en enseñanzas a este respecto. En una obra trágica el destino se hace siempre sentir mejor bajo los rostros de la lógica y de lo natural. El destino de Edipo es anunciado de antemano. Se ha decidido sobrenaturalmente que cometa el asesinato y el incesto. Todo el esfuerzo del drama consiste en mostrar el sistema lógico que, de deducción en deducción, va a consumar la desgracia del protagonista. El anuncio de ese destino inusitado apenas es horrible por sí solo, porque es inverosímil. Pero si se nos demuestra su necesidad en el marco de la vida cotidiana, la sociedad, el Estado, la emoción familiar, entonces el horror se consagra. En esta rebelión que sacude al hombre y le hace decir: "Eso no es posible", hay ya la certidumbre desesperada de que "eso" es posible.
Tal es todo el secreto de la tragedia griega o, por lo menos, uno de sus aspectos. Pues hay otro que, mediante un método inverso, nos permitiría comprender mejor a Kafka. El corazón humano tiene una fastidiosa tendencia a llamar destino solamente a lo que lo aplasta. Pero también la felicidad, a su manera, carece de razón, pues es inevitable. Sin embargo, el hombre moderno se atribuye su mérito, cuando no la desconoce. Habría mucho que decir, por el contrario, sobre los destinos privilegiados de la tragedia griega y los favoritos de la leyenda que, como Ulises, en medio de las peores aventuras, se encuentran salvados de ellos mismos. Lo que se debe retener, en todo caso, es esta complicidad secreta que a lo trágico une lo lógico y lo cotidiano. Por eso Samsa, el protagonista de "La metamorfosis", es un viajante de comercio. Por eso lo único que le preocupa en la singular aventura que lo convierte en un insecto es que a su patrón le causará descontento su ausencia. Le crecen patas y antenas, su espinazo se arquea, su vientre se llena de puntos blancos, y no diré que eso no le asombre, pues fallaría el efecto, pero sólo le causa un "ligero fastidio". Todo el arte de Kafka está en este matiz. En su obra central, "El castillo", son los detalles de la vida cotidiana los que vuelven a ganar terreno y, no obstante, en esta extraña novela en la que nada termina y todo recomienza, se simboliza la aventura esencial de un alma en busca de su gracia. Esta traducción del problema en el acto, esta coincidencia de lo general y lo particular, se manifiesta también en los pequeños artificios propios de todo gran creador. En "El proceso", el protagonista se habría podido llamar Schmidt o Franz Kafka. Pero se llama José K.. No es Kafka y es, no obstante, él. Es un europeo medio. Es como todo el mundo. Pero es también la entidad K. que plantea la x de esta ecuación carnal.
Del mismo modo, si Kafka quiere expresar lo absurdo, se sirve de la coherencia. Es conocido el chiste del loco que pescaba en una bañera; un médico que tenía cierta idea de los tratamientos psiquiátricos, le preguntó: "¿Y si mordiesen?...”, y el loco le respondió con rigor: "Pero, imbécil, ¿no ves que es una bañera?”. Este chiste es del género barroco. Pero se advierte en él de una manera sensible cuán ligado está el efecto absurdo a un exceso de lógica. El mundo de Kafka es, en verdad, un universo inefable en el que el hombre se permite el lujo torturante de pescar en una bañera sabiendo que no saldrá nada de ella. Reconozco, por lo tanto, en esto una obra absurda en sus principios. En cuanto a "El proceso", por ejemplo, puedo decir que el logro es total. La carne triunfa. Nada falta en él, ni la rebelión inexpresada (precisamente es ella la que escribe), ni la desesperación lúcida y muda (es ella la que crea), ni esa sorprendente libertad de proceder que los personajes de la novela respiran hasta la muerte final. Sin embargo, este mundo no es tan cerrado como parece. En este universo sin progreso va a introducir Kafka la esperanza bajo una forma singular. A este respecto, "El proceso" y "El castillo" no marchan en el mismo sentido. Se completan. El insensible progreso que se puede advertir del uno al otro simboliza una conquista desmesurada en el orden de la evasión. "El proceso" plantea un problema que resuelve "El castillo" en cierta medida. El primero describe, de acuerdo con un método casi científico y sin conclusión. El segundo, en cierta medida, explica. "El proceso" diagnostica y "El castillo" imagina un tratamiento. Pero el remedio que se propone en él no cura. Lo único que hace es que la enfermedad entre en la vida normal. Ayuda a aceptarla. En cierto sentido (pensemos en Kierkegaard) la hace querer. El agrimensor K. no puede imaginar otra preocupación que la que lo roe. Aquellos mismos que le rodean se apasionan por ese vacío y ese dolor que no tiene nombre, como si el sufrimiento adquiriese en este caso un rostro privilegiado. "Cómo te necesito -le dice Frieda a K.-, cuán abandonada me siento, desde que te conozco, cuando no estás a mi lado". Este remedio sutil que nos hace amar lo que nos aplasta y que hace que nazca la esperanza en un mundo sin salida, este "salto" brusco mediante el cual todo cambia, es el secreto de la revolución existencial y de "El castillo" mismo.
Pocas obras son más rigurosas en su desarrollo que "El castillo". A K. le nombran agrimensor del castillo y llega a la aldea. Pero desde la aldea es imposible comunicarse con el castillo. Durante centenares de páginas se obstinará K. en encontrar su camino, hará todas las diligencias posibles, empleará astucias, andará con rodeos, no se enfadará nunca y, con una fe desconcertante, se empeñará en ejercer la función que se le ha confiado. Cada capítulo es un fracaso. Y también una reanudación. No es lógica, sino perseverancia. La amplitud de esta obstinación constituye lo trágico de la obra. Cuando K. telefonea al castillo oye voces confusas y mezcladas, risas vagas, llamamientos lejanos. Eso basta para alimentar su esperanza, como esos signos que aparecen en los cielos de estío, o esas promesas del anochecer que constituyen nuestra razón de vivir. Aquí se encuentra el secreto de la melancolía particular de Kafka. Es la misma, en verdad, que se respira en la obra de Proust o en el paisaje plotiniano: la nostalgia de los paraísos perdidos. "Me pongo muy triste -dice Olga- cuando Barnabé me dice por la mañana que va al castillo: ese trayecto probablemente inútil, ese día probablemente perdido, esa esperanza probablemente vana". Este "probablemente" es el matiz sobre el cual Kafka hace girar toda su obra. Mas a pesar de todo, la búsqueda de lo eterno es en ella meticulosa. Y esos autómatas inspirados que son los personajes de Kafka nos dan la imagen de lo que seríamos nosotros privados de nuestras diversiones y entregados por completo a las humillaciones de lo divino.
En "El castillo" se convierte en una ética esta sumisión a lo cotidiano. La gran esperanza de K. es conseguir que el castillo le adopte. Como no puede conseguirlo solo, se esfuerza por merecer esa gracia haciéndose habitante de la aldea y perdiendo esa cualidad de forastero que todos le hacen sentir. Lo que quiere es un oficio, un hogar, una vida de hombre normal y sano. Ya no puede soportar más su locura. Quiere ser razonable. Desea librarse de la maldición particular que le hace extraño a la aldea. El episodio de Frieda a este respecto es significativo. Si esta mujer que ha conocido a uno de los funcionarios del castillo se hace su querida es a causa de su pasado. Toma de ella algo que le supera, al mismo tiempo que tiene conciencia de lo que le hace para siempre indigna del castillo. Uno recuerda a este respecto el amor singular de Kierkegaard por Regina Olsen. En ciertos hombres, el fuego de eternidad que los devora es lo bastante grande como para que quemen en él el corazón mismo de quienes los rodean. El funesto error que consiste en dar a Dios lo que no es de Dios es también el tema de este episodio de "El castillo". Pero parecería que para Kafka no fuera un error. Es una doctrina y un "salto". No hay nada que no sea de Dios. Más significativo aún es el hecho de que el agrimensor se separe de Frieda para acercarse a las hermanas Barnabé, pues la familia Barnabé es la única de la aldea que está completamente abandonada por el castillo y por la aldea misma. Amalia, la hermana mayor, ha rechazado las proposiciones vergonzosas de uno de los funcionarios del castillo. La maldición inmoral que ha seguido la ha apartado para siempre del amor de Dios. Ser incapaz de perder el honor por Dios es hacerse indigna de su gracia. Se reconoce un tema familiar de la filosofía existencial: la verdad contraría a la moral. Aquí las cosas van lejos, pues el camino que recorre el protagonista de Kafka, el que va de Frieda a las hermanas Barnabé, es el mismo que va del amor confiado a la deificación de lo absurdo. También en esto el pensamiento de Kafka coincide con el de Kierkegaard.
No es sorprendente que "el relato Barnabé" se sitúe al final del libro. La última tentativa del agrimensor consiste en volver a encontrar a Dios a través de lo que lo niega, en reconocerlo, no de acuerdo con nuestras categorías de bondad y belleza, sino detrás de los rostros vacíos y horribles de su indiferencia, de su injusticia y de su odio. Ese forastero que pide al castillo que le adopte, se encuentra al final de su viaje un poco más desterrado, pues esta vez es infiel a sí mismo y abandona la moral, la lógica y las verdades del espíritu para tratar de entrar, con la única riqueza de su esperanza insensata, en el desierto de la gracia divina (esto no vale, evidentemente, sino para la versión inconclusa de "El castillo" que nos ha dejado Kafka. Pero es dudoso que el escritor hubiese roto en los últimos capítulos la unidad de tono de la novela). La palabra esperanza no es ridícula en este caso. Por el contrario, cuanto más trágica es la situación de que informa Kafka tanto más rígida y provocativa se hace esa esperanza. Cuanto más verdaderamente absurdo es "El proceso" tanto más conmovedor e ilegítimo parece el "salto" exaltado de "El castillo". Pero aquí volvemos a encontrar en estado puro la paradoja del pensamiento existencial tal como lo expresa, por ejemplo, Kierkegaard: "Se debe herir mortalmente a la esperanza terrestre, pues solamente entonces nos salva la esperanza verdadera" y que se puede traducir así: "Hay que haber escrito 'El proceso' para escribir 'El castillo'".